Читать книгу La Muchacha De Los Arcoíris Prohibidos - Rosette - Страница 10
Capítulo Sexto
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—¿Quieres cenar conmigo, Melisande Bruno?
Lo miré con los ojos de par en par, convencida de no haber entendido bien. Me había ignorado durante horas, y las raras ocasiones en las que se había dignado dirigirme la palabra había estado antipático y frío. Al principio pensé negarme, ofendida por su actitud infantil y mutable, luego la curiosidad ganó la partida. O quizás fue la esperanza de volver a ver su sonrisa, aquella sonrisa torcida, hospitalaria, acogedora. De todas formas, y sin importar la razón, mi respuesta fue afirmativa.
La señora Mc Millian estaba tan turbada por la novedad que estuvo callada durante todo el tiempo que nos sirvió la cena, suscitando nuestra mutua diversión. El señor Mc Laine se había relajado, y ya no tenía aquella expresión rígida que tanto había aprendido a temer. Nuestro silencio era cómplice y se rompió sólo cuando el ama de llaves nos dejó.
—Hemos conseguido dejar a la querida Millicent sin palabras... Me parece que acabaremos en el libro Guinness de los primates —observó él, con una risa que me tocó el centro del corazón.
—Sin duda —manifesté mi conformidad.
—Es una empresa realmente titánica. No creí que lo vería un día.
—Estoy de acuerdo.
Me guiñó el ojo, y tomó un pincho de carne. La cena improvisada era informal pero deliciosa, y su compañía era la única que pudiera desear. Me prometí que no haría nada para destruir esa atmósfera idílica, luego recordé que dependía sólo en parte de mí. Mi compañero ya había demostrado en varias ocasiones que era fácil de encolerizarse, y sin motivo aparente.
Ahora él estaba sonriendo, y sentí una punzada ante el pensamiento de no conocer el exacto color de sus ojos y cabellos.
—Entonces, Melisande Bruno, ¿te gusta Midgnight Rose?
Me gustas tú, sobre todo cuando estás tan despreocupado y en paz con el mundo. En voz alta dije:
—¿A quién no le puede gustar? Es una pedazo de paraíso, alejado del frenesí, el estrés, la locura de la rutina.
Él dejó de comer, como si se estuviera alimentando de mi voz. Y yo comencé a masticar más despacio para no romper ese hechizo, más frágil que el cristal, más volátil que una hoja de otoño.
—Para quien viene de Londres debe ser así —admitió—. ¿Has viajado mucho?
Me llevé el vaso de vino a la boca, antes de responder.
—Menos de lo que me hubiera gustado. Pero he entendido una cosa: que el mundo se descubre en los rincones, en los pliegues, en los surcos, no en los grandes centros.
—Tu sabiduría solo es comparable con tu belleza —dijo con aire serio—. ¿Y qué estás descubriendo en esta amena aldea escocesa?
—El pueblo todavía no lo he visto —le hice recordar, sin rencor—. Pero Midnight Rose es un lugar interesante. Aquí me parece que el mundo se puede detener, y no siento la falta del futuro.
Por toda respuesta él sacudió la cabeza.
—Has percibido la esencia más íntima de esta casa en tan poco tiempo... Yo aún no lo he logrado...
No respondí, el temor de enturbiar la reconquistada intimidad frenó mi lengua. Él me estudió atentamente, a su modo, como si yo fuera el contenido de un portaobjetos y él un microscopio. La pregunta siguiente fue meditada, explosiva, presagio de un desastre inminente.
—¿Tienes familia, Melisande Bruno? ¿Alguien de los tuyos está todavía vivo? —No parecía una pregunta vana, dicha por decir algo. Había en ella un interés ardiente y auténtico.
Para disimular la vacilación bebí más vino, y mientras tanto rumiaba la respuesta que tenía que dar. Revelar que mi hermana y mi padre estaban todavía en este mundo habría dado lugar a una secuencia de otras preguntas insidiosas, que no estaba dispuesta a afrontar. Era realista: aquella invitación a cenar había surgido sólo porque la tarde estaba aburrida, y buscaba una válvula de escape. Yo, la secretaria aún desconocida, servía perfectamente a ese fin. No habría otra cena. Decidí mentir, porque era más fácil, menos complicado.
—Estoy sola en el mundo.
Sólo cuando mi voz se apagó, me di cuenta de que no era exactamente una mentira. Lo era en la connotación, no en los hechos. Yo estaba sola, excluida de todo. No podía contar con nadie, a parte de mí misma. Eso me había hecho sufrir tanto que me hizo pensar que perdería la razón, pero me había acostumbrado. Absurdo, triste, penoso, pero cierto. Acostumbrada a no ser amada, a ser incomprendida. Sola.
Él pareció absurdamente satisfecho por mi respuesta, como si fuese la correcta. Justa para qué, no habría sabido decirlo. Alzó el vaso de vino, medio vacío, en un brindis.
—¿Por qué? –dije, imitándolo.
—Para que puedas volver a soñar, Melisande Bruno. Y que tus sueños se cumplan. —Sus ojos me sonrieron por encima del vaso.
Renuncié a entender. Sebastián Mc Laine era un enigma viviente, y su carisma, su magnetismo animal, eran suficientes como respuestas.
Aquella noche soñé por segunda vez. La escena era idéntica a la vez anterior: yo en camisa de noche, él a los pies de mi cama en trajes oscuros, ningún rastro de la silla de ruedas. Me tendió la mano, una sonrisa le curvó el ángulo de la boca.
—Baila conmigo, Melisande. —Su tono era delicado, dulce, suave como la seda. Una petición, no una orden. Y sus ojos... por primera vez eran suplicantes.
—¿Estoy soñando? —Pensé que solo lo había imaginado, pero lo había pedido realmente.
—Sólo si quieres que sea un sueño; en caso contrario, es una realidad —dijo categórico.
—Pero usted camina...
—En los sueños todo puede ocurrir —respondió, llevándome en un vals, como la primera vez.
Sentí una pulsión de rabia. ¿Por qué en mi sueño las pesadillas ajenas eran canceladas, mientras que la mía permanecía intacta, en su virulenta perfección? Era mi sueño, pero no se dejaba domesticar, ni suavizar. Su autonomía era extraña e irritante.
De golpe dejé de pensar, como si estar entre sus brazos era más importante que mis dramas personales. Él era descaradamente bello, y me sentía honrada de tenerlo en mis sueños.
Bailamos largamente, al ritmo de una música inexistente, nuestros cuerpos en sincronización perfecta.
—Creía que no te volvería a soñar más —le dije, alargando la mano para tocarle la mejilla. Era lisa, caliente, casi hirviente.
Su mano se levantó para entrelazarse con la mía.
—Yo también creía que no te soñaría más
—Pareces tan real... —dije en un soplo—, pero eres un sueño... Eres demasiado dulce para ser algo distinto...
Estalló en una risa divertida, y me estrechó más fuerte.
—¿Te hago enfadar?
Lo miré, ceñuda.
—Hay veces en las que te daría un puñetazo.
No parecía ofendido, sino satisfecho.
—Lo hago a propósito. Me gusta molestarte.
—¿Por qué?
—Es más sencillo tenerte a distancia.
El sonido chillón de la péndola invadió el sueño, y ocasionó mi descontento. Porque él estaba retrocediendo, otra vez; como si hubiera sido una señal.
—Quédate conmigo —le imploré.
—No puedo.
—Es mi sueño. Decido yo —repliqué amarga.
Él alargó la mano para rozar mis cabellos en una caricia, con sus dedos más ligeros que una pluma.
—Los sueños se nos escapan, Melisande. Nacen de nosotros, pero no nos pertenecen del todo. Tienen su propia voluntad, y terminan cuando lo deciden ellos.
Me empeciné, como una niña.
—No me gusta.
Su rostro fue atravesado por una inusual gravedad.
—No le gusta a nadie, pero el mundo es injusto por antonomasia.
Traté de retener el sueño, pero mis brazos eran demasiado débiles y mi grito fue sólo un susurro. Desapareció rápido, como la primera vez.
Me encontré despierta, mis orejas atontadas por un ruido sordo. Luego comprendí, con consternación, que eran los ruidos arrítmicos de mi corazón. También él se estaba yendo por su cuenta, como si ya nada me perteneciera. No tenía más control sobre ninguna parte de mi cuerpo. Lo que más me trastornó, sin embargo, fue que ya no tenía control tampoco sobre mi mente y mis sentimientos.
La carta llegó aquella mañana, y tuvo el efecto desbordante de una piedra arrojada en un estanque. Algo termina en un determinado punto, pero sus efectos reverberan sobre puntos circundantes, en círculos concéntricos y muy amplios.
Mi humor estaba por los cielos, y empecé la jornada canturreando. Probablemente, no por mí.
La señora Mc Millian sirvió el desayuno en un religioso silencio, ocupada en fingir que no estaba curiosa por la cena de la tarde anterior.
Decidí no darle vueltas al asunto. Tenía que aclarar sus dudas antes de que se crease certezas propias, y catastróficas para mi reputación, y quizá también para la del señor Mc Laine. Toda esperanza sentimental respecto a él era exclusivamente parte de mis sueños, y no debía ceder a su evanescente hermosura.
—¿Señora Mc Millian?
—Sí, señorita Bruno?
Estaba untando con mantequilla el pan tostado, y le hice la pregunta sin alzar los ojos.
—El señor Mc Laine se sentía solo anoche, y me pidió que le hiciera compañía. Si no hubiera sido a mí se la habría pedido a usted. O a Kyle —dije inamovible.
Se ajustó las gafas en la nariz, y asintió.
—Pero por supuesto, señorita. No he pensado mal en ningún momento. Es evidente que se trata de un episodio aislado.
Su seguridad me dejó pasmada, aunque era razonable. En el fondo yo también lo pensaba. No había motivos para esperar que el codiciado soltero de oro de la región se enamorase de mí. Estaba sobre una silla de ruedas, pero no era ciego. Mi mundo en blanco y negro era la prueba viviente y constante de mi diversidad. No podía permitirme el lujo de olvidarlo. Nunca. O habría acabado quizás hecha pedazos.
Subí las escaleras como cualquier otro día. Me sentía inquieta a pesar de la tranquilidad que aparentaba. Sebastián Mc Laine sonreía cuando abrí la puerta, y mandó mi corazón directamente al paraíso. Hubiera querido no tener nunca que ir a recogerlo.
—Buenos días, señor —lo saludé con calma.
—Qué formales que estamos, Melisande —lo dijo en tono de reproche, como si hubiésemos compartido una intimidad mayor que una simple cena.
Mis mejillas se encendieron, y estuve segura que habían enrojecido, aunque no tenía ni idea del significado real de esa palabra. El rojo era un color oscuro, idéntico al negro en mi mundo.
—Es sólo respeto, señor —le dije, mitigando mi tono formal con una sonrisa.
—No he hecho mucho para merecérmelo —reflexionó—. O por el contrario, te habré parecido odioso alguna vez.
—No, señor —respondí, caminando sobre un terreno minado. El peligro de desencadenar su ira estaba siempre latente, presente en todo nuestro intercambio verbal, y no podía bajar la guardia. Aunque si mi corazón lo había ya hecho.
—No mientas, no lo soporto —refutó, sin perder su maravillosa sonrisa.
Me senté frente a él, dispuesta a desempeñar las tareas para las cuales se me pagaba. Ciertamente no para enamorarme de él; eso estaba fuera de discusión.
Señaló una pila de cartas sobre el escritorio.
—Subdivide el correo personal del de trabajo, por favor.
Desviar mis ojos de los suyos, llenos de una dulzura nueva, fue un esfuerzo. Seguía sintiéndolos sobre mí, calientes e irrefrenables, y me costó concentrarme.
Una carta llamó mi atención porque no tenía remitente y la caligrafía en el sobre me era conocida. Como si no bastara, el destinatario no era mi bien amado escritor sino yo misma. Quedé paralizada, con el sobre entre los dedos, y la cabeza cargada de pensamientos contradictorios.
—¿Algo no está bien?
Mi mirada se levantó para reunirse con la suya. Me miraba atento, y me di cuenta de que nunca había dejado de hacerlo.
—No, yo... Todo está bien... Es sólo que... —Estaba perdida en un dilema laberíntico: decirle o no sobre la carta. Si callaba había el peligro de que se lo dijera más tarde Kyle. Era él quien retiraba el correo y lo ponía sobre el escritorio. O quizá no se había dado cuenta de que una carta tenía otro destinatario. ¿Podía confiar en eso, y arrinconar la carta para recuperarla en un segundo momento? No, inviable. El señor Mc Laine era demasiado analítico, y no se le escapaba nada. El peso de mi mentira se interpuso entre nosotros.
Él extendió la mano, poniéndome de espaldas contra el muro. Había percibido mi indecisión, y pretendía ver con sus ojos. Con un suspiro pesado le pasé los sobres. Sus ojos se separaron de los míos sólo un segundo, el tiempo justo para leer el nombre en el sobre, luego volvieron a los míos. La hostilidad regresó a ellos, densa como la niebla, viscosa como la sangre, negra como la desconfianza.
—¿Quién te escribe, Melisande Bruno? ¿Un novio lejano? ¿Un pariente? Ah, no, que estúpido. Me has dicho que están todos muertos. ¿Y entonces? ¿Un amigo, quizás?
Cogí al vuelo su suposición, y seguí con la mentira.
—Quizás mi antigua coinquilina. Jessica. Sabía que me escribiría, yo le había dado mi dirección —dije, sorprendida de cómo las palabras me fluían de la boca, naturales en su falsedad.
—Léela entonces. Estarás ansiosa de hacerlo. No te hagas problemas, Melisande —su tono era meloso, jaspeado de una crueldad aterradora. En ese momento me di cuenta de que mi corazón aún existía, a pesar de mis anteriores convicciones. Estaba hinchado, a punto de un síncope, aislado del resto del cuerpo, como mi mente.
—No... no tengo prisa... más tarde, quizás... Quiero decir... Jessica, no creo que tenga grandes novedades... —balbuceé, evitando su mirada gélida.
—Insisto, Melisande.
Por primera vez en mi existencia fui consciente de la dulzura del veneno, de su perfume hechizante, de su engañoso embrujo. Porque su voz y su sonrisa no evidenciaban su furia; sólo sus ojos lo traicionaban.
Tomé el sobre que me daba con la punta de los dedos, como si estuviera infectado. Él permaneció en espera. Había una pizca de sádica diversión en esos ojos insondables. Introduje el sobre en el bolsillo.
—Es de mi hermana. —La verdad me salió de la boca, liberadora, aunque si no habría habido modo de evitarla. Él permaneció en silencio, y yo valientemente proseguí—. Sé que he mentido a propósito acerca de mis parientes, pero... de verdad estoy sola en el mundo. Yo... —Me faltó la voz. Volví a intentarlo—. Sé que no hice lo correcto, pero no tenía ganas de hablar de ellos.
—¿Ellos?
—Sí. Mi padre todavía está vivo. Pero sólo porque su corazón late aún. —Mis ojos se nublaron de lágrimas—. Es casi un vegetal. Es un alcohólico en el último estadio, y no recuerda ni siquiera quienes somos. Yo y Monique, quiero decir.
—Estúpido mentir, de parte suya, señorita Bruno. ¿No pensó que su hermana le escribiría aquí? ¿O quizás ha pasado a la clandestinidad para no ocuparse de su padre, dejando toda la carga a otro? —Su voz resonó en el estudio, mortal como el disparo de un fusil.
Tragué las lágrimas, y lo miré con aire desafiante. Había mentido, era innegable, pero él me estaba pintando como un ser abyecto, indigno de vivir, no merecedor de respeto.
—No le permito juzgarme, señor Mc Laine. No sabe nada de mi vida, o de las razones que me han llevado a mentir. Usted es mi empleador, no mi juez, y ni mucho menos mi verdugo.
La calma mortal con la cual hablé sorprendió más a mí que a él, y me llevé una mano a la boca, como si hubiera sido ella a hablar en mi lugar, ajena a mi mente, dotada de autonomía al igual que mi corazón, o mis sueños.
Me levanté de golpe, haciendo caer la silla hacia atrás. La recogí con las manos temblorosas, y la mente en estado catatónico. Había ya llegado a la puerta, cuando él habló con amedrentadora dureza.
—Tómese el día libre, señorita Bruno. Me parece muy perturbada. Nos vemos mañana.
Llegué a mi habitación en un estado de trance, y corrí al baño contiguo. Allí me lavé la cara con agua fría, y observé mi imagen en el espejo. Fue demasiado. Todo el blanco y negro que me rodeaba era más inquietante que una manta fúnebre. Me sentía peligrosamente en vilo, al borde de un precipicio. Caer no me asustaba; eso ya había ocurrido tantas veces, y me había levantado. Mi piel y mi corazón estaban cubiertos de millones de cicatrices invisibles y dolorosas. Tenía miedo de perder la razón, la lucidez que me había mantenido en vida hasta ese momento. En tal caso hubiera preferido estrellarme. Las lágrimas no derramadas me retorcieron las entrañas, y me redujeron a un espectro. Un zombi, como el protagonista de una de las novelas de Mc Laine.
Mi mano palpó el bolsillo de la falda de Tweed, donde había metido la carta de Monique. Cualquier cosa que quisiera no se podía retrasar más. La saqué, y la llevé al dormitorio. Pesaba como un saco de cemento armado, y fui tentada de no abrirla. Su contenido sólo podía ser uno: sufrimiento. Me había creído fuerte antes de llegar a Midnight Rose. Cuánto me había equivocado. No lo era en absoluto. Mis manos actuaron por cuenta propia, yo estaba reducida a un títere. Ellas desgarraron el sobre, y extendieron la hoja que tenía dentro. Pocas palabras, típico de Monique.
Querida Melisande,
Necesito más dinero. Te doy las gracias por lo que enviaste de Londres, pero no es suficiente. ¿No puedes solicitar un anticipo de sueldo a ese escritor? No seas tímida, y no tengas reparos. Me han dicho que es riquísimo. En el fondo es sólo un paralítico, fácilmente influenciable. Date prisa.
Tu querida hermana, Monique.
No sé por cuánto tiempo me quedé mirando la carta, quizás unos pocos minutos, quizás horas. Todo perdió importancia, como si mi vida tuviera sentido sólo como apéndice de Monique y de mi padre. Me hubiera gustado que desaparecieran ambos, y aquel pensamiento terrible, que duró el espacio de un segundo, me colmó de horror. Monique había intentado amarme, con su modo egoísta, naturalmente. Y mi padre... bueno, los recuerdos hermosos de él eran tan pálidos que me cortaron la respiración en la garganta. Pero seguía siendo mi padre. Aquel que me había dado la vida, reservándose para si el derecho de pisotearla. Doblé la carta con cuidado, con una atención meticulosa y exagerada. Luego la guardé en un cajón de la cómoda.
Dinero. Monique necesitaba dinero; más. Había vendido todo lo que poseía en Londres, muy poco por cierto, para ayudarla y, tras pocas semanas, estábamos al punto de partida. Sabía que los tratamientos para papá eran costosos, pero ahora comenzaba a tener miedo. Si Sebastián Mc Laine me hubiera despedido, y sólo Dios sabía si tenía buenas razones para hacerlo, a no ser por el entretenimiento, me hubiera encontrado en medio de la calle. ¿Cómo podía, después de lo ocurrido pedirle un anticipo? Me resultaba agotador el tan solo pensamiento de hacerlo. Monique nunca había tenido ninguna clase de reparos, dotada como estaba de una cara dura envidiable, pero para mí las cosas eran distintas. Comunicar no era mi fuerte, pedir ayuda imposible. Demasiado miedo al rechazo. Una sola vez lo había hecho, y aún recordaba el sabor del no, la sensación de rechazo, el ruido de la puerta derribada en la cara.
—Kyle es realmente un vago. Ha desaparecido con el auto en la tarde, y ha regresado hace solo media hora. El señor Mc Laine está furibundo. Echaría a patadas ese tipo, ¡lo digo yo! ¡Dejar así al señor sin asistencia!
La voz de la señora Mc Millian estaba llena de indignación, como si Kyle le hubiese hecho un daño personal. Yo seguía poniendo a un lado la comida en el plato, sin la más mínima señal de apetito. La mujer siguió hablando, prolija como siempre, y no se percató de mi falta de apetito. Le sonreí de manera forzada, y volví a sumergirme en la capa negra de mis pensamientos. «¿De dónde sacar ese dinero?» No, no tenía elección. Faltaban dos semanas para el momento en el que cobraría el sueldo. Monique tenía que esperar. Le enviaría todo, esperando que no fuera una acción imprudente. El riesgo de ser despedida sin preaviso era terriblemente real. El señor Mc Laine era un hombre imprevisible, dotado de un carácter inigualable y evidentemente poco fiable.
Me retiré a mi habitación, tan afligida que no lograba ni llorar ni estar calmada. Me acosté, llamando al sueño, que tardó en llegar. Ya no tenía control sobre nada, marginada por mi propio cuerpo. Demás está decir que no soñé aquella noche.