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Capítulo segundo

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Ya en el vestíbulo, fui consciente de mi inevitable ignorancia. ¿Dónde estaba el estudio? ¿Cómo podría encontrarlo si apenas había logrado llegar hasta allí? Antes de hundirme en el fango de la desesperación, la intervención providencial de la señora Mc Millian, con una sonrisa amplia en su rostro enjuto, me puso a salvo.

—Señorita Bruno, estaba viniendo precisamente a llamarla... —Echó una rápida ojeada al péndulo de la pared—. ¡Qué puntualidad! ¡Usted es realmente una perla rara! ¿Está segura de tener raíces italianas y no suizas?

Me reí para mis adentros por la ocurrencia. Sonreía educadamente, adecuando mi paso al suyo, mientras subíamos las escaleras. Pasamos por la puerta de mi dormitorio, nos dirigíamos al parecer al fondo del pasillo, hacia una pesada puerta. Sin parar su sonoro cotorreo, tocó ligeramente la puerta tres veces, y la entreabrió. Quedé a su detrás, las piernas me temblaban mientras ella asomaba la cabeza dentro de la habitación.

—Señor Mc Laine... ella es la señorita Bruno.

—Ya era hora. Está en retraso.

La voz sonó áspera, grosera. El ama de llaves estalló en una risa estruendosa, acostumbrada al malhumor del dueño de la casa.

—Sólo de un minuto, señor. No se olvide que es nueva en la casa. He sido yo, que le ha hecho retrasar, porque...

—Hágala pasar, Millicent.

La interrupción fue brusca, casi un latigazo, y me sobresalté en el lugar de la otra mujer que, imperturbable, se volteó a mirarme fijamente.

—El señor Mc Laine la espera señorita Bruno. Por favor, entre.

La mujer retrocedió, haciéndome un gesto para entrar. Le dirigí una última mirada preocupada. Ella, para animarme, me susurró.

—Suerte.

Y vaya, que tuvo el efecto contrario. Mi cerebro se redujo a una papilla licuada, carente de lógica o de conocimiento del tiempo y del espacio.

Me aventuré a dar un tímido paso dentro de la habitación. Antes de ver nada oí la voz de antes, que estaba despidiendo a alguien.

—Puede retirarse Kyle. Nos vemos mañana. Sea puntual por favor. No toleraré otras tardanzas.

Un hombre estaba de pie, a pocos pasos de mí, era alto y robusto. Me miró e hizo un gesto de saludo con la cabeza, dejando entrever un centelleo de mudo aprecio mientras pasaba por mi lado.

—Buenas tardes.

—Buenas tardes —le respondí, mirándolo más de lo debido para aplazar el momento en el que haría el ridículo, no respondería a las expectativas de la señora Mc Millian ni a mis locas esperanzas.

La puerta se cerró a mis espaldas, y me hizo recordar las buenas maneras.

—Buenas tardes señor Mc Laine. Me llamo Melisande Bruno, vengo de Londres y...

—Ahórrese el repertorio de sus competencias señorita Bruno. Modestas, por lo demás.

La voz ahora estaba cansada. Mis ojos se levantaron, por fin listos para encontrarse con los de mi interlocutor. Y cuando lo hicieron, agradecí al cielo por haberlo saludado primero. Porque ahora tendría serias dificultades para recordar incluso mi nombre.

Estaba sentado al otro lado del escritorio, en su silla de ruedas, con una mano extendida hacia el borde, casi rozando la madera, y la otra que jugueteaba con una pluma estilográfica. Sus ojos oscuros, insondables, estaban fijos en los míos. Una vez más, la enésima, lamenté el no ser capaz de ver los colores. Habría dado con gusto un año de vida por distinguir el color de su rostro y sus cabellos. Pero esa alegría no me estaba permitida: caso cerrado. En un destello de lucidez pensé que era hermoso así: el rostro de una palidez antinatural, los ojos negros sombreados por largas pestañas, los cabellos negros, ondulados y espesos.

— ¿Es muda, por casualidad? ¿O sorda?

Caí a tierra, precipitándome desde alturas vertiginosas. Me pareció casi sentir el estruendo de mis miembros en el suelo. Un ruido fragoroso y siniestro, seguido de un crujido espantoso y devastador.

—Disculpe, estaba distraída —mascullé, ruborizándome al instante.

Él me escudriño con una atención que me pareció exagerada. Parecía que memorizaba cada línea de mi rostro, deteniéndose en mi garganta. Enrojecí aún más. Por primera vez hubiera querido ardientemente que mi defecto de nacimiento fuera compartido con otro ser humano. Habría sido menos embarazoso si el señor Mc Laine, con su aristocrática y triunfante belleza, no hubiese podido notar el sonrojo que afluía violentamente en cada centímetro de piel que iba descubriendo. Me balanceé sobre mis pies, incómoda ante ese examen visual descaradamente directo. Él continuó con su análisis, pasando a mis cabellos.

—Debería teñirse los cabellos, o terminarán siendo confundidos con fuego. No quisiera que terminara bajo la avalancha de cien extintores.

Su expresión inescrutable se animó un poco, y una chispa de entretenimiento brilló en sus ojos.

—No he elegido este color —dije, reuniendo toda la dignidad de la que era capaz—. Pero el Señor…

Curvó una ceja.

— ¿Es religiosa, señorita Bruno?

— ¿Y usted, Señor?

Posó la pluma sobre el escritorio, sin sacarme los ojos de encima.

—No existen pruebas de que Dios exista.

—Ni tampoco de que no exista —dije en tono desafiante, sorprendiendo antes que nada a mi misma, por la vehemencia con la que había hablado.

Sus labios se curvaron en una sonrisa irónica, luego señaló la silla acolchada.

—Siéntese. —Fue una orden, más que una invitación a sentarme. Sin embargo, obedecí al instante.

—No ha respondido a mi pregunta, señorita Bruno. ¿Usted es religiosa?

—Soy creyente, señor Mc Laine —le confirmé en baja voz—. Pero no soy muy practicante. Más bien, no lo soy en absoluto.

—Escocia es una de las pocas naciones anglosajonas que practica el catolicismo con un fervor y devoción innegables. —Su ironía era inequivocable—. Yo soy la excepción que confirma la regla... ¿No se dice así? Digamos que creo sólo en mí mismo, y en lo que puedo tocar.

Se apoyó blandamente en el respaldo de la silla de ruedas, tamborileando con la punta de los dedos en los reposabrazos. Sin embargo, no pensé, ni siquiera por un milésimo de segundo, que fuera vulnerable o frágil. Su expresión era la de alguien que ha escapado de las llamas, y que no tiene miedo de volver a arrojarse en ellas, si lo considera necesario o, simplemente, si tiene ganas. Alejé con dificultad mis ojos de su rostro. Era reluciente, casi perlado, de un blanco brillante y lúcido, distinto de los rostros habituales que me rodeaban. Era agotador mirarlo, y también escuchar su voz hipnótica. Una serpiente encantadora, y a cualquier mujer le hubiera encantado caer bajo el sortilegio, bajo el secreto hechizo que emanaba de él, de aquel rostro perfecto, de esa mirada irónica.

—Entonces, usted es mi nueva Secretaria, señorita Bruno.

—Si está de acuerdo en confirmar mi contratación, señor Mc Laine —precisé, levantando la mirada.

Él sonrió, ambiguo.

—¿Por qué no debiera contratarla? ¿Porque no va todos los domingos a la iglesia? Me juzga muy superficial si piensa que soy capaz ahora de echarla o... de mantenerla aquí sobre la base de un cruce de palabras. No la conozco lo suficiente como para emitir un juicio tan poco halagüeño respecto a usted —asintió sonriendo—. Soy consciente, sin embargo, de que una fructífera relación de trabajo nace también de una inmediata simpatía, de una primera impresión favorable.

Su humor fue tan inesperado que me hizo sobresaltar. De la misma forma repentina como nació, se apagó. Me miró fríamente.

—¿Cree realmente que sea fácil encontrar empleadas dispuestas a transferirse a esta aldea olvidada de Dios y del mundo, lejos de cualquier oportunidad de entretenimiento, de cualquier centro comercial o discoteca? Usted ha sido la única que ha respondido el anuncio, señorita Bruno.

El entretenimiento estaba al acecho, detrás del hielo de sus ojos. Una placa de hielo negro se rompió con una grieta fina de humor que me calentó el alma.

—Entonces no tendré que preocuparme por la competencia —dije, entrecruzando nerviosamente las manos en mi vientre.

Él me estudió aún más, con la misma irritante curiosidad con la que se mira un animal raro.

Tragué saliva, haciendo gala de una desenvoltura ficticia y peligrosamente precaria. Por un instante, el tiempo justo para concebir una idea, me dije que debía escapar de aquella casa, de esa habitación rebosante de libros, de aquel hombre inquietante y hermoso. Me sentía como un gatito inerme, a pocos centímetros de las fauces de un león. Predador cruel, presa impotente. Luego la sensación se desvaneció, y me di cuenta de lo tonta que era. Delante de mí estaba un hombre de personalidad desbordante, arrogante y prepotente, pero prisionero desde hace mucho tiempo de una silla de ruedas. Yo era la presa de turno, una chica tímida, temerosa y reacia a los cambios. ¿Por qué no dejarle a sus anchas? Si le divertía tomarme el pelo, por qué negarle la única oportunidad de entretenimiento, ocio, que tenía? Era casi noble de mi parte, en cierto sentido.

—¿Qué piensa de mí, señorita Bruno?

Una vez más le obligué a repetir la pregunta, y una vez más le tomé de sorpresa.

—No pensé que fuera tan joven.

Se puso tenso al instante, y yo enmudecí, temerosa de haberle en cierto modo herido. Él se recompuso, y me heló con otra de sus sonrisas de infarto.

—¿De verdad?

Me agité en la silla, temerosa, indecisa, no sabía cómo continuar. Luego me decidí, hice acopio de todo mi coraje, y animada por su mirada enlazada con la mía en una danza muda pero no por ello menos emocionante, volví a hablar.

—Bueno... ha escrito su primer libro a los veinticinco, hace quince años, según tengo entendido. Sin embargo, parece sólo un poco mayor que yo. —Lo sopesé, casi distraídamente.

—¿Cuántos años tiene, señorita Bruno?

—Veintidós, señor —respondí, enmarañada nuevamente en la profundidad de sus ojos.

—Soy realmente viejo para ti, señorita Bruno —dijo con una risilla. Luego bajó la mirada, y la fría noche de invierno volvió a envolverlo entre sus espiras, más cruel que una serpiente. Toda huella de calor desapareció—. De todas maneras puede estar tranquila. No deberá temer por ningún acoso sexual mientras duerma en su cama. Como ve, estoy condenado a la parálisis.

Callé porque no sabía qué responder. Su tono era amargado y privo de esperanza, bajo un rostro esculpido en piedra.

Sus ojos sondearon los míos, en busca de algo que parecía no encontrar. Se concedió una pequeña sonrisa.

—Al menos no hay piedad en usted. Eso me alegra. No la quiero, no la necesito. Soy más feliz que tantos otros, señorita Bruno, porque soy libre, totalmente, en el modo más absoluto. —Frunció las cejas—. ¿Qué hace aquí todavía? Puede irse.

La forma seca de decirme adiós, me desconcertó. Me levanté incierta, y él aprovechó para desahogar conmigo su enojo.

—¿Todavía aquí? ¿Qué quiere? Ah, ¿su salario? ¿O quiere hablar de su día libre? —me recriminó encolerizado.

—No, señor Mc Laine.

Torpemente, me dirigí a la puerta. Ya tenía la mano sobre la aldaba cuando me detuvo.

—A las nueve de la mañana, señorita Bruno. Estoy escribiendo un nuevo libro, el título es "Muertos sin sepultura". ¿Lo encuentra espeluznante? —Su sonrisa se hizo más amplia.

El brusco cambio de humor era probablemente un rasgo dominante de su carácter. Tenía que esforzarme para tenerlo presente en lo sucesivo, o corría el riesgo de tener una crisis de histeria por lo menos veinte veces al día.

—Parece interesante, señor —contesté con cautela.

Echó la cabeza hacia atrás, y estalló en una copiosa risa.

—¡Interesante! Apuesto a que nunca ha leído uno de mis libros, señorita Bruno. Me parece de estómago delicado, usted... No dormiría toda la noche, atormentada por pesadillas...

Rio de nuevo, saltando del tú al usted con la misma rapidez con la cual cambiaba de humor.

—No soy tan sensible como parece, señor —respondí compungida, desencadenando otra ola de risas.

Con sus manos maniobró la silla de ruedas, con una habilidad felina y admirable, fruto de años y años de práctica, y con una velocidad extraordinaria se vino hacia mi lado. Tan cerca que inutilizó cualquier intento mío de concebir un pensamiento racional. Instintivamente, di un paso atrás. Él fingió no notar mi desplazamiento, y señaló la librería que estaba a mi derecha.

—Coge el cuarto libro de la izquierda, tercer estante.

Obediente, aferré el libro que me indicaba. El título me era familiar porque había hecho una investigación sobre él en Internet antes de venir, pero a decir verdad nunca había leído nada suyo. El género de terror no era lo mío, mucho más apto para paladares fuertes, y no para el mío, delicado y romántico.

—«Zombi en camino» —leí en voz alta.

—Es el más adecuado para empezar. Es el menos... ¿cómo decirlo? Menos aterrador.

Rio de gusto, obviamente de mí y del malestar indefectiblemente poco disimulado que se traslucía a través de cada poro de mi piel.

—¿Por qué no lo comienzas esta noche? Perfecto para prepararte para tu nuevo trabajo —sugirió él, con los ojos sonrientes.

—Ok, lo haré —contesté con escaso entusiasmo.

—Hasta mañana, señorita Bruno —se despidió, con un aire nuevamente grave—. Enciérrate en la habitación, no quiero que los espíritus del Palacio te visiten esta noche, o alguna otra temible criatura nocturna. Sabes cómo es... —Hizo una pausa, un destello de hilaridad titiló en la oscuridad de sus ojos—. Como te he dicho antes, es difícil encontrar empleadas por estos lares.

Ensayé una sonrisa, poco convincente después de todo.

—Buenas noches, señor Mc Laine.

Antes de cerrar la puerta, una frase en tono de broma salió de mis labios, sin que pudiera evitarlo.

—No creo en los espíritus ni en las criaturas nocturnas.

—¿Segura?

—No hay pruebas de su existencia, señor —le respondí, parodiándolo, involuntariamente.

—Ni siquiera del hecho de que no existan —argumentó él. Giró la silla de ruedas, y regresó detrás del escritorio.

Cerré suavemente la puerta, tenía el corazón en la garganta. Quizá tenía razón él, y los zombis existen. Porque en ese momento me sentía una de ellos. Trastornada, con los cables cruzados, suspendida en el limbo en el que ya no sabía distinguir entre lo real e irreal. Peor que no saber distinguir los colores.

Cené desganadamente en compañía de la señora Mc Millian, con la cabeza en otra parte, con otra compañía. Me temía que la recuperaría sólo el día siguiente, de regreso de ver a aquel a quien la había encomendado. Algo me decía que no era en "buenas manos" que mi confiado corazón la había dejado.

De la conversación de aquella tarde con el ama de llaves recuerdo muy poco. Habló ella sola, incesantemente. Parecía al séptimo cielo por tener finalmente alguien con quien hablar. O más bien, alguien que la escuchara. Yo era perfecta en ese sentido. Demasiado educada para interrumpirla, demasiado respetuosa para revelar mi desinterés, demasiado ocupada pensando en otra cosa como para advertir la necesidad de permanecer sola. Total, sea como sea, estaría pensado en él.

En mi habitación, una hora más tarde, sentada cómodamente en la cama, con la cabeza apoyada en los almohadones, abrí el libro, y me sumergí en la lectura. En la segunda página estaba ya aterrorizada, y de manera reprobable, pues se trataba simplemente de un libro. A pesar de que, teóricamente, era bien dotada de sentido común, la atmósfera en la habitación se hizo asfixiante, y urgente el deseo de una bocanada de aire.

A pies descalzos atravesé la habitación en penumbra y abrí de par en par la ventana. Me senté en el alféizar, y me sumergí en aquella tibia noche de comienzos de verano, donde el silencio era roto únicamente por el chirrido de los grillos y el reclamo de una lechuza. Era hermoso estar allí, lejos años luz de la vorágine de Londres, de sus ritmos apremiantes, siempre al borde de la histeria. La noche era un manto negro, con apenas el blancor de algunas estrellas aquí y allá. Me gustaba la noche, y pensé ociosamente que me hubiera gustado ser una criatura nocturna. La oscuridad era mi aliada. Sin luz todo es negro, y mi incapacidad genética de distinguir los colores disminuía, perdía importancia. De noche, mis ojos eran idénticos a los de cualquier persona. Por algunas horas no me sentía diferente. Un alivio momentáneo, por cierto, pero refrescante como el agua sobre la piel caliente.

La mañana siguiente me despertó el sonido del despertador, y me quedé unos minutos en la cama, atontada. Luego del aturdimiento inicial, recordé lo ocurrido el día anterior, y reconocí la habitación.

Una vez vestida, descendí las escaleras, casi atemorizada por el silencio profundo en torno a mí. Al ver a Millicent Mc Millian, alegre y parlanchina como siempre, la niebla desapareció de mi mente turbulenta y regresó a ella la serenidad.

—¿Ha dormido bien, señorita Bruno? —comenzó a modo de saludo.

—Nunca mejor —respondí, sorprendida yo misma de aquella novedad. Hacía años que no me abandonaba tan serenamente al sueño, dejando en un rincón los pensamientos negativos, al menos por unas horas.

—¿Se sirve un café o un té?

—Té, por favor —le agradecí, sentándome en la mesa de la cocina.

—Vaya al salón, le llevo para allá.

—Preferiría tomar desayuno con usted —dije, ahogando un bostezo.

La mujer pareció complacida y comenzó a trajinar alrededor de los hornillos. Retomó el habitual parloteo, y yo me sentí libre de pensar en Monique. «¿Qué estará haciendo a esta hora?» «¿Ya habrá preparado el desayuno?» Los pensamiento en mi hermana me hicieron cargar de nuevo el fardo en mi débil espalda, y acogí con alegría la llegada de la taza de té.

—Gracias, señora Mc Millian. —Paladeé con placer el líquido caliente y agradablemente perfumado, mientras que el ama de llaves ponía sobre la mesa el pan tostado y una serie de escudillas llenas de diversas confituras provocativas.

—Coja la de frambuesas. Es fabulosa.

Alargué la mano hacia el plato, con el corazón al borde del colapso. Mi diversidad volvió a inundarme de cieno oscuro y maloliente. ¿Por qué yo? Y en todo el mundo, ¿habrá otros como yo? ¿O yo era una anomalía aislada, una aberrante broma de la naturaleza?

Aferré una escudilla al azar, rogando que la señora estuviera demasiado concentrada en hablar y no advirtiera mi probable error. Las confituras eran cinco, tenía entonces una posibilidad de cinco, dos de diez, veinte de cien de pillar la correcta en el primer intento.

Ella se apresuró a corregirme, menos distraída de lo que pensaba.

—No, señorita. Esa es de naranja. —Sonrió, sin darse cuenta en lo más mínimo de la agitación que se agigantaba dentro de mí, y de mi frente cubierta de sudor. Me pasó una escudilla—. Aquí la tiene, es fácil de confundirla con la de fresas.

No se percató de mi sonrisa forzada, y retomó el relato de sus aventuras amorosas con un joven florentino que terminó plantándola por una sudamericana.

Comí con desgano, aún tensa por el incidente de hacía poco, y bastante arrepentida por no haber aceptado la propuesta de comer sola. De haber sido así, no habría habido problemas. Evitar las situaciones potencialmente críticas, era mi mantra para toda mi vida. No debía dejar que la atmósfera encantadora de aquella casa me impulsara a actos precipitados, olvidando la prudencia necesaria. La señora Mc Millian parecía una mujer muy capaz, inteligente y afectuosa, sin embargo, era exageradamente charlatana. No podía contar con su discreción. En la pequeña pausa que hizo para beber su té, aproveché para hacerle una que otra pregunta.

—¿Trabaja desde hace muchos años con el señor Mc Laine?

Se le iluminó el rostro, feliz de poder dar rienda a nuevas anécdotas.

—Estoy aquí desde hace quince años. Llegué pocos meses después del accidente ocurrido al señor Mc Laine. Aquél en que... Bueno, usted ya sabe... Todos los domésticos anteriores fueron despedidos. Parece que el señor Mc Laine era un hombre muy risueño, lleno de ganas de vivir, siempre alegre. Ahora, lamentablemente, las cosas han cambiado.

—¿Cómo ocurrió? Me refiero... al accidente. Es decir... perdone mi curiosidad, es imperdonable. —Me mordí un labio, temerosa de ser malinterpretada. Ella sacudió la cabeza.

—Es normal plantearse preguntas, forman parte de la naturaleza humana. Exactamente no sé qué sucedió. En el pueblo me han dicho que el señor Mc Laine debía casarse precisamente el día siguiente del accidente de coche, y obviamente ya no se hizo nada. Algunos dicen que estaba borracho, pero son voces carentes de fundamento, en mi opinión. Lo que se sabe de cierto es que terminó fuera de la carretera para evitar a un niño.

Mi curiosidad se reavivó, alimentada por sus palabras.

—¿Niño? —Había leído en Internet que el accidente se produjo de noche. Ella se encogió de hombros.

—Sí, al parecer se trataba del hijo del abacero. Había escapado de casa porque se le había metido en la cabeza unirse a la compañía circense que estaba de gira por la zona.

Hurgué en esa noticia. Eso explicaba los bruscos cambios de humor del señor Mc Laine, su perenne descontento, su infelicidad. ¿Cómo no entenderlo? Su mundo se había desmoronado, hecho trizas, por efecto de un destino desafortunado. Un hombre joven, rico, bello, escritor de éxito, a punto de coronar su sueño de amor... Y en el lapso de pocos segundos perdió gran parte de lo que tenía. Yo nunca habría podido experimentar una desgracia similar, sólo podía imaginarla. No se puede perder lo que no se tiene. Mi única compañera de toda la vida era la nada.

Una rápida ojeada al reloj de pulsera me confirmó que ya era hora de partir. Mi primer día de trabajo. Mi corazón se aceleró, y en un destello de lucidez me pregunté de quién él dependía, si del nuevo trabajo o del misterioso dueño de aquella casa.

Subí las escaleras de dos en dos, con el temor irracional de llegar tarde. En el pasillo me crucé con Kyle, el enfermero «Manitas».

—Buenos días. —Desaceleré el paso, avergonzándome de mi prisa. Debí haberle parecido una persona insegura, o lo que es peor una exaltada.

—Buenos días. Señorita Bruno, ¿verdad? ¿Puedo tutearle? En el fondo estamos en el mismo barco, a merced de un fatuo lunático. —La gruesa y brutal rudeza de sus palabras me dejó pasmada—. Lo sé, soy irrespetuoso con mi empleador, etcétera, etcétera. Pronto aprenderá a darme la razón. ¿Cómo te llamas?

—Melisande.

Esbozó una inclinación torpe.

—Encantado de conocerte, Melisande de los cabellos rojos. Tu nombre es realmente extraño, no es escocés... Aunque tú pareces más escocesa que yo.

Sonreí de pura cortesía, e intenté esquivarlo, aún angustiada por llegar tarde. Pero él me cerraba el paso, parado de piernas abiertas en el rellano. Fue la intervención a tiempo de una tercera persona que desenredó la madeja.

—¡Señorita Bruno! ¡No soporto las tardanzas!

El grito provenía indudablemente de mi nuevo empleador, y me hizo poner los pelos de punta. Kyle se hizo a un lado inmediatamente, para permitirme pasar.

—Suerte, Melisande de los cabellos rojos. La necesitarás.

Le lancé una mirada feroz, y corrí hacia la puerta del fondo del pasillo. Estaba entreabierta, y un anillo de humo salía de ella. Sebastián Mc Laine estaba sentado detrás del escritorio, como el día anterior, sujetaba un cigarro entre los dedos, su rostro era inflexible.

—Cierre la puerta, por favor. Y luego venga a sentarse. Ya hemos perdido bastante tiempo, mientras usted fraternizaba con el resto del personal.

Su tono era áspero, insultante. Un sentido de rebelión me impulsó a responder: un cordero temerario frente a un cuchillo de carnicero.

—Solo era una simple cortesía. ¿O quizá preferiría una secretaria maleducada? Si es así, puedo incluso largarme, enseguida.

Mi respuesta impulsiva le tomó de sorpresa. Su rostro se encendió de asombro, lo mismo que probablemente reflejaba yo. No había sido nunca tan audaz.

—Y yo que ya la había etiquetado como un perro sin dientes... Me había apresurado demasiado... precipitado, realmente.

Me senté frente a él, con las piernas que se me quebraban, arrepentida por mi irreflexiva franqueza, y aterrorizada por las potenciales y explosivas consecuencias. Mi empleador no parecía ofendido, todo lo contrario, sonreía.

—¿Cuál es su nombre de bautismo, señorita Bruno?

—Melisande —respondí automáticamente.

—Por Debussy, supongo. ¿Sus padres eran amantes de la música?, ¿concertistas, quizás?

—Mi Padre era minero —confesé con renuencia.

—Melisande... Un nombre rimbombante para la hija de un minero —observó, con voz vibrante, de risa retenida.

Se estaba burlando de mí, y a pesar de mis propósitos del día anterior, no estaba segura de querer dejarle a sus anchas. O eso se convertiría en su actividad favorita. Enderecé los hombros, tratando de recuperar la compostura perdida.

—Y Sebastián, ¿por qué? Por San Sebastián, ¿quizás? Realmente incongruente como opción.

Él cogió el golpe, frunciendo la nariz por un instante infinitesimal.

—Envaina las garras, Melisande Bruno. No estoy en guerra contigo. Si lo estuviera, tú no tendrías esperanzas de ganar. Nunca. Ni siquiera en tus sueños más atrevidos.

—No sueño nunca, señor —respondí, lo más digna posible.

Él pareció impresionado por mi respuesta de sangrienta sinceridad.

—Eres afortunada entonces. Los sueños son siempre una engañifa. Si son pesadillas, perturban tu sueño; si son sueños bonitos, el despertar será doblemente amargo. Es mejor no soñar, a fin de cuentas. —Sus ojos no se separaron de los míos, esos ojos hechiceros—. Eres un personaje interesante Melisande. Un clavo en el zapato, pero divertida

—añadió en tono burlón.

—Me alegro entonces de tener los requisitos necesarios para este trabajo —comenté irónicamente.

Me hice daño en el labio inferior con los dientes, abatida de nuevo por el arrepentimiento. ¿Qué me estaba sucediendo? Nunca había reaccionado con esa deplorable impulsividad. Debía cortar con eso antes de perder totalmente el control.

Ahora sonreía de oreja a oreja, divertido más de lo que las palabras puedan expresar.

—Los tienes realmente. Estoy seguro de que nos llevaremos bien. Una secretaria que no sabe soñar, como su jefe. Hay una afinidad electiva entre nosotros, Melisande. De almas, en un cierto sentido. Si no fuera porque uno de nosotros tiene más de una, y desde hace ya mucho tiempo... —Antes de que pudiera encontrar sentido a sus palabras oscuras, se puso serio; tenía los ojos nuevamente impasibles, la expresión inescrutable, ausente, sin vida—. Debes enviar el fax de los primeros capítulos del libro a mi editor. ¿Sabes cómo hacerlo?

Asentí, y una punzada me hizo darme cuenta de que extrañaba nuestro duelo verbal. Hubiera querido que fuera infinito. Había sacado de ese intercambio, cual manantial milagroso, una energía sin precedentes para mí, que me colmó de una vitalidad impresionante.

Las dos horas siguientes volaron. Envié varios faxes, abrí el correo, escribí las cartas de rechazo a diversas invitaciones y puse en orden el escritorio. Él, en silencio, escribía en la computadora, tenía el ceño fruncido, los labios apretados, sus manos blancas y elegantes volaban en el teclado. Cerca de la hora de almuerzo, con un gesto de la mano llamó mi atención.

—Puedes hacer una pausa, Melisande. Quizá comer algo, o dar un paseo.

—Gracias Señor.

—¿Has empezado a leer mi libro?, el que te he dado.

Su rostro todavía estaba ausente, sereno, pero capté un relámpago de buen humor en aquellos ojos negros.

—Tenía usted razón, señor. No es exactamente mi género —le confesé con total sinceridad.

Sus labios se curvaron ligeramente, en una sonrisa oblicua, capaz de penetrar la coraza de mis defensas. Coraza que creía más fuerte que el acero.

—No lo dudaba. Apuesto a que tú eres más un tipo Romeo y Julieta.

No había ironía en su voz, se limitaba a hacer una constatación.

—No, señor. —Replicarle me vino de forma natural, como si nos conociéramos de siempre, y pudiera ser yo misma, plenamente, sin subterfugios o máscaras—. Yo amo sólo las historias de final feliz. La vida es ya demasiado amarga como para aumentar la dosis con un libro. Si no me ha sido concedido el poder soñar de noche, quiero hacerlo al menos de día. Si no me ha sido concedido el poder soñar en la vida, quiero hacerlo al menos con un libro.

Sopesó cuidadosamente mis palabras, y tan largamente que pensé que no me daría una respuesta. Cuando me iba a despedir me retuvo.

—¿La señora Mc Millian te ha explicado el nombre de esta casa?

—Probablemente lo habrá hecho —admití con una sonrisa a medias—. Me temo haberle prestado oídos a medias.

—Felicitaciones, yo me pierdo después de la décima palabra —dijo sin ironía—. Nunca he tenido espíritu de sacrificio, soy un egoísta hecho y derecho.

—A veces hay que serlo —dije sin pensar—, o te demolerán las expectativas de los demás. Y acabarás viviendo una vida que no es la tuya, sino la que otros han decidido para ti.

—Muy sabia, Melisande Bruno. Has hallado, a sólo veintidós años, la clave de la serenidad de espíritu. No es para todos.

—¿Serenidad? —repetí, amargada—. No, la sabiduría de entender una cosa no implica necesariamente aceptarla. La sabiduría nace en la cabeza, el corazón sigue sus propios recorridos, independientes y peligrosos. Y tiende a hacer desviaciones fatales.

Él desplazó la silla de ruedas, acercándose a la parte del escritorio donde estaba yo, con sus ojos penetrantes.

—¿Entonces? ¿Está curiosa por saber la razón del nombre Midnight Rose? ¿O no?

—Rosa de medianoche —traduje, luchando con la emoción de tenerlo tan cerca. Huía desde hace tiempo de la compañía masculina, desde el día de mi primera y única cita. Tan desastrosa como para marcarme por siempre.

—Exacto. En esta zona existe una leyenda antigua, de siglos, quizás milenios, según la cual si se asiste al despuntar de una rosa a la medianoche, nuestro más grande y secreto deseo será escuchado por arte de magia. Aun si es un deseo oscuro y maldito.

Apreté las manos en un puño, casi retándome con la mirada.

—Si un deseo tiene como finalidad hacernos felices, nunca es oscuro y maldito —dije con calma.

Él me miró con atención, como si no creyera a sus oídos. Dejó escapar una risa casi demoníaca. Un terror serpenteó a lo largo de mi espalda.

—Muy sabia, Melisande Bruno. Te lo concedo. Palabras escandalosas para una chica que no aplastaría un mosquito sin ponerse a llorar.

—Una mosca quizás, pero con un mosquito no tendría problemas —respondí lapidaria.

De nuevo se puso atento, y en aquellos ojos oscuros una llama lejana era incapaz de entibiar el hielo.

—Cuánta información valiosa sobre ti, señorita Bruno. He descubierto en pocas horas que eres hija de un ex minero apasionado de Debussy, que no puedes soñar y que odias los mosquitos. Cómo así, me pregunto. ¿Qué te han hecho esas pobres criaturas? —La burla era evidente en su voz.

—¿Pobres?, de ninguna manera —repliqué con prontitud–. Son parásitos, se alimentan de sangre ajena. Son insectos inútiles, a diferencia de las abejas, y ni siquiera tan simpáticas como las moscas.

Se batió una mano sobre la cadera, estallando en risas.

—¿Simpáticas las moscas? Eres extrañísima Melisande, y muy, demasiado, divertida.

Más caprichoso que el tiempo de marzo, su humor cambió bruscamente. Su risa se apagó en un dos por tres, y volvió a mirarme fijamente.

—Los mosquitos chupan sangre porque no tienen otra opción, querida mía. Es su única fuente de sustento, ¿puedes censurárselo? Tienen gustos refinados, a diferencia de las tan ensalzadas moscas, acostumbradas a chapotear entre los desperdicios humanos. —Miré el escritorio lleno de hojas, incómoda bajo sus ojos gélidos—. ¿Qué harías en el lugar de un mosquito, Melisande? ¿Renunciarías a nutrirte? ¿Morirías de hambre para no ser etiquetada como parásito?

Su tono era apremiante, como si requiriese una respuesta. Lo satisfice.

—Probablemente no. Pero no estoy segura. Tendría que estar en el lugar de un mosquito, para tener la certeza. Me gusta creer que podría encontrar una alternativa. —Mantuve la mirada cautelosamente apartada de él.

—No siempre hay alternativas, Melisande. —Por un instante su voz tembló, bajo la carga de un sufrimiento del que no tenía ni idea, con el que tenía que negociar cada día, por quince largos años—. Nos vemos a las dos, señorita Bruno. Sea puntual.

Cuando me gire hacia él, ya había dado vueltas a la silla de ruedas, escondiéndome su rostro. La conciencia de haber cometido una metedura de pata me machacó el corazón cual prensa, pero no podía remediarlo de ninguna manera. En silencio dejé la habitación.

La Muchacha De Los Arcoíris Prohibidos

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