Читать книгу Herencia - Ronnie Roberto Campos - Страница 10
ОглавлениеLos grandes logros no se obtienen con la fuerza, sino con la perseverancia
(Samuel Johnson).
CAPÍTULO TRES
Tiempo de reír
Aún tengo claras en mi mente las cosas que ocurrieron cuando estaba en quinto grado. Yo era un niño entusiasmado con nuevas ideas.
Mi madre decía que era muy “persistente”. Las madres son las madres, ¿no? Tal vez, “terco” era el término más apropiado.
¡Aquel año las vacaciones fueron maravillosas! Teníamos un vecino que tenía más o menos mi edad. Le decíamos Toco, pero no le pusimos nosotros ese sobrenombre; ya se lo habían puesto en su casa. Toco era uno de mis mejores amigos. Fuimos vecinos por mucho tiempo. Él tenía un hermano más grande que tenía una bicicleta Monark Tigrão. Ese modelo de bicicleta era muy lindo. El asiento era grande y con respaldo. Pero la bicicleta del hermano de Toco era vieja y no tenía asiento.
–Toco, ¿conseguiste una bicicleta?
–¡Qué va! Es de mi hermano. Un cacharro viejo, ni tiene asiento.
–¿Tú sabes andar?
–¡Claro! ¿Tú no sabes?
–Nunca estuve tan cerca de una bicicleta como ahora. ¿Me enseñas?
–¿En esta cosa?
–Por favor…
–Bueno, está bien. ¿Puede ser mañana por la tarde?
–¿No puede ser ahora?
A mi amigo le pareció muy gracioso, pero yo estaba fascinado con la idea de andar en bicicleta. A decir verdad, siempre soñé con tener una. Mi padre tenía muchas ganas de comprarme una, pero el presupuesto no alcanzaba.
Me pasé todas las vacaciones pedaleando. No pasó mucho tiempo hasta comenzar a andar sin la ayuda de Toco, que sostenía la bicicleta para que yo no cayera.
La parte más difícil era andar parado. (Sí, recuerda que la bicicleta ni tenía asiento.) Aquel año descubrí lo que realmente quería: una bicicleta.
–Papá, ¿puedo vender helados de palito?
–¿Por qué, hijo?
–La heladería de Don Lauro está empleando nuevos vendedores de helados de palito. ¿Me dejas?
–¿No eres muy joven para eso? Y además, tienes que ir a la escuela.
–Papá, solo venderé aquí en el pueblo, por la tarde, después de la escuela.
–Hijo, ¿por qué quieres hacer eso?
–Quiero comprar una bicicleta.
Mi padre quedó en silencio. Desvió la mirada; no podía mirarme. Me había prometido una bicicleta si pasaba de año... cuando estaba en primer grado.
Un padre se siente impotente cuando no puede dar a los hijos aquello que desean.
–Este año papá todavía no va poder cumplir la promesa, hijo…
–Pero pasé de año, papá…
–Lo sé… pero el dinero que tenemos no alcanza para comprar una bicicleta. Y si la compro, no voy a poder pagarla. Además, ahora tienes una hermanita; tenemos que cuidar bien de ella, que es tan frágil, ¿cierto?
–Si paso el año que viene, ¿entonces vamos a poder comprarla?
–Vamos a ver, hijo… Vamos a ver.
No pudimos. No pudimos comprarla ni en el primero, ni en el segundo, ni en el tercero ni en el cuarto año. Entonces, hice los cálculos y llegué a la conclusión de que si trabajaba todo el año, todas las tardes, domingos y feriados, lo lograría.
Era un buen plan. Sí, lo era.
Al principio, todo el mundo creía que esto era un entusiasmo pasajero. Pero no lo era. Con sol o con lluvia, allí estaba yo gritando:
–¡Hay helados de palitooo!
Aquella cajita térmica debajo del brazo, un gorrito para cuidarme un poco del sol... De casa en casa, de calle en calle. Hasta el anochecer.
–¡Hay helados de palitooo!
Poco a poco fui haciendo mi clientela. Vendía tanto que necesité una caja más grande. Tenía que ser caja; no llegaba a empujar el carrito.
Guardé cada centavo, moneda por moneda, dentro de una lata de leche en polvo vacía. Mis amigos decían que me estaba perdiendo todo el verano haciendo eso, pero no le daba importancia. Me ayudaba a continuar una frase que mi padre me dijo un día: “Si no podemos realizar los sueños por la fuerza, podemos alcanzarlos con perseverancia”. Escribí esa frase en una hoja de cuaderno y la pegué en mi cuarto. Todas las noches leía la frase antes de dormir.
Un día, mi padre dijo que tenía que ir a Curitiba a ayudar a mi bisabuela a resolver unos problemas. Iría el fin de semana, pero estaría de vuelta para el martes. No me di cuenta de que se había llevado mi lata de monedas.
El martes me levanté bien temprano. Las clases comenzaban a las 7. ¡Imagina mi sorpresa! Mi padre había vuelto durante la noche. Y en el medio de la sala había una caja enorme.
–Mi… ¡bi-ci-cle-ta!
Casi lloré. No entendía nada. ¡Estaba eufórico! Mi papá también. Dijo que la armaría mientras yo estuviera en la escuela. Al mediodía, cuando volviera, ya podría andar. ¿Piensas que pude concentrarme en el estudio? Solo pensaba en mi bicicleta.
“Pero ¿cómo?”, me planteaba. “No tenía suficiente dinero en aquella lata de leche en polvo”.
–Tu tío ayudó con el dinero que faltaba –explicó mi padre por la tarde, cuando volví de la escuela.
Más adelante descubrí la historia completa. Mi padre no me lo quería decir para que no me desanimara, pero él también estaba juntando dinero para ayudarme. Yo no lo sabía, pero él iba a pie al trabajo para ahorrar el pasaje. Hasta hoy no sé qué otros sacrificios tuvo que hacer para realizar mi sueño.
Aun así, sumando todo lo que él y yo habíamos ahorrado, faltaba un poco de dinero para comprar la bicicleta. La historia sobre la ayuda de mi tío era verdadera; él mismo fue con mi padre a la tienda. Cuando se dio cuenta de que el dinero no alcanzaba, se acercó y dijo:
–No te preocupes, hermano. Quiero ayudar. Toma. No hay problema– dijo mi tío mientras entregaba el dinero en manos de mi padre.
No hubo tiempo para decir que no era necesario.
Por eso yo estaba allí, maravillado frente a mi nueva bicicleta. Nuevita, en caja. Pintura metálica y todo. Brillaba.
–¡Guau, papi! ¡Qué bicicleta linda! Nunca vi una de estas.
Realmente era linda. También era Monark, la misma marca que la Tigrão de Toco. En aquel tiempo solo conocíamos dos marcas de bicicletas, Monark y Caloi. La mayoría de los niños tenía un modelo de Monark llamado Monareta, pero la mía era la única Monareta Dobramatic de la región. Ese nombre pomposo estaba relacionado con el hecho de tener una especie de bisagra bien al medio que facilitaba su ubicación en el baúl del auto, en caso de viajar. Nunca usamos este dispositivo ya que no teníamos auto.
Pasó mucho tiempo hasta que tuvimos nuestro propio auto. Pero en bicicleta… ¡Oh, qué vida buena! No iba a ningún lugar sin ella. Toco, claro, se puso casi tan feliz como yo. A veces lo dejaba andar en la Monareta mientras yo iba en la Tigrão. Era mi forma de agradecer.
No tardé mucho en notar que mis padres hacían sus sueños realidad en mí y en mis hermanos. Con el tiempo, aprendí que cuando decían que no se podía, realmente no se podía. Aprendí que un padre deja hasta de comer con tal de que no les falte nada a los hijos.
–No quiero –decía cuando repartíamos alguna fruta o golosina.
¿No quería? ¡Qué va! Decía eso solo porque apenas alcanzaba para nosotros lo que había. Los padres tienen a sus hijos como tesoros. El tiempo me hizo ver que el verdadero tesoro es lo que ellos enseñan a sus hijos, las semillas que plantan en nuestro corazón y que el tiempo hace germinar, produciendo frutos para toda la vida. Especialmente, cuando las lecciones se dan sin palabras.