Читать книгу La moneda en el aire - Roy Hora - Страница 9
ОглавлениеRoy Hora: Te propongo que iniciemos esta conversación reconstruyendo el ambiente en el que te criaste. Podemos comenzar trazando brevemente la historia de tu familia de origen, atendiendo en particular a su mundo de experiencias e ideas políticas. Si uno mira en esta dirección, el nombre Gerchunoff rápidamente invita a la asociación con la era de la gran inmigración, y en particular con el proyecto de integración de la comunidad judía, o de parte de la comunidad judía, a la vida nacional. Alberto Gerchunoff, el autor de Los gauchos judíos, aparecido en el año del Centenario, y un personaje de relieve en la cultura argentina de su tiempo, simboliza como pocos el alcance que, a fines del siglo XIX y en las primeras décadas del siglo XX, tuvo esa voluntad de incorporación al país liberal.
Pablo Gerchunoff: Alberto Gerchunoff era primo de mi abuelo. Hay que recordar que, si yo me llamo Gerchunoff, no puedo ser descendiente de Alberto porque él solo tuvo hijas mujeres. Hay otras ramas de la familia que descienden más directamente de Alberto y no se llaman Gerchunoff, sino Kantor y Payró. Cómo son los recuerdos infantiles, ¿no? Uno no sabe bien si le contaron algo o lo vivió cuando era muy chico… Alberto murió en 1950, cuando yo tenía unos 6 años. Creo recordar que alguna vez estuvo en mi casa de Ramos Mejía. En todo caso, lo que está claro es que la historia de mi familia, la visión y las vivencias de mi familia son del tipo de las del primer Alberto, el Alberto integrador, con vocación de integración del judío a la Argentina. Más tarde, sabemos, se volvió menos optimista sobre el rumbo del país.
RH: ¿Ustedes, los Gerchunoff, se veían como judíos? Pienso en otras historias familiares, como la que narró Tulio Halperin Donghi en Son memorias, en 2008, donde recuerda que sus orígenes judíos estaban silenciados, o puestos en un plano muy secundario. Primaba la idea de que debían integrarse y se estaban integrando –vía su ingreso a la República de las Letras, o a los círculos de la política reformista, o de izquierda, o por otros caminos– a la sociedad argentina. Para comenzar, tu nombre de pila no evoca esa cultura: es un nombre, y uno de los más importantes, del santoral católico.
PG: No sé si alguna vez decíamos que éramos judíos. A ver: todo judío dice que lo es, porque hay un problema de identidad que hay que resolver rápidamente para saber quién es el otro, pero yo no recuerdo nunca haber ido a una sinagoga en mi niñez, ni en mi adolescencia, ni nunca en realidad, salvo para el casamiento de algún amigo cuando ya era mayor. Entonces, lo que identificaba a mi familia –a mis padres y a mi familia extendida también, me refiero a algunos tíos, como Salomón Gerchunoff en Córdoba, por ejemplo, una persona muy importante dentro del Partido Comunista– era más bien el hecho de ser una familia de izquierda y, básicamente, una familia comunista. Si éramos judíos, era en una dimensión cultural. Nunca fuimos sionistas. Creo que algo parecido decía Tulio.
RH: La presencia de la cultura comunista era la marca identitaria más importante en tu familia. Signó también la vida de tus padres.
PG: Mi padre, Julio, era sin duda un hombre del Partido Comunista, y mi madre, Ana Albertina Mactas, era una mujer del Partido Comunista, pero del Partido Comunista de la República Argentina, que era el primer nombre que tuvo el partido liderado por José Penelón, un importante dirigente de los años fundacionales del comunismo, que desde fines de la década de 1920 perdió frente a Rodolfo Ghioldi y desde entonces se mantuvo en una posición de disidencia respecto del comunismo oficial. En 1951 Penelón sacó 1200 votos como candidato a presidente, y esa debe haber sido una experiencia desalentadora para mi madre, que era una militante importante, hablaba en los actos y esas cosas. Desde entonces, con la desilusión política, creció su interés en cuestiones de literatura, aunque siempre vinculada a una literatura de izquierda.
RH: Encarnaba la figura de la mujer militante, de la mujer de cultura que alza su voz en la vida pública. ¿Y qué tipo de comunista era tu padre?
PG: Él sí era un hombre del Partido Comunista, dedicado sobre todo a tareas organizativas, como la recolección de fondos. Era entusiasta –mejor dicho, al comienzo era entusiasta–, aunque ese entusiasmo, creo, no dejó grandes huellas en mi vida. Por otra parte, la convivencia matrimonial de mis padres no sufrió, que yo recuerde, por la lealtad a distintas facciones. La militancia de mi madre se fue desvaneciendo con las derrotas algo humillantes de Penelón, y ello la fue acercando al Partido Comunista, sin mucha fogosidad. Así fue la casa de mi niñez.
RH: Una casa dominada por la cultura de izquierda en esas décadas en las que existía una cultura de izquierda vibrante y poderosa, y en la que las palabras “izquierda” y “cultura” tenían una relación estrecha e intensa.
PG: Sí, en mi primera casa en Ramos Mejía, el signo de que éramos comunistas era un retrato de Máximo Gorki en la pared de mi habitación, y después, por influjo de mi madre, uno de Charles Dickens y sus personajes, y otro de Jack London. Es decir, la gran tradición de la literatura de izquierda de esos años. No un recorte exclusivo del “Partido Comunista”, sino una tradición más amplia, pero de izquierda revolucionaria. En este marco, un episodio que me hizo ver que éramos una familia comunista fue la muerte de Stalin, en marzo de 1953.
RH: Hablemos de esa anécdota que te reveló que tu familia pertenecía a una cofradía situada al margen del mundo habitado por el común de los mortales. El fallecimiento del líder que, tras la muerte de Lenin, tomó la antorcha y señaló el camino. El gran constructor del Estado soviético.
PG: Yo tenía 8 años. Ni sé si me había enterado de la muerte de Stalin… Sé que ya era de noche, y en marzo, en un lugar del hemisferio sur como Buenos Aires, eso quiere decir bastante tarde. Recuerdo que mis padres nos dijeron a mí y a mi hermana Vera, que era una bebita prácticamente –si yo tenía 8 años ella tenía 2–, que teníamos que salir. Cruzamos hacia el lado derecho de la vía de Ramos, y nos dirigimos hacia un lugar al que no íbamos nunca, donde vivía la gente poco confiable, como decíamos los chicos cuando jugábamos a la pelota. Tocamos el timbre en una casa modesta. Nos invitaron a pasar y entramos a un living muy pequeño, iluminado por una luz mortecina, y sobre una silla forrada de pana verde, brillosa, estaba apoyado un retrato de Stalin. Yo lo miraba a mi padre y él me apretaba la mano como diciendo que había que guardar silencio. Habremos estado unos cinco minutos; mi hermana lloraba un poco. Era el homenaje al gran líder que acababa de morir. Muchos años después nos enteramos de que la muerte de Stalin tuvo ribetes escandalosos, pero en ese momento nada de eso contaba. Te cuento esta anécdota porque revela que la presencia del comunismo en mi casa no afectaba mucho nuestra vida cotidiana. Ese breve instante de marzo de 1953 es el momento propiamente comunista de mi familia, al menos tal como yo lo viví.
RH: ¿Tus padres fueron los primeros comunistas de la familia, o la identificación con la izquierda venía de antes?
PG: Ellos eran comunistas de primera generación. Y como a veces ocurre en algunas familias, la madre de mi padre se volvió comunista porque su hijo se hizo comunista. Mi abuela, que era maravillosa, una campesina ruso-entrerriana, judío-entrerriana, dijo poco antes de morirse que el Sputnik era la prueba irrefutable de la superioridad del comunismo. Eso lo decía mucha gente, pero ella estaba totalmente convencida.
RH: Era un argumento poderoso en esos años de la Guerra Fría. A las nuevas generaciones tal vez les cueste imaginarlo, pero por entonces algunos pensaban que la Unión Soviética era la dueña del futuro. Y el nombre Sputnik, claro, todavía no evocaba la vacuna contra el covid-19 sino la victoria en el exigente terreno de la carrera espacial, que mostraba que el comunismo era una forma superior de organización social. La sociedad burguesa y capitalista era el pasado…
PG: Totalmente. “Dios no existe, el Sputnik sí”. Eso decía mi abuela paterna. No recuerdo militancia política en mis abuelos maternos. Mi abuela materna era casi ciega, pero con un paladar literario exquisito. Con mis primos nos turnábamos para leerle El Quijote.
RH: En una familia en la que una figura como Alberto Gerchunoff debía pesar bastante, el acercamiento al comunismo no era un camino obvio y tampoco el más esperable. Te pregunto, entonces, de qué manera tus padres se acercaron al comunismo. ¿Fue en la universidad?
PG: Mi padre no fue a la universidad. Venía de Villa Domínguez, en Entre Ríos, y había terminado la secundaria en Rosario. Su acercamiento al comunismo se produjo en la escuela secundaria y en el trabajo. Después, ya instalado en Buenos Aires, montó una pequeña empresita cerca de la cancha de Huracán: eran él, un socio y un obrero. En mi recuerdo, el obrero revolvía un tacho del que salía un olor muy feo. Era una empresa de tinturas industriales que desapareció hacia 1967, cuando Adalbert Krieger Vasena era ministro. ¿Qué tiene que ver eso con el eficientismo de Krieger Vasena? No lo sé, pero en ese momento desapareció la empresa. Fue el comienzo de una tragedia económica.
RH: Todo indica que, más tarde o más temprano, un tallercito así iba a tener dificultades para acompañar la modernización del sector industrial en un rubro como el de la química. Es casi un milagro que llegara tan lejos.
PG: Desde luego, y quebró en ese momento. Y en un tipo de gesto que parece que ha desaparecido de la Argentina, mi padre –el socio, más astuto, ya se había esfumado– se abrazó con el obrero y le dijo: “No va más”. Y cada uno se fue para su lado, sin conflicto, sin juicio laboral. Fue un golpe muy duro para mi padre. El preludio de un golpe más duro aún: la muerte de mi madre en 1968. Fue un lindo hombre mi padre. Muy querible, bailarín eximio de tango, jinete extraordinario, el rasgo más nítido de su origen entrerriano.
RH: Entre Ríos, la tierra de los jinetes… Contame de tu madre, la seguidora de Penelón y los comunistas disidentes.
PG: Era una persona distinta, que quiso estudiar y estudió. ¿Qué quiere decir esto? Primero estudió Farmacia, y por un tiempo fue farmacéutica en Ramos Mejía. Pero en algún momento se dio cuenta de que era Letras, y no Farmacia, lo que ella quería hacer. Poco antes de morir muy joven, a los 51 años, estudió Literatura. Llegó algo tarde al ambiente universitario de Filosofía y Letras, que era lo que en verdad le gustaba. Pero en ese camino reunió una fantástica biblioteca de literatura inglesa. Esa biblioteca, algo diezmada, la conserva ahora mi hermana Vera. Creo que ahí forjó mi madre ese gusto por la mezcla del mundo ruso y el realismo socialista, y Dickens y Jack London. Todo esto sucedía en los años de la segunda presidencia de Perón, entre 1953 y 1955.
RH: ¿Tenés recuerdos de la vida pública en esos años peronistas? ¿Cuánto pesaba en tu visión infantil el hecho de que tu familia fuese comunista?
PG: Tengo un recuerdo, intenso como una llamarada. Estaba jugando en la casa de mi amigo Marcelo Montes, que vivía enfrente de casa. Los Montes se daban el lujo de tener un televisor en 1954 o 1955. Y escuché: “Por cada uno de nosotros caerán cinco de ellos”. Y entonces, por primera vez en mi vida, percibí que mis padres estaban en una zona de riesgo. Riesgo para la época, ¿no?, pues resultó que muchos muertos antiperonistas con Perón no hubo, si es que hubo alguno. Pero volví corriendo a casa, asustado, y les dije a mis padres: “Los van a matar, los van a matar”. Ahí fui un militante comunista durante un segundo. Todo lo demás, toda la historia de mi casa y el comunismo, es una historia de mis padres, que yo viví con la naturalidad de un hijo que respira el clima de la casa pero sin que permeara mucho en mí. Creo que en ningún momento me volví comunista, salvo en lo que te voy a contar ahora, vinculado a Juan Carlos Portantiero.
RH: Ya que mencionás a Portantiero: lo recordaste en un texto de homenaje aparecido en la revista Punto de Vista en 2007, “Memoria afectiva y biografía intelectual”, como un visitante asiduo a la casa familiar. Allí señalabas que Portantiero fue una figura muy importante en tu despertar político.
PG: Así es. Esa relación comenzó cuando todavía vivíamos en Ramos Mejía, hacia 1958 o 1959. Mi primer contacto fue cuando Juan Carlos, un jovencito que ya era el delfín de Héctor Agosti en el Partido Comunista, vino a dar una charla a Ramos Mejía –eso conectaba con los intereses de mi madre; acordate que el primer libro de Juan Carlos es Realismo y realidad en la narrativa argentina, de 1961–. Yo, que entonces debía tener 14 o 15 años, no fui, pero sí fueron mis padres. Cuando terminó la charla, lo invitaron a Juan Carlos a casa. Portantiero tenía exactamente diez años más que yo. Ahí empezó una relación que se amplió durante mis años como estudiante secundario en el Nacional de Buenos Aires.
RH: Situemos entonces el relato en El Colegio –así, con mayúscula, como suelen llamarlo pomposamente muchos de sus graduados– de esos años, los de la presidencia de Arturo Frondizi.
PG: Yo elegí el turno tarde porque, a pesar de haber sacado una buena nota en el examen de ingreso, vivía tan lejos que preferí evitar el madrugón. Fui compañero de curso y amigo de Enrique Tandeter, el gran historiador colonialista. Hacia fines de 1959 o principios de 1960 mi familia se mudó a Defensa 251, a la vuelta del colegio. De allí en adelante, mi presencia en el Buenos Aires se hizo más intensa. Empecé a militar dentro de la corriente reformista, la de izquierda, que era claramente minoritaria frente a los humanistas. El rector, Florentino Sanguinetti, había autorizado la realización de elecciones en el claustro estudiantil. En nuestro curso, el que compartíamos Enrique y yo, se imponía el reformismo. Había algo así como un parlamento y yo era jefe del bloque reformista. Ahí empecé una vida de militante estudiantil, llena de grandes ideas y ambiciones desmedidas, que a la distancia veo muy marcada por esa institución peculiar: todo chico del Buenos Aires cree que ser militante estudiantil en ese colegio es lo mismo que ser Premio Nobel, ¿no? Fue en este marco que la presencia de Portantiero, y otras figuras que lo rodeaban, adquirió regularidad e intensidad.
RH: Para entonces, con 25 o 26 años, y cuando estaba por publicarse el libro que recién mencionabas, Realismo y realidad en la narrativa argentina, Portantiero ya era una estrella que brillaba con luz propia en el firmamento del comunismo porteño. ¿Qué recordás de ese ambiente?
PG: En mi pequeño mundo, el Negro Portantiero era una estrella, pero había otras, que también frecuentaban mi casa de la calle Defensa. Entre ellos, el poeta Juan Gelman, de quien tengo libros dedicados a mi familia, también a mí, a mi hermana Vera, a la que Juan quería especialmente. Venían también escritores como Andrés Rivera, Roberto Hosne, y el dramaturgo Tito Cossa. No recuerdo cómo se llama la primera obra de Roberto Cossa, pero me acuerdo de verlo ensayándola, haciendo la gestualidad, en el living de mi casa. Ese era un mundo “Mariquita Sánchez de Thompson”, digamos, porque el liderazgo era de mi madre. Mi padre era un ser encantador e inteligente, al que todo el mundo quería muchísimo, pero no tenía el refinamiento intelectual de mi madre.
RH: Esa sociabilidad ya no era la de un estrecho círculo de activistas comunistas.
PG: Eso no fue para mí una continuidad de la experiencia comunista de mi primera infancia. Además, yo era más grande y todo era más excitante. Por otra parte, poco después de que Juan Carlos publicara Realismo y realidad en la narrativa argentina, comenzó a pasar otra cosa. Más que la experiencia de militantes comunistas, lo que presencié fueron los aprestos de conspiradores que se preparaban para abandonar el Partido Comunista. Me acuerdo de conversaciones en mi casa sobre la falta de democracia interna, un argumento típico con el que comienzan esos movimientos de ruptura. Pero, a diferencia de secesiones anteriores, esa tenía otro horizonte, generado por Cuba. El año 1961 fue el año en que el lado romántico de la Revolución cubana se impuso por sobre los dogmas algo resecos del marxismo-leninismo. Y fue entonces que todo ese grupo se volvió –si querés decirlo así– procubano. Y esa experiencia no tenía nada que ver con lo que nosotros vivimos en el Partido Comunista Argentino, que siempre había sido muy poco osado en sus opciones políticas (la Unión Democrática, etc.). Bajo el impacto de la radicalización de la Revolución cubana, ese grupo se fue corriendo a la izquierda y fue preparando su salida del partido. Finalmente, esa ruptura tuvo lugar en 1963, cuando Juan Carlos y otros militantes fundaron Vanguardia Revolucionaria. En síntesis, la experiencia más intensa que tuve como miembro del mundo comunista fue la de una ruptura con el partido, no la experiencia dentro del partido. Lo anterior, cuando era muy chico, era lo que te conté con esos flashes de infancia, como el retrato de Stalin o el “cinco por uno”.
RH: Antes de volver sobre tu relación con Portantiero, quisiera preguntarte qué lugar ocupaba el peronismo en tu mundo de adolescencia y primera juventud. En lo que venís relatando, las novedades vienen asociadas a las querellas dentro del comunismo, las transformaciones de la izquierda y el problema de la actualidad de la revolución. ¿Qué veías del gran escenario de la política argentina, en particular de la cuestión peronista?
PG: Aparece intensamente, y para mí fue importante. En un punto, la experiencia comunista era sobre todo la vida de mis padres, que al comienzo veía con admiración. Pero yo también empezaba a vivir mi propia vida, la de un adolescente que ya era casi un joven y tenía amigos que lo moldeaban tanto como la familia. Terminé el colegio secundario en 1962, un año antes de la constitución de Vanguardia Revolucionaria. Y también quise, ahora me doy cuenta –debería ir a un psicoanalista a hablar del tema–, armar mi propia ruptura. Y mientras se desplegaba la experiencia rupturista en mi casa, en paralelo me sumé a un grupo que se llamó 3MH, esto es: Tercer Movimiento Histórico. El nombre lo dice todo: ¿cómo superar al peronismo? Y allí estaba, con mis amigos de generación, ya no en una situación de “hermano menor” de Portantiero. De ese grupo efímero participaron Jorge Castro, Jorge Bolívar, Aldo Comotto, Arturo Lewinger, su hermano Jorge Omar, Rolando “Lanny” Hanglin. La mayoría venía del grupo Praxis, de Silvio Frondizi. Yo me acerqué más tarde. Algunos de ellos terminaron en la guerrilla, otros apoyando al gobierno de Onganía o buscando “un general nasserista”, como estaba de moda entre jóvenes nacionalistas.
RH: Para ayudar al lector a situar esta experiencia, señalo que el derrocamiento de Perón y la Revolución cubana sacudieron el tablero de la izquierda. La colocaron ante un nuevo escenario, en el que la revolución ya no formaba parte de un horizonte lejano o utópico sino que, por primera vez, tenía existencia real en América Latina. Este panorama renovado fue especialmente atractivo para algunos grupos disidentes y, sobre todo, para las nuevas generaciones, que comenzaron a alzar la voz contra el quietismo político de las formaciones tradicionales de la izquierda. La expansión de la matrícula universitaria –gran factor de politización juvenil– le dio una base más amplia al movimiento de impugnación. Había algo nuevo en el aire, y una prueba de ello es que un ya muy veterano Alfredo Palacios aprovechó el momento cuando, convertido en un defensor entusiasta de la Revolución cubana, en 1961 ganó la elección porteña para cubrir una banca de senador. Muchas de las nuevas experiencias políticas nacidas en esos años fueron efímeras, pero aun así marcaron que el monopolio del PS y el PC sobre las posiciones de izquierda había terminado. Y ello ponía en la agenda nuevas formas de articulación con las clases populares peronistas y con el peronismo. La idea de superar al peronismo, conquistando sus bases para un programa de cambio de signo revolucionario, fue el sueño de muchos. Esa aspiración alimentaría la radicalización que cobró envergadura a fines de esa década. Ironías del destino: cuando finalmente adquirió forma, dos décadas más tarde, el Tercer Movimiento Histórico surgiría en el seno de un partido que no era ni es de izquierda y que nadie de izquierda en esos años sesenta tomaba en cuenta.
PG: En efecto, ese mundo que había conocido en mi infancia estaba en crisis. Por el influjo de mi casa, era pasivamente un rupturista dentro del Partido Comunista y, afuera, activamente un rupturista, es decir, alguien colocado en un lugar que ya no era el del comunismo, preocupado por cómo se lo podía superar. Después, cuando en los años del gobierno de Alfonsín me encontré con que el radicalismo abrigaba la esperanza de crear el Tercer Movimiento Histórico, esa aspiración me hizo gracia. Una vez le dije a Raúl: “Junto con unos amigos del secundario, yo inventé esta historia del tercer movimiento histórico”. Se rió, condescendiente.
RH: En los sesenta, ese Tercer Movimiento Histórico pertenecía a las derivas posibles del peronismo, no del radicalismo. Esto quiere decir que ya muchos creían que el peronismo podía ser conceptualizado como una experiencia política valiosa que, debidamente orientada, expurgada de sus costados burgueses, reaccionarios, podía servir para edificar una política de izquierda, un orden socialmente más democrático.
PG: Por supuesto, para nosotros, para mis amigos, el peronismo no era un fascismo, como tampoco lo era ya para Portantiero y para muchos otros. Esa estación de la reflexión sobre el peronismo había quedado bien atrás. Hay una experiencia que puede ayudar a entender para qué lado íbamos. En las elecciones de 1963, las que finalmente ganó Arturo Illia, decidimos apoyar la candidatura de Raúl Matera-Horacio Sueldo. Fletamos un micro y nos sumamos a un acto multitudinario en Rosario. Finalmente, Matera fue proscripto, y ese proyecto se cayó.
RH: Esa fórmula neoperonista llevaba a un demócrata-cristiano de izquierda como candidato a vice. De allí en adelante, Sueldo seguiría moviéndose hacia la izquierda, hasta acompañar a Oscar Alende en la fórmula presidencial de la Alianza Popular Revolucionaria de 1973. Matera, en cambio, no era precisamente un hombre de la izquierda peronista: sus principales amistades y lealtades estaban del otro lado de la cerca. Eso nos muestra cuán poco estabilizadas estaban las trincheras políticas en esos años de reacomodamiento a una vida política con peronismo pero sin Perón.
PG: Yo llamaría a esto “la flexibilidad” de los años sesenta. Y eso tenía influencia en mis posiciones: yo estaba allí o acá, un día ahí, un día acá. Y, sorprendentemente, no lo veía como un problema ni me daba vergüenza. En mi cabeza era perfectamente admisible. Un día era un rupturista del Partido Comunista; otro día, o el mismo día, era un rupturista del peronismo. Un día estaba con Portantiero; otro día, con mis compañeros de generación. Para ilustrar esa flexibilidad y agregar más datos a esa confusión que era mi vida adolescente-juvenil, voy a volver a Alberto Gerchunoff durante un segundo: en alguna reunión que no fue en mi casa, tal vez en la casa de Teodelina Lezica Alvear de Hileret, una metralla de apellidos oligárquicos que era una militante comunista, yo dije que no era comunista, sino demócrata progresista. Y lo dije porque acababa de leer las cartas de Lisandro de la Torre y había tres o cuatro dirigidas a Alberto. Eso me había fascinado y me dije: “Un Gerchunoff debe continuar esta tradición”. Entonces, por algunos días, también fui demócrata progresista. Recuerdo todo eso como una calesita vertiginosa. Todo duraba poco.
RH: Bueno, Lisandro de la Torre se movió bastante a lo largo de su vida política, y en algunas etapas de su carrera estuvo cerca de la izquierda; tras su muerte, incluso, la democracia progresista que había fundado conformó una alianza electoral con los comunistas. Eso sucedió en las famosas elecciones de febrero de 1946, cuando Perón ganó la presidencia. Pero al margen de los factores contextuales que estamos señalando, que revelan que en esos años sesenta el escenario político estaba abierto a transformaciones en distintas direcciones, creo que esa plasticidad puede entenderse a partir de otros dos factores. Por una parte, la veo como un fenómeno típicamente juvenil, ligado a la predisposición a experimentar y a cambiar. Por la otra, te pregunto si esas distintas tomas de posición no deben entenderse como parte de una búsqueda que era más intelectual que política. Era algo esperable de un joven al que las ideas le interesaban más que la acción.
PG: Portantiero era como mi hermano mayor. Era una persona extraordinariamente atractiva para mí como joven o como adolescente. Pero si algo no era Juan Carlos –lo digo y estoy seguro de que él se reiría y diría que es la pura verdad–, era un dirigente político. Hacia 1962, él me había pedido que me afiliara al Partido Comunista, pero solo para darle mayor volumen a la ruptura que estaban preparando. Esto sucedía al mismo tiempo que yo participaba en el 3MH. Iba a afiliarme, pero por una cosa u otra me demoré y finalmente no lo hice, pero afilié a dos amigos (Enrique Tandeter y Jorge Feldman, quien luego se casaría con Liliana De Riz). ¿Estaba dispuesto Juan Carlos a invertir su tiempo en Vanguardia Revolucionaria, de modo de convertirla en una fuerza de izquierda capaz de opacar al Partido Comunista? Lo dudo. Desde el punto de vista político, Vanguardia Revolucionaria era una experiencia que daba muy poco jugo porque a Portantiero le gustaba más quedarse en su casa leyendo a Gramsci. Tiempo después, me lo dijo varias veces: “Muchos veían en mí algo que yo no podía ser”. Creo que, en varios aspectos, eso vale para muchos de nosotros. Nos interesaban más las ideas que la política.
RH: Sin embargo, tu primera vocación –vos dirás si cabe llamarla de esta manera– no estuvo ligada a los espacios tradicionalmente asociados a la formación intelectual sino al periodismo. Al terminar el colegio secundario no te encaminaste hacia la universidad sino hacia las redacciones. Hablemos entonces de tu etapa en la prensa gráfica. En la introducción a tu último libro, La caída, de 2018, evocás esa experiencia que llenó una década de tu vida. Este libro difícil de clasificar –una entrevista ficcional del Pablo Gerchunoff de 1972 con el Perón de 1972, acompañada por una suerte de anexo donde, recurriendo al análisis histórico, explicás por qué Perón contesta tus preguntas del modo en que las contesta– es, entre otras cosas, un homenaje al mundo de la prensa gráfica, más precisamente al género entrevista periodística. Tu acercamiento al periodismo escrito coincidió con el auge de uno de los vectores de renovación del género en la década del sesenta: las revistas orientadas a las clases medias educadas, o que querían educarse bajo el signo de la renovación de las ideas, la cultura y las costumbres. ¿Qué te llevó en esa dirección?
PG: Por diez años, el periodismo se me presentó como una experiencia muy intensa y muy central. Entré a las redacciones después de un breve paso por la carrera de Sociología, que duró apenas un cuatrimestre. Empezó de manera algo fortuita. Curiosamente, casi al mismo tiempo que Juan Carlos Portantiero ingresaba en Clarín. Yo empecé en el semanario Todo, una revista dirigida por Bernardo Neustadt. Si mal no recuerdo, el jefe de redacción era Rodolfo Pandolfi.
RH: Muchas figuras que luego se hicieron un nombre en la academia pasaron por el periodismo en esos años, o escribieron regularmente en la prensa. Recordemos que la academia rara vez remuneraba lo suficiente como para vivir de ella; en la universidad casi no había puestos de dedicación exclusiva, el Conicet era muy pequeño, y orientado hacia las ciencias duras. Incluso nombres que uno suele asociar a la profesionalización de la actividad intelectual trabajaron en las redacciones. Para no mencionar más que un par de nombres emblemáticos: Gino Germani escribió varios artículos en la revista Idilio, de la editorial Abril. Y Ezequiel Gallo fue periodista deportivo de La Hora, el diario comunista.
PG: Así es. Ezequiel fue sobre todo un periodista del Partido. Juan Carlos, en cambio, fue un periodista de Clarín, y eso, en términos de periodismo profesional, son palabras mayores.
RH: Además de que el periodismo ayudaba a solucionar el problema de cómo ganarse la vida, quiero llamar la atención sobre el hecho de que también era una actividad que gente muy talentosa, que luego hizo carrera en la universidad, podía considerar estimulante, interesante y, en algunos casos, incluso prestigiosa. Había bastantes lazos entre ambos mundos. Más tarde los caminos se fueron separando.
PG: El periodismo tenía mucho atractivo. No entraba en mi mente ser un simple estudiante de Sociología cuando tenía a mi disposición una vida divertida, intensa y, por si fuera poco, bien pagada. Un periodista que recién comenzaba ganaba mucho más de lo que ganaría hoy. Yo vivía muy bien con mis ingresos como periodista, y pude independizarme de mi familia.
RH: ¿Cómo entraste a la redacción de Todo?
PG: Entré porque el padre de Lanny Hanglin era amigo de Bernardo Neustadt. Y Bernardo quería sumar dos o tres jóvenes que no hubieran tenido ninguna experiencia periodística. Lanny entró primero. Luego fuimos Pepe Eliaschev y yo. Recuerdo que nos entrevistó Enrique Raab.
RH: Raab, un gran periodista, asesinado durante el Proceso. Y ustedes eran todos chicos del Nacional Buenos Aires.
PG: Pepe Eliaschev y Lanny Hanglin tenían un año menos que yo, pero los conocía bastante del 3MH. Duró poquísimo este semanario porque Neustadt solo tenía financiamiento para unos pocos meses. En menos de un año todo se terminó. Un día vino Bernardo y nos dijo, como mi padre al obrero: “No va más”. Solo que nos pagó una suma muy jugosa, porque había –no sé si sigue habiendo– un régimen de indemnización muy generoso para los periodistas; trabajabas un mes, te echaban, y te pagaban seis meses, o algo así. Al poco tiempo me llamaron de la editorial Abril, y allí seguí mi carrera. Luego escribí para varias revistas: Leoplán, Panorama, Competencia. Como desde 1966 comencé a estudiar Economía, me tocó esta sección. En el periodismo todo es de una enorme y divertida superficialidad: “¿Vos sos estudiante de Economía? Entonces, a la página económica”. Así fue como empecé a firmar cosas y a ser visible como periodista económico, al mismo tiempo que avanzaba en la carrera universitaria. Todo se parecía a “Para ser periodista”, una aguafuerte muy graciosa de Roberto Arlt.
RH: ¿Tenías un modelo de periodista al que querías parecerte? ¿Qué significaba para vos ser un buen periodista en los años sesenta?
PG: Para mí, el periodismo no fue una vocación sino un descubrimiento, que con el tiempo se volvió cada día más seductor. Entré a las redacciones sin tener un modelo. Después descubrí a los periodistas de Primera Plana: Ramiro de Casasbellas, Tomás Eloy Martínez, Osiris Troiani.
RH: ¿Y qué hay de lo que pasaba fuera de la redacción? Esos fueron años de mucho cambio en la cultura, de expansión y diversificación de la oferta de entretenimiento.
PG: El fútbol ocupaba un lugar importante en mi vida. A Racing le fue muy bien a fines de los cincuenta y principios de los sesenta, y yo lo disfruté. También me cautivó el hipódromo. Mi acercamiento al turf tuvo algo de azaroso. Un día decidí que, como buen periodista, me tenía que ir a cortar el pelo a la tradicional peluquería Basile, en Esmeralda y Corrientes. Me tocó mi turno y al lado mío se sentó un señor mucho mayor que yo. El peluquero le dijo: “Y, ¿cómo va, comisario? ¿Algo para el fin de semana?”. Y el hombre le contestó: “El sábado, Buen Servidor en la cuarta”. Eso abrió otro mundo para mí.
RH: El turf ya había comenzado su descenso y estaba perdiendo público. Pero en los años sesenta todavía seguía atrayendo multitudes. Seguiste ese consejo.
PG: Ese sábado me fui al hipódromo. Viniendo de familia comunista, era un mundo desconocido para mí. No sabía ni por dónde se entraba ni qué era el paddock o la oficial. Pero me cautivó y le fui fiel por mucho tiempo, casi por el mismo período que fui periodista. No era un jugador empedernido pero me gustaba.
RH: En defensa de un espectáculo hoy bastante desprestigiado, hay que recordar que, de los entretenimientos que incorporan apuestas, o que funcionan sobre la base de apuestas, es sin duda el más cerebral. Hay azar, pero también mucho estudio y cálculo de probabilidades. Por algo a los conocedores se los llama “catedráticos”.
PG: Ese primer día en el hipódromo podían pasar dos cosas horribles. Una es que ganara. La otra es que Buen Servidor perdiera por menos de un pescuezo, como efectivamente sucedió.
RH: El hipódromo te debía una revancha… que por lo visto te tomaste. Fútbol, turf, periodismo: si tuviera que describir el cuadro que surge de tus recuerdos de la década del sesenta diría que está caracterizado por dos mundos. Por una parte, tenías un mundo que giraba en torno a la política y el debate de ideas, que en el curso de esos años fue perdiendo algo de gravitación. Y esto porque aparecieron otros intereses que conectan con fenómenos típicos de esa década: modernización de los consumos, cambios culturales graduales y en general poco traumáticos, expansión de la oferta de entretenimiento, en fin, lo que evoca una sociedad que se renueva al ritmo de la creciente gravitación de sus clases medias y de una economía en expansión. Allí, por cierto, no está anunciada la tormenta de los años setenta.
PG: Si tuviese que describir mi vida en esos años, diría que son los sesenta de un chico inquieto que tenía todo servido: le gustaba el periodismo, ganaba bien, disfrutaba del fútbol y de las carreras. Hasta se dio el gusto de ser colibretista del primer cortometraje de Eliseo Subiela. Con estos estímulos, la experiencia del Tercer Movimiento Histórico y de Vanguardia Revolucionaria se fue diluyendo. Fue como la historia que Scott Fitzgerald narra en Suave es la noche. En esa novela, el personaje masculino empieza como el más importante del libro. Y la historia, tal como yo la leo, gira en torno a cómo él se va esfumando y ella va ocupando el centro de la escena, hasta que en las últimas páginas el personaje masculino termina como una sombra. Eso me pasó con Vanguardia Revolucionaria y más en general con la política. En ese momento, yo no tenía ningún contacto, como sí lo tuvo, y muy intensamente, Juan Carlos Portantiero, con los disidentes comunistas de Córdoba que formaron el grupo de Pasado y Presente, un hito intelectual fundamental para entender la historia de la izquierda que se apartaba del Partido Comunista. A Pancho Aricó, que lideraba ese grupo, lo conocí más tarde, cuando se mudó a Buenos Aires, por lo que esa experiencia extraordinaria no tuvo ninguna relevancia para mí. Sí la tuvo para Juan Carlos Portantiero y para Juan Carlos Torre, que con el tiempo se volvió uno de mis mejores amigos y todavía lo es hoy. Para mí, en cambio, lo interesante estaba en otro lado.
RH: Decí algo más sobre los atractivos del mundo del periodismo en esos años sesenta.
PG: Me tocó vivir una etapa en la que había una vida rica en el medio. El Sindicato de Prensa, por ejemplo, era muy importante. Eduardo Jozami era el secretario general, y Roberto Quieto, sobre el que después quisiera decir algo, el abogado. Eso conecta con la experiencia de la CGT de los Argentinos, que era un foco de atracción para muchos periodistas. Todos los jóvenes más o menos radicalizados, peronistas o de izquierda, íbamos a la redacción del semanario de la CGT de los Argentinos a ofrecer algún dato, a hacer alguna colaboración. Allí conocí a Rodolfo Walsh, con quien en 1968 compartí el viaje a Cuba del que hablo en la introducción de La caída. Ambos asistimos al Congreso Cultural de La Habana, que tenía una sección sobre periodismo. Y al regreso pasamos juntos varios días en París y trabamos una buena relación. Recuerdo que después vino al cumpleaños de mi hermana, que se hizo en casa de mi padre, con mi madre ya muerta. De nuevo: era el mundo de los sesenta, que ponía en contacto desde grupos de izquierda bastante radicalizada hasta peronistas combativos.
PH: Describí cómo era tu relación con Portantiero, entonces uno de los líderes intelectuales del grupito de disidentes que en 1963 se apartó del Partido Comunista.
PG: En 1963 o 1964 yo todavía era el hijo de Julio y Albertina, de Julio y Tina. A medida que convergimos en las edades, nos fuimos acercando también en muchas otras cosas, y establecimos una relación que para mí fue muy importante, muy intensa. Pero en verdad la convergencia profunda con Juan Carlos y con muchos otros que conocí por ese entonces vino luego de 1976, en los años de la dictadura. Su exilio en México fue un gran dolor para mí; un dolor que importaba. Entonces, mientras él estaba en el exilio, como yo ya era economista o algo así, y de vez en cuando viajaba a seminarios internacionales, trataba de verlo. Recuerdo un encuentro muy importante en un seminario en Costa Rica, en 1978, donde además conocí a Raúl Alfonsín.
RH: Quiero volver por un instante a tu paso por la carrera de Sociología. Los relatos del ascenso de las ciencias sociales y en particular de la sociología en la década posterior al derrocamiento de Perón suelen enfatizar el atractivo de esa nueva disciplina, a la que sus practicantes describían como un saber científico que venía a colocar la discusión intelectual en un umbral superior. Eso es lo que predicó, con bastante éxito, Gino Germani. En tu descripción de esos años, sin embargo, el mundo ubicado fuera de la universidad era más seductor que el proyecto de conocimiento que promovía la sociología o, para el caso, cualquier otra disciplina académica. En tu experiencia, además, el factor perturbador no fue la política. Me interesa saber por qué pensás que no te cautivó el modelo del sociólogo profesional.
PG: Dejame decirte que no fui el único que se resistió. El propio Juan Carlos abandonó Sociología a poco de entrar, y retomó bastante más tarde. Por eso digo que tengo que ir a un psicoanalista, porque me doy cuenta de que hay algo imitativo, o no, no lo sé, con mi “hermano mayor”.
RH: Portantiero siempre tuvo algo de outsider. Tenía un denso mundo político-cultural fuera de la universidad, que de hecho antecedía a su ingreso a la carrera de Sociología, y que siempre lo sedujo. Tal vez no le gustaba la idea de convertirse en un actor político, pero el mundo intelectual asociado a la política le resultaba muy atractivo. Lo mismo puede decirse de José Aricó, al que le interesaban más las ideas y el debate político que la currícula universitaria. Pero sobre otros jóvenes que ingresaron a la carrera hacia 1960, y a los que también los seducía lo que sucedía en la calle, la sociología académica ejercía un atractivo poderoso. Pienso en Silvia Sigal, en Francis Korn, en Juan Carlos Torre.
PG: No fue así para Portantiero, que fue y volvió, y terminó graduándose de sociólogo muy tarde, a los 32 o 33 años, cuando ya tenía un nombre. El hecho de que tuviese otros intereses lo fue demorando. También creo que la atracción de la sociología para mi generación no era igual a la de los años fundacionales, en la década de 1950, cuando Germani armó la carrera. Hacia mediados de los sesenta ya era una oferta establecida, con bastantes estudiantes. Ese espíritu de cuerpo que pueden haber sentido Juan Carlos Torre o Manuel Mora y Araujo se había perdido. A mí no me llegó esa experiencia: éramos un montón de estudiantes que asistía a clase y preparaba exámenes.
RH: La mística cientificista se estaba opacando, y en tu caso no surgió otra capaz de reemplazarla. Unos pocos años cuentan, ya que el clima universitario cambió muy rápido, sobre todo desde el golpe de Onganía y la intervención a la universidad. Para entonces, Germani había decidido dejar el país para instalarse en Harvard.
PG: Fijate que yo comencé a estudiar Economía en 1966, cuando la experiencia de la universidad reformista se cerró con violencia. Quizás en otras circunstancias la universidad me hubiera resultado más atractiva, pero para entonces yo le daba más importancia a lo que pasaba afuera. La universidad podía estar y también podía no estar. En cambio, en figuras como Juan Carlos Torre o Enrique Tandeter, la vocación universitaria era dominante, y lo demás estaba subordinado. Torre, por ejemplo, hizo toda la experiencia de Vanguardia Revolucionaria dentro de las aulas, como estudiante y como dirigente estudiantil. Solo allí tenía sentido la militancia. Para gente como él, la universidad era importante, y muchos hicieron su carrera y luego partieron a hacer un posgrado afuera. Pero este no era el único camino posible, y tampoco era el más transitado. Cuando terminé la carrera de Economía pensé en ir a estudiar afuera, pero por diversas circunstancias consideré que ya era demasiado tarde. Adolfo Canitrot, que se fue a estudiar al exterior tarde y con hijos, es uno de los pocos casos que conozco de alguien de esos años que perseveró ya grande, hasta doctorarse. Su determinación siempre me causó admiración.
RH: ¿Qué te llevó a abandonar el periodismo? ¿Cómo fue que la economía le dobló el brazo a la redacción?
PG: Hubo un momento en que intuí que mi experiencia periodística tenía que acabarse. No había entrado con mucho entusiasmo a la carrera de Economía, y durante varios años fui algo así como un visitante en la facultad. Iba a clase, luego tomaba un café con mis amigos y, en vez de retornar a la facultad, volvía a la redacción. Tampoco hice la carrera muy rápido: tardé seis años en recibirme. Me seguía importando mi otra vida.
RH: Contá cómo veías el ambiente intelectual y político en la Facultad de Ciencias Económicas en esa segunda mitad de los sesenta. Recién decías que no te parecía muy interesante.
PG: No, no era especialmente atractivo. La dictadura y su presencia en la universidad son importantes para entender eso. Hacia 1970, sin embargo, algo me tocó un nervio. De a poco, todos mis amigos de la facultad fueron volviéndose peronistas o filoperonistas, y comencé a sentir una presión para acompañarlos en esta dirección. Allí estaban Juan José Llach, Miguel Bein, Ricardo Markwald, Fernando Porta. Al mismo tiempo, algo me cambió en la cabeza, y fue entonces cuando la economía verdaderamente empezó a interesarme. En esto, la influencia de Guido Di Tella, que además había hecho el tránsito de la democracia cristiana al peronismo, fue decisiva. Fue muy importante para que yo esté aquí hoy. Él, y no la carrera de Sociología, me despertó la curiosidad por las ciencias sociales.
RH: Guido Di Tella fue un personaje multifacético: hijo del empresario industrial más importante del país, ingeniero, luego economista, integrante del grupo fundador de la Democracia Cristiana, empresario y creador de instituciones de la cultura, intelectual y funcionario peronista, impulsor del peronismo renovador con Antonio Cafiero y luego canciller del gobierno de Carlos Menem. Hay muchos Guido Di Tella. Trazá un retrato del que conociste.
PG: Lo conocí como profesor. Guido enseñaba Desarrollo Económico. No sé si se llamaba “crecimiento” o “desarrollo”, porque cambió de nombre con el tiempo. Su curso –junto con el de Javier Villanueva; uno enseñaba Crecimiento y el otro Desarrollo– me llevó a pensar: “Acá hay algo que me gusta”. Guido era una figura notable, un gran profesor. La suya fue la primera materia que hice como si fuera un universitario en serio. Tanto es así que, al terminar el curso, me sumé a su cátedra como ayudante. Teníamos un diálogo fantástico. Él era muy antirradical. Desde que escribió su tesis doctoral sobre las etapas del desarrollo económico argentino, esa era una de sus obsesiones: el problema argentino eran los radicales. Nada en el mundo le parecía peor como factor de bloqueo al desarrollo económico argentino.
RH: Di Tella insistió mucho en que, tras la Gran Guerra, la Argentina dilató la transición hacia una economía industrial. En su visión, el principal responsable de esa “gran demora” había sido el gobierno radical, al que veía demasiado comprometido con los intereses agrarios como para advertir la necesidad de promover un cambio cualitativo en la orientación de la política económica. Una visión muy propia del clima intelectual de los sesenta, que sus trabajos contribuyeron a arraigar y a dotar de legitimidad intelectual.
PG: Su crítica al radicalismo no me importaba porque en esos años el radicalismo no tenía existencia en mi mundo. Casi no había radicales en la Facultad de Ciencias Económicas. Entre esos pocos estaba Luis Stuhlman, que visitaba la facultad de vez en cuando. Al igual que mis compañeros, yo lo veía como un personaje exótico. ¿Raúl Alfonsín? Su nombre no me decía nada.
RH: ¿Qué otros profesores o colegas contribuyeron a definirte como economista?
PG: En la universidad, además de Guido, y con algún desfase en el tiempo, Oscar (con acento en la O) Braun. Guido Di Tella primero, Oscar Braun después, me ayudaron a situarme como economista.
RH: Braun pertenecía a otra tribu, la de los marxistas académicos. Murió joven, y hoy es casi un desconocido.
PG: Oscar era un tipo muy brillante, de estilo muy oligarca, con yate y esas cosas. Venía de una familia muy rica. Difícil hacerse amigo de él, pero, si te hacías amigo, era interesante y muy divertido. Rosalía Cortés, que entonces era su esposa, era tan divertida como él o más. Oscar se fue del país en 1974 y no lo volví a ver: falleció unos años después, en un accidente.
RH: Se ocupaba de cuestiones como la teoría del comercio internacional, los flujos de valor entre centro y periferia. El hecho de que su nombre hoy sea poco conocido en la universidad está relacionado, sin duda, con que su agenda de investigación perdió gravitación académica mucho más rápidamente que la de Di Tella (que, además, siguió haciendo muchas cosas, y cambiando sus intereses y su enfoque).
PG: Sí, y con Oscar discutíamos sobre esos temas, y me impulsó a publicar un estudio sobre las ideas de Arghiri Emmanuel acerca del intercambio desigual. Fue la introducción a un cuaderno de Pasado y Presente que salió en 1972, y se llamó “Imperialismo y comercio internacional”. Ese texto lo escribí yo, aunque si mal no recuerdo no está firmado. O sí. Hace poco me llamaron de la Universidad de Córdoba para pedirme un par de carillas como recordatorio de aquella contribución.
RH: Por esos años también escribiste con Juan José Llach. Tengo presente un artículo aparecido en 1975 en Desarrollo Económico, que todavía suele encontrarse en las bibliografías de los cursos universitarios, “Capitalismo industrial, desarrollo asociado y distribución del ingreso entre los dos gobiernos peronistas”.
PG: Juan José fue un gran compañero de esos años. Lo nuestro fue amor a primera vista. Él era un demócrata cristiano con inclinaciones peronistas. Yo no era peronista pero tampoco de la izquierda más radicalizada, lo que desde el comienzo nos permitió congeniar bastante bien. Juntos escribimos ese artículo. Nunca pensamos que iba a tener la repercusión que tuvo, no como artículo académico –que también la tuvo– sino como hecho político. Pese a que tiene muy pocos números, poca evidencia cuantitativa, investigamos y trabajamos mucho para hacerlo. ¿Qué decíamos ahí? Que había habido vida entre las dos experiencias peronistas, lo que equivalía a decir que la década del sesenta no había sido mala para los asalariados. En ese momento, cuando reinaba la teoría de la dependencia, eso no era aceptado tan fácilmente. Recuerdo que, cuando lo presentamos en el IDES, invitados por Juan Carlos Torre, había banderas montoneras repudiándonos. El propio Juan Sourrouille, que después fue un amigo entrañable, y que era el moderador de la mesa, habló en contra de nuestro artículo. Pasé una noche espantosa.
RH: Llevó tiempo encuadrar la década del sesenta como un período de expansión económica y cambio productivo. Pese a que había sólidas evidencias que apuntaban en esa dirección, el argumento de que tras el derrocamiento de Perón había habido progreso social y mejora del nivel de vida estaba poco presente en la discusión. Palabras como “dependencia” e “imperialismo” tenían mucho peso. Al mismo tiempo, muchas veces los relatos sobre la política del período estaban más atentos a las batallas de retaguardia que libraba el movimiento obrero en defensa de sus conquistas de la era peronista que a los elementos que hablaban de la creciente centralidad de las clases medias o la movilidad social, fenómenos que se reflejaban, por ejemplo, en la expansión de la matrícula universitaria y el peso creciente de las demandas estudiantiles. En el clima muy ideologizado de los tempranos setenta estos aspectos más benignos no siempre se percibían en toda su significación. Visiones como las que informan La hora de los hornos de Pino Solanas, de 1968, o Los traidores de Raymundo Gleyzer, de 1973, tenían un influjo muy considerable sobre los sectores politizados de la opinión pública. El mundo más apacible de Mafalda y Eudeba, e incluso del Centro Editor de América Latina, estaba menos presente en ese cuadro.
PG: En ese ambiente, nuestro trabajo con Juan José no fue bien recibido, por decirlo delicadamente. Después, con los años, se convirtió en un artículo de alguna relevancia. Las dos cosas son sorprendentes: la reacción tan hostil, que yo no esperaba, y el hecho de que más tarde, con la revalorización de los sesenta, también llegase la revalorización de ese artículo.
RH: El argumento que allí presentaban estaba más en sintonía con tu experiencia de lo que habían sido esos años que con la visión que enfatizaba la primacía del imperialismo y la dependencia, o la revancha de las clases propietarias.
PG: Exactamente. Yo estaba revalorizando mi juventud sesentista, la vitalidad de ese ambiente, pero ahora desde una posición más académica.
RH: De todos modos, para entonces vos no te sentías del todo extraño al mundo peronista: Di Tella, Braun, Llach, todos pertenecían a esa gran familia. Además, en la estela del Cordobazo, en esos primeros años setenta, para los jóvenes politizados y con una sensibilidad política de izquierda, el atractivo del peronismo radicalizado, por ejemplo de Montoneros, era cada vez más considerable.
PG: Desde el momento en que Montoneros empezó a crecer, nadie fue indiferente a su influjo. De todos modos, sí fui inmune a una cosa: la lucha armada. Nunca me acerqué a la violencia revolucionaria. Tanto es así que la principal experiencia de la que participé en esos años, junto con Oscar Braun, fue la del Peronismo de Base. Ese fue el momento de mi vínculo más estrecho con el peronismo, y aun entonces estaba en contra de la lucha armada. El Peronismo de Base se parecía al populismo ruso: apreciaba mucho la natural sabiduría del pueblo. En el fondo, era una propuesta que negaba el núcleo del peronismo, porque por definición no se puede ser peronista y “basista” al mismo tiempo, algo que señaló atinadamente Pancho Aricó en un reportaje filmado que le hizo Carlos Altamirano. El principal referente político del Peronismo de Base era Envar El Kadri; también estaba Carlos Caride. Esa gente luego se volvió muy violenta, pero en ese primer momento todavía no lo era.
RH: Fue una experiencia que, como tantas otras en esos años, parecía no tener otro destino que ser engullida por Montoneros, cuyos animadores eran muy conscientes del poder seductor de la lucha armada. Esta forma de hacer política comenzó a ser vista como legítima por sectores cada vez más amplios de la izquierda peronista.
PG: Ilusos, nosotros por un momento creímos que podíamos ganar la batalla. Fue casi el mismo momento en que el grupo de Pasado y Presente, con Juan Carlos Portantiero pero con el rechazo de Juan Carlos Torre, se acercó a Montoneros. Eso fue una señal: para Pancho Aricó, políticamente hablando, solo existía Montoneros. Allí estaba la posibilidad de cambio. Después podés decir: “Qué horror, se contaminaron con los Montoneros” –yo no decía eso–, pero en todo caso Pancho tenía razón. Montoneros era un hecho político y el Peronismo de Base no lo era.
RH: De todos modos, y al igual que otras experiencias políticas anteriores, el Peronismo de Base no tuvo tanta intensidad en tu vida.
PG: Ninguna de esas experiencias se compara con lo que más tarde me produjo Alfonsín en el contexto de la democracia. Sin embargo, las circunstancias y la amistad me acercaron efímeramente –y peligrosamente– a Montoneros, ya en su momento agónico, en 1974. Fue muy peculiar, y ciertamente con un toque de demencia, sobre todo si se tiene en cuenta que yo no tenía nada que ver con ellos.
RH: Hablemos de ese episodio, en una época en la que algo parecido a la demencia parecía estar a la orden del día.
PG: A comienzos de mayo de 1974 recibí un llamado de Roberto Quieto, a quien, como dije, había tratado, varios años antes, en el Sindicato de Prensa. Quieto había pertenecido a las Fuerzas Armadas Revolucionarias, que para entonces se habían fusionado con Montoneros. Cuando me contactó, Roberto pertenecía a la cúpula de la organización. Pienso que yo era el único economista que conocía –tal vez porque era un economista periodista–, y por eso me buscó. Además, estaba ligado a Pancho Aricó y al Negro Portantiero, entonces próximos a Montoneros, y eso seguramente también ayudó a que pensara en mí para la tarea que voy a describir. Esto que estoy contando debe haber sucedido el 4 o el 5 de mayo de 1974, muy pocos días después de que, en un muy recordado discurso del Día del Trabajador, Perón expulsara a Montoneros de la Plaza de Mayo y, con ello, del movimiento. Nos encontramos y Quieto me dijo: “A nosotros esto no nos gusta, queremos dar marcha atrás, queremos reconciliarnos con Perón”. Para eso, Quieto quería entregarle a Perón –estoy casi seguro de que a través de José Ber Gelbard– un programa económico moderado. Es probable que hubiese otras operaciones simultáneas en la misma dirección, pero para ellos el acercamiento también debía tener una pata económica.
RH: Una prenda de paz de Montoneros a Perón, un capítulo de una negociación más amplia destinada a solicitar la readmisión de los “imberbes” en el club peronista.
PG: Nunca creí que esa propuesta pudiese llegar a buen puerto. Pero a Roberto no podía decirle que no. Le tenía afecto. Y me pasé del 5 o 6 de mayo al 1º de julio trabajando como el economista moderado de Montoneros, en las sombras, junto con otra persona a quien ahora prefiero no nombrar porque no sé si tiene ganas de recordar ese episodio. Fuimos delineando un plan económico. Yo escribía, entregaba el material, al poco tiempo me llevaban a algún lugar desconocido (me subían a un auto y me decían “no podés mirar dónde vamos”), y allí discutíamos con Mario Firmenich y con otra gente que yo no conocía. También, claro, con Roberto, aunque curiosamente él, que me había pedido el trabajo, no era el que más participaba en esas discusiones, seguramente porque había otra gente con más vocación por el saber económico. Firmenich era sólido, y hacía buenas preguntas.
RH: Alguna sensibilidad debía tener pues, una vez que su vida política terminó, y luego de que saliera de la cárcel indultado por Menem, cursó la carrera de Economía. Un colega nuestro que lo tuvo como alumno lo recuerda como un estudiante al que le gustaba hacerse notar.
RG: Alcanzamos un importante grado de avance en nuestro plan económico. Alguna vez fui a Noticias, el diario de Montoneros, a entregar material y allí me decían: “¿Por qué no te escribís un par de artículos?”. Lo hice. Los vi hace un tiempo y me parecieron horrorosos; no puedo creer lo que escribí. Allí argumentaba –al igual que Quieto en alguna pieza editorial del diario– en favor de un “frente nacional”, en el sentido de Frente Nacional Popular Burgués, etapa democrática de la revolución, o como quieras llamarlo. Gelbard entendía el lenguaje, y Roberto también, porque ambos habían estado en el Partido Comunista.
RH: Describí los grandes lineamientos del programa. ¿De dónde venían los estímulos para pensar los problemas económicos en ese momento? ¿Cuál era la arquitectura conceptual del proyecto de alianza de clases al servicio del desarrollo nacional?
PG: El programa estaba encuadrado en mi pobre marxismo, inspirado en mi contacto con el Partido Comunista, y muy centrado en la idea de la revolución por etapas. Veo allí el influjo de Juan José Real, con quien a fines de los sesenta y principios de los setenta entablé una relación de mucho afecto, pese a que era bastante mayor. Era un hombre a la vez duro y dulce, que el desarrollismo recogió poco después de que lo expulsaran del Partido Comunista.
RH: El desarrollismo de figuras como Rogelio Frigerio, que también tenía una inspiración comunista, planteaba cosas similares: alianzas entre clases sociales para promover la industrialización, base de toda política progresista y encaminada a aumentar el margen de autonomía de la economía nacional. ¿Eso estaba en tu radar?
PG: El razonamiento de Frigerio era algo primitivo, pero entonces me parecía que podía servir para la tarea que teníamos por delante. La idea era proponer un programa de desarrollo por etapas, aplicado a una economía cerrada como era la Argentina de entonces. Argumentaba en esta línea: “Cuando nosotros hablamos de socialismo estamos hablando de algo lejano en el tiempo, una tarea para el futuro. El propio General Perón estaría de acuerdo con esta visión de largo plazo; por el momento, en esta etapa, necesitamos desarrollo industrial, promovido conjuntamente por el empresariado nacional y los trabajadores; debemos juntarnos todos para avanzar en esa dirección”. Esa era, en el fondo, la idea frigerista, y de tantos otros. Las charlas con Juan José Real, que se seguía viendo a sí mismo como un comunista –lo mismo que Frigerio–, me sirvieron para precisar esta formulación.
RH: Más allá de su pertinencia o su elegancia conceptual, ese plan no fue muy lejos. Montoneros no solo no sería admitido nuevamente en la Plaza de Mayo sino que, tras la muerte de Perón el 1º de julio, iba a ser excomulgado por sus herederos.
PG: Lo nuestro no sirvió para nada. Al día siguiente de la muerte de Perón me llegó el mensaje: “Se acabó todo”. Cuarenta y cinco días duró mi experiencia como economista del ala moderada de Montoneros, del experimento de moderación de Montoneros.
RH: Del intento de acercamiento más que de moderación, ¿no es cierto? Porque lo que Montoneros buscaba era aceptación. Para decirlo en la jerga de Perón, que les permitieran volver a poner los pies en el plato.
PG: Exacto. Era algo puramente táctico, y el plan económico era un buen instrumento para eso.
RH: ¿Tenías la percepción de que los líderes de Montoneros advertían que, si no recibían la bendición de Perón, no tenían futuro político?
PG: Lo que mostraban en ese momento era que no podían romper con Perón, que si se apartaban no eran nada. Y fue por eso que intentaron algo que siempre me pareció destinado al fracaso. Más tarde, muchas veces pensé que me había arriesgado demasiado. De hecho, en esos años vivimos una etapa muy oscura. En 1975 solo quedaba un mundo académico opresivo, oprimido, sin una verdadera universidad en torno a la cual orbitar.
RH: Estamos hablando del último año del gobierno peronista, de la presidencia de Isabel. ¿Qué cambió para vos tras el golpe militar?
PG: En muchos planos es necesario distinguir entre esos dos momentos. Isabel y Videla no fueron lo mismo. Para mi experiencia personal, sin embargo, decir 1975 y decir 1976 no hace mucha diferencia. Como buen negador, pensé que con cambiar de domicilio alcanzaba para protegerme de la represión que entonces campeaba a mí alrededor. Me mudé de Palermo a San Telmo. Pero no fue suficiente. En mi nuevo departamento se escuchaba mucho el ascensor del edificio, y eso me hizo vivir momentos terribles. En el dormitorio, cada noche, el movimiento del ascensor, acercándose, me producía un ataque de terror. No sé cómo logré convivir con ese infierno. Sin duda fue un cambio radical respecto de la década del sesenta, agravado porque no tenía trabajo, o tenía trabajo mal pago. En 1974-1975 tuve algún cargo en la Secretaría de Comercio, del que me echaron cuando llegó la dictadura. Luego estuve un tiempo en el CEDES, el Centro de Estudios de Estado y Sociedad. Por suerte, un tiempo después Guido Di Tella me invitó a dar clases con él en la Universidad Católica, y allí comenzó a cambiar mi suerte.
RH: Fue entonces cuando llegaste al Instituto Di Tella.
PG: Sí, en esos años comencé a colaborar con Héctor Diéguez y Alberto Petrecolla en alguna de las investigaciones que realizaban en el Instituto, al mismo tiempo que daba clases con Guido en la Católica. Eso fue en 1979. Luego, entraron al Instituto Alfredo Canavese y Juan José Llach, contratados para poner en marcha un programa de enseñanza de posgrado financiado por el Banco Interamericano de Desarrollo. Tenía 32 años y entonces comenzó, verdaderamente, mi vida académica.
RH: Al ir cerrando otras alternativas, y al terminar de enrarecer la vida pública, la dictadura estimuló tu profesionalización.
PG: Exactamente. Pero ese pasado tuvo un costo, ya que me perdí la experiencia del doctorado. En la Universidad Di Tella soy el único emérito que no está doctorado. Pero al margen de esta deuda, fue entonces, en los años de la dictadura, cuando verdaderamente senté cabeza como economista. En consecuencia, estos últimos cuarenta años estuvieron dominados por las rutinas de la vida académica, primero en el Instituto Di Tella y luego en la Universidad Di Tella. Tuve, sin embargo, dos salidas temporarias durante los gobiernos radicales.
RH: Ese va a ser el foco de nuestro próximo encuentro.