Читать книгу La moneda en el aire - Roy Hora - Страница 11
ОглавлениеRoy Hora: Me gustaría comenzar este segundo encuentro conversando sobre cómo se dio tu transición desde el mundo peronista en torno al cual orbitabas en la década de 1970 al universo radical, en el que finalmente te afincaste por largo tiempo.
Pablo Gerchunoff: Fue una transición lenta, en varias etapas, desde los márgenes del peronismo hacia, en un primer momento, la periferia del universo radical. El primer paso está asociado al regreso a la discusión sobre política económica, luego de los años más duros del Proceso. En mi caso, este retorno está vinculado a la figura de Antonio Cafiero. Antonio fue liberado de la cárcel y de su residencia forzada en Mendoza en diciembre de 1976. Luego fue contratado por el Banco Interamericano de Desarrollo para redactar un documento sobre la pobreza en América Latina. Una vez que lo terminó, armó un grupo de discusión de política económica –y de política en general– al que me invitó. Creo que corría el año 1979. Yo no lo conocía a Antonio. Sospecho que el que propuso mi nombre fue Juan José Llach.
RH: En esos años Llach todavía pertenecía a la familia justicialista, seguramente como muchos otros intelectuales y políticos de formación católica que veían al peronismo como al partido popular por excelencia.
PG: Era cristiano-peronista, por decirlo de algún modo, al igual que Cafiero. Probablemente se conocían de la revista Criterio, o de algún otro círculo católico. Empezamos una serie de reuniones muy interesantes –es la palabra que mejor las describe–, pero que al final no terminaron en nada. O sí, terminaron en algo. Un poco más tarde, en 1981, Antonio nos contrató a Juan José y a mí para hacer un informe de coyuntura económica.
RH: Es decir que comenzaron a reunirse con la dictadura todavía bastante sólida y Martínez de Hoz al frente del Ministerio de Economía. Para entonces, la apertura política aún no estaba en el horizonte o, en todo caso, el régimen todavía marcaba los tiempos y la modalidad del retorno a un régimen con partidos y elecciones.
PG: Así fue al comienzo. Participaba ocasionalmente Roberto Lavagna, más regularmente Carlos Grosso, Lalo Ratti, José Octavio “Pilo” Bordón, Marcos Giménez Zapiola, a veces venía alguno de los hijos mayores de Antonio, sobre todo Juampi, y de vez en cuando se sumaba alguien más. Éramos bastante disciplinados. Nos reuníamos en el estudio que Antonio tenía en la calle Lavalle, todos los lunes a primera hora de la noche, con un par de carillas que alguno de nosotros preparaba para la discusión. Le tomé afecto a Antonio y lo seguí viendo aun después de que estos seminarios declinaran. A mediados de 1982, tras la Guerra de Malvinas, la actividad de los partidos políticos se reavivó y Antonio comenzó a repartir su tiempo entre el armado de un programa económico y el armado de un programa de gobierno. Porque todos estábamos seguros de que, si había elecciones, el peronismo las ganaba. ¿No sabíamos eso acaso?
RH: Que el peronismo constituía una mayoría imbatible en las urnas era el axioma número 1 de la política argentina. Cuando Ítalo Luder fue ungido candidato presidencial por los jefes sindicales y los dirigentes ortodoxos, hizo declaraciones ante la prensa donde quedó en evidencia que él pensaba que ya tenía asegurado su ingreso a la Casa Rosada; lo único que debía hacer para que eso sucediera era esperar que pasara el día de la elección. A nadie le pareció desubicado que hablara de ese modo.
PG: Eso no se ponía en discusión ni ahí ni en ningún otro lado. Alguna vez me contaron cómo era el clima en el búnker de Alfonsín el día de la elección del 30 de octubre de 1983. Casi todos daban por perdida la batalla. Solo Alfonsín insistía: “Déjense de joder que ganamos”. Incluso entre los radicales, pocos se tomaban en serio las predicciones de Manuel Mora y Araujo, que había vaticinado la derrota de Luder. La derrota peronista no entraba en el horizonte cognitivo. Alguien de mucha importancia en el diario La Nación me contó que recibían las encuestas de Mora o de Heriberto Muraro pero no las publicaban porque les parecían increíbles. Después pidieron disculpas.
RH: Si todos creían que el peronismo no podía perder la elección, ¿cómo fue que tomaste distancia del bando de los vencedores?
PG: Un día, con el grupo de discusión económica ya apagándose, Antonio me invitó, como podía haber invitado a cualquier otro del grupo, a una reunión en la que estaba Bittel. Fue en el Hotel Savoy, después de la derrota de Malvinas.
RH: El chaqueño Deolindo Bittel, entonces una figura de relieve de la dirigencia peronista del interior, que terminó acompañando a Luder como candidato a vicepresidente.
PG: Allí escuché, no recuerdo en boca de quién, esa frase, que después se repitió públicamente: “Tenemos que tenderles un puente de plata a los militares porque si no…”. La idea era que, sin un acuerdo con los militares, la transición democrática no iba a poder completarse. Además, un pacto con los militares estaba en la genética de los peronistas. Por entonces, no había peronismo sin Ejército. El tema es conocido. Al escuchar esto no tuve una reacción inmediata, o tuve menos una sensación de rechazo que de perplejidad. Pero al salir de la reunión me despedí de Antonio y me encontré con Susi, mi esposa, en un café cercano, sobre la calle Corrientes. Allí tomé conciencia de que esa postura me resultaba inaceptable. Le dije a Susi: “Yo no puedo seguir acá”. “¿Por qué? Si estabas de lo más contento”, me contestó. “Bueno, pasó esto, esto y esto”, y le conté lo que se había dicho. Y ella desconfió. “¿En verdad dijeron eso? Vos sos un exagerado, no puede ser”. “Sí, sí, dijeron eso”.
RH: La mayor parte de la dirigencia peronista consideraba que un acuerdo político era un precio que valía la pena pagar para que los generales del Proceso aceptaran dejar el gobierno. De hecho, Luder afirmó públicamente que no tenía intención de revisar la Ley de Autoamnistía que el último presidente de la dictadura, Reynaldo Bignone, sancionó un mes antes de las elecciones de octubre de 1983. Curiosamente, Bittel no se contaba entre los más cercanos al Proceso en este tema: había ido a declarar ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de 1979, y allí denunció los crímenes de la dictadura. Evidentemente, con la proximidad del poder, él y gente próxima a él cambiaron. ¿Qué hiciste entonces?
PG: No me animé a hablarlo claramente con Antonio. Entré en una especie de autoexilio interno. Me aparté de los círculos donde se debatía la política económica, que empezaban a proliferar como hongos. Alberto Sojit, el hijo de Luis Elías, amigo de algunas vacaciones adolescentes en Santa Teresita, pasó a comandar los equipos de Luder cuando se confirmó su candidatura: allí estaban José Luis Machinea, Roberto Frenkel, Quique Devoto. Alberto me invitó, pero le dije que no. Al mismo tiempo, Adolfo Canitrot, Juan Sourrouille, Mario Brodersohn y los propios Machinea y Frenkel se reunían en el CEDES. Los miembros de ese grupo no tenían una pertenencia política común. Los juntaba la excitación por el derrumbe de la dictadura. Había más equipos. Era un hervidero. Yo persistía con un poco de melancolía: del Instituto Di Tella a casa y de casa al Instituto Di Tella. En el Instituto debatía con Juan José Llach, Alfredo Canavese, Ezequiel Gallo, Natalio Botana, a veces con Guido Di Tella. Pero eso no tenía un foco político, estaba en otro plano. Aunque igualmente emocionante.
RH: Los economistas que mencionaste no tenían, hasta entonces, un vínculo estrecho, o por lo menos un vínculo formal, con el radicalismo.
PG: Solo Mario Brodersohn era afiliado radical. El hecho es que, mientras varios colegas y amigos seguían vinculados al peronismo, y otros comenzaban a acercarse al radicalismo, al radicalismo de Alfonsín, yo me alejaba de Antonio Cafiero, pero para encerrarme en mi casa. Acompañado por Susi, comencé a mirar a Alfonsín con atención y después con simpatía. En algún momento de la campaña de 1983 descubrí que iba a votar a ese señor. A Raúl Alfonsín. Y con muchas ganas.
RH: A la luz de tu camino previo, votar al radicalismo no parecía algo muy atractivo: más allá de sus indudables méritos personales, Alfonsín era el candidato de un partido que en tu círculo de relaciones se tenía en muy poca estima. En su momento, hasta los años cuarenta, el radicalismo había sido el gran partido popular, pero ese pasado se percibía poco y nada. Algunos dirigentes radicales seguían evocando ese legado, pero nadie los tomaba muy en serio. El radicalismo era visto, mayoritariamente, como una fuerza solo capaz de interpelar a los sectores conservadores de las clases medias, sin ideas económicas muy originales y sin grandes nexos con los sectores más gravitantes (trabajadores y empresarios) de la economía nacional. Es significativo que careciera de una organización juvenil de envergadura. Con excepción de algunos grupos como el que encabezaba Alfonsín, había estado mucho más cerca de la dictadura que el peronismo. En síntesis: a la luz de su historia pasada y tu propia historia pasada, una opción muy poco seductora.
PG: Claro, y debe ser por eso que me costó aceptar públicamente que lo iba a votar. Voté a Alfonsín sin decirlo abiertamente. Solo unos pocos sabían de mi cambio, como Juan José Llach, con quien conversaba muy seguido. De hecho, el escrutinio del 30 de octubre lo pasamos juntos, Juan José y su familia y yo y la mía, en su casa de la calle Urquiza, en Vicente López, yo votando por Alfonsín y él votando por Luder. Pero no me fue sencillo dar ese paso, y de hecho no fui a ninguno de los actos de campaña de Alfonsín. Me daba pudor ese salto. Ni siquiera fui al acto de cierre, pese a que Susi me quiso arrastrar. Me quedé mirándolo por televisión, solo, absolutamente conmovido. De hecho, el mismo Adolfo Canitrot, que sí sabía de mi cambio, se burló un poco de mí pocos días después de la elección: “Vos sí la debés estar pasando mal. Peronista e hincha de Racing”. Racing acababa de descender.
RH: En ese acto multitudinario en el Obelisco, Alfonsín ofreció una pieza de oratoria política formidable, que conmovió a su audiencia. Quienes insisten en que hoy nos hallamos en una era política dominada por las personalidades y la emocionalidad deberían recordar que estos fenómenos tienen un pasado. Alfonsín hizo que los clivajes políticos que hasta la víspera muchos creían inconmovibles perdieran fuerza, atrayendo sobre todo a las mujeres y a los más jóvenes.
PG: Visto por televisión, fue muy impresionante. Y luego del acto de cierre de Luder, unos días más tarde, sonó más impresionante todavía.
RH: Ese acto, con el muy comentado episodio de Herminio Iglesias prendiendo fuego a un féretro que simbolizaba a la UCR ante la vista de todos –la gran gaffe de esa campaña–, le prestó un servicio muy valioso a la candidatura de Alfonsín. Pero para entonces, dicen los encuestadores, la suerte del justicialismo ya estaba echada. ¿Qué fue, visto a la distancia, lo que tanto te impactó de la propuesta de Alfonsín? Me adelanto a decir que no debió ser su manera de encarar el legado económico de la dictadura, porque en este terreno ni Alfonsín ni sus asesores tenían ideas muy originales.
PG: Hasta la dictadura, a mí la democracia me importaba muy poco. No me gustó que derrocaran a Illia, claro, pero en mi visión de entonces la democracia era un tema secundario. Lo importante era la transformación socioeconómica: la revolución, la reforma, el desarrollo, la equidad, como quieras llamarlo, pero no la democracia, y menos las instituciones de la democracia. La violencia de la dictadura puso en duda estas certezas. Y fue Alfonsín quien le puso palabras a mi malestar, quien le dio nombre al vacío depresivo y angustiante que yo, como tantos otros, había sentido durante la dictadura. Mi acercamiento a Alfonsín es el acercamiento a una idea de democracia que hasta entonces yo solo podía balbucear. Y fue por eso que me convertí no en un radical sino en un alfonsinista. De hecho, nunca me afilié al radicalismo, pese a que fui funcionario en sus dos administraciones. Y luego, claro, está lo que tiene que ver con Alfonsín como figura política.
RH: En esa campaña, Alfonsín se reveló como un líder que no parecía cortado por la tijera del partido radical. Era mucho más que eso. A su lado, todos los dirigentes de su partido (comenzando por Ricardo Balbín y los hombres de Línea Nacional, como Fernando de la Rúa, o el propio Víctor Martínez, que lo acompañó como vice) se veían grises. Amén de que Alfonsín tenía una foja muy digna en el tema cada vez más crucial de los derechos humanos –lo que no puede decirse de otros radicales–, su ambición política era de otra escala. Percibió como nadie que los clivajes políticos tradicionales habían perdido fuerza y que flotaba en el aire un reclamo de reparación de los agravios que la violencia del Proceso le había infligido a la comunidad y que era preciso articular esa demanda con la construcción de las instituciones y la cultura de una sociedad democrática. Y lo hizo con un lenguaje claro y seductor. No es casual que haya logrado abrirlo a nuevos electorados y darle una amplia base de militancia juvenil a un partido que desde hacía décadas era poco atractivo para las nuevas generaciones.
PG: ¿Vos lo votaste a Alfonsín?
RH: No, aún estaba en el colegio secundario. De todos modos, no lo hubiese votado porque entonces mis simpatías estaban más a la izquierda, con Oscar Alende y su Partido Intransigente. En esto influyó mucho un tío, de quien estuve muy cerca en esos años, Guillermo Mac Kenzie, que pertenece a la generación setentista. Mi adolescencia transcurrió en los gélidos años del Proceso –comencé el colegio secundario en 1979– y además me tocó moverme en un medio bastante conservador, en el que se hablaba poco de política. La idea misma de que la sociedad podía y debía transformarse en un sentido democrático y solidario era extraña a ese ambiente. Pero cuando comenzó el deshielo, en 1982, me asomé al círculo del que mi tío Billy formaba parte, donde primaban las ideas de la izquierda nacional-popular. Allí tuve mi primera educación política, y disfruté mucho ese descubrimiento. Fue muy importante para mí, y siempre le estaré agradecido por ese regalo. Pero esto significa que viví la primavera democrática desde una posición de izquierda poco atenta a la innovación política que suponía el proyecto de refundación de las instituciones de la república democrática, la valoración del pluralismo y las libertades públicas. Una vez que ingresé a la carrera de Historia de la UBA, en 1986, esa ubicación en el arco político no hizo más que confirmarse, e incluso acentuarse: en la Facultad de Filosofía y Letras, bastión de la izquierda, Franja Morada y el radicalismo no tenían peso alguno. De todos modos, al margen de mis preferencias, creo que era lo suficientemente realista como para advertir que Alfonsín era una figura de otra talla, muy por encima de Alende y, por supuesto, también de Luder, Frigerio o Manrique, que compitieron por la presidencia en esa elección de 1983.
PG: Sí. Y a propósito de esto, traigo una anécdota que tiempo después me contó Coti Nosiglia, que describe bien este aspecto de su figura. Se refiere a la campaña electoral del 83. La Coordinadora, y supongo que la mayoría de los radicales, tenía pensado hacer el acto de cierre en el estadio de Huracán. Alfonsín y Nosiglia iban juntos en un auto y, al pasar frente al Obelisco, de pronto se escucha la voz de Raúl, que dice: “Aquí”. Entonces Nosiglia le pregunta: “¿Aquí qué?”. “El palco. Mirá, así”. Y le explicó cómo debían disponerlo. Coti pensó: “Este hombre se volvió loco”. Todavía entonces, en medio de la campaña, la Coordinadora creía que Alfonsín no estaba para un acto en el Obelisco, que era riesgoso. Les costó darse cuenta de que él era el jefe, el líder, y que lo mejor que ellos podían hacer era aceptarlo.
RH: Quizás todavía lo veían como un dirigente de la vieja guardia, de un partido al que se pertenecía casi por tradición familiar, y cuyo ámbito natural de expresión era la vida de comité. Creían que la renovación del partido iba a estar marcada por el ascenso de la juventud. En defensa de esta visión, hay que señalar que el pasado de Alfonsín no revelaba su verdadero potencial. Hacia 1983, con más de 55 años, ya era un dirigente bastante veterano, que durante tres décadas había trajinado todo el cursus honorum partidario sin triunfos notorios, aunque con una derrota muy digna contra Balbín en los comicios internos de 1972. Allí todavía no había nacido ese personaje sin el cual no es posible narrar la construcción de nuestra democracia.
PG: Sí, algunos todavía lo veían como un dirigente con origen en el tronco balbinista, que venía corriéndose a la izquierda y al antiimperialismo. Ese corrimiento era atractivo para los jóvenes coordinadores. Pero para los más radicalizados, ya no para la mayoría, la verdadera transformación la liderarían ellos. Eso me parece, visto a la distancia.
RH: Esta manera de entender las relaciones entre nuevos y viejos en un punto guarda cierto paralelismo con la historia de la relación entre Perón y la juventud, entre el líder ya anciano y Montoneros. Las nuevas generaciones que se colocan detrás de una figura a la que necesitan, pero a la que piensan que pueden orientar o condicionar.
PG: Exactamente. Primero fue: “Es nuestro candidato”. Luego: “¡Pero este hombre se volvió loco!”. Hasta que vieron lo que fue ese acto, y comenzaron a tomar dimensión de que su liderazgo significaba algo más que una reconstrucción del partido en los términos que marcaba su historia pasada.
RH: Alfonsín fue central en tu descubrimiento de la democracia, concebida como un orden comprometido con la justicia social pero también con el respeto y la protección de los derechos individuales, receloso del abuso de poder y la violencia estatal. Sin embargo, vos también escuchabas otra campana. ¿En qué medida la izquierda que comenzaba a revisar su tradición revolucionaria, a revalorizar las instituciones democráticas y liberales, y a descubrir la importancia de agendas como la de los derechos humanos, agregó algo a esta reflexión? Y en este punto es importante volver a nombrar a Juan Carlos Portantiero, porque él fue un protagonista central de esta inflexión.
PG: Fue importante, claro. Pero en mi experiencia personal lo fue más Juan Carlos Torre. Era un amigo desde hacía tiempo, pero desde entonces se volvió un gran amigo, un compañero de la vida y de varios emprendimientos intelectuales. Me volví un demócrata, después un socialdemócrata, y ahora creo, como ya dije, que soy algo así como un liberal de izquierda. Portantiero fue una influencia más indirecta, porque con el Negro nos veíamos ocasionalmente, casi siempre en alguno de mis viajes a México, el lugar de su exilio y de tantos otros. Es cierto que en esos años confluimos como nunca antes en nuestra manera de ver la política y la sociedad. En el pasado, nuestros caminos no habían sido siempre los mismos. En esos años de la transición democrática logramos una gran sintonía en nuestras percepciones de la vida política. Ellos, me refiero a Portantiero, a Pancho Aricó y a quienes los acompañaron, hicieron un trabajo de elaboración intelectual fundamental.
RH: A comienzos de la década de 1980, ese grupo de exiliados mexicanos –Aricó, Portantiero, Jorge Tula, Emilio de Ípola, Oscar Terán– solo estaba en el radar de grupos muy pequeños. Desde su retorno al país, en casi todos los casos luego de 1983, su voz comenzó a escucharse con algo más de fuerza. El Club de Cultura Socialista se fundó en 1984 y la revista La Ciudad Futura, la publicación que mejor expresaba a ese grupo, recién comenzó a salir a mediados de 1986. Siempre me intrigó cómo fue que estas figuras hasta entonces tan laterales en el campo político-cultural alcanzaron tanto ascendiente intelectual sobre Alfonsín.
PG: Lo que ellos hicieron fue muy valioso. Pero yo llegué a la convicción democrática, diría incluso emocionalmente, gracias a Alfonsín. Fue él quien me transmitió su valor, por televisión. Eso fue lo importante. Y allí convergimos con Portantiero, porque cuando él volvió a la Argentina se armó el grupo Esmeralda, en cuyas discusiones, ya sumado al gobierno de Alfonsín, a veces participé. El grupo Esmeralda redactó varios documentos; entre ellos, el muy conocido discurso de Alfonsín en Parque Norte de 1985.
RH: Contá cómo fue tu acercamiento al equipo económico de Alfonsín. No estuviste en el primer pelotón.
PG: En este punto tengo que hacer un rodeo y decir algo sobre Adolfo Canitrot, que sí perteneció al grupo fundador y que había sido, desde un tiempo atrás, una influencia decisiva para mí. Oscar Braun, y sobre todo Guido Di Tella, fueron muy importantes en mis años de estudiante, y me ayudaron a hacerme economista. Con Guido, además, tuve mi primer contacto sistemático con la historia económica. Pero la cabeza más brillante que conocí en esta disciplina fue Canitrot. La interacción con Guido y Oscar fue muy enriquecedora, pero creo que Adolfo es uno de los grandes economistas argentinos. Aprendí mucho de él.
RH: Entonces, antes de volver sobre los años de Alfonsín, decí dos palabras sobre tu relación con Canitrot, y sobre las razones que justifican esta valoración. ¿Cómo se conocieron?
PG: Fue a comienzos de los años setenta. Aunque mi memoria es algo imprecisa sobre nuestros primeros contactos, sí recuerdo que hacia 1972 me invitó a dar unas clases en la Facultad de Arquitectura. El decano había tenido la peregrina idea de que los arquitectos tenían que saber un poco de economía, y Adolfo estaba a cargo de un curso de introducción a la economía.
RH: En ese momento, las ramas del árbol del conocimiento tenían otra forma. Cuando el desarrollismo y la planificación lo permeaban todo, esas disciplinas, economía y arquitectura, estaban mucho más cerca de lo que están en estos días.
PG: Para entonces, yo estaba formándome en el oficio de profesor. Tenía 28 años. En ese camino había tenido la ayuda de Guido Di Tella, que, como te dije, era un docente fantástico y me había llevado a trabajar con él en la Universidad Católica. Le gustaba esta estrategia: nos poníamos frente a frente y generábamos una discusión, un diálogo, sobre el tema de la clase de ese día. Él tomaba una posición y yo otra, y después invitábamos a los alumnos a que participaran de alguna de esas dos posiciones y aportaran su punto de vista. Tuvimos muy buenos alumnos, entre ellos a Gerry della Paolera, Javier Ortiz, Diego Petrecolla. Gerry y Javier son hoy dos historiadores económicos de primera línea.
RH: Ideas originales y claridad para exponerlas no siempre alcanzan para convertirse en un buen docente. Montar una buena performance también ayuda a captar la atención de los estudiantes. El profesor como actor.
PG: Eso es lo que hacía Guido, y es también lo que hacía Adolfo. Ambos tenían una enorme ductilidad para transmitir sus ideas y ambos eran provocadores. Adolfo era, además, muy penetrante. Con él, en el curso en Arquitectura que recién mencionamos, comencé dando clase como ayudante, a grupos de treinta o cuarenta estudiantes. Y un día me preguntó: “¿Querés dar una clase teórica?”. Era una clase de mayor envergadura, y había que ofrecerla a la mañana y repetirla a la noche, para un público de unos doscientos cincuenta estudiantes en cada turno. Entonces, a la mañana di mi clase, con pizarrón, gráficos y fórmulas, todo bien convencional. Cuando terminé, Adolfo, que estaba presente, me miró con el ceño fruncido, su famoso gesto a la Lee Marvin, y me dijo: “Si tenés cinco alumnos, podés dar clase; si tenés cincuenta, hacé un poquito de show; pero si tenés doscientos cincuenta hacé teatro y nada más que teatro. Algo quedará”. Y con esa regla la clase de la noche me salió mucho mejor.
RH: Decías recién que Canitrot fue el economista argentino más destacado que conociste…
PG: El calificativo de destacado tiene un problema, porque no sé si entonces era reconocido de la manera en que quizá lo es hoy, o si todos comparten mi valoración. Sé que, en algún momento de la década de 1990, fue propuesto para ingresar a la Academia Nacional de Ciencias Económicas, pero fue rechazado. Y que la candidatura de Adolfo Canitrot no haya reunido el número de votos suficientes no habla mal de él; habla muy mal de aquella institución. En la Academia de nuestros días, con su actual composición, sería votado por unanimidad. Tenía imaginación económica, capacidad de síntesis, originalidad.
RH: Los historiadores tenemos muy presentes dos de sus trabajos, ambos aparecidos en la revista Desarrollo Económico. El primero es “La experiencia populista de redistribución de ingresos”. El segundo, quizá más influyente, es “La disciplina como objetivo de la política económica. Un ensayo sobre el programa económico del gobierno argentino desde 1976”. Este artículo fue muy importante para entender qué se proponía el Proceso. ¿Cuál dirías que fue su gran lección?
PG: El enfoque: mirar no la economía o la historia económica sino la historia de la política económica, y hacerlo con un examen profundo de los procesos decisorios. O, dicho de otro modo, no mirar un problema determinado como si fuera solo un problema de estructura económica, sino como un problema de economía política o de política económica, con sus restricciones presupuestarias, pero también con sus limitantes sociales y políticos. En ese sentido, me gustan más sus trabajos sobre la dictadura que sobre el populismo. En la actualidad tiene más éxito su artículo sobre el populismo, pero para mí tiene algo de mecanismo de relojería que no me atrae del todo.
RH: Tu admiración por Canitrot se vuelve más comprensible si recordamos que ese tipo de aproximación también se advierte en tus trabajos. No solo fue un economista destacado sino que además fue un modelo de trabajo intelectual. ¿En qué momento se acercaron?
PG: Me volví muy amigo de él a comienzos de los años ochenta, y este vínculo se estrechó ya que durante varios años compartimos vida de familia. Adolfo me llevaba diecisiete años, pero, como tuvo un segundo casamiento tardío, mis hijos no son mucho menores que los suyos. Pasamos varios veraneos juntos en la costa, en Valeria, Ostende o Pinamar, y en la playa compartíamos la misma carpa. Y cuando Juan Sourrouille llegó al Ministerio de Economía en febrero de 1985, y Adolfo a la Secretaría de Programación, él fue el primero que me dijo: “¿Cuándo te venís?”.
RH: Pero no te sumaste inmediatamente.
PG: Mi ingreso tardó en producirse. En los días de gloria del Plan Austral, la segunda mitad de 1985, yo todavía estaba fuera del gobierno. Vi con buenos ojos el lanzamiento del Plan, pese a que muchos colegas no estaban convencidos. Y me acerqué cuando los problemas ya comenzaban a sentirse. Recuerdo una anécdota de comienzos de 1986 que los expone a flor de piel, y que está asociada a mi acercamiento al equipo de Sourrouille. Cuando ya estaban terminando nuestras vacaciones –de esos veraneos todavía largos, de veintipico de días, casi un mes–, de pronto ocurrió un hecho que para nosotros fue calamitoso, porque fue la primera señal de que el congelamiento de precios no estaba funcionando, y algo se estaba moviendo en la arquitectura del Plan Austral. Fuimos con Adolfo y Hugo Rapoport, otro gran amigo que pertenecía al grupo Esmeralda, a tomar un clericó a un bar que frecuentábamos. El dueño era Benito Durante, antiguo luchador de catch de la troupe de Karadagian. Al pedir la cuenta, advertimos que venía con un aumento. Nos acercamos a Durante y le preguntamos por qué había subido los precios. “Y bueno, porque los precios suben”, nos dijo sabiamente Benito, con toda naturalidad. Eso era catastrófico. Ahí fue donde decidí, en las malas, que era hora de empezar a escribir, todavía desde afuera, algunos artículos periodísticos en defensa del equipo de Sourrouille y del Plan Austral.
RH: Comenzaste alentando al equipo desde la tribuna.
PG: Exactamente, entré desde la tribuna, y como un barrabrava activo, peleándome con los economistas críticos del gobierno. Me convertí en un defensor, sobre todo en el debate público, del programa de Sourrouille, que era puesto en cuestión por los economistas más ortodoxos, entre otras cosas, por el congelamiento de precios. El componente antiinercial de los planes de estabilización –que más tarde esos mismos colegas terminaron reconociendo como un valor del Plan Austral, y como un valor de cualquier programa de estabilización– en ese momento les parecía que era lo mismo que había hecho Gelbard en 1973.
RH: Estás sugiriendo que, en un momento en el que los keynesianos y desarrollistas ya habían perdido la batalla dentro de la profesión, y en el que las voces ortodoxas se tornaban dominantes, Sourrouille era visto como un heterodoxo tradicional, que persistía en avanzar por el camino equivocado. Se subestimaban los elementos originales de su programa antiinflacionario. Esto me da pie para preguntarte sobre las diferencias entre el primer equipo económico de Alfonsín, encabezado por Bernardo Grinspun, y el que lo reemplazó en 1985, liderado por Sourrouille. Es comprensible que, al inicio, Alfonsín haya dejado la gestión de la economía en manos de una persona como Grinspun. El radicalismo había sido por mucho tiempo un partido de oposición, y no había tenido la necesidad de formular una propuesta económica propia. Casi dos décadas fuera del gobierno habían ralentizado el proceso de formación de cuadros técnicos, y de actualización de sus ideas económicas y de gestión. Muchos, además, ya habían emigrado al desarrollismo tras el cisma que protagonizó Frondizi en 1955. Cuando ganó las elecciones, fue natural que Alfonsín se recostase sobre economistas que, además de militantes partidarios, habían participado en la última administración radical, la de Illia. Los desafíos que tenían por delante, sin embargo, habían experimentado un cambio cualitativo. Esos hombres –ya que por entonces los funcionarios todavía eran todos varones– habían administrado con bastante éxito la economía de la década de 1960, pero no estaban bien preparados para resolver los problemas de una economía con muy alta inflación y fuerte endeudamiento externo, y que había dejado de crecer.
PG: Te respondo evocando las ideas de esa vieja guardia radical. Traté bastante a Alfredo Concepción, que antecedió a Machinea en la presidencia del Banco Central. La coexistencia de Sourrouille en el Ministerio con Concepción en el Banco era imposible. Concepción y su equipo no veían ninguna contraindicación en emitir dinero. Para ellos, la emisión era, por definición, siempre, una buena cosa. Favorecía el crecimiento y no generaba inflación en ninguna circunstancia. Finalmente fue reemplazado por Machinea, pero creo que un poco tarde.
RH: ¿Y cómo veías a Grinspun?
PG: A Grinspun casi no lo conocí, pero sí traté bastante a Juan Carlos Pugliese, el reemplazante de Juan Sourrouille al frente del Ministerio. Me adelanto un poco en el relato. Tras la salida de Juan en 1989, Mario Vicens, Roberto Eilbaum, Ricardo Carciofi y yo nos quedamos con Pugliese para garantizar cierta continuidad en las políticas. Aprendí a quererlo en el poco tiempo que trabajamos juntos. Pugliese era una persona realmente sutil e irónica, y tenía su experiencia: había sido ministro de Economía de Illia cerca de dos años, entre 1964 y el golpe de Onganía. Y era muy consciente de sus limitaciones. Recuerdo que, en un viaje en auto a la quinta de Olivos, me confesó: “Pablo, quiero decirle algo. Esta economía no tiene nada que ver con la de los sesenta, yo no sé manejar esta economía”. Nos reuníamos con Alfonsín y a la media hora él decía “Bueno, me voy”, y se retiraba de la reunión. Y no es que se desentendiera o se tomara las cosas a la ligera. Era un hombre de partido, y sentía como nadie la presión de la responsabilidad. Tanto fue así que, no bien entró al Ministerio de Economía, empezó a tener como una suerte de artrosis en la mano derecha, que le impedía escribir y firmar el despacho. Cuando el caos final llevó a que Alfonsín le dijera: “Vos andate al Ministerio del Interior y le pedimos a Jesús que cierre”, Juan Carlos me llamó por el intercomunicador y me dijo: “Pablo, ¿puede venir a mi oficina un minuto?”. Fui. Me miró sonriente y me mostró las manos: ¡se había liberado de la artrosis! Así vivía un hombre de la vieja guardia radical ese mundo que no podía entender.
RH: Volvamos a tu ingreso al equipo económico.
PG: A principios de 1986 recibí un lacónico llamado de Juan Carlos Torre. Juan Carlos estaba al frente de lo que entonces se llamaba Subsecretaría de Relaciones Institucionales del Ministerio de Economía. “Me pide Juan que te diga si podés venir mañana”, dijo. Fui al Ministerio al día siguiente y Sourrouille, tan lacónico como Juan Carlos, me dijo: “Quiero que te incorpores a mi equipo”. “Cómo no”, le contesté, tratando de igualarlos a ambos en la economía de palabras. Tomamos un café y me fui. Al día siguiente me llamó la secretaria de Machinea para decirme que tenía preparada una oficina en el Banco Central. Una hermosa oficina. Me instalé allí porque no había espacio disponible en el edificio del Ministerio de Economía. Solo por eso. Señal mínima pero inequívoca de que por entonces la independencia del Banco Central no aparecía como una cuestión relevante.
RH: Para entonces el gobierno no volvería a ganar elecciones, pero conservaba la iniciativa política frente a un peronismo que aún no había terminado de recuperarse de dos derrotas seguidas, en 1983 y 1985. Y el Plan Austral, aunque comenzaba a hacer agua, aún tenía algunos logros para mostrar.
PG: No tantos. Fue en el invierno de 1986 cuando la inflación comenzó a acelerarse de nuevo, aunque no al ritmo previo. Es decir que entré al club cuando su momento de máximo esplendor había pasado, y me encontré con gente que seguía batallando, pero que era algo nostálgica de sus éxitos anteriores. No pude vivir desde adentro la alegría del lanzamiento y los primeros pasos del Plan Austral. Me hubiera gustado experimentar lo que Mario Brodersohn vivió en el Banco Nacional de Desarrollo.
RH: ¿El entusiasmo que suscitó el Plan Austral en su primer año, lleno de éxitos?
PG: Una anécdota lo pinta bien. El BANADE tenía depósitos particulares, depósitos minoristas. El Plan Austral se anunció junto con un feriado bancario y cambiario de varios días. El día en que debían retomarse las operaciones Mario llegó temprano al banco y vio una larga cola frente a la puerta, que todavía permanecía cerrada. Entró al banco y le dijo a la secretaria: “María, ¿puede acercarse a la cola y preguntarles, como si fuera una encuesta para ver por qué ventanilla tienen que ir, si vienen a depositar o a sacar?”. La secretaria fue y, luego de unos minutos, volvió y dijo: “Todos ponen”. Entonces Mario, exultante, le dijo: “¡Sírvanles café!”. Y los mozos del banco salieron a la calle con las bandejas, para agradecer el gesto y amenizar la espera. Me hubiera gustado disfrutar de un momento así.
RH: Te incorporaste como asesor del Ministro de Economía. ¿Cómo funcionaba ese grupo?
PG: La “carpa chica” eran Sourrouille, Canitrot, Brodersohn y Machinea. Eran quienes tomaban las decisiones finales. Después estábamos los demás, cada uno con su tarea. Era un grupo excelente. Algunos con alma de soldados; la mayoría con aspiraciones de coroneles. Pero nos llevábamos bien. En un lugar aparte estaba Juan Carlos Torre, el “monje negro” de la política ministerial.
RH: ¿Cómo era Sourrouille en su papel de ministro?
PG: Sourrouille es un excelente economista y un gran director técnico: dividía el trabajo, asignando a cada uno una tarea específica. Entre muchas otras virtudes, Juan es un gran organizador de equipos. Era admirable el liderazgo que ejercía, con un estilo muy suave y cordial. Decía que él no tenía equipo económico, que trabajaba con amigos. Nunca vi a una persona manejar un grupo con tanta solvencia. A veces era un liderazgo silencioso, porque no hablaba en toda una reunión, aun si había discusiones. Pero después te llamaba aparte y limaba asperezas o redondeaba iniciativas. Mantuvo todo el tiempo cohesionado a un equipo de vedettes. Logró mantener el control del equipo y asegurar la cordialidad entre todos sus colaboradores, cosa que no es fácil con tantas prima donnas.
RH: ¿Vos te sentías una de ellas?
PG: No, pero hubo dos episodios que alimentaron mi ego. El primero fue que, a poco de incorporarme, Sourrouille me dijo: “Venite a comer conmigo a Olivos”. ¿Qué más podía esperar, que cenar con Alfonsín? Yo había conocido a Alfonsín en 1978 en Costa Rica, en una conferencia convocada para debatir la situación latinoamericana. Él había escuchado allí mi exposición sobre la economía argentina, pero yo no podía imaginar que la recordara. Alfonsín nos recibió en la puerta de la residencia de Olivos, luciendo uno de sus típicos cárdigan. Al entrar al comedor, le dijo a Sourrouille: “Juan, usted siéntese al lado mío, déjeme tenerlo enfrente a Pablo así yo puedo charlar con él”. Y sin mirarlo a Sourrouille, dijo: “Porque Pablo es la primera persona que me enseñó algo de economía”. Yo sabía que era una mentira absoluta, pero me derretí. Alfonsín sabía cómo cautivar.
RH: Destrezas fundamentales para robustecer el liderazgo: decirle a cada uno lo que quiere escuchar, establecer un vínculo singular con cada colaborador.
PG: Así es. Y el segundo mimo que recibí fue que, casi simultáneamente, me invitaron a participar de las reuniones del sábado a la mañana en el despacho de Sourrouille. Eran encuentros con agenda abierta. Eso te permitía elevarte un poco del día a día y discutir los grandes lineamientos de política económica. También te enterabas de los problemas del resto del equipo. En esos encuentros participaban, además de los cuatro de la “carpa chica”, Juan Sommer, Jorge Gándara, Roberto Frenkel, Carlos Bonvecchi, Ricardo Carciofi, Ricardo Mazzorín, y algunos más que se me escapan.
RH: A Mazzorín, el secretario de Comercio, siempre se lo recuerda por el episodio desafortunado de la importación de una partida de pollos congelados que terminaron pudriéndose en una cámara de frío, y que lo hizo víctima de burlas y hostigamiento.
PG: Sí, Ricardo era una figura muy importante en ese equipo, un hombre respetado e influyente, de trabajo muy prolijo. Fue tremendo lo que le pasó, y siempre me digo que no supimos defenderlo bien. En su momento, él creyó que la acusación era tan ridícula que no valía la pena defenderse y dejó que el escándalo creciera. Ahí aprendí que siempre hay que enfrentar a la prensa y decir “esto es una ridiculez por tal y cual razón”, aunque a vos te parezca que no merece la pena. La comunicación es fundamental, y en este asunto nunca hay que bajar la guardia.
RH: “Gobernar es explicar”, para decirlo con la frase que popularizó Fernando Henrique Cardoso durante su presidencia. Gobernar, supongo, también puede ofrecer lecciones sobre cómo funciona una sociedad, cómo reacciona frente a los estímulos que se le prodigan desde la cumbre del Estado. Imagino que, para un observador al que le interesa ponerse en los zapatos de los personajes que estudia, y que intenta vincular el proceso de toma de decisiones con los actores y los contextos que influyen sobre la política pública, estar en el Ministerio de Economía en esos años tan difíciles debe haber sido una experiencia iluminadora. Describí entonces qué significó para vos ese paso por el equipo de Sourrouille.
PG: Fue una de las experiencias más intensas y de mayor aprendizaje de mi vida. Lo que aprendí en los libros es mucho menos que lo que aprendí en el Ministerio. Pasar por la gestión mata la soberbia y te vuelve más comprensivo de las experiencias ajenas y, si se quiere, más compasivo; por lo menos, eso me ocurrió a mí. Me ayudó mucho en mi vida académica y en mi vida intelectual. Carlos Pagni suele burlarse cariñosamente de mí diciendo que soy el Almodóvar de la historia económica. Un director de cine que vuelve bellos a los feos.
RH: ¿En ese equipo todos veían la situación de la misma manera? ¿Había distintos diagnósticos?
PG: Había matices. Algunos eran más escépticos. Pero atención: eso es intelectualmente elegante, pero paraliza. Otros, afortunadamente, no se daban el lujo del escepticismo y eso no los hacía menos inteligentes. Machinea es una cabeza brillante y activa, que nunca dejó que lo ganara el escepticismo, aunque naturalmente tuviera momentos de escepticismo. Sin gente así las cosas no pueden salir bien. José Luis es muy lúcido, pero después de sopesar pros y contras, a la hora de actuar, baja la cortina de la duda. Aunque fuera del ministro no había nadie imprescindible, en mi modo de ver las cosas ninguno era tan importante para mantener el barco a flote como José Luis.
RH: Él veía el panorama desde el ángulo que ofrece el Banco Central, donde nunca hubo muchas razones para el optimismo.
PG: Él veía todo el panorama. Solía abrir las reuniones de los sábados con un informe de situación. Eran exposiciones asombrosas, sofisticadas, que a veces costaba seguir.
RH: ¿Tenían, más allá de su mayor o menor optimismo, otro tipo de sesgos?
PG: Podría decir esto mismo de otro modo. Al comienzo, me daba la impresión de que algunos filosofábamos y otros hacían los números. Pudo parecerme una división del trabajo que nos dejaba a los “filósofos” en una posición elegante, hasta que me di cuenta de que los que hacían los números también filosofaban, y lo hacían de verdad bien. Abandoné entonces cualquier actitud autocomplaciente para con “los filósofos” a la hora de analizar el funcionamiento del equipo económico.
RH: Describí qué tareas tenías asignadas.
PG: Trabé una relación laboral muy estrecha con un señor que, en las reuniones de los sábados, se la pasaba dando vueltas alrededor de la mesa con cara de enojado, sin abrir la boca, y de vez en cuando se acercaba a Sourrouille para decirle algo por lo bajo, y luego volvía a enmudecer.
RH: Reconozco en este retrato a Juan Carlos Torre, al que ya te referiste como un “monje negro”.
PH: Como subsecretario de Relaciones Institucionales de la Secretaría de Coordinación Económica, Juan Carlos era el encargado de preparar discursos para Sourrouille, y a veces también para Alfonsín. Y una de mis tareas era ayudarlo a preparar esos textos. Hicimos varios discursos, y no poco “relato”. La segunda tarea que me encargó Sourrouille fue trabajar en un programa de modernización del Estado.
RH: Dominado por el imperativo de controlar la inflación, el Plan Austral no incorporó un programa de reformas económicas. Pese a que la Argentina llevaba una década de resultados muy decepcionantes, incluso con caída del producto per cápita, todavía se hablaba poco de iniciativas que ayudaran a relanzar el crecimiento y tornaran más eficiente y solvente al Estado. En la Europa continental, las administraciones socialdemócratas avanzaban por ese camino. Aquí, en cambio, esa agenda pertenecía a la derecha. La voz que se escuchaba con más fuerza en la esfera pública, creo, era la del fiscalismo, crudo y recalcitrante, de Alsogaray y sus seguidores, en parte inspirado en lo que estaba sucediendo en Estados Unidos y Gran Bretaña. Este discurso tocaba una fibra sensible en el mundo de las clases medias –la UCeDe hizo una buena elección en 1987–, pero su receta se limitaba a celebrar el uso de la tijera de podar. Querían achicar más que reformar. Las reformas suelen ser costosas, al menos en el corto y mediano plazo, sobre todo si están pensadas como un instrumento dirigido a incrementar la eficiencia del gasto público o el dinamismo del sector privado sin dañar la equidad.
PG: Me parece muy importante la diferencia entre ajuste y reforma económica. En el corto plazo puede dominar la dinámica del ajuste, y es muy difícil congeniar esa dinámica con el espíritu reformista, que como acabás de decir es casi ineludiblemente demandante de fondos. Las reformas económicas eran necesarias. Yo me venía ocupando de este tema desde un tiempo atrás. Había escrito un paper con Carlos Bozzalla, “Posibilidades y límites de un programa de estabilización heterodoxo: el caso argentino”, que había hecho circular antes de llegar al gobierno (más tarde salió publicado en El Trimestre Económico). Allí decíamos que al programa de Sourrouille le faltaba, entre otras cosas, un capítulo de reformas, una mirada que fuera un paso más allá de la macroeconomía de corto plazo. Ese artículo no pretendía ser una crítica, sino llamar la atención sobre el problema.
RH: En un documento elaborado por el equipo económico a fines de 1986, que circuló en la prensa, se puso el tema sobre la mesa, creo que por primera vez. Vos tuviste una participación activa en su elaboración. Allí se hablaba de la crisis fiscal del Estado y la erosión de sus fuentes tradicionales de recaudación, de la extendida disconformidad ciudadana con la calidad de la oferta de bienes públicos, de los problemas del Estado empresario. Se perfilaba una visión de la reforma que iba más allá del control del gasto público o el tamaño del Estado.
PG: La reforma que proponíamos tenía dos ejes: una reforma del Estado en su dimensión fiscal, y una reforma para abrir la economía y aumentar las exportaciones. De los temas de la apertura económica se encargó Adolfo, y yo me ocupé, por instrucción de Juan, de los referidos a la reforma del Estado. Esto enganchaba con el espíritu del discurso de Parque Norte, y de hecho tuve varias conversaciones con las personas que integraban el grupo Esmeralda (con Emilio de Ípola, Juan Carlos Portantiero, Hugo Rapoport), y fui varias veces a hablar al Club de Cultura Socialista sobre la cuestión.
RH: Al dejar de lado la tradición revolucionaria y abrazar el ideal de un socialismo democrático, esa izquierda se estaba encontrando con la reforma como problema central de la política pública. Sin embargo, no sé hasta qué punto la reforma económica era un tema que los principales animadores del Club identificaban como prioritario. Me parece que su atención estaba más concentrada en el debate sobre cómo actualizar el legado de la tradición socialista y cómo se relacionaba ese legado con las instituciones y la cultura de una sociedad democrática. Más importante: la reforma del Estado también era una problemática ajena a la tradición radical. El hecho de que el programa de modernización solo cobrara volumen político tras el ingreso al gobierno de un extrapartidario como Rodolfo Terragno, en septiembre de 1987, creo que dice algo al respecto. Por supuesto, tampoco estaba presente en la agenda del peronismo, ya fuese en su vertiente ortodoxa o renovadora, o de los partidos de izquierda.
PG: Así es. La reforma del Estado comenzó a discutirse sistemáticamente y con más visibilidad pública desde la entrada de Terragno al gobierno. Como ministro de Obras Públicas, empujó un programa de modernización y en algunos casos de privatización de empresas públicas. Me tocó oficiar de vínculo entre Terragno y su gente y el Ministerio de Economía. Terragno es una persona difícil, pero nos entendíamos, y compartíamos la idea de que la reforma del Estado era un tema importante. Pero es cierto que no todos pensaban así. Con el tiempo me fui dando cuenta de que para muchos integrantes del gobierno las reformas estructurales no eran más que un artilugio. Las veían como el trago de aceite de ricino que permitía conseguir financiamiento del Banco Mundial. En el Ministerio de Economía casi todos estábamos de acuerdo con que había que encarar la apertura de la economía y la reforma del Estado. En el partido, sin embargo, ese consenso no existía. “Estamos saliéndonos de nuestra doctrina, de las tradiciones del radicalismo, de la Declaración de Avellaneda”, decían algunos, o muchos.
RH: En un gobierno en bancarrota y sin acceso al crédito, la sed de financiamiento era más fuerte que la vocación reformista. Y eso achicaba el horizonte y hacía más difícil poner en marcha un programa de reformas dirigido a incrementar la calidad del gasto público. Ya lo subrayamos: las buenas reformas, consensuadas, inclusivas y sustentables, muchas veces requieren un horizonte de mediano y largo plazo, además de recursos. Esas condiciones no estaban presentes. No solo hubo pocas reformas sino que, cuando finalmente llegaron, en especial en los primeros años de la primera presidencia de Menem, se parecieron mucho a un mero programa de privatizaciones, con el cariz salvaje que todos conocemos.
PG: A mí, la experiencia de gobierno me sirvió, entre otras cosas, para escribir un libro y varios artículos sobre las privatizaciones de Menem. Pero te voy a contar una anécdota que refleja cómo las dificultades de corto plazo marginaban muy comprensiblemente una discusión más profunda sobre cómo encarar los problemas estructurales: la reforma del Estado, la apertura de la economía, la introducción de mayor competencia en una economía muy concentrada y monopólica. Eran temas que la socialdemocracia moderna o el liberalismo progresista estaban poniendo en la agenda en Europa, y que acá también comenzamos a pensar. En un momento dado, cuando hubo que anunciar alguno de los devaluados planes de estabilización que siguieron al Plan Austral, recibí un llamado de Mario Brodersohn: “¿Puedo pasar por tu oficina?”, me preguntó. “Pero sí, claro, si querés voy a la tuya”, le contesté, aceptando la diferencia de rango. Pero fue él el que vino, y con sinceridad algo brutal me dijo: “¿No me tirás un par de reformas estructurales, que tenemos que anunciar un ajuste?”. Mario es una persona a la que quiero mucho, pero así veía él la reforma económica: un ropaje elegante con el que vestir el anuncio de un ajuste.
RH: Te pido que reconstruyas cuál era entonces tu diagnóstico sobre los principales problemas de la economía argentina. Algo decías recién, hablando de una economía pequeña y poco abierta al intercambio. También subrayabas las limitaciones de la vieja guardia radical para comprender y orientar la economía de los años ochenta. Visto a la distancia, un dato central del nuevo cuadro era que el recurso masivo al endeudamiento externo durante los años del Proceso había dejado como legado un cuadro de insolvencia fiscal estructural. La demanda de dólares para atender estos compromisos acentuaba problemas muy arraigados de una economía con un débil perfil exportador, que hacía ya varias décadas mostraba dificultades para generar las divisas que necesitaba su sector industrial, poco competitivo y excesivamente volcado sobre el mercado interno. Así, a la vez que trababa la expansión del sector manufacturero, esta redoblada restricción externa condicionaba la orientación del gasto, comprometía la salud de las cuentas públicas y deterioraba la calidad de las prestaciones del Estado. Y acentuaba ese otro gran problema que había nacido en la tercera presidencia de Perón: el régimen de muy alta inflación, que ya contaba con una década de vida, y que había sido la razón de ser del Plan Austral. ¿Era esto lo que entonces veían? ¿Dónde estaban los grandes problemas?
PG: Básicamente eran los mismos que veo hoy: una economía semicerrada con baja capacidad exportadora –para mí, la cuestión central– y un problema de financiamiento del sector público en su triple rol de Estado mínimo liberal, Estado productor y Estado de bienestar. La Argentina tenía –y tiene– problemas para financiar ese triple rol del Estado, y por ello eran necesarias las reformas. Acordate que el Plan Brady, que aliviaba un poco el problema del endeudamiento externo, recién apareció en 1989. Esa presión era enorme. Las reformas debían incluir privatizaciones para aliviar la excesiva presión de la sociedad sobre el Estado. La idea era que la reforma del Estado podía ayudar a la disciplina fiscal de un modo más permanente. Con el tiempo me di cuenta de que ese era un diagnóstico liberal, o liberal moderado. Insistí bastante sobre esta visión, que sirvió como fuente para varios discursos de Sourrouille y de Alfonsín. Sin embargo, tengo mis dudas sobre cuán convencidos estaban en la Unión Cívica Radical, o incluso el propio Alfonsín, de que este diagnóstico era acertado.
RH: Fue el deterioro de la situación económica a partir de 1987 lo que le torció el brazo al gobierno y le hizo tomar un camino del que muchos de sus integrantes recelaban. Para entonces, sin embargo, ya era tarde. Tras la derrota electoral de 1987, cuando Terragno fue designado ministro de Obras Públicas, el gobierno ya estaba muy en minoría en el Congreso, y había perdido capacidad de iniciativa política. A esto hay que agregar que, entre los votantes de Alfonsín, esa demanda era débil o inexistente, y lo mismo puede decirse de los grupos partidarios sobre los que Alfonsín se apoyaba. No veían a la reforma como parte de una agenda progresista. De hecho, quienes tomaron esa bandera en la elección de 1989, comenzando por Eduardo Angeloz, el candidato a presidente, estaban a la derecha de Alfonsín.
PG: El clima de sospecha existía dentro del partido. Tenían razón, y a la vez no tenían razón, porque la realidad demandaba un cambio. De todos modos, los resquemores fueron perdiendo fuerza con el tiempo. Hablamos mucho con dirigentes radicales, en particular de la Coordinadora, para mostrarles que no se podía seguir así. Fue una tarea de convencimiento que no dio frutos inmediatos, pero fue cambiando las mentes de esos dirigentes que hoy tienen 60 y pico de años.
RH: La generación de Jesús Rodríguez…
PG: Los Jesús Rodríguez, los Coti Nosiglia, los Facundo Suárez Lastra, los Marcelo Stubrin. Hoy, todos ellos piensan de una manera muy distinta a lo que era el sentido común radical de mediados de la década de 1980.
RH: Aprendieron a los golpes. Y el final del gobierno de Alfonsín les deparó una dura paliza. ¿Qué hizo naufragar el programa de estabilización? ¿Qué hizo que el fracaso económico de la gestión Alfonsín fuese tan dramático, y terminara en la hiperinflación?
PG: La gravísima situación externa. La deuda impagable –pero que los organismos internacionales y el gobierno de los Estados Unidos no aceptaban como impagable– fue el principal determinante del fracaso. Pero hubo decisiones que tampoco ayudaron. Hay un artículo de José Luis Machinea publicado por el CEDES que lo explica muy bien. Poco después del lanzamiento del Plan Austral se otorgó un aumento a los jubilados que desequilibró las cuentas fiscales. Ese aumento era innecesario para ganar las elecciones de noviembre de 1985. Ya dije que en el invierno de 1986 la inflación estaba de regreso. En febrero del 87, ante el deterioro de la situación, se hizo una segunda versión, menos consistente, del Plan Austral. Alfonsín lo pedía, aun cuando el nuevo plan no tuvo mucha coherencia interna. Unos días después, Carlos Alderete, del sindicato de Luz y Fuerza, fue designado ministro de Trabajo. Desde entonces, se hicieron demasiadas concesiones al sindicalismo, con la idea de dividirlo y de acercar al gobierno una fracción de la dirigencia gremial. Esto, sumado a la intensidad creciente del discurso del Tercer Movimiento Histórico, me llevan a pensar que Alfonsín estaba trabajando para proyectar su liderazgo más allá del fin de su mandato. No quiero decir para una reforma constitucional que le abriera el camino a la reelección, pero sí para una que lo situara en una posición de poder en un régimen de presidencialismo atenuado. Eso le agregó dificultades a la marcha de la economía. Quiero decir, dificultades adicionales a las que provenían del frente externo.
RH: Si nos ponemos en los zapatos del Alfonsín de 1986, esa ambición resulta comprensible. Los resultados de las elecciones de noviembre de 1985 confirmaron que la sorpresa de octubre de 1983 no había sido un episodio aislado. También contaba el triunfo en el plebiscito por el Beagle, de fines de 1984, en el que el grueso del peronismo había sufrido una derrota humillante. Tres victorias seguidas parecían indicar que la mayoría electoral peronista ya no era tal. El gobierno tenía ante sus ojos un horizonte político muy prometedor, en verdad inédito para un partido no peronista. Pero para terminar de consolidarse necesitaba ampliar su coalición hacia los sectores trabajadores, que seguían constituyendo un electorado esquivo para la propuesta radical, y sobre todo, fracturar al sindicalismo, que se había abroquelado para resistir el avance radical y que desde el comienzo complicó mucho al gobierno. No sorprende que Alfonsín estuviera decidido a explotar esa oportunidad, aun cuando tuviera que pagar costos muy altos en otros frentes.
PG: Después de ganar las elecciones de noviembre de 1985, en gran medida gracias al éxito inicial del Plan Austral, Alfonsín creó el Consejo para la Consolidación de la Democracia. Fue en diciembre, y reunió figuras de las más diversas procedencias políticas. Uno de los temas principales de la agenda fue la democracia parlamentaria. Alfonsín alumbró la idea de un jefe de Gabinete como conductor del gobierno. Quizá pensó que, una vez que triunfara en las siguientes elecciones intermedias, las de 1987, se abrirían las puertas para una reforma constitucional en esa línea y se pensó a sí mismo como jefe de Gabinete hasta tanto pudiera ser nuevamente reelecto en los términos fijados por la antigua Constitución. La amenaza latente y cotidiana de un golpe militar y la valoración negativa que hacía Alfonsín del peronismo conduciendo el proceso de construcción democrática alimentaban esa convicción de que solo habría democracia si se prolongaba su liderazgo al frente del Poder Ejecutivo, una vez como presidente, otra vez como jefe de Gabinete, y así en lo sucesivo, mientras la biología se lo permitiera. Si para ello había que sacrificar la disciplina económica, pagaría ese costo, porque la prioridad era la consolidación de la democracia. A comienzos de 1987, en Economía se percibía esta demanda: “No me molesten con la calidad técnica del plan de estabilización, quiero un plan de estabilización que me permita ganar la elección”, era el mensaje tácito. Luego de que la nueva victoria electoral tuviese lugar, se lanzaría la idea de la reforma de la Constitución.
RH: Y cien años de democracia… radical. El nuevo régimen político democrático como creación alfonsinista: el Tercer Movimiento Histórico, la síntesis y superación de los legados de Yrigoyen y Perón. El entusiasmo de los radicales entonces era grande. Y animó el sueño de eternizarse en el poder, esa aspiración que también tentó a otros proyectos que se querían fundacionales, siempre en nombre de las grandes ideas del momento: el imperio de la voluntad ciudadana con Yrigoyen, el país de la justicia social con Perón, más recientemente el movimiento de la reparación social con los Kirchner. En algunos aspectos, por tanto, su formulación era menos rupturista de lo que el propio Alfonsín quizá creía: una de sus premisas era que la vigencia de la democracia pluralista no podía asegurarse sin él. Esta idea reactualizaba rasgos centrales de nuestra tradición política, como el personalismo y cierta hostilidad al pluralismo político.
PG: Visto desde hoy, digo: desde el comienzo de la democracia, todos –es decir, Alfonsín, Menem y los Kirchner– tuvieron su “vamos por todo”. Y no es una crítica. Cualquier político, desde Cornelio Saavedra, ha tenido su “vamos por todo”. Alfonsín estaba convencido de que el peronismo no podía gobernar la transición democrática, pese a que Cafiero pronto apareció como un candidato capaz de asegurar la renovación democrática de su partido. Que yo sepa, Alfonsín nunca verbalizó esta visión sobre su liderazgo. Pero creo que la aspiración a ser reelegido o alguna otra forma de prolongación en el poder estuvo presente en él todo el tiempo.
RH: Al margen de las duras restricciones externas, imposibles de ignorar o subestimar, tu visión es que la ambición política de Alfonsín erosionó la disciplina fiscal necesaria para asegurar el éxito del programa de estabilización.
PG: En parte. Para ser honesto, no sé cuánto mejor hubiera marchado la economía sin ese ingrediente político. Pero no puedo dejar de tomar en cuenta que, de todos los países latinoamericanos que soportaron la crisis de la deuda en los años ochenta, la Argentina fue el que peor la pasó. Y esto no tiene nada que ver con lo que hizo Sourrouille. Alguien podría decir que poner toda la culpa sobre Alfonsín es no ver las características de la sociedad argentina, muy difícil de gobernar y mucho más difícil de reformar. Creo que algo de esto hay, pero poner todo el problema allí es escapismo si el que conduce dice: “Yo soy el único que puede hacer esto, y para conseguir la reelección o la reforma constitucional a veces tengo que aflojar la disciplina económica”. José Luis Machinea le advirtió muchas veces a Alfonsín, y además lo escribió (“Debimos haber defendido más la disciplina fiscal”). Por eso me hago estas preguntas. De todas maneras no sé si todos los miembros de aquel equipo económico piensan lo mismo.
RH: Artífice primero de la transformación del radicalismo, luego figura central en la definición del rumbo de la transición democrática, más tarde promotor del Juicio a las Juntas y de la afirmación del Estado de derecho: no es difícil ver por qué Alfonsín pensaba que no habría consolidación democrática sin su liderazgo.
PG: Sí, y además es comprensible que un hombre hostigado, en circunstancias de mucha incertidumbre, no sabiendo si al día siguiente se despertaba con un militar apuntándole con un revólver en la cabeza, piense: “No puede haber otra conducción que no sea yo”. Pero tengo la impresión de que el desenvolvimiento de la economía podría haber sido algo mejor si el objetivo político no hubiera chocado a veces con la idea de llegar ordenadamente hasta el final. Un indicio es que ese plan de febrero de 1987 que mencioné, un plan improvisado, solo tenía sentido si el objetivo era ganar a toda costa las elecciones de septiembre de ese año. Ganar las elecciones es un objetivo legítimo, pero el precio a pagar fue muy elevado, y finalmente significó un alto costo político. Y cuando a fines de marzo Alderete entró al gobierno, se pagó un costo todavía mayor. El gobierno hizo concesiones importantes, estructurales, a cambio de la promesa implícita de que el movimiento obrero peronista, o parte de él, lo iba a acompañar. Pero pocos días antes de las elecciones de 1987 los sindicalistas dijeron “Buenas noches”, y salieron del gobierno. En mi opinión, fue un error de cálculo de Alfonsín.
RH: Recién decías que, desde muy temprano, Machinea comenzó a llamar la atención sobre las iniciativas que deterioraron la disciplina necesaria para sostener el programa antiinflacionario. Pero no mencionaste a otros altos funcionarios del equipo económico.
PG: Lo de Machinea era la voz de alguna gente del Ministerio de Economía. No estoy seguro que de todos.
RH: Después de la derrota electoral de 1987, el proyecto de continuar en el poder se evaporó. Giremos la atención hacia ese momento, el del deterioro, y luego el derrumbe, del gobierno de Alfonsín. ¿Qué sucedió en el Ministerio de Economía después de las elecciones?
PG: A poco de pasadas esas elecciones anunciamos un tercer plan económico, en parte para corregir las inconsistencias del segundo. Duró poco. Los actores económicos ya descontaban lo que iba a pasar, por lo que el efecto buscado se esterilizaba rápido. Por ejemplo, antes de sentarse a la mesa a firmar un acuerdo de precios, los empresarios ya los habían aumentado.
RH: Para entonces, ya electo gobernador de Buenos Aires, Antonio Cafiero se había convertido en la figura dominante de un peronismo no solo victorioso sino también renovado. Se probaba el traje de presidente y quería una transición lo más ordenada posible.
PG: Y muy colaborativa. Una prueba de ello es que entonces se aprobó una Ley de Coparticipación, algo muy difícil de hacer incluso en circunstancias normales. Si esa colaboración, que lo acercó bastante al gobierno, lo perjudicó a Cafiero como candidato, es otro cantar. Ese escenario duró hasta julio de 1988.
RH: Es decir, hasta las elecciones internas del peronismo en julio de 1988, en las que, para sorpresa de muchos, un político de una provincia marginal como Carlos Menem venció a Cafiero, que dominaba el aparato partidario en los mayores distritos del país, y se convirtió en el candidato a presidente del justicialismo. En su momento, Alfonsín había alentado el crecimiento de Menem, de modo de restarle envergadura a la renovación representada por Cafiero.
PG: El triunfo de Menem nos acortó mucho el horizonte. Nosotros estábamos preparando un plan nuevo, otro más, y tuvimos que apurarlo cuando vimos cómo se complicaba el panorama político. El Plan Primavera, de agosto de 1988, fue tan inconsistente como los de febrero y octubre de 1987. Y al anunciarlo se vio cierta candidez: había incorporado una forma de cobrar retenciones a través de un sistema de tipo de cambio múltiple que anunciamos justo dos semanas antes de la inauguración de la Exposición de la Rural.
RH: La consecuencia fue la gran silbatina que los socios de la Rural le regalaron a Alfonsín en Palermo.
PG: Sí, efectivamente. Me involucré mucho en la elaboración del Plan Primavera, a las órdenes de Machinea, que coordinó el trabajo. Y esa fue una experiencia muy dramática para mí. Tuve una muy temprana conciencia de muerte, ya desde adolescente, que me marcó mucho a lo largo de mi vida. Con el tiempo aprendí a convivir con ella, pero en esos momentos de mucha presión no pude manejarla. En septiembre de 1988 tuve un ataque de pánico. Ni siquiera podía cruzar el umbral de mi casa; tomar el ascensor me daba ataques de terror. Creí que ya no podría volver a trabajar en el Ministerio.
RH: Te sobrepusiste, sin embargo…
PG: Pero con la conciencia de que, pese a que ese equipo tenía habilidades maradoneanas, el Plan Primavera no iba a funcionar. Hasta que el 6 de febrero de 1989 –el famoso 6 de febrero en que todo se vino abajo–, ya casi sin reservas en el Banco Central, y sin el apoyo del Banco Mundial, no tuvimos más remedio que liberar el tipo de cambio. El dólar comenzó a subir y avanzamos hacia el período hiperinflacionario final.
RH: Ese brote hiperinflacionario, con la inflación desbocada y acelerándose mes a mes, fue una experiencia dramática. Cuando en febrero el Banco Central se quedó sin reservas para contener una corrida, restaban diez largos meses para el final del mandato. Además, todavía faltaban tres meses para las elecciones presidenciales del 14 de mayo.
PG: Tras la derrota de 1987, Alfonsín había actuado rápido, designando a Eduardo Angeloz como candidato. Así que ya había un nombre. Y fue entonces cuando Sourrouille me pidió que colaborara en la campaña, como nexo con el equipo de Angeloz. “Hacele unos papeles a este hombre”, me decía mi amigo Juan Sourrouille, el hombre lacónico. Así que, cuando me sobrepuse al ataque de pánico, me puse en contacto con el candidato. Todos sus asesores me miraron con cara agria, porque “venía la hiperinflación a darnos lecciones”. Allí estaban Roberto Cortés Conde, Juan José Llach y Ricardo López Murphy. Y había gente de FIEL, de la Fundación de Investigaciones Económicas Latinoamericanas.
RH: Salvo Ricardo López Murphy, nacido en una familia radical, los demás no provenían del tronco partidario. Un denominador común es su mayor proximidad al pensamiento ortodoxo. Ese equipo daba crédito a la visión que lo describía como el candidato del ajuste.
PG: A Juan José Llach, que es un social-cristiano, es difícil llamarlo un ortodoxo puro. Pero sí, sin duda eran más ortodoxos. Trabajé poco con ellos al servicio de la nueva candidatura, ya que yo era la voz del equipo de Sourrouille, que estaba de salida. Cuando llegué por primera vez a su oficina, Angeloz me llamó a un costado. Me hizo la pregunta que debía hacerle a alguien que venía del equipo de Sourrouille: “¿Por qué les fue mal? Contame por qué les fue mal”. Le hablé de una situación imposible ya en el punto de partida, que nunca cambió. El Plan Brady recién apareció en el horizonte cuando estábamos saliendo del gobierno. No le hablé de los costos económicos del Tercer Movimiento Histórico porque en ese momento no lo tenía tan claro. Y creo que, de haberlo tenido claro, tampoco se lo hubiera dicho.
RH: Me pregunto si tu visión del proyecto político de Alfonsín no cobró otro sentido a la luz de los intentos reeleccionistas posteriores. A fines de la década de 1980, era difícil situar a Alfonsín en una trayectoria más amplia: el escenario tenía mucho de novedoso, su principal figura no encajaba en el molde del político radical tradicional. Pero luego de Menem y los Kirchner, esa rara avis que fue el primer presidente de la democracia puede verse como parte de una historia más larga, donde la vocación por concentrar poder aparece como una constante, y las circunstancias específicas que inspiraron cada proyecto y que legitimaron sus aspiraciones –la consolidación de la democracia, la transformación económica, la reparación del daño social provocado por el derrumbe de la Convertibilidad– se presentan como factores de naturaleza más circunstancial. Y entonces se acentúan los parecidos no solo con Menem y los Kirchner, sino también con Yrigoyen y Perón. La trayectoria de la democracia a lo largo del siglo nos da otra perspectiva sobre sus principales proyectos con vocación hegemónica.
PG: Lo que enseña la mirada del historiador, ¿no? Creo, de todos modos, que el “vamos por todo” de Alfonsín tuvo sus particularidades, que lo separan de la experiencia peronista anterior. Alfonsín quiso convertir al radicalismo en una fuerza predominante, pero con tonalidades socialdemócratas, con las tonalidades de la vieja socialdemocracia. Quiso ganarle la partida al peronismo, pero sin convertirse al populismo. Alfonsín no hablaba de “pueblo”; hablaba de “movimiento obrero”. Perseguía la utopía de una gran coalición de clases medias y trabajadores en un marco democrático liberal. Hubiera sido asombroso que le saliera bien.
RH: En esa conversación con Angeloz, entonces, el núcleo de tu argumento giraba en torno a que el fracaso era inevitable debido a las restricciones que habían tenido que enfrentar.
PG: En el momento en que él me lo preguntaba, hacia fines de 1988, la situación era desastrosa, por dos razones. Primero, por la crisis de la deuda con la que habíamos asumido y que nos había acompañado durante todo el gobierno. Segundo, por la natural prioridad de la consolidación democrática por encima de cualquier otro objetivo. Y le transmití más débilmente que en algunos momentos hubiéramos debido ponernos más firmes. “Pero eso, doctor”, le dije, “eso es algo que le digo ahora y no sé si tiene valor para usted, porque en ese momento no lo pensábamos de ese modo”.
RH: La relación entre Sourrouille y Angeloz terminó mal, en medio de un escándalo. Cuando la corrida cambiaria parecía no tener fin, en marzo de 1989, Angeloz pidió a través de la prensa la renuncia de Sourrouille, aparentemente sin consultarlo antes con Alfonsín. Celebró su renuncia con un exabrupto: “Le pegué entre ceja y ceja”, se ufanó. Angeloz era el candidato presidencial de un partido muy dañado por el fracaso de su política económica que, además, corría atrás de Menem en las encuestas sobre intención de voto. Es comprensible que quisiera tomar distancia de un ministro muy desgastado al que, por otra parte, muchos hombres del radicalismo no sentían como uno de los suyos. De todos modos, fue una frase de una agresividad notable, un eco de los años de la violencia. Hoy no podría pronunciarse.
PG: Eso precipitó la renuncia de Sourrouille, que fue reemplazado por Pugliese, del que ya hablamos, un hombre del partido. Esos dichos de Angeloz fueron, para mí, como la experiencia con Bittel: hasta aquí llegué, me dije. Y le pedí a Juan que me relevara de la tarea de colaborar con el equipo de Angeloz. Antes de renunciar, Sourrouille me devolvió al Ministerio, pero también me pidió que siguiera con Pugliese. Mario Vicens, Roberto Eilbaum, Ricardo Carciofi y algunos pocos más nos quedamos como último pelotón del equipo de Sourrouille. La patrulla perdida.
RH: A esa altura, sin reservas para contener el dólar y sin capital político, no tenían ya mucho para hacer, más que rogar que el tiempo transcurriera lo más rápido posible.
PG: Así es. Ya casi no teníamos herramientas a mano. Solo nos quedaba hablar y amurallarnos, defendiendo cosas indefendibles. Cuando uno integra un equipo, a veces tiene que cerrar filas y tragarse sus verdades. A veinte días de las elecciones, me tocó salir a decir ante la prensa que, para estabilizar la economía, no había mejor régimen cambiario que la flotación libre. En un escenario de ese tipo era obvio que había que ir al control de cambios, pero no teníamos ni un dólar de reserva y tampoco horizonte, ya que faltaban varios meses para entregar el poder. Y la situación era bien complicada. Nuestras expectativas estaban tan disminuidas que el último día hábil antes de la elección del 14 de mayo, una vez que cerraron los mercados, Mario Vicens trajo una botella de champagne y brindamos no porque íbamos a ganar sino porque habíamos logrado que no hubiera un colapso financiero. Brindamos porque llegamos sin la necesidad de decretar un feriado cambiario y bancario. Una débil luz en medio de la oscuridad.
RH: En circunstancias más normales, eso hubiera sido un logro bastante modesto. Lo que sugiere que estaban listos para dejar el gobierno a la primera señal.
PG: Y esa señal llegó dos o tres días después de la victoria de Menem. Mientras estábamos reunidos en el Ministerio, escuchamos por radio a José Luis Manzano reclamando “que se vayan del gobierno los últimos restos del ‘sourrouillismo’”, o del “sirraulismo”, como le decían peyorativamente. Nos miramos con Mario Vicens y Ricardo Carciofi: “Esta es nuestra oportunidad, rajemos”, les sugerí. Y allí mismo presentamos la renuncia, mientras Pugliese se estaba yendo al Ministerio del Interior y todavía no se había nombrado un ministro de Economía que lo sustituyera. Cuando recuerdo mi paso por la función pública, una de las cosas de las que más me arrepiento es esa huida final. Todavía hoy esa escapada me avergüenza.
RH: Le tocó a Jesús Rodríguez acompañar a Alfonsín hasta el final, por lo visto en bastante soledad. Lo único que tenía a su favor es que se había adelantado el traspaso del mando, y no faltaba tanto para llegar a la otra orilla.
PG: Sí. Jesús se sintió muy dolido con nuestra huida. Tiempo más tarde, cuando lo hablamos, me puso la mano en el hombro y me dijo: “No jodas más, vos sabés: todos hacemos estas cosas”. Pese a todo, no me puedo sacar de encima ese momento de egoísmo. Porque, cuando uno está en un equipo, lo que no existe es la renuncia. La renuncia es un acto de soberbia.