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DISCURSO LEÍDO EN LA ENTREGA DE LA MEDALLA DE LA PROVINCIA DE VALLADOLID

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Quiero ante todo decir algo de lo que es casi imposible expresar: mi emoción y mi gratitud por esta medalla que me otorga la Provincia de Valladolid, ámbito de mi mundo cordial tanto como intelectual. El tono o el aliento de esta tierra es el que prevalece en cada una de mis palabras, y repito: no es expresable mi gratitud, por lo tanto queda resumida en una emoción dichosa que me da fuerzas para contaros el cuento de mi vida.

Parece innecesario mentar algo unánimemente sabido, sin embargo empiezo por notificar que nací en VALLADOLID y veo que me será difícil demostrar mi profundo arraigo, porque aunque me crié en esta tierra en la que conocí los primeros placeres, y desperté a la sensualidad elemental, ahora intento, sin más testigo que mi insuperable memoria, evocar el alcance sugestivo—imagen del mundo en total— que rebullía en mi patio, calle de Núñez de Arce, entresuelo, portal tan grande como para haber entrado, tiempo atrás, coches de caballos. Al fondo del patio, dos pequeñas cuadras; también había un pozo al que a veces me asomaba. La riqueza de aquel mundo, sus hierbas, sus hormigas —que yo contemplaba con el mismo arrobo que lo que se alcanzaba a ver de lo exterior, por ejemplo, la torre de la catedral, torre mocha, como corresponde a su estilo—, estas pocas cosas tan intensamente vividas con la ansiedad devoradora del que come con gran apetito, al ser asimiladas, dejaban un remanente tan substancial como para llenar páginas; no he de repetir aquí las que van dispersas en mis libros.

Como detesto las anécdotas, me abstengo de relatar el hecho que fue decisivo en mi porvenir. En el otoño de 1906, mi padre, empeñado en hacerme dibujar, me llevó a la academia, yo tenía ocho años, no podía ingresar, pero fui no sé cómo. En prosa tanto como en verso, he glosado aquel momento de inspiración, podría decir de vocación fulminante. Llegó 1908 en que salimos para Madrid, a la casa de mi abuela, barrio de Maravillas, que llegó a ser para mí algo tan entrañable como el patio cuna de mi persona. Por la fuerza del sino, mi vocación me llevó a la escuela superior del arte, San Fernando, donde ingresé con —quiero decir el mismo día que— Timoteo Pérez Rubio, que quedó incluido en un mismo movimiento —allegro andante vivace—, oficio e intimidad…, amor, seguidamente matrimonio, seguidamente amor perdurable hasta la vejez. La vejez, lento ingreso en la muerte que nos es dado… Antes, en la lejana juventud, salimos para Roma, viajes exhaustivos por Italia, luego saltos a París y Londres, con vueltas continuas a Roma reanudando el trabajo, engendro apasionado de mi primer libro, al fin vuelta a España, cierto intento de estabilidad literaria en el que pasa cierto tiempo. En el 30 nace mi hijo, en el 36 estalla el horror. Confieso que no afronté la guerra; Timoteo enrolado por la República en la dirección de la Defensa del Tesoro Artístico me llevó con mi hijo a París y él volvió, como es proverbial, a soportar la guerra… Y pasó más tiempo y acabó el horror, salimos al fin para América, junio de 1940, salida de Burdeos, desgarramiento de dejar Europa.

Podría decir y nada más, porque estamos aquí, no felizmente porque no estamos los tres; claro que los tres sufrimos —por inevitables circunstancias— frecuentes separaciones, la primera en París en el momento grave; la segunda en Río, lugar tan acogedor y completamente grato, pero la lengua era un obstáculo, yo no podía publicar y sobre todo mi hijo, ya en edad de estudiar en serio, de haber seguido allí habría perdido el castellano… Ante ese peligro me lo llevé a Buenos Aires, donde hicimos los dos nuestras carreras… La mía, literaria, afrontó la etapa editorial; Timo siguió en la guerra sin cuartel del orbe económico. Sólo me queda por tratar de explicar cómo corrí tanto sin haberme sentido lejos, y no por un melancólico recordar sino por un implacable mantenimiento de mi tono. He vivido en aquellos pueblos tan amigos, tan queridos, donde no me sentí ni un instante extranjera, y sin embargo no perdí el acento, mi castellano sigue virgen.

Y claro está que, por hablar de las cosas importantes, quedan silenciadas etapas deliciosas, entremezcladas a las brillantes en andanzas. Ya afincada en Madrid, en mis primeros años de Maravillas, correteando en mis cursos académicos, al llegar las vacaciones, visitas a la abuela de Valladolid, excursiones a tantos pueblos, difícil recordar aquellos momentos tan luminosos como gemas talladas con facetas de memoria y olvido. Inmersión en los pueblos de los tíos queridos (tengo que detenerme en un paréntesis para mentar un libro que el tiempo atropelló tristemente, el libro era —de haber sido— Monumento a mis tíos, númenes de la ruta ascendente, mentores de los pequeños y exquisitos pecados). ¿Cómo hablar de aquellos pueblos inefables? He llevado Simancas a una insensata historia de amor, pero otros menos gloriosos me han inspirado a veces versos impensados, esos versos, que saltan como la rana al charco… Del maravilloso Santibáñez de Valcorba, Sardón de Duero, Traspinedo, alamedas voladas por la oropéndola, oriol, pájaro de oro, gritando con la intensidad de la luz en las hojas temblonas de los chopos. En Santibáñez, era la persecución con lazos ocultos para alcanzarla por mi desaforado capricho. El recuerdo —más bien visión súbita— de mi más arriesgado paladín brotó un día en cinco versos, a los que di categoría de oda, comprimiendo en tan poco espacio su infinitud. Tengo la tentación de lanzarla entre esta prosa, confesando que más tarde la extendí como canto a Castilla, largo, insoportable tal vez si lo recitase. No lo temáis, os daré sólo la síntesis, semblanza del doncel —permitidme resucitar la juventud de esta palabra—. El doncel era así.

¿Qué, menos que pavesa o fuego fatuo

serán mi nombre y rostro en tu memoria?

¡Oh dulce rubio amigo de otros tiempos!,

¡Oh Leónidas áureo entre las mieses!,

De la Tierra de Campos fiel cachorro.

Prodigioso vivir el verano entre los mozos, amigos del maestro joven, mi tío Marcos, ya personaje de Rodilana glosado en mi autobiografía de la infancia; allí en Rodilana, a mis siete años, mi amor era Victoriano el Grande, que me enseñaba a cazar lagartijas, tan cerca de la tierra con todos los sentidos sumergidos en su proximidad… Es la misma relación que mantuve en todas mis andanzas, lo mismo fue en Italia leer o meditar en el jardín, bajo laureles, o salir a los montes con los cazadores, cruzar el Piave sobre las nubes y a varios miles de metros, Timoteo pintando, yo durmiendo al sol envuelta en mantas, y a las doce comer como fieras y beber Chianti sin parar, cosa tan armónica como en Rodilana, en mi pintada merienda en el Adaja, atrapar la bota y beber el vino de La Seca hasta la marcha en un indecible sueño, al lento ritmo de la mula en los brazos de Victoriano.

Creo que carezco de amenidad, la reiteración incansable puede hacerme pesada, pero es, al mismo tiempo, el arraigamiento que me mantiene —algo así como un árbol andante—… Tal vez sea esa mezcla arbitraria la que caracteriza al Caballero de la Mancha, ese contrasentido que parte de él y se reparte por todas estas tierras que nos retienen y nos lanzan.

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