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2 El desaliento de la página en blanco

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Me encanta la palabra «desaliento», me resulta tan vaga y sutil como el desaliento: no dice nada y al mismo tiempo dice mucho. Se presenta en esos momentos en que escribir la primera línea, incluso tomar la decisión de sentarnos frente al computador, nos produce una especie de vacío bajo el esternón. Recordamos de repente que es hora del cafecito de media mañana o que tenemos que levantarnos para estirar las piernas, no sea que el síndrome de la clase económica nos ataque de manera fulminante; o se nos ocurre hacer la lista de invitados de nuestro próximo cumpleaños para el cual faltan aún once meses. Cualquier pretexto es válido con tal de no comenzar.

Comenzar es difícil y esta dificultad es connatural a todas las actividades, las creativas entre ellas. Algunas ideas que nos han gustado en frío pierden repentinamente su encanto cuando, dispuestos a ponerlas sobre el papel, no encontramos otras ideas con las cuales amistarlas. De repente hemos perdido el contexto y ahora no sabemos qué hacer con ellas. Escribir en frío –mientras caminamos por una calle o hacemos las compras de la semana– está muy bien, pero la única manera de tomar control sobre la página en blanco es, justamente, sentarse y comenzar.

No obstante, cabe la posibilidad de que cuando menos piensa, y esto es precisamente cuando está más lejos de la mesa de trabajo, aparecen brillantes destellos de inspiración capaces de quitar el aliento. No lo deje pasar ni confíe en la memoria, no espere a que la idea se opaque y su raciocinio autocrítico se empodere y le haga desistir. Crea en su intuición, no desestime la fuerza del destello y tome nota. Ahí mismo donde lo ataca la inspiración, tome nota. Acostúmbrese a llevar una libreta o una pequeña grabadora y registre las idea, la metáfora, la expresión original que le llega de alguna parte, el refrán memorable que lo hace reír o reflexionar, el chisme o la noticia que le despiertan la curiosidad. Luego, deje que su mente se pueble de pequeños espermatozoides creativos que nadan en la corriente hasta que, en una experiencia natural, encuentren el óvulo dispuesto a ser fecundado.

En la literatura, el chisme es una virtud. El chisme hace que los pequeños y grandes pecados de la humanidad sean concretos: adoptan un nombre y un apellido y a veces hasta un domicilio conocido. El chisme es, generalmente, un evento que se sale de lo común, de lo que vale la pena hablar, algo que despierta la curiosidad y de lo que queremos saber un poco más. Así mismo es la literatura: se nutre de lo exótico, de lo que se sale de la rutina y resulta sorprendente o inquietante y no podemos evitar salir a contarlo.

En «Esa catedral llamada Mario Vargas Llosa», la entrevista que Vargas Llosa le concedió a Sergio Vilela, aparecida en El Tiempo del 15 de septiembre de 2013, el escritor habla de la inspiración y se refiere al chisme como una «muy rica fuente de material para un escritor»:

S.V: Lo he escuchado decir que uno de los materiales más útiles, mientras está investigando para una novela, es la chismografía, ¿cómo funciona su cabeza mientras está en etapa de creación?

V.Ll: La chismografía es una fuente muy rica de material para un escritor, es cierto. Cuando estoy escribiendo, en un momento determinado, me convierto en una especie de esponja que absorbo todo lo que oigo, veo, hago, leo, por si me puede servir para lo que estoy haciendo. De pronto, una palabra, una expresión, un dicho, una anécdota, una cara, el tic de alguna persona, si me sirve, inmediatamente me lo apropio. Es un mecanismo casi automático de la propia memoria, que va vigilando todo. Sigo viviendo, pero al mismo tiempo alguien está allí adentro mío vigilante, viendo qué cosa puede servir. Pasa sobre todo cuando ya tengo clara la historia, cuando estoy corrigiendo. Es entonces cuando tengo la sensación de que vivo enteramente para la obra que estoy escribiendo y que todo lo que veo u oigo me sirve.

Yo recibo con un gusto enorme esta indulgencia plenaria para ese pecadillo que gusta tanto a todos y sirve tanto a quien se encuentra en estado permanente de alerta amarilla creativa: el chismorreo inocente. Si el protagonista del chisme se ve retratado en la historia, algo ha fallado en el relato, o mejor, en el relator. Lo digo con un símil sencillo: el pan no puede saber a harina a pesar de que esta sea su componente primordial. En el camuflaje del material original –en este caso el chisme–, radica la habilidad del buen contador de historias.

Así como en el proceso mágico de la creación de la vida, en un ejercicio sano de creación literaria solo sobreviven los espermatozoides más aptos, los capaces de batirse a duelo con los obstáculos que nos desvelan a diario y que son muchos. Uno de los más temibles y devastadores es la autocrítica, que viene a ser lo más cercano a un miedo paralizante a la crítica de los otros. Así pues que aunque el acto de escribir requiere que del otro lado del espejo haya un lector ilusionado, la manera más eficaz de conquistar a ese lector es, aunque suena paradójico, ignorarlo. No en un arrebato de prepotencia o desprecio por el otro sino en un ejercicio superior de respeto por uno mismo. Lo dice Rilke en sus Cartas a un joven poeta cuando este le pide un concepto sobre la calidad de sus versos:

Usted mira hacia afuera, y eso, ante todo, es lo que no debería hacer ahora. Nadie puede aconsejarle ni ayudarle, nadie. Solo hay un único recurso. Entre en usted mismo. Explore la causa de su deseo de escribir; pruebe si ella extiende sus raíces en lo más profundo de su corazón, admita si usted moriría si se le prohibiera escribir…

Luego intente, como un primer hombre, contar lo que ve y presencia, ama y pierde.

Rainer María Rilke

Cartas a un joven poeta

Uno escribe para que lo lean, decía un antiguo maestro mío; sin duda así es, pero cuando ponemos en la primera fila al lector e ignoramos nuestra motivación íntima, las palabras pierden nuestro aroma personal, el que sacará sonrisas y lágrimas y llevará al lector a conectar con su vida interior y a gozar la lectura.

Esto cuenta María Paulina Ortiz en «Álvaro Mutis: el poeta de la vida intensa cumple noventa años», un perfil del escritor publicado en El Tiempo del 25 de agosto de 2013 sobre el momento en que Álvaro Mutis reconoció su propia voz en un verso, después de haber tirado a la basura cientos de páginas en las cuales le costaba leerse a sí mismo:

Cuando Mutis completó este poema y lo tituló «El miedo», sintió que había logrado algo que ya no era de Baudelaire ni de Rimbaud ni de Saint-John Perse ni de tantos otros poetas que había leído y eran sus maestros tutelares. Sintió su voz. Esquivó sus temores y se lanzó a publicar.

Un Dios olvidado mira crecer la hierba

El sentido de algunos recuerdos que me invaden se me escapa dolorosamente:

Playas de tibia ceniza, vastos aeródromos a la madrugada, despedidas interminables.

La sombra levanta ebrias columnas de pavor.

Mi madre solía decir que «en el comer y en el rascar, el trabajo es comenzar», para referirse al despertar de sentidos ocultos que producen unas manos con largas uñas que se deslizan a lo largo de la espalda o al apetito que nos ataca de repente cuando probamos un bocado delicioso. A rascar y comer, yo le agrego la acción de escribir. Alguien me dijo hace unos días: «Tengo muchas historias para contar pero no sé cómo comenzar». Yo le respondí: «La fórmula mágica para comenzar es comenzar».

Ahora bien, hay trucos que funcionan casi siempre en el trance de dar el salto entre la página en blanco y una cuartilla llena de ideas coherentes. En esta sección propongo ejercicios a los que es útil acudir cuantas veces crea necesario invocar a la musa de la disciplina, que no es otra que la musa de la inspiración. Es tomar la decisión de sentarse y empezar a hilar o a deshilar, a guardar o a botar. Olvide el resultado. Alguien, o algo, esa vocecita interior que le habla desde su fuero interno, le dirá cuándo le ha salido bien. Estará bien cuando lo cobije una sensación de satisfacción íntima, de desahogo, liviandad y orgullo.

De la imaginación a las palabras

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