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ANA RODRÍGUEZ FISHER ROSA CHACEL EN EL LABERINTO DEL TIEMPO
ОглавлениеCuando, hace ya un par de décadas, recopilaba y estudiaba (para proceder a su inmediata edición) los ensayos breves, artículos, conferencias, prólogos o epílogos y otros textos de similar naturaleza que Rosa Chacel había ido forjando en paralelo al resto de su creación (poesía, novelas, autobiografía, diarios y ensayo), puse al frente de aquellos dos voluminosos tomos una afirmación de la escritora vallisoletana: «Toda obra, como toda vida, tiene estrecha y fatal relación con el tiempo en que transcurre»[1]. Y no hay mejor prueba de la indisoluble e íntima trabazón de una obra con la vida que la alumbra y con el tiempo que la enmarca que la posibilidad de verificar de nuevo la pervivencia de esta alianza incluso en la más escondida y circunstancial de las piezas chacelianas, tan reveladoras todas de la profunda raigambre con que ciertos temas, procedentes del fondo personal propio, anidaron en el pensamiento de la autora, así como del modo en que se formulan y expresan: de la escritura propiamente dicha.
Y decir tiempo equivale a decir vida y realidad, o «el mundo ante mí»[2], instancias que Rosa Chacel encara y afronta (para analizarlas y meditar sobre ellas o para transformarlas en materia de su literatura) siempre desde un subjetivismo inamovible anclado en la experiencia personal. Abundan en estas páginas las afirmaciones que subrayan esta perspectiva o posición, abrazada desde muy temprano y que no se explica sólo por el autodidactismo de la escritora (que le impediría en ocasiones arropar o ilustrar sus argumentos e ideas con una vasta explayación histórica o cultural: «mi autoridad cultural es escasa pero mi patrimonio vivencial es abundante», reconoce en «Mi religiosidad»), sino también por otros atributos o cualidades no canonizadas ni calibrables como lo es la formidable potencia de su mirada, capaz de desnudar toda apariencia hasta alcanzar lo medular (de una experiencia, un suceso, un objeto, una imagen, un sentimiento, un rostro), el núcleo primigenio donde algo se modula y a partir del cual germina y brota. Desde ahí opera y actúa una tan prodigiosa como natural predisposición para descifrar, aun por tenues que sean, los múltiples hilos que anudan o quiebran hechos, ideas, conductas, sentimientos, pasiones… Quien conozca Desde el amanecer —la autobiografía donde Rosa Chacel rescata y narra los diez primeros años de su vida— sabe de lo que estoy hablando, pues hallará en esas páginas numerosos ejemplos de tan peculiar aprendizaje que, cuando tenía como escenario la naturaleza, derivaría en unas «nupcias con la vida»: los días en Rodilana, «tan cerca de la tierra, con todos los sentidos sumergidos en su proximidad», evoca la autora en el discurso pronunciado en Valladolid. Desde ahí era posible ascender otros peldaños: los que la llevarían, por ejemplo, a uno de los eslabones capitales del pensamiento de Ortega y Gasset (la razón vital, o el vitalismo orteguiano, idea que vertebra sus novelas Estación. Ida y vuelta, 1930, y La sinrazón, 1960, a las que a menudo se refiere en las páginas autobiográficas recogidas en este volumen), uno de sus grandes maestros, como lo fueron también Valle-Inclán o Ramón Gómez de la Serna, o Baudelaire y Nietzsche, según descubrirá el lector de estas páginas, donde Rosa Chacel declara abiertamente la liaison que une su obra con la de los grandes pensadores y poetas de su tiempo, «porque creo muy sustancioso continuar nuestro tejido o tapiz sobre la firme trama dejada» por ellos.
Si, en «Confidencia», la autora reconoce cómo en ocasiones la mente actúa a impulsos de una impresión o estímulo pasajero, una sacudida, un «pronto» —uno de esos momentos «en que no se posa la meditación más que de paso, causando sólo un pensamiento intenso pero breve»—, hay que destacar una nueva imagen que plasma de manera igualmente elocuente otro rasgo destacable del quehacer chaceliano: el abismamiento o inclinación hacia lo interior, que tan a menudo linda con las experiencias místicas.
«Como me conocéis bien, sabéis que no soy modesta, pero sin embargo sé que no llegaré a tener nunca una aceptación considerable, tal vez porque nunca aspiré a ello con empeño, porque vivo en mi rincón de cara a la pared —no es esto tan tonto ni tan falso como parece—; vivo de cara a la pared, es decir, a mi pantalla particular, donde aparece mi película interior, que, por la lentitud de mi trabajo, tardará mucho en proyectarse».[3]
Ni la imagen que traza este rasgo del autorretrato chaceliano ni el símil fílmico son caprichosos. A menudo destacó Rosa Chacel otra experiencia iniciática que modularía vida y obra: el aprendizaje de la mirada[4] o la capacidad de entender con sólo ver, leer y descifrar el mundo, abrirse a un destino de contemplación —visión y revelación— que seguirá en rigurosa progresión y que no es ajeno a la experiencia mística, al éxtasis que la autora reconoce como condición de su mismidad. Léase con cuidado el breve texto «La edad de mis novelas», donde aborda ese proceso que sitúa en el núcleo de su creación y que afecta al modo de novelar, porque enseguida quedaría reforzado por la llegada de «la otra escuela de la mirada» que crecería a la par que los jóvenes nacidos con el siglo, el cine, que afianzará aquel aprendizaje primero. De ahí que la autora reconozca en el verso de Rafael Alberti «Yo nací, ¡respetadme!, con el cine» una de las señas de identidad de su generación —el grupo del 27—, y que una y otra vez aborde las relaciones entre imagen y palabra, proceda aquella de la contemplación directa de la realidad, del cine o de la televisión, a la que alude especialmente en los escritos más tardíos, no sólo por la progresiva reclusión de la escritora sino también por el creciente papel de la televisión en nuestras vidas, en un presente cuyos signos ella sigue descifrando, a menudo para separar el grano de la paja. Porque así como en sus novelas queda excluido el didactismo, los ensayos chacelianos constituyen una lección de primer orden.
Confiesa Rosa Chacel ver las palabras y apreciar su belleza tanto en la escala cromática que contienen como en el timbre que resuena al pronunciarlas. Y subrayará que una idea es también una forma. En la pubertad o primavera genésica fue el profesar en Apolo: juramento y nupcias que presidieron y presidirán la vida toda. La imagen apolínea como una ley: forma, logos y mito; serenidad, rigor, claridad, exactitud, belleza… En la prosa de Rosa Chacel —tan cuajada de impresiones y reminiscencias— la orientación apolínea —simetría y ritmo— se percibe en la amalgama o correspondencias profundas que se dan entre los diversos elementos que entran a formar parte de la composición; en el rigor semántico —un permanente esfuerzo por sacar a la palabra del «fango del uso», un trabajarla, limarla, ahondar en ella, probar su poder, su capacidad de matizar, evocar o sugerir—; en la exactitud y belleza de algunos títulos que todo lector reconoce como inequívocamente chacelianos. Desde entonces, lo clásico, ya no sólo como «origen primigenio», sino como la propia historia; los autores clásicos, como caudal o fuentes, lejanas y próximas: desde Platón a nuestro fray Luis, desde Alonso Quijano el Bueno a don Miguel el Terrible, desde Góngora y Quevedo a Juan Ramón Jiménez y Rilke, desde san Agustín a Kierkegaard, desde Nietzsche a Ortega, desde Dostoievski, Poe y Baudelaire a Proust, Joyce y Freud.
Ni tampoco dudará en afirmar que una imagen puede ser superior a una palabra y servir mejor a la expresión de un sentimiento como, por ejemplo, el de la piedad: «Piedad es algo de lo que se ha hablado y escrito incalculablemente, pero lo mejor que se ha dicho siempre ha sido imagen. Para hablar de dolor, tormento, injuria, se ha puesto ante los ojos Ecce Homo».
Una actitud o posición tal, es decir, el peso o la importancia que la imagen, semblanza y valoración del diario acontecer, tiene en su obra, inclinaría a catalogarla de realista (aunque para ello deberíamos acordar antes qué entendemos por realismo), no en vano se reconoce Rosa Chacel en la «mezcla arbitraria» que caracteriza al Caballero de la Mancha, en «ese contrasentido que parte de él y se reparte por todas estas tierras que nos retienen y nos lanzan». Tan atenta como a «lo que se ve» o «lo que pasa» lo está también a cuanto imaginamos o nos pasa, a «algo tan impráctico como las pasiones, materia prima de la literatura»[5]. Y de una literatura forjada con un lenguaje que para Rosa Chacel sigue siendo la piedra angular de su vocación y oficio. Bastaría con leer el breve texto «La belleza de las palabras» para advertir su personal relación con el lenguaje y calibrar la hondura de la misma. Nunca perderá de vista el punto de partida —«el capital infinito de la lengua materna»— y permanecerá fiel al mandato primero —«poseerla con todo el poder de su flexibilidad ilimitada»—. El aprendizaje de la palabra —aquellos ejercicios a que la sometía el padre, de rango ritual, casi sagrado— fue un aprender a mirar y a pensar, a comunicar el pensamiento, a dar palabra de algo. La niña vallisoletana aprendía a hablar el castellano con un rigor que, sobrepasando lo gramatical, adquiría un profundo sentido ético. Y así, la tarea vocacional, la escritura, la entenderá Rosa Chacel como la creación por la palabra: comprender los fenómenos a partir de la pura forma —forma del fondo, es decir, modo de informar lo más profundo— para poder expresar la exactitud de la idea. Una y otra vez aparecen defendidos en la obra de esta escritora los valores de rigor y claridad, auténticos soportes de su singular estilo literario.
No en vano entre sus diez mejores palabras de la lengua castellana figura CONSTANCIA: porque vivir es ante todo seguir. Y la continuidad se percibe en múltiples direcciones y sentidos: en el hecho de que los textos aquí reunidos podrían insertarse en las distintas secciones que en su día distinguí para el conjunto del articulismo chaceliano, en cómo los temas que la propia autora destaca en «Presencia» al recorrer el conjunto de su trayectoria de ensayo y novela, con ramificaciones de uno a otra y correspondencias mutuas, o en cómo un trabajo de circunstancia o de encargo para celebrar un aniversario o una efeméride no se desvían ni desentonan de los que brotan del fondo personal, en el atento seguimiento de obras o autores en quienes Rosa Chacel reconoce una fraternidad intelectual y estética y a los que examina con rigor y devoción. De ese grupo, merece la pena destacar las cartas a Javier Marías, que son respuesta a la recepción de las primeras novelas del autor, donde Rosa Chacel vierte la reflexión que le ha suscitado esa lectura: difícilmente hallaremos análisis tan hondos y certeros, además de sugerentes; y aún más admirable es comprobar cómo supo ver ya entonces en «el joven Marías» el potencial inmenso de un mundo narrativo —y una manera de concebir la novela— que hoy ya todos celebramos.
Si muy distintos entre sí —por su variada procedencia, extensión y temática—, unos de manera directa, otros en forma algo más tangencial, casi a contraluz, estos textos ahora recobrados iluminan la obra y la persona de Rosa Chacel, por los lazos mutuos con que ambas se anudan y por la peculiaridad de una literatura que discurre por el laberinto del vivir, renovando día a día, línea a línea, aquel destino de contemplación que la niña vallisoletana eligiera para sí. El últimamente tan celebrado microrrelato tiene aquí alguno de sus mejores (y tempranos) ejemplos en esos textos breves, tan diminutos como deslumbrantes algunos —«Reloj»—, trabajos casi de orfebrería que revelan la radical interioridad en que se forjan, y un permanente afán de búsqueda que desentierra las secretas creaciones, pues de la realidad o del mundo exterior no le interesa sólo lo que se ve al pasar sino también las zonas en sombra, lo que se capta desde el subterráneo o subsuelo personal.
De filiación saturnal, la obra de Rosa Chacel se nos muestra tan rica y profunda como extensa y viva. Nada más inexacto e infundado que la aplicación de adjetivos como «intelectual», «deshumanizada», «abstracta», a una literatura que nos habla del amor, de la piedad, de la culpa, de la duda, de la razón, de la moral, del arte, de la soledad, de la fe, del tiempo, de la pasión, del cine, de España, de las madres… Una literatura nacida con el siglo, que explora e ilumina el agitado pálpito de nuestro tiempo. Una literatura que sigue innumerables sendas, que desde el ensayo, la poesía o la prosa —tan ramificada y arborescente, tan plural en sus formas— brota del fondo último de la persona, transmutando la experiencia íntima en legado de validez universal. Y una literatura que aspira a ser alimento y esperanza, porque sin ella, sin la buena literatura —nos dice Rosa Chacel en Acrópolis— «no hay nutrición posible, no hay más que anemia, esclerosis, emasculación…».
A. R. F.