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Aprendí que algunas veces todo lo que necesitamos es una mano a la cual aferrarnos y un corazón que nos entienda

(William Shakespeare).

CAPÍTULO UNO

Mi amigo Tuna

–Hijo, ¿podrías traerme la cajita con libros que está en el portaequipaje de la moto?

–Sí, papi…

A veces, cuando mi padre llegaba del trabajo, después de darme ese abrazo cariñoso, me pedía que buscara algo de la moto, mientras abrazaba a mi madre.

Yo no tenía más que cuatro o cinco años, pero lo recuerdo como si fuera hoy. Al acercarme a la moto divisé la cajita y fui directamente hacia ella. Quería llevársela rápidamente, para poder jugar con él un poco antes de que saliera nuevamente. Mi padre era profesor. Daba clases por la mañana, la tarde y la noche.

Cuando estuve cerca de la moto, mi pequeño corazón dio un vuelco. Había un ruido extraño que venía del interior de la caja de “libros”. En aquel instante lo sospeché: solo podía ser un perrito. ¡Y así fue! Era un cachorro de poodle. ¡Qué cosita más linda! Suave, negrito, con el pecho, el hocico y las patitas blancas.

Mientras me emocionaba y admiraba el regalo, ni me di cuenta de que mi padre y mi madre estaban allí, cerquita, abrazados, disfrutando de aquel momento en el que me deshacía de felicidad.

–¿No le vas a poner un nombre? ­–preguntó mamá.

–Necesita un nombre –afirmó mi padre.

–¡Aceituna! Se va a llamar Aceituna. Aceituna… Aceituna… Ven, ven…

La sonrisa de mis padres no cabía en sus rostros. Les gustaba verme feliz. No perdían oportunidad para demostrarme cuánto me amaban. Pero yo en aquel momento solo tenía ojos para Aceituna, mi nuevo amiguito.

–¡Aceituna! Aceituna… Aceituna… Ven, ven…

Me encantaba aquella pelotita peluda negra. Con el tiempo su color se fue aclarando y lo que era negro se hizo gris; el gris más hermoso que haya visto alguna vez. Cuidé de aquel perrito como si fuera mi hijo. Le di tanto cariño que hasta se puso mañoso.

Nunca vi un animalito tan inteligente como ese. ¿Sabes que hasta la puerta de casa aprendió a abrir? Saltaba para alcanzar el picaporte. No entiendo cómo sabía hacerlo, pero siempre abría la puerta y el portón. Era necesario cerrar con llave para que no se escapara. Por cierto, ¡cómo le gustaba escaparse! Menos mal que todos los vecinos eran gente buena. Cuando alguien tocaba el timbre, casi siempre era alguno de mis amigos con Aceituna en brazos:

–Lo encontré en la esquina –decían.

Lo tomaba en mis brazos, sonreía, agradecía a mi amigo, salía corriendo y le daba un “sermón” al perrito. Mi corazón se afligía cada vez que eso pasaba. ¿Y si él no volvía? ¿Y si lo habían atropellado? Rápidamente pensaba en otra cosa porque no me gustaba pensar en cosas tristes. Me angustiaba pensar en perder a mi amiguito.

La verdad es que tenía muchos amigos. Mi casa estaba siempre llena de compañeros. Mis padres preferían que ellos jugaran en nuestro patio o en el lugar en forma de “L” que había a la vuelta de casa. Había mucho espacio para jugar. Pero con Aceituna era diferente. Él era… ¡era de la casa!

Hablando de casa, un día mis padres decidieron que tendríamos que mudarnos. Me desesperé:

–¿Y mis amigos? ¿Y el árbol de mangos? ¿Y nuestros vecinos?

Pronto descubrí que la casa a la cual nos mudaríamos no quedaba tan lejos. Mis amigos prometieron que nos visitarían siempre. Mis padres dijeron que cada tanto volveríamos a reencontramos con los chicos del grupo.

Cuando conocí la casa nueva, me entusiasmé con la idea de mudarnos lo más rápido posible. ¡Era un lugar lindo! Había mucho espacio para que Aceituna pudiera correr y saltar. Mi padre tenía la intención de comprar esa casa nueva. Entonces nos mudamos.

Siempre recibíamos visitas de los amigos y los vecinos que vivían cerca de la otra casa. Ellos también pensaban que la nueva casa era muy buena y estaba bien ubicada. Decían que mi padre estaba haciendo un buen negocio. Algunos incluso demostraban cierto deseo de comprar una casa por allí, pero no podían hacerlo. Aquellas casas pertenecían a una empresa binacional y estaban destinadas a sus trabajadores o a los trabajadores de instituciones vinculadas con ella, como lo era una de las escuelas en las que mi padre daba clases.

Mi padre trabajaba en varios colegios. Su intención era proveer un buen nivel de vida a la familia. Reconocíamos sus esfuerzos y hacíamos lo posible para colaborar. El único día en que descansaba era el sábado, cuando íbamos juntos a la iglesia.

Como de costumbre, un sábado fuimos a la iglesia bien temprano. Mi padre había llevado a nuestro perrite a la tienda de mascotas el viernes. Aceituna había quedado igualito a esas fotos de poodles que ponen en cajas de alimentos para perros. ¡Muy lindos! Ese sábado de mañana, Aceituna quedó en casa; mejor dicho, suelto en el patio. Al volver, al mediodía, nos pareció extraño el silencio.

–¡Tuna! –grité con fuerzas para llamar a Aceituna, que hacía una gran “fiesta” cuando oía mi voz.

Entonces vi un agujero recién hecho debajo de la pared de nuestro patio. Temí que Aceituna hubiera huido. ¡No quedaba otra! ¡Aceituna no estaba en casa!

Fuimos corriendo a la casa de los vecinos. Buscamos en las otras calles y cuadras. Preguntamos a todas las personas que pasaban, pero nadie había visto a mi perrito.

Mi padre salió conmigo todos los días, durante semanas. Utilizó todos sus horarios libres para ayudarme a encontrar a Aceituna. Había un lugar con un pasto lindo cerca de casa, y los vecinos llevaban a sus mascotas a pasear a ese lugar. Todos los días íbamos allí con la esperanza de encontrar a Tuna.

–¡Tuna… Aceituna! –no me cansaba de gritar por las calles.

Sentía mucha angustia cuando lo llamaba y no aparecía. Entonces teníamos que volver a casa, porque se hacía tarde. Siempre tenía la impresión de que aparecería a último momento, pero eso no ocurría.

Yo lloraba de día, de noche, mientras estaba en el baño, cuando había gente que podía verme o a escondidas. Por mucho tiempo todo lo que hice fue llorar.

Muchas veces mi madre me encontró llorando en el baño. Entonces le decía a mi padre y él me buscaba y me preguntaba si estaba todo bien.

–¿Vamos a dar una vuelta? ¿Quién sabe si no tendremos suerte hoy? –me preguntaba mi padre cuando llegaba del trabajo.

Me tomaba de la mano y salíamos juntos a buscar a Aceituna. Después de andar bastante, nos sentábamos a la sombra de un viejo eucalipto. Mi padre siempre esperaba un poco, en silencio. Después me miraba y me decía:

–Hijo, Tuna es un perrito muy lindo. Probablemente alguien jugó con él… Tú sabes cómo es él… Solo pudo llevárselo alguien a quien le gustara su forma de ser. Pero no te preocupes, ya recorrí todas las tiendas de mascotas de la región. Si alguien lleva a Aceituna para bañarlo o cortarle el pelo...

Cierto día, al intentar consolarme, mi padre me dijo:

–Es muy triste cuando nos ocurre algo como esto. Sé por lo que estás pasando. Aceituna era tu amigo, y lo estás extrañando. Pero la vida es así: no logramos entender algunas cosas. No fuimos hechos para sufrir. Dios nos creó para ser felices. Sin embargo, el enemigo nos contaminó con el mal.

Después de un breve silencio, continuó:

–La Palabra de Dios nos da esperanza. En ella encontramos la promesa de que en el cielo no habrá dolor, tristeza, lágrimas, muerte o sufrimiento.

Recuerdo cuánta calma sentía cuando mi padre oraba para que la familia que quedó con Tuna lo tratara bien.

Aceituna estaba siempre en mis oraciones. Pasé a pedirle a Dios que cuidara de él y comencé a aceptar que mi perrito tal vez no volvería. Aunque eso pasara, le pedía que pudiera estar bien. Poco a poco el dolor fue disminuyendo. Durante muchos meses oré por Aceituna. Incluso después de varios años, siempre que veía un poodle gris llamaba: ”¡Aceituna!” solo por las dudas.

Mi padre me enseñó a enfrentar el dolor. No es bueno estar abatido mucho tiempo. Y lo más importante: aprendí que un día “no habrá lamento ni dolor, pues Dios enjugará toda lágrima de los ojos” (adaptado de la NVI).

Herencia

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