Читать книгу Nicol - Rolando Rojo - Страница 6
I
ОглавлениеEl matasanos se asoma en el marco de la puerta con su delantalcito blanco, sus brillantes lentes ópticos, el estetoscopio colgado del pecho y los cuarenta ojos de la sala de espera se desprenden de las revistas, de los diarios, de los rezos, de la angustia y lo miran a él, como si miraran a Jesucristo”. El matasanos pasea su mirada tranquila, poderosa, cabrona, por sobre los rostros desencajados por el miedo, balbucea, carraspea y, finalmente, pregunta con aterciopelada voz de maraco: ¿los familiares de Chrístofer Peña Muñoz? Y los ojos van cayendo lentamente a las páginas de las revistas, de los diarios, de la angustia, de los rezos. Sólo los míos siguen pegados en la espigada figura del brujo de la tribu. Trago saliva. Parpadeo. Me sudan las manos. Lo miro. Me levanto. Lo vuelvo a mirar. Sé que la arruguita que se le forma al costado de la boca es de satisfacción, es de alegría por terminar el maldito turno de la Posta Central, por olvidar los olores de la Posta Central, la podredumbre de la Posta Central, la miseria de la Posta Central y trepar al Audi y volar a noventa o cien, hacia sus praderas verdes del Barrio Alto. Esa arruguita feliz, imagina la ducha tibia corriendo por su cuerpo desnudo de Barrio Alto, imagina la sedosidad de sus camisas y de su traje del Barrio Alto, imagina la mesa servida con los manjares que prepara Adela, la nana peruana del Barrio Alto, imagina la fragancia de su mujer del Barrio Alto, el whisky del Barrio Alto servido en la terraza, aspirando la fragancia del jardín, mientras ella le cuenta las últimas travesuras de los hijos rubios del Barrio Alto, las últimas compras en el mall del Barrio Alto, la necesidad de cambiar el auto por una cuatro por cuatro para que los hijitos rubios del Barrio Alto vayan cómodos a sus colegios del Barrio Alto. Y luego el lecho del Barrio Alto. Él le sacará los calzoncitos y se la tirará como todas las noches, a lo misionero del Barrio Alto, y ella emitirá esos gemiditos de conejo degollado cuando esté acabando, y él le besará el cuello, las pequeñas orejitas rojas, le chupará las tetitas, pero no se bajará a los berros, porque eso no está bien, eso no se hace con su mujercita, eso es para las putas del Barrio Alto, para su secretaria, para alguna enfermerita cachonda, pero no para la María Paz Goyenechea Echeñique, educada en las monjas, cartuchita como llegó de la cuna al matrimonio, sin que la hubieran picado ni las pulgas, aunque él, José Ignacio Risopatrón Rivadeneira, conocía la fragancia de esa chuchita rosada, de esos labios nacarados, de esos juguitos que la mojaban cuando, solitarios en el living de la casa de María Paz Goyenechea Echeñique, él deslizaba los dedos gruesos de aspirante a doctor por el borde del calzoncito y le pajeaba el clítoris, mientras los viejos de María Paz Goyenechea Echenique, es decir, don Tomás Goyenechea y doña Amelia Echenique, dormían plácida y profundamente en el segundo piso o se deleitaban con la última teleserie turca, “Ay, Tomás qué macanudos son estos turcos, oye, con esos bigotazos negros, niño, por Dios”. Yo, doc. ¿Yo qué? ¿quién es usted? Yo soy el único ser humano que el Chris tiene en este mundo. ¿Hermana…? No, doc, su mina¡ ¿Quééé…? Su yunta, su pata, su puta, su amante, su piel, su pana, su mujer… Y el asopao pestañea y pierde la compostura. ¡¡Baaasta!! Esto no es un juego. Al paciente no se le pudo extraer la bala del cerebro. No pasará la medianoche. En dos horas más habrá un segundo informe –dice con firmeza, y gira sobre los talones y se pierde en las tripas húmedas de este recinto con olor y sabor a muerte. Miro el reloj de pared de la Posta Central, el blanco reloj de pared de Posta Central, el indigesto reloj de pared de Posta Central, el gelatinoso reloj de pared de Posta Central y alcanzo a divisar, antes que se derrita por completo como si fuera un plástico recalentado por las miles de angustiosas miradas de madres, hijos, hermanos, tíos y primas de quienes agonizan en el interior de la Posta Central de Santiago de Chile, que acaba de marcar las ocho de la noche. Saco la cuenta. Al Chris le quedan cuatro horas de vida. ¡Sólo cuatro, Dios mío! Rezo a mi Cristo Mutilado. Por primera vez, le rezo con fervor a mi Cristo Mutilado. Es un rezo inventado por mí, por mi dolor, por mi angustia, por mi desamparo, por el Chris, “ Cahuinero Nuestro de cada día, Pendejo Nuestro de cada día, Macabeo Nuestro de cada día, Achacao Nuestro de cada día. Salva al Chris, te lo ruego. Ten piedad por él, te lo ruego. Sólo es un delincuente juvenil, mi Cristo Mutilado ¡¡Sálvalo te lo ruego!! Y hundo mi cara de dieciséis años en el fondo infinito de mis manos de dieciséis años, en mi angustia de dieciséis años, en mi dolor de dieciséis años, en mis cabrones y angustiados dieciséis años. Y un solo pensamiento gira como remolino en mi cerebro: “Te dije que no te metieras con el chino, Chris. Te lo dije una y otra vez, el chino es peligroso Chris. Te lo dije mil veces, Chris, el chino vive armado. Chris, el chino se va a defender. No me hiciste caso. Si la vieja sentada junto a la puerta, que escuchó el diagnóstico del doc y me mira con cara de cordero degollado, intenta venir a abrazarme o darme cháchara, le escupiré el rostro y maltrataré sus orejas con mi mejor puteada. Quédate sentadita no más, buena samaritana, límpiate la compasión que te chorrea de la frente a los zapatos No hagas intento de venir a hueviar, vieja maldita. Entonces agacho la cabeza y …
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