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La mente que se abre a una nueva idea

jamás volverá a su tamaño original

(Albert Einstein).

CAPÍTULO DOS

Sembrar y cosechar

–Papá, ¿puedo quedarme en casa hoy?

–¿Por qué, hijo?

–No quiero ir a la escuela hoy.

Mi padre me miró con la mirada de quien busca una razón que las palabras no revelan. Él sabía leer nuestra mirada, nuestras palabras y actitudes. No tenía sentido intentar esconder lo que estaba detrás de las palabras. No sé cómo, pero tarde o temprano terminaba descubriendo incluso lo que estábamos pensando.

Entonces me pareció mejor explicar:

–Mi maestra, papi.

–¿Qué pasa con ella?

–Hoy nos dará su última clase.

–¿Y no te vas a despedir de ella?

–Ya lo hicimos ayer. Hoy solo va para presentar a la nueva maestra. ¿Me dejas quedarme en casa?

Mis ojos no lo negaban. Intentaba evitar el sufrimiento de ver partir a la “mejor maestra del mundo”. No podía imaginarme el aula sin ella. Dicen que nunca olvidamos a la primera maestra. No sé si eso es verdad en todos los casos, pero para mí era verdad. ¡Y qué linda era! Y sabía todo. Podíamos preguntarle lo que quisiéramos; siempre tenía una respuesta.

En cuanto a la nueva maestra, no sabíamos de dónde venía. ¿Y si no era genial? ¿Y si era mala, de las que no enseñan bien y pelean con los niños?

–Siéntate aquí –me dijo mi padre mientras señalaba el escalón de la escalera que llevaba a la puerta de la sala.

–Un día –comenzó a relatar–, una alumna dijo algo que me gustaría que sepas. Era una de mis primeras clases en la escuela pública. Yo iba a reemplazar a una profesora que estaba enferma, con un problema cardíaco, y que necesitaba cuidados médicos. Esa alumna, cuando supo que habría un reemplazante, decidió no asistir más a la escuela. Yo todavía no la conocía; hacía solo tres meses que daba clases allí. Dos semanas después, la muchacha apareció. Un poco tímida, se sentó al fondo del aula. Estábamos trabajando poesía con el grupo de quinto año.

–¿Y qué ocurrió? –pregunté, curioso.

–Era un proyecto de lectura y producción de textos. Solicité a todos los alumnos que trajeran su libro favorito, y dije que si no tenían libros en casa podían tomar alguno prestado de la biblioteca de la escuela. También les dije que deberían traer un almohadón, o incluso una pequeña frazada. Quería que entendieran que leer debe ser algo agradable, placentero.

–¿Y funcionó, papi? –pregunté.

–El día indicado todos estaban muy entusiasmados. Acomodaron el aula de modo tal que de repente surgieron varias “literas”, “sofás” y diversos espacios de lectura según el gusto de cada uno. Había alumnos recostados, sentados, boca abajo, de a dos, con frazada, con almohada…

–¡Qué genial!

–¡Fue muy bueno, sí! ¡Fue lindo ver a toda esa muchachada leyendo por placer!

–¿Y tú qué hacías, papá?

–Me senté en una esquina, puse una silla a mi lado y me puse a leer uno de mis libros favoritos. Dije que quien quisiera podría sentarse en esa silla y contarme lo que estaba leyendo.

–¿Y fueron?

–¡Sí! Todo el tiempo había alguien contándome acerca de la historia que estaba leyendo. Hicimos eso tres o cuatro veces ese mes. En los minutos finales de cada clase, había un momento especial en el que uno o dos alumnos les contaban a sus compañeros acerca de la historia que más les había gustado leer.

–¿Y aquella alumna? –pregunté por la niña que había faltado durante dos semanas.

–El último día, ella me dio una tarjeta donde decía que lamentaba haber perdido algunas de mis clases. Escribió que de haberlo sabido, jamás hubiera dejado de ir a la escuela.

Mi padre me miró y continuó hablando:

–Nunca más vi a esa alumna, pero sé que aquellas pocas clases marcaron una diferencia en su vida. Y en la mía también.

Las historias que contaba mi padre transmitían mucha calma y seguridad. Cuando me di cuenta, ya estaba en el transporte escolar, a pocas cuadras de la escuela donde estudiaba.

¡La nueva maestra me pareció muy simpática! Dos o tres semanas después, llegué a casa con un brillo especial en mis ojos. Pronto mi padre se dio cuenta de mi entusiasmo y me preguntó:

–¿Qué ocurrió? ¿Alguna novedad?

Yo no podía contener la emoción:

–La maestra nos pidió que mañana llevemos los libros que más nos gusten. Y, si queremos, podemos llevar un almohadón o una pequeña frazada.

Mi padre me miraba, sonriendo con los ojos, de una forma única. Continué:

–La maestra dijo que era un proyecto que había aprendido con un antiguo profesor, el mejor profesor de su vida.

¡Es sorprendente cómo el mundo da vueltas! “Cosechamos lo que sembramos”. Aquel día aprendí el significado de aquella frase.

Mi padre estaba cosechando. Y una vez más, yo estaba aprendiendo a plantar.

Herencia

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