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Capítulo Quinto

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Parecía que era un espíritu, casi espectral en mi camisa de noche, revoloteando en el viento invisible. Sebastián Mc Laine me tendía la mano, amable.

—¿Quieres bailar conmigo, Melisande Bruno?

Estaba parado, inmóvil, a los pies de mi cama. Ninguna silla de ruedas. Su figura era parpadeante, pálida, de la misma consistencia de los sueños. Cubrí la distancia que nos separaba, veloz como un cometa. Él me sonrió encantadoramente, como quien no duda de la felicidad del otro, porque es reflejo de la suya.

—Señor Mc Laine, usted puede caminar... —Mi voz era ingenua, evocaba a la de una niña.

Él recambió mi sonrisa, con sus ojos tristes y oscuros.

—Al menos en los sueños, sí. ¿No quieres llamarme Sebastián, Melisande? ¿Al menos en el sueño?

Me sentí embarazada, reticente a abandonar las formalidades, incluso en aquel momento fantástico e irreal.

—De acuerdo... Sebastián.

Sus labios me ciñeron la cintura, un estrujamiento firme y jocoso. —¿Sabes bailar, Melisande?

—No.

—Entonces déjate guiar por mí. ¿Crees que lo puedes hacer? —Me miró desconfiado, ahora.

—No creo que lo logre —admití, sincera.

Él asintió, para nada turbado por mi sinceridad.

—¿Ni siquiera en sueños?

—Yo no sueño nunca —respondí incrédula.

Sin embargo lo estaba haciendo. Era un hecho indiscutible, ¿no? No podía ser real. Yo en camisa de dormir entre sus brazos, con la dulzura de su mirada, notando la ausencia de la silla de ruedas.

—Espero que no te despiertes decepcionada —dijo pensativo.

—¿Por qué debería? —objeté.

—Yo seré el objeto del primer sueño de tu vida. ¿Estás decepcionada?

Me miraba serio, dubitativo. Se tiraba hacia atrás ahora, y yo le planté los dedos en sus brazos, feroces como garras.

—No, quédate conmigo, por favor.

—¿Me quieres realmente en tu sueño?

—No quisiera ningún otro —dije arrogante.

Estoy soñando, me repetía. Podía decir todo lo que me pasaba por la cabeza sin temor a las consecuencias. Él me sonrió una vez más, más hermoso que nunca. Me hizo girar, acelerar el ritmo a medida que aprendía los pasos. Era un sueño real en una manera espantosa. Mis dedos percibían, bajo las yemas, la suavidad de la cachemira de su Jersey, y más abajo aún, la firmeza de sus músculos. A un cierto punto advertí un ruido, como una péndola que marcaba las horas. Se me escapó una risilla.

—¡También aquí!

El ruido de la péndola no me era particularmente agradable, era un sonido chillón, angustioso, viejo. Sebastián se separó de mí, tenía la frente contraída.

—Tengo que irme.

Me sobresalté, como golpeada por un proyectil.

—¿Debes, precisamente?

—Debo, Melisande. También los sueños terminan. —En sus palabras tranquilas había tristeza, el sabor de despedida.

—¿Volverás? —No podía dejarlo irse así, sin luchar.

Él me estudió atentamente, como lo hacía siempre durante el día, en la realidad.

—¿Cómo podría no volver, ahora que has aprendido a soñar?

Aquella promesa poética calmó mi ritmo cardíaco, ya irregular ante la idea de no verlo más. No así, al menos. El sueño se apagó, como la llama de una vela. Y así la noche.

La primera cosa que miré, al abrir los ojos, fue el techo de vigas expuestas. Luego la ventana, a medio cerrar por el calor. Había soñado por primera vez.

Millicent Mc Millian me sonrió amablemente, cuando me vio aparecer en la cocina.

—Buenos días, linda, ¿ha dormido bien?

—Como nunca en mi vida —respondí lacónica. El corazón corría el riesgo de estallarme en el pecho al recordar al protagonista de mi sueño.

—Me da mucho gusto —dijo el ama de llaves sin saber a qué me refería.

Se volcó en un relato detallado del día transcurrido en el pueblo. De la misa, del encuentro con tipos cuyos nombres no me decían nada. Como siempre, la dejé hablar, con la mente ocupada en fantasías mucho más agradables, y el ojo siempre fijo en el reloj, en la febril espera de volverlo a ver.

Era infantil pensar que sería una jornada diferente, que él se comportaría de forma diferente. Había sido un sueño, nada más. Pero inexperta como era en el tema, me ilusionaba el hecho de que pudiera tener una continuación en la realidad.

Cuando llegué al estudio, estaba abriendo las cartas con un cortapapeles de plata. Levantó apenas la mirada cuando aparecí.

—Otra carta de mi editor. He apagado el celular precisamente para no tener que soportarlo. Detesto la gente sin imaginación... No tienen idea del mundo de un artista, de sus tiempos, de sus espacios...

Su tono insípido me hizo poner nuevamente los pies en la tierra. Ningún saludo, ningún reconocimiento especial, ninguna mirada dulce. Bienvenida a la realidad, me saludé yo misma. ¡Qué necia al pensar lo contrario! Es por eso que no había nunca logrado soñar antes. Porque no creía, no esperaba, no me atrevía a desear nada. Debía volver a ser la Melisande de antes de aquella casa, antes de ese encuentro, antes de la ilusión. Pero quizás lo soñaré de nuevo. El pensamiento me calentó más que el té de la señora Mc Millian, o que el sol enceguecedor detrás de la ventana.

—¡Hey! ¿Qué hace allí plantada como una estatua? Siéntese, por Dios.

Me senté frente a él, dócilmente, sintiendo el reproche, que me quemaba la piel. Me pasó la carta, con aire serio.

—Escríbale. Dígale que tendrá su manuscrito en la fecha prevista.

—¿Está seguro que podrá? Quiero decir... Está reescribiendo todo...

Reaccionó irritado por lo que consideró una crítica.

—Son mis piernas que están paralizadas, no mi cerebro. Tuve un momento de crisis. Pero se acabó. Definitivamente.

Mantuve un prudente silencio durante toda la mañana, mientras lo veía pulsar las teclas del ordenador con inusual energía. Sebastián Mc Laine era fácil de irritarse, lunático y caprichoso. También fácil de odiar; lo había notado estudiándolo a escondidas. Y también hermoso; demasiado, y consciente de serlo. Lo que lo hacía doblemente detestable. En mi sueño había aparecido como un ser inexistente, la proyección de mis deseos, no un hombre real, en carne y hueso. El sueño fue mentiroso, estupendamente mentiroso.

A un cierto punto, me señaló las rosas.

—Cámbialas, por favor. Detesto verlas marchitar. Las quiero siempre frescas.

Recuperé la voz.

—Lo haré en este momento.

—Y tenga cuidado, no se vaya a cortar esta vez.

La dureza de su tono me sorprendió. Yo nunca estaba adecuadamente preparada para sus frecuentes arranques de ira, llenos de destrucción.

Para no correr riesgos tomé todo el jarrón, y bajé abajo. A mitad de la escalera me encontré con el ama de llaves, que se apresuró a ayudarme.

—¿Qué ha sucedido?

—Quiere nuevas rosas —le expliqué con la respiración cortada—. Dice que detesta verlas marchitar.

La mujer alzó los ojos al cielo.

—Cada día una nueva.

Llevamos el jarrón a la cocina, y luego ella fue a coger las rosas, frescas y estrictamente rojas. Yo me dejé caer en una silla, casi como contagiada por la atmósfera oscura de la casa. No lograba sacarme de la cabeza el sueño de aquella noche, en parte porque era el primero en mi vida, y aún tenía en mí la emoción del descubrimiento; y por otro lado, porque había sido tan real, dolorosamente real. El sonido de la péndola me hizo dar tumbos. Era tan aterradora como la había percibido también en mi sueño. Quizá fue ese detalle que lo hizo tan real.

Las lágrimas me inundaron los ojos, irrefrenables e impotentes. Un hipo se escapó de mi garganta, más fuerte que mi famoso autocontrol. Fue en ese estado que me encontró el ama de llaves al entrar en la cocina.

—Aquí están las rosas frescas para nuestro señor y patrón —dijo alegremente. Luego se dio cuenta de mis lágrimas, y llevó las manos al pecho—. ¡Señorita Bruno! ¿Qué ha sucedido? ¿Está mal? ¿No será por la reprimenda del señor Mc Laine? Él es un burlón, gruñón como un oso, y adorable cuando se acuerda de serlo... No se preocupe, cualquier cosa que le haya dicho ya se le habrá olvidado.

—Es este el problema —dije con voz lacrimosa, pero ella no oyó, ya enrumbada en sus charlas.

—Le preparo el té, le hará bien. Recuerdo que una vez, la casa donde trabajaba antes...

Soporté en silencio su pesada cantilena, apreciando el intento fallido de distraerme. Sorbí la bebida caliente, fingiendo sentirme mejor, y desestimé su ofrecimiento de ayuda. Llevaría yo las rosas. Pero la mujer insistió en acompañarme al menos hasta el rellano, y ante su amable gesto, no pude negarme. Cuando volví al estudio, ya era yo, la Melisande de siempre, con los ojos secos, el corazón en letargo, el ánimo resignado.

Las horas pasaron, pesadas como el cemento armado, en un silencio negro como mi humor. El señor Mc Laine me ignoró durante todo el tiempo, dirigiéndome la palabra sólo cuando no podía evitarlo. El deseo angustioso de que llegara la tarde solo era igual al del querer volver a ver la mañana. ¿Era acaso posible que tan sólo hayan pasado unas pocas horas?

—Puede irse señorita Bruno —me despidió, sin mirarme a los ojos.

Me limité a desearle una buena velada, respetuosa y fría como él.

Estaba buscando a Kyle, a pedido suyo, cuando oí un sollozo que provenía del trastero. Abrí bien los ojos, sin saber qué hacer. Después de mil titubeos, llegué al lugar de donde provenía aquel ruido, y lo que vi fue sorprendente.

Un rostro en la sombra, de silueta indistinguible, que se sonaba la nariz, era Kyle. El hombre tenía un pañuelo de papel hecho pelotitas en la mano, y parecía sólo la pálida copia del seductor de pacotilla de los días pasados. Me limite a mirarlo, enmudecida por el asombro.

Él se percató de mi presencia, y dio un paso adelante.

—¿Te doy pena? ¿O tienes ganas de echarte a reír?

Me pareció haber sido sorprendida en el acto de espiarlo, como una mirona indiscreta. Descarté la tentación urgente de justificarme.

—Te busca el señor Mc Laine. Quiere retirarse en su habitación para la cena. Pero... ¿Tú estás bien? ¿Puedo hacer algo? —Sus mejillas se tiñeron de manchas oscuras, e intuí que se hubiera enrojecido de vergüenza. Di un paso atrás, también metafóricamente—. No, perdón, olvida lo que he dicho. No hago otra cosa que no sea inmiscuirme en asuntos ajenos.

Él negó con la cabeza, inusualmente galante.

—Eres demasiado hermosa para ser una real metiche, Melisande. No, yo... Solo estoy destrozado por el divorcio. —Fue entonces que me di cuenta de que en la mano no tenía un pañuelo, sino una hoja estrujada—. Se ha ido. Todos mis intentos por evitar la ruptura han fracasado.

Por un instante me dieron ganas de reír. ¿Intentos? ¿Y en qué forma había intentado? ¿Haciendo propuestas deshonestas a la única mujer joven en sus proximidades?

—Lo siento —dije con incomodidad.

—También yo.

Dio otro paso hacia adelante, saliendo de la sombra. Su rostro estaba bañado en lágrimas, como para desmentir la mala opinión que me había hecho de él. Me quedé confundida al verlo tan fuertemente avergonzado. ¿Qué dicen los buenos modales a propósito de las personas que han pasado por un divorcio? ¿Cómo consolarlas? ¿Qué decirles sin correr el riesgo de herirlas? Ah ya, pero cuando los buenos modales fueron redactados el divorcio no era ni siquiera admitido.

—Le diré al señor Mc Laine que no estás bien —dije.

Pareció como si el pánico se hubiera apoderado de él.

—No, no. No estoy preparado para volver al mundo civilizado, y me temo que el señor Mc Laine esté buscando una excusa para echarme definitivamente de Midgnight Rose. No, me tomaré un poco de tiempo para recomponerme y luego voy.

—El tiempo para recomponerte, claro —le hice eco, poco convencida. Kyle tenía realmente un aspecto terrible, los cabellos desgreñados, el rostro enrojecido por las lágrimas, el uniforme blanco ajado, como si se hubiera dormido encima—. De acuerdo, entonces. Buenas noches —lo saludé, deseando sólo el refugio de mi habitación.

Había sido una jornada larga, terriblemente larga, y no estaba de ánimo como para consolar a nadie que no fuera yo misma. Él me hizo un gesto con la cabeza, temiendo que su voz lo delatara.

Me di una escapada por la cocina antes de subir arriba. No tenía ganas de cenar, y era necesario decírselo a la amable señora Mc Millian. Me dirigió una sonrisa radiante.

—Estoy preparando la sopa —dijo señalando una olla en el fogón—. Sé que hace calor, pero no podemos alimentarnos solo con ensaladas hasta septiembre.

El sentido de culpa me golpeó el cuello. Con vergüenza cambié mi respuesta, cuando estaba apurada por salir de mi boca.

—Adoro la sopa, caliente o no caliente.

Antes de que comenzara a parlotear, le conté lo de Kyle, dejando de lado los detalles más molestos.

—Parece realmente perturbado por el divorcio —dije, sentándome a la mesa.

Ella asintió, mientras revolvía la sopa.

—Era una relación destinada a acabar. La mujer se ha trasladado a Edimburgo hace meses, y se rumorea de que ya tenga otro. Sabe cómo son las malas lenguas... Él no es un santo, pero está muy ligado a estos lugares y no quería abandonar el poblado.

Me serví un vaso de agua de la jarra.

—¿Es por eso que no se decide a irse?

El ama de llaves sirvió los platos de sopa, y en un dos por tres comencé a comer ávidamente. Estaba más hambrienta de lo que creía.

—Kyle no hace más que decir que está harto, podrido de este lugar, de la casa, del señor Mc Laine, pero se guarda bien de irse. ¿Quién lo asumiría?

La miré por encima del plato, curiosa.

—¿No es un enfermero diplomado?

La señora Mc Millian partió un pan en dos partes, meticulosamente.

—Lo es, ciertamente, pero mediocre y ablandahigos. No se puede decir que se saque el ancho aquí. Y a menudo su aliento huele a alcohol. No quiero decir que es un borracho, pero... —Su voz traslucía desaprobación.

—Yo amo esta casa —dije, sin reflexionar.

La mujer se quedó pasmada.

—¿De verdad, señorita Bruno?

Incliné los ojos hacia el plato, las gotas en llamas.

—Me siento en casa aquí —expliqué. Y entendí que estaba diciendo la verdad. A pesar de los cambios de humor de mi fascinante escritor, estaba a gusto entre esas paredes, alejada de los sufrimientos de mi pasado aplastante.

La señora Mc Millian volvió a charlar, y aliviada terminé mi plato. Mi mente corría sobre carriles desviados e irregulares, y el punto de arribo era siempre, inevitablemente, Sebastián Mc Laine. Estaba desgarrada entre la necesidad irreprimible de soñarlo otra vez, y el deseo de echar las ilusiones a la espalda.

Kyle hizo acto de presencia en la cocina unos minutos después, más espantoso que nunca.

—Detesto cordialmente al señor Mc Laine —empezó diciendo.

El ama de llaves lo interrumpió a mitad de una frase para regañarle.

—Vergüenza te debería dar, hablar así de quien te da de comer.

—Mejor morir de hambre que tener que ver con él —fue la réplica irritada del otro. El rencor en su voz me hizo estremecer. No era un servidor devoto, eso ya lo había intuido, pero su odio era casi palpitante.

Kyle abrió el refrigerador y sacó dos latas de cervezas—. Buenas noches queridas señoras. Me voy a mi habitación a festejar el divorcio. —Un tic nervioso le hacía bailar la esquina derecha del ojo.

Yo y el ama de llaves nos miramos en silencio hasta que se alejó.

—Ha sido realmente desconsiderado al hablar así del pobre señor Mc Laine —fueron sus primeras palabras. Luego me miró seria—. ¿Piensa que quiera suicidarse?

Reí, antes de lograr detenerme.

—No me parece el tipo… —la tranquilicé.

—Es cierto. Es demasiado superficial para alimentar sentimientos profundos por nadie —dijo con disgusto.

La preocupación por Kyle se evaporó como rocío al sol, y pasó a enumerar las ventajas, según ella, de vivir en el campo, en comparación con la vida en la ciudad. La ayudé a fregar los platos, y nos retiramos. Yo al primer piso, ella a una habitación poco distante de la cocina, en la planta baja.

Me di vueltas en la cama por mucho rato antes de dormir, luego caí en un sueño agitado. En la mañana, sentí mis mejillas duras por las lágrimas nocturnas que no recordaba haber derramado. No soñé con Sebastián aquella noche.

El día siguiente era martes, y el señor Mc Laine ya estaba en la cama, antes de lo habitual.

—Hoy, puntual como un recaudador de tasas, vendrá Mc Intosh —dijo triste—. No logro disuadirle de lo contrario. Lo he intentado de mil maneras. Desde las amenazas hasta las súplicas. Parece que es impermeable a todos mis intentos. Es peor que un buitre.

—Quizá solo quiere asegurarse de que usted está bien —observé, solo por decir algo.

Él pegó su mirada a la mía, luego prorrumpió en una risa estruendosa.

—Melisande Bruno, eres un personaje... El querido Mc Intosh viene porque lo considera su deber, no porque tenga un cariño especial hacia mí.

—¿Deber? No entiendo... Según yo, su único objetivo es hacerle una revisión. Tiene desde luego que tener un cierto interés —dije obstinada.

El señor Mc Laine hizo una mueca.

—Querida... Espero que no seas tan ingenua como para creer que todo es como parece. No todo es blanco y negro, también existe el gris, por decir algo al respecto.

No respondí, ¿qué le podía decir? ¿Que había llegado a la verdad sobre mí? Que para mí realmente no existe nada más que el blanco y negro, al punto de sentir saciedad.

—Mc Intosh tiene sentimientos de culpa respecto al accidente, y pretende expiarlos viniendo a verme regularmente, aunque si no me gusta en absoluto —añadió malignamente.

—¿Sentimientos de culpa? —repetí—. ¿En qué sentido?

Un relámpago iluminó la ventana a sus espaldas, y luego vino el trueno, fragoroso. Él no se volteó, como si no lograra despegar sus ojos de los míos.

—Se anuncia un diluvio torrencial. Quizás esto desanime a Mc Intosh de venir hoy.

—Lo dudo, es sólo una tormenta de verano. Una hora y habrá totalmente terminado —dije práctica.

Él me miraba con una tal intensidad que me provocó finos escalofríos a lo largo de mi espina dorsal. Era un hombre extraño, pero tan carismático que borraba cualquier otro defecto.

—¿Quiere que ponga en orden las estanterías pendientes? —pregunté nerviosamente, huyendo de su mirada fija.

—¿Ha dormido bien esta noche, Melisande?

La pregunta me cogió de sorpresa. El tono era ligero, pero escondía una apremiante urgencia, que me empujó a la sinceridad.

—No mucho.

—¿Nada de sueños? —Su voz era ligera y límpida como el agua de un plácido torrente, y me dejé transportar por la corriente refrescante.

—No, esta noche no.

—¿Querías soñar?

—Sí —contesté impulsivamente. Nuestro diálogo era surrealista, pero estaba dispuesta a continuarlo indefinidamente.

—Quizás te volverá a suceder. El silencio de este lugar es ideal para acunar sueños –dijo fríamente. Volvió al ordenador, ya despreocupado de mí.

Fantástico, me dije humillada. Me había echado un hueso como se hace con un perro, y yo fui tan idiota que lo aferré como si estuviera muriéndome de hambre. Y hambrienta, lo estaba realmente. De nuestras miradas, de nuestra intensa complicidad, de sus sonrisas inesperadas.

Encorvé los hombros y me puse a trabajar. En ese momento me acordé de Monique. Ella sí que era experta en hacer rodar la cabeza a los hombres, en seducirlos en una red de mentiras y de sueños, en conquistar su atención con maestría consumada. Una vez le pregunté cómo había aprendido el arte de la seducción. Primero, respondió: «No se aprende, Melisande. O lo posees desde siempre, o lo tienes que imaginar». Luego se volteó hacia mí, y su expresión se endulzó: «Cuando tengas mi edad, sabrás cómo hacerlo, verás». Ahora tenía esa edad, y estaba peor que antes. Mis conocimientos masculinos habían sido siempre esporádicos y de corta duración. Cualquier hombre me endosaba la misma letanía de preguntas: ¿Cómo te llamas? ¿A qué te dedicas? ¿Qué coche tienes? Ante la noticia de que no tenía permiso de conducir, me miraban como un animal raro, como si estuviera afectada por una terrible enfermedad contagiosa. Y yo no me abría, por cierto, a las confidencias.

Pasé la mano sobre la cubierta encuadernada de un libro. Era una edición lujosa, en cuero marroquí, de "Orgullo y prejuicio" de Jane Austen.

—Apuesto a que es tu preferido.

Alcé de golpe la cabeza. El señor Mc Laine me estaba estudiando, con sus párpados a medio cerrar y un destello peligroso en aquel manto negro.

—No —respondí, acomodando el libro en el estante—. Me gusta, pero no es mi preferido.

—Entonces será "Cumbres borrascosas".

Me regaló una sonrisa espectacular, inesperada. Mi corazón dio un salto, y por un pelo que no precipitó en la nada.

—Tampoco —dije, notando con alegría la firmeza de mi voz—. No termina precisamente bien. Como te he dicho, tengo una marcada predilección por el final feliz.

Hizo rodar la silla de ruedas, y se posicionó a pocos pasos de mí, con una expresión absorta.

—"Persuasión", siempre de Austen. Termina bien, no puedes negarlo. —No intentaba siquiera ocultar cuánto se estaba divirtiendo, y yo también me había apasionado con ese juego.

—Es agradable, lo admito, pero estás todavía lejos. Es un libro centrado en la espera, y yo no soy buena para esperar. Soy demasiado impaciente. Terminaría por resignarme, o cambiaría de deseo. —Ahora mi voz era frívola. Sin darme cuenta estaba flirteando con él.

—Jane Eyre.

No se esperaba mi risa, y se puso a mirarme, perplejo.

Pasaron varios minutos antes de que pudiera contestarle.

—¡Por fin! —Pensé que le habría tomado siglos...

Una sombra de sonrisa se hizo camino en su ceño fruncido.

—Tenía que acertar rápido, en efecto. Una heroína con a las espaldas una historia triste y solitaria, un hombre del pasado sufrido, un final feliz después de mil aventuras. Romántico. Apasionado. Realista. —Ahora también sus labios sonreían, al igual que sus ojos—. Melisande Bruno, ¿eres consciente de que puedes enamorarte de mí como Jane Eyre del señor Rochester, que casualmente era su empleador?

—Usted no es el Señor Rochester —dije tranquilamente.

—Soy lunático como él —objetó, con una media sonrisa, que no pude evitar de corresponder.

—Estoy de acuerdo. Pero yo no soy Jane Eyre.

—También eso es verdad. Ella era sosa, feita, insignificante —dijo él, arrastrando las palabras—. Nadie sano de mente, y de ojos, podría decir eso de ti. Tus cabellos rojos se notarían a millas de distancia.

—No me parece precisamente un halago... —dije en tono de broma lamentosa.

—Quien se hace notar, en un modo o en otro, nunca es feo, Melisande —respondió él dulcemente.

—Entonces gracias.

Él se burló.

—¿De quién has heredado estos cabellos, señorita Bruno? ¿De tus padres de origen italiano?

La alusión a mi familia contribuyó a ofuscar la felicidad de aquel momento. Aparté la mirada, y me puse a ordenar los libros en las estanterías.

—Mi abuela era pelirroja, por lo que se dice. Mis padres no, y ni siquiera mi hermana.

Acercó su silla de ruedas a mis piernas, tensas por el esfuerzo de colocar los libros. A esa distancia infinitesimal no podía dejar de percibir su tenue perfume. Una mezcla misteriosa y seductora de flores y especias.

—¿Y qué hace una bonita secretaria de cabellos rojos y antepasados italianos en una apartada aldea escocesa?

—Mi Padre emigró para mantener a su esposa e hija. Yo nací en Bélgica.

Buscaba una manera de cambiar de conversación, pero era difícil. Su cercanía confundía mis pensamientos, que se enmarañaban en una madeja difícil de desenredar.

—De Bélgica a Londres, y luego a Escocia. A sólo veintidós años. Admitirás que como mínimo es curioso, ¿no?

—Ganas de conocer el mundo —respondí reticente.

Eché un vistazo hacia él. Su hirsuto ceño había desaparecido como nieve bajo el sol, reemplazado por una sana curiosidad. No había manera de distraerlo. Allá afuera la tempestad rugía, con toda su violenta intensidad. Una batalla similar se estaba desarrollando dentro de mí. Comunicarme con él era natural, espontáneo, liberador, pero no podía, no debía hablar a rienda suelta, o me arrepentiría.

—¿Ganas de conocer el mundo para llegar a este rincón remoto del mundo? —Su tono era abiertamente escéptico—. No necesitas mentirme, Melisande Bruno. Yo no te juzgo, a pesar de las apariencias.

Algo se rompió en mí, liberando recuerdos que creía enterrados para siempre. Una sola vez me fie de alguien, y había terminado mal, mi vida casi destruida. Sólo el destino había impedido una tragedia, la mía.

—No estoy mintiendo. También aquí se puede conocer el mundo —dije sonriendo—. Nunca había estado en las Highlands, es interesante. Y además soy joven, puedo aún viajar, ver, descubrir nuevos lugares.

—Entonces estas dispuesta a partir. —Su voz era ronca ahora. Me giré hacia él. Una sombra había caído sobre su rostro. Hubo algo de desesperado, furioso, de rapaz en él en aquel momento. Corta de palabras me limité a mirarlo fijamente. Hizo rodar la silla de ruedas, y regresó detrás del escritorio—. No te preocupes. Si sigues siendo tan indolente te echaré yo mismo, y así podrás retomar tu viaje alrededor del mundo.

Sus palabras bruscas fueron casi un cubo de agua helada lanzado sobre mí. Se paró delante de la ventana, anclado en la silla de ruedas con ambas manos, los hombros agarrotados.

—Tenía razón. La tormenta ya terminó. No hay manera de evitar a Mc Intosh hoy. Parece que no hago más que equivocarme. ¡Hey!, mira, un arcoíris —me llamó, sin voltearse—. Venga a ver, señorita Bruno. Espectáculo fascinante, ¿no cree? Dudo que ya haya visto uno.

—Pero si lo he visto —repliqué, sin moverme.

El arcoíris era el símbolo cruel de lo que me era eternamente negado. La percepción de los colores, su maravilla, su arcaico misterio.

Mi voz era frágil como una placa de hielo, mis hombros más rígidos que los suyos. Había levantado de nuevo un muro entre nosotros, alto e insuperable. Una defensa inviolable. O quizás había sido yo quien lo hizo antes.

La Muchacha De Los Arcoíris Prohibidos

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