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PRESENCIA I

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Parece cosa natural que un autor, aportando la presencia de su madurez, exponga una visión de su obra que defina sus ambiciones logradas, sus anhelos inalcanzables, su visión del mundo, en fin, y su propósito de intervenir en él. Una vez expuesto el corpus de su obra en total, puede muy bien aludir al proceso seguido desde los comienzos y puede suceder que un autor, en su madurez, encuentre difícil dar una idea clara del fruto de su largo trabajo; en consecuencia, puede suceder que sus dificultades parezcan vaguedad, indecisión o inconsistencia, cuando en realidad obedecen a causas bien determinantes, tan enmarañadas que sólo una exégesis minuciosa podría abarcar su número aterrador, calcular la…, no quiero decir inmensidad, cosa que no es numerable, diré multitud de notas que le causa una especie de desfallecimiento, por no saber cómo empezar la cuenta, por titubear ante el orden —¡máximo desorden!— en que ello se produjo.

El autor, que conserva sus haberes caóticamente revueltos, despreocupadamente abandonados a su natural bullicio en el que nada se pierde porque cada entelequia se mantiene por la densidad de su ser y su querer seguir siendo; ese autor, para poder circular, como autor, no tiene más recurso que el marchamo del arte. Quedamos, pues, en ver a ese autor como artista y así la indecisión aparente queda admitida. Pero no se crea ni un momento que esta definición resulte encubridora por su semejanza con el período caótico del arte actual —tan necesitado de defensa ante el ignaro que no sospecha sus causas ni razones—. Yo no hablaba de eso, yo hablaba del gran arte, cuando el gran arte existía y sin embargo era igualmente difícil calibrar los elementos de su génesis. Con este título de artista cualquier autor se atreve a confesar la maraña inextricable, por su enmarañamiento adorable.

Creo que queda bien expuesto el motivo de mi torpeza y quisiera subsanarlo, pero para ver claro tendría que recurrir a los espíritus benignos que se esforzaron en juzgarme, todos ellos críticos altamente autorizados que tienen toda mi gratitud, a los que elaboran magníficas tesis sobre mi obra, a los que calificaron alguna de ellas entre las más magistralmente acatadas.

Puesto que me complace destacar a críticos tan halagüeños, puede parecer que tengo una completa satisfacción de mi obra. No, no la tengo, pero tampoco puedo decir todo lo contrario. Lo justo es que conservo el mismo anhelo, impulso inacallable, vitalmente imprescindible, que me sentencia a seguir labrando la tierra. Hablo, pues, de aquel tiempo en que había que trazar surcos impolutos y arrojar en ellos la pura ambición que germinaría sustentada por la única sustancia que teníamos segura, la lengua materna, que en aquel tiempo nos esmerábamos en afianzar. Tengo que decir qué tiempo era aquel, para que quede a la vista la ocasión gloriosa en que sentíamos lo que era empezar, aquel era el tiempo singular en que la pluralidad de los ánimos tendía al mutuo entendimiento. Con esto voy destacando el comienzo sin definir la conclusión. No había nada que significase llegar al final, nuestra finalidad evidente era no tener fin mientras tuviésemos vida. Aquel tiempo, pues, fue el tan famoso que parece haberse congelado, fijo en su esplendor. En ese tiempo teníamos —unos más, otros menos— el capital infinito de la lengua materna y el mandato —orden naturalmente magistral— era poseerla con todo el poder de su flexibilidad ilimitada. Podría decir que la orden —la moda, el deseo, la gracia, gratuidad de gracia divina— era aceptarla como aventura.

Una vez decidido como propio el ejercicio, quedaba clara la ruta de la profesión, y tengo que recalcar el hecho de que mi inicio profesional fue el juego del lenguaje, no especialmente de la lengua, sino de los juegos en que ella, la lengua, se entrelaza con el silencio. En esa empresa se abismó mi naciente profesión de novelista.

La novela no tiene, como las ciencias o la sociología, grados de conocimiento que van adquiriéndose en las aulas; la novela parece que en cada lengua reflejaría los sucesos que el tiempo va eslabonando y dejaría una descendencia familiar, marcando el sello de cada tierra. Digo expresamente tierra porque hablo del timbre genérico inconfundible. En aquel tiempo nuestro no seguimos en España la alcurnia de nuestros ancestros: grandiosos ejemplares de otros pueblos se impusieron por ser más concordes con la marcha del mundo. Algunos nombres destacados dieron la tónica. Los de mayor dimensión fueron sin duda Proust y Joyce. Yo opté por el segundo, que, coincidiendo con el agustiniano «Ama y haz lo que quieras», afirmaba los grandes impulsos del alma y de la mente, y aparte de eso, la libertad completa. Claro que al intentar —a mis pocos años— una novela, suscité el tema de un amor, pero como mar de fondo; espontáneamente el personaje masculino se impuso en mi mente, embrazando la primera persona, a través de innumerables sucesos, la persona en su mismidad, sin comunicar nada de lo padecido, más exactamente vivido, o pensado… Mi ambición era lograr el transcurso del pensamiento en un hombre que piensa, también ama. Sin explicación ni comentario, deseos e ideas surgen como meros actos, como presencias. Todo ello envolviendo una historia de amor, por tanto los sucesos del que piensa y ama y es amado. Aquí se presenta la máxima arbitrariedad, en los dos concurren los amores y desamores y los dos, él y ella, no tienen nombres. Él es el que habla y hablándose a sí mismo se llama YO y a ella solamente ELLA… En ese nido de silencio irrumpe de pronto el mundo, con sus nombres y sugestiones de otros mundos —es decir, nombres— que arrebatan y despiertan, con ahínco arqueológico, ambiciones que exigen o provocan la escapada, la inmersión en los nombres hasta agotarlos nombrándolos. Luego la vuelta, otra vez inmersión en el silencio. En ese libro de apenas cien páginas agoté lo que significaba oficio, métier, avanzada en la cúspide literaria; claro que no sólo eso: allí crecieron brotes, vástagos atrapados de la filosofía, del trasiego humano, del vaticinio porvenirista, de todo lo que al vivir se iba incorporando, de lo que me hacía sentir en posesión de un lenguaje sagrado, o sea intacto, soberano, exento de servidores, sucediéndose en apariciones que se mantienen y se destruyen entre ellas mismas, creando una actividad de actos voluntarios que jamás se explican entre sí. Jamás el hombre —digo el HOMBRE— se dice a sí mismo voy a hacer; su mente le pone en el acto —posible o imposible— de la pura acción.

De allí me hizo salir el encargo de la biografía de Teresa Mancha, que debía figurar en la colección de «Vidas extraordinarias del siglo XIX», y de allí no pasé a otro libro, sino a otro mundo, a otra orilla más exactamente. El clima novelístico se fundió o se ramificó en numerosos cuentos, temas breves, casi siempre imágenes transformadas en momentos poéticos que admiten la brevedad del relato siempre disimulado, enterrado en un sinfín de sugestiones. Y ahí en ese terreno sí que seguí el aprendizaje de un genio, me sumergí en los cuentos de Poe, que desde mis primeros años en que era devota de Julio Verne adoré la inmensa poesía enramada en la ciencia, plasmada y abismada en la investigación, que abarca el misterio racionalizado, entreverado de la más dura lógica especulativa. En ese universo me mantuve durante años, delineando mis cuentos, que —por circunstancias de nuestro exilio— ocupan el tiempo en que transcurría la adolescencia de mi hijo. Aquí el dato estrictamente íntimo se hace oportuno por lo mucho que aparece en el resto de mis libros la sugestión de lo que entonces primaba en la juventud incipiente, influencia de los cómics: presencia o personificación de los grandes monstruos, temibles o benignos. Esos cuentos quedaron allá en aquellas tierras con fondo de pampa o selva.

En medio de esa racha dejé escapar una novela no muy breve, pero no de gran formato, Memorias de Leticia Valle. En ese libro tiene precisamente mucha importancia el nombre: así como la mayor parte de mis cosas habían brotado de alguna sugestión visual, ese nombre franciscano —«Perfetta Letizzia »— se lo adjudiqué a una criatura tal vez existente, en un lugar donde había oído contar una historia dramática. Con ese nombre como signo de excelencia compuse una fisonomía que —a la vista está— es mi retrato. Al fondo el castillo de Simancas, con el clima de una insensata pasión.

Después de ese libro —mucho después, años después—, me lancé a un abismo que no era más que un pozo de meditación ferozmente interna. La ambición de dialogar sólo con presencias, eludiendo toda explicación, compone las vivencias eslabonadas de un hombre. Igual que en mi primer libro, el protagonista es un meditador cuyo pensamiento tiene un peso específico tan denso como la vida, pero este nuevo, del meditar tiene que salir a todas horas actuando en la avalancha que le rodea. Durante diez años escribí ese libro, de un valor autobiográfico integral y poco perceptible, que no refleja ni justifica ninguna de mis andanzas, pero relata C por B la historia de mi mente. La fortuna amorosa y pecuniaria de mi héroe se desenvuelve a lo largo de una vida cuyo patetismo justifica el título, que puede llevar a confusión; La sinrazón no alude a lo irrazonable, sino al entuerto que Don Quijote habría querido deshacer. Del Quijote he tomado la prodigiosa carta de amor y la he convertido en oración, casi imprecación a la divinidad, imprecación amorosa. La carta que Cervantes toma de Feliciano de Silva dice: «La razón de la sinrazón que a mi razón se hace, tanto mi razón enflaquece que con razón me quejo de la vuestra fermosura». Esta queja de amor a una dama es pintiparada a la querella del hombre ante Dios; hay una en lenguaje vulgar, pero muy famosa, «Hago lo que no quiero y lo que quiero no hago». Mi transformación de la carta en plegaria es, tal como el amante dice a la bella, la sinrazón que a mi razón se hace, tanto mi razón enflaquece que con razón me quejo de la vuestra fermosura. Hay que entender que le dice a la dama como se dice a la reina de vuestra majestad, considerando no un grado, sino un ser de majestad, como Dios es un ser de hermosura, hermosura d’ilcreato. Todo esto no diré que parece sino que es disparatadamente abstruso, es como la flor exquisita de la locura con que Cervantes engalana a Don Quijote. ¿Exageración? Nada de eso: la frase es la orquídea que destaca por su singularidad de caracol. Si la he tomado como lema de mi libro no es, como tampoco lo es en Cervantes, por su rareza sino por su facultad de englobar el conflicto substancial del héroe patético. El conflicto es la incalculable disputa de una conciencia inquisitiva con un hervidero de deseos, un organismo de sensualidad amorosa y una alegría descentelleante. Me esfuerzo en vano para hacer inteligible este libro que ha absorbido diez años de mi vida y que creo el más conseguido, sobre todo el más autobiográfico, esto se verá corroborado por el último de mis libros que pertenecen al exilio.

Después de las novelas y de los cuentos aparecieron dos ensayos; uno, Saturnal, dedicado al tiempo; otro, La confesión, una meditación sobre las confesiones generosamente otorgadas por los que necesitaban confesar y también de las extraídas a fuerza de escarbar líneas entre las páginas que pretenden calibrar lo grave, sin conseguirlo. El primer ensayo, el del tiempo, fue madurado en Nueva York, adonde fui arrebatada por la amistad de los que el exilio ya había instalado allí, mi amiga fraternal Concha de Albornoz y nuestro querido y admirado Severo Ochoa; ellos me indujeron a pedir una beca a la Fundación Guggenheim; esta vez sí que di a mi actividad nombre de trabajo. Tenía que realizar el ensayo prometido y me puse a ello con furor…, me compré una pipa india y me dispuse a encerrarme en mi cuarto con una buena dosis de café, y sí que me encerré muchos ratos, pero no los suficientes para lograr el número de páginas necesarias. La belleza de Nueva York me absorbía y me enorgullecía ser capaz de percibirla, cuando los comentadores del asfalto no la notan. No diré nada de mis dos años en Nueva York, sola en la ciudad inmensa —Concha dando sus clases en Mount Holyoke—, tenía amigos argentinos en Coney Island que a veces frecuentaba, y, en consecuencia, mi trabajo, aunque sumamente grato, era muy lento, tanto que no pude entregar a la Fundación un ensayo completo. Quiero señalar que me fue perdonado con tal generosidad que todavía —hace treinta años— sigo recibiendo formularios en los que me consideran como fellow, título que con orgullo me hizo continuar el trabajo hasta tener el volumen suficiente para ir a la imprenta.

El ensayo, locamente ambicioso, integralmente cedido a la inspiración, no puedo desestimarlo enteramente porque su tema, el tiempo, era y sigue siendo mi obsesión. Como dedicatoria o entrega, lo intitulé Saturnal y, si yo hubiera tenido los hábitos de los estudiosos —siquiera de los estudiantes—, habría procedido organizándolo en capítulos que llevasen a demostrar algo, pero incapaz de tal formalidad —aun siendo tan amante de la forma— opté por agruparlo en un sinnúmero de racimos de ideas —quede aquí la imagen ecológica— unidos por su esencial correspondencia y precedidos, para darles cierta autoridad y tono, por el nombre de algún poeta. Así el primero lleva como lema el primer verso del soneto admirable de Mallarmé, «Le vierge, le vivace et le bel aujourd’hui» y acomete el estudio de lo bello hoy día, tratando de averiguar qué es lo más patente, cuál es la modificación más ostensible, común a todos los países, a todos los grupos sociales, cuál es el hecho problemático y fatal que atañe a todo nacido, la relación de la pareja humana, uno ante otro como prójimos. En torno a esto queda la búsqueda caótica y la idea del tiempo pasa a ser explicitada por Rafael Alberti, que la marca con su autodefinición «Yo nací —¡respetadme!— con el cine», verso primero de la «Carta abierta», que podría haber sido el manifiesto de nuestra generación, si nuestra generación hubiera querido manifestarse abiertamente —quiero decir eficazmente—. El final de la carta es definitivo: «¿Quién eres tú, de acero, rayo y plomo? / —Un relámpago más, la nueva vida». El libro sigue y otro poeta, Rainer Maria Rilke, desentendiéndose del rayo pone «Todo está, tal vez, regido por una vasta maternidad». Bajo ese foco de interioridades vitales queda el parágrafo que le corresponde. Luego llega Christopher Fry, que dice «Estas son las cosas que producen manchas en el sol». Exquisito modo de aludir a la estupidez humana. Pasada la vertiente de ironía, llega Quevedo y dice «Si hija de mi amor mi muerte fuese…», y a tal tono patético de ultimidades sigue el acorde anárquico del rojo y el negro. Como horizonte, cerrando el concertante, Jorge Guillén afirma «Mis ojos ven lo que he amado siempre», su mirada se dilata inmensamente porque ancha es Castilla, y termina el libro que tanto rodó por la indecisión y la pretensión superlativa.

El otro ensayo, menos de doscientas páginas, lo nombro porque tiene un peso decisivo en toda mi obra. El título, La confesión, pretende ser una respuesta a Ortega, que pregunta por qué apenas hay confesiones ni memorias en la literatura española. Con ese fin acometo la revisión de las principales obras que francamente se descubren y de las otras, que sólo deduciendo algunas líneas se logra entender el proceso de sus vidas, quedando casi al desnudo rasgos no enteramente confesables. La confesión es una dádiva, pero el hecho es que el que confiesa es el que pide confesión. La confesión quiere ser oída, espera que quede en el que la oyó el eco de su ultimidad. La culpa proyecta en ella su más hiriente luz, con su sombra.

Temo haber hablado en exceso de mi obra, el deseo de justificar mi presencia en esta sala me ha llevado a buscar notas importantes en la producción de nuestros escritores, que, por demasiado próximos, pueden quedar poco escamondados y, mediante la búsqueda de lo inconfesable, logramos descubrir sus móviles más poderosos y verdaderos. Nunca intenté una crítica, que no sería necesaria porque hay muchas. Un día, leyendo una de [Ricardo] Gullón en la que repasa la mayor parte de nuestros novelistas, al incluir en ella, como es obvio, a Cervantes, ensalza sus Novelas ejemplares y todo el resto de su producción. Yo tuve el arrojo de destacar el Quijote, desechando todas sus excelencias, salvo las que nos entronizan ante el mundo con una lengua de insuperable pulcritud y, además, con la creación de… ¿un tipo, un alma, una criatura eternamente andante por los siglos?… de una índole más elevada que la mayor parte de los héroes comúnmente historiados. Meditando en la existencia del Quijote, en una de esas meditaciones que descuellan vivamente entre las habituales, percibí su condición —calidad— que le destaca en el tema tan perseguido por mí, la confesión. La singularidad que yo propugno es que Don Quijote no fue jamás mirado, observado ni interpretado de hechos o imágenes exteriores. El Quijote fue engendrado en el silencio de lo inmediato, en su interioridad personal alienta —en modo y grado no superables— lo que llamo voluntad última de un alma en soledad. Su excepcionalidad radica en esa nota única, clamor singular, que es la confesión, tan patéticamente exhalada que abarca el entorno que la percibe: la confesión demostrativa de Don Quijote asume la de su creador. Esta forma indirecta, al ser ya de por sí una búsqueda y también una máscara, hace al autor en cierto modo impune, le hace despiadado consigo mismo, con un sí mismo cuyo padecer puede tratar como ajeno.

Para aclarar —no diría jamás demostrar— que el Quijote es confesión de Cervantes, lo primero es localizar su conflicto. Si hablásemos del Quijote como de un libro —que no es este mi caso—, diríamos el Quijote es un libro casto, porque el eros de Cervantes no entra en conflicto ni positivo ni negativo con la carne. Ya Maeztu definió a Don Quijote como «El amor», definición sumamente exacta. La fêlure—término que se aplicó con acierto al caso de Baudelaire— del ánimo de Cervantes ocurre en el ámbito del amor pero del amor en cuanto caridad y fe. En el cautiverio es donde Cervantes empieza a conocer el desamparo y luego, en la repatriación, donde lo constata como realidad inexorable, es donde el temple de Cervantes concibe que se puede perder la integridad. Adopto por eso el término fêlure, sugeridor del vaso o la campana cascada, que ya no puede emitir su nota; ese tono de campana cascada es en el que Cervantes refugia su ironía. Si Cervantes hubiera optado por el resentimiento, habría en el libro alguna idea ponzoñosa, pero no hay ni una. Hay muchas crueles, indeciblemente crueles. Cruelmente Cervantes se ensaña consigo mismo en su criatura. Si Don Quijote fuese un personaje observado, tratado de cerca o de lejos, que hubiera podido inspirar a Cervantes tan sangriento ridículo, tan constante fracaso y desacierto, es casi imposible que no hubiera visto en él algún rasgo de humana flaqueza. Nunca existió Don Quijote sobre la tierra ni nadie que se le pareciera. Donde existió es en el alma de Cervantes, que lo revivió al comprobar que había dejado de existir.

Es imposible a estas fechas tener una idea clara del ser moral de Cervantes, en todo caso no es concebible que un hombre que vivió la vida de su siglo, con faenas, trajines, necesidades y obligaciones, deambulase por entre sus contemporáneos con la pureza de Don Quijote. Pero si esto no es concebible lo que es seguro es que Cervantes concibió esa pureza y esa fe. Cuándo y en qué medida, no tiene importancia, tal vez fue sólo un instante, que quedó resonando en su mente como la nota de su juventud, que ya no podía volver a sonar. Y el rencor de Cervantes no se malgasta en execrar a su siglo, ante el cual se sentía impotente, al que temía —como todos sus contemporáneos dentro y fuera de España—. El rencor se polariza en aquel momento suyo, tan plenamente capaz de amar, de creer, de errar, de ser engañado. Desde el desengaño se ejercita en la venganza, haciendo vivir a aquel ser que fue, en realidad, haciéndole vivir dilatadamente —sólo en el tiempo hay padecer— la vida que dejó, esmerándose en apalearle y cocearle sin piedad. Oí decir hace tiempo, a uno de los más duros censores del espíritu español, de la lengua y de la literatura: «Me gusta mucho Don Quijote, pero no me gustan sus aventuras », y tuve que convenir en ello. Es cierto, las aventuras en que se ve Don Quijote son extremadamente groseras; desde entonces estoy meditando en el porqué de esa grosería (consejos valiosísimos los de esos censores que sin más que apuntar con el dedo nos ponen en la pista de nuestros defectos). Cervantes llega al escarnio grosero porque ha creado a Don Quijote para que tenga lo que se merece, para que pague aquella fe, aquel amor, aquella integridad. Cervantes no se conforma con lanzar al mundo a su criatura, con exponerla al maltrato de los otros; la maltrata él mismo —rasgo fundamental de la soberbia española— para que nadie pueda creer que él cree.

He dado una idea breve y más bien vaga de lo que ha sido mi vida en muchos años, suficiente tal vez para sugerir mi presencia, pero en mi acumulación de años quedan todavía unos cuantos que no he bosquejado. Después de mi largo exilio, queda una zona o etapa de extrema importancia: mi vuelta a España. El deseo de empezar un cuento por el principio me ha hecho contaros todo lo lejano, pero en los años posteriores trabajé mucho, de modo que tengo mucho que confesar, es decir ya confesado en unos cuantos libros. Me limitaré a nombrarlos, porque todo nombre delata a un ser. Así pues, yo volví y justifiqué mi vuelta con noticias —podríamos decir— de lo que atañe al pasado y presente. Empecé por lo que llamé Barrio de Maravillas, biografía de los hijos del siglo; seguí con Acrópolis, nombre tomado de una optimista profecía profesional; luego Ciencias naturales, que señala la única ciencia realmente natural, la experiencia, la vivencia de la historia, el vivir como conocimiento, esto es, la razón vital, continente descubierto por el maestro Ortega y habitado por…, por quien quiere y quien no quiere. Eso es todo lo que he hecho desde que volví, y además de mil tonterías, algunas conferencias más o menos como esta, en las que no hay nada estimable si no es mi adhesión apasionada a lo que vive, a vosotros, estudiantes, que vivís y si queréis vivir en profundidad sólo os queda el recurso de meditar e indagar sin descanso…

Con esta revisión de mis cosas dejo delineado el tiempo de mi afortunado exilio, tal vez inmerecido porque yo no afronté la guerra, el peligro ni la obstrucción de mi vida intelectual. En fin pongo ante vosotros mi presencia, una mera semblanza que no he tratado de embellecer. Rasgos más duros, íntimamente cervantinos, van en mi Alcancía, no enteramente semejante, pero sí parecida a un cementerio de coches, donde se ve todo lo que se rompe en el afán del vivir.

Y una vez más pido perdón por hablar tanto, pero mi hablar no es nunca ostentar, sino confesar, por eso he querido poner como cumbre de mi discurso la suprema figura que nos disculpa de existir (insisto con frecuencia en la definición calderoniana: confieso el pecado de haber nacido). Ahora, siempre pensando en el tiempo, tengo que ceñirme al presente y poner sobre la mesa el resultado…, recalco esta palabra que parece extraída del mundo de las finanzas y sí que lo es, pero me parece oportuna para valorar todo lo que dilapidamos y que, sin optimismo, tanto hemos ganado y mucho más nos queda por bregar. Dichosos por poseer la más deleitable azada que labró pampas y selva, instrumento potente de cuyo ejercicio no queremos descansar.

La Historia, diosa tan adorable, tiene hoy día una cooperadora, sirviente halagüeña que le aporta los más incorruptibles frutos de inmortalidad, la cámara, estática o móvil, vertiginosa, en la pantalla. El libro y el cine nos impiden olvidar a los grandes que lucharon y gozaron, queda por historiar el primer combate, el que consistió en forjar el arma, en crearla, no de la nada, sino como se crean los seres vivientes, desprendiéndose de otras vidas ya logradas por pueblos imperiales. Sería preciso estudiar —sé que hay muchos que lo están estudiando— el nacimiento de las palabras cuando todavía no existían, y había que arrancarlas de las madres soberanas, ya exhaustas de haber amamantado tantos cachorros. En un tiempo remoto, en el que malamente se tejían paños para abrigar el cuerpo, un luchador se afanaba en el trance de partear los simples balbuceos del pueblo, sacándolos de las más consagradas entrañas y haciéndoles colear como peces recientes, en los labios de razas multicolores… Valiosos y admirables son los estudios profesorales de esta hazaña, pero un poeta académico, esquivando la lección magistral, lo englobó en tiradas de versos que, sonoramente, van enumerando a todos los capitanes de las huestes de Nebrija, de todos aquellos que, poco a poco, fueron construyendo un ámbito parlante en el que llegó a lucubrar —en sus noches— Cervantes, en el que dio rienda suelta a su alma andante, que sólo tuvo un momento de paz —forzosamente nocturno— con los cabreros. Hoy, después de todo lo que ellos hicieron, no nos queda más que entrar, con amor, en ese clima que nos es dado, y poner la vida misma en mantener su pulcritud, en saber que esa es nuestra única grandeza, nuestro único poder, inagotable, de conquista, ¿Tierras susceptibles de mudanza en el mapa?… Nunca jamás vanidad limitada, sólo inspira un puro deseo la inmensidad de la criatura humana que, uno a uno, oye, entiende y responde.

Desgraciadamente dedicamos mucho tiempo a ese espectáculo que nos ofrece la pequeña pantalla a diario, porque el mundo está lleno de dolor, y no es posible ignorarlo, pero sí es posible contemplar todo lo que nos rodea en esta época, si no feliz podríamos decir acaudalada, porque tiene más riquezas al alcance de la mano como ningún otro siglo tuvo. La belleza del mundo en su ser natural —campos, bosques, ríos y el mar inmensurable—, todo esto fue contemplado y ensalzado por la poesía y los simples cánticos del pueblo, pero hoy tenemos medios de visión incomparables y además se ha descubierto un sentido, una extrema percepción y una —o varias— condiciones que nos llevan al goce desmedido: en primer lugar los medios de locomoción, ¡llamémoslos por sus nombres!, coches, motos, aviones… Dije en primer lugar, pero hay algo que ocupa el primer lugar en esto y en todo, la libertad. ¿Cuándo el hombre ha gozado de su iniciativa, de su elección en oficio, en afectos, en sexo? Es tanto lo que tenemos que parecería suficiente para creernos en el mejor de los mundos y, sin embargo, la realidad es muy otra. ¿Por qué?… Podría decir que averiguarlo es cosa de vida o muerte, sí, en efecto…, pero no sirve ordenar las cosas de casa, como desempolvar y cambiar de lugar… Lo vitalmente necesario es el estudio. Pero no se alarmen los escolares, el estudio exige una previa meditación, es decir, una disposición de ánimo, una seriedad ante lo que nos ayuda a vivir, un convencimiento de que nada de lo bueno fue obtenido gratis, sólo el conocimiento práctico o impráctico, es decir el conocimiento de las ciencias de la naturaleza y, ¡sobre todo!, de la naturaleza humana, el conocimiento de la pura ambición que fue animando el pasado, creando la historia de la cultura como una cadena sin falla, sin solución de continuidad, sin tropiezo… Claro que nuestra historia —digo nuestra— hablando del mundo…, de nuestro mundo que es delicioso si sabemos gozarlo, ¡con mucho cuidado!… De la rectitud de nuestra mente y la habilidad de nuestras manos depende su imprevisible existencia.

Astillas

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