Читать книгу Opiniones - Rubén Darío - Страница 5

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«Ma gia morte s’appressa: ¡deh! in quell’ora

Madre, m’aiuta lene, lene allora

Quando l’ultimo di ne disfaville

Con la man chiudi le stanche pupille;

E conquisto il demon che intorno rugge,

Cupidamente, all’anima che fugge

Tu, pietosa, o Maria, l’ala distendi:

Ratto la leva al cielo, a Dio la rendi.

UANDO La Nación, de Buenos Aires, me envió a Italia y comuniqué la impresión que hiciera en mi ánimo el augusto Papa blanco que hoy descansa en la muerte, citaba esos versos suyos, religiosos y pálidos como cirios. Como cirios son los versos de León XIII, por la palidez y por la llama, y porque, aun cuando en veces iluminasen cosas profanas, se consumen por Dios. Admirad y alabad al teólogo tomístico, al político progresista, al evangélico sociólogo, al sesudo autor de sus encíclicas. Yo celebro al poeta; yo celebro al pastor de pueblos que se detiene en sus paseos matinales a ver cómo crecen las flores del jardín de Horacio; al tiarado frecuentador del Dante; al viejecito transparente y delicado que se está muriendo y dice: «Escribid lo que voy a dictar»; y lo que dicta son versos. Versos puros y clásicos, versos que brotan con son castalio de una límpida fuente latina. Celebremos, los que guardamos aún como un raro tesoro, el entusiasmo, la pasión de un ideal de Belleza, la memoria del que, bajo el inmenso peso de su triple corona, conservó ligero y alado el pensamiento, y armoniosa y dulce la palabra, en relación apacible con las inmarcesibles musas. Pues el lírico que acaba de dejar su jaula dorada del Vaticano sabía amar la vida y celebrar sus dones, y en sus exámetros católicos oiréis un rumor de abejas paganas.... Son abejas que se han posado en las rosas de Virgilio y sobre los mirtos de Flacco... ¿Qué importa? Él llevaba a la pradera en que las ninfas de rosadas carnes han sentido el frescor del rocío de la aurora, sus pasos piadosos; junto a Filomela hacía revolar la blanca paloma del Espíritu Santo, y el gran Pan veía pasar entre las verdes hierbas, paciendo, maravilloso de candidez y de luz sublime, un corderito cuyos mansos ojos reflejan el universo, y cuyo contacto purifica la negra tierra: el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo.

No otium, sino ars cum dignitatem... Se veía que se había refrescado en el agua de Juvencia; la vida lo amaba.

El admirable Pontífice podía decir: «Entendámonos, una vez por todas. Hay sentencias que aceptamos porque sí, sin razón alguna, porque han sido dichas por personajes remotos, en una lengua muerta más o menos... Así, creemos como una verdad, porque está en griego, lo de que los amados de los dioses mueren jóvenes. No hay tal cosa. Los amados de los dioses mueren viejos... Y si, además de eso, son amados de Dios, mueren más viejos aún, como moriré yo, Arcade de Roma y Obispo del mundo, León XIII. Los que mueren jóvenes son los amados de los diablos...» Y a fe que hubiera hablado con mucha razón.

Desde sus primeros versos hasta esa serena y sentida Nocturna ingemiscentis meditatio que, en los instantes mismos de su Extrema Unción, pulía y repulía clásicamente, el favor apolíneo se revela, al propio tiempo que el apego a las formas ilustres y a la lengua sabia, que hacen del sagrado scholar uno de los últimos cisnes que habría el de Mantua acogido con placer en su lago sonoro.

No es de gran importancia saber si aquel canto nocturno fué el último, o si lo fué su composición en honor de San Anselmo:

Puber Beccensi cupide se condere claustro

Patricia Anselmus nobilitate parat,

Sub duce Lanfrancus, studiosus et acer alumnus

Sub patre Herluino crescit et usque pius;

Florentem ingenio juvenem ad cœlestia natum

Quem non perficiat tale magisterium?

Hinc pastor fidel divinæ, hinc munere doctor

Sublimi in superis vertice conspicuus.

Es el caso que supo morir líricamente, y en belleza, como un cisne. Después lo descuartizó la Ciencia y lo expuso la Tradición...

Se le ha comparado con un águila, con un águila blanca, con una blanca águila vieja. Chartran, que lo pintó orando; Laszlo, que revela sus manos; Benjamín Constant, que quiere mostrar su pensamiento; los pintores todos, que han dejado en el lienzo la venerable figura, parece que tuviesen la obsesión del ave jupiterina, que es también pátmica. Cuéntase que, en un instante de buen humor, se quejó el Papa a uno de esos artistas de que hubiese insistido tanto en su nariz... En la obra de Laszlo, las manos semejan garras marfileñas... Ya os he dicho cómo para mí la diestra de León XIII, al tenerla entre mis dedos, al depositar en ella, sobre la gran esmeralda de la esposa, mi beso sincero, me pareció una madeja de seda, una flor, un lirio de cinco pétalos, un viviente lirio pálido, o, acaso, una pequeña ave de fina pluma... Ha habido diabólicos escritores de calumnias que han dicho que con esas pálidas manos estrangulaba pajaritos que hacía cazar con redes de seda en sus jardines. En cuanto a las grandes narices, ciertamente son ellas la que patentizan la raza aquilina, y por otra parte, el Padre Santo debía haber sabido que, entre los poetas, de Ovidio a Cyrano, las grandes narices han sido acariciadas por la gloria; y entre los filósofos, Aristóteles, en el tratado de los Animales, hace su elogio. No recordaré, por excesivamente profano, el de Lampridio; pero sí la afirmación de un antiguo autor italiano: «Il naso grande da argomento d’uomo da bene.»

La nariz, la faz toda, era de águila, como la de Dante, y como la de Poliziano era de rinoceronte. Voltaire también la tenía de águila, y cuando he vuelto a ver el busto de Houdon y he renovado en mi memoria la máscara pontificia, he visto, en verdad, que César Zumeta y Hughes Le Roux tienen razón: en los labios de Pecci existía la sonrisa de Arouet... Nada quita esto a su alta potestad, a su fe celeste—lumen in cœlo—, a su misión sagrada de representar sobre la faz de la tierra al Divino Doctor de la Dulzura. Quiero fijarme, sobre todo, en su carácter de intelectual; y a propósito de la sonrisa, certificar que el poeta León XIII era cien veces superior, lira en mano, al admirable y detestable autor de La Pucelle... Pero ambos no cazaban moscas.

Poeta y rey, se ha visto mucho, desde el santo rey David, hasta Oscar de Suecia y Carmen Silva. Eso es fácil y aun decoroso de ser, cuando no se caza el jabalí o el hombre. Poeta y Pontífice se ha visto menos, se ha visto rara vez, y tan solamente vienen a mi recuerdo los nombres de Gregorio el Magno, que inmortalizó el canto católico y que merece el nombre de poeta; Eneas Silvio Picolomini, y León XIII, que no temían la compañía de las Piérides y ajustaban sus ideas ortodoxas a la vieja y mágica música que celebró al pío Eneas o los encendidos labios de Cloe. Los asustadizos tienen el sedativo antecedente de la homilía de San Buenaventura, que no juzga pecaminosa la frecuentación de las liras antiguas desechadas por el severo Jerónimo. Mas, ¿qué han sido sino almas artísticas los ministros de Cristo, que en lo antiguo como en lo moderno han creído con justicia que honrar a Dios por la Belleza no es más que honrarlo con creces? Como Gregorio, Agustín amó la música; Ambrosio el milanés, la hermosura litúrgica; Gregorio el de Nasianzo, la poesía, con toda la falange de los poetas místicos latinos de la Edad Media; Marbodio el de las gemas, Paulino de Nola, Rústico, Juvenco, Lactancio, Sedulio y todos los demás que tan bellamente ha exhumado en nuestros días la noble erudición de M. de Gourmont. Así, dice el venerable Beda hablando de los viejos poetas cristianos, sus versos inspiraban el desprecio al siglo y avivaban en las almas el ansia de la vida eterna.

Hicieron suyas también las ideas de la Escritura y dieron tanto encanto a su poesía, que los más sabios doctores se complacían en escucharlos. La creación del mundo, la caída del primer hombre, el cautiverio de Israel, su salida de Egipto y su entrada en la tierra prometida, la encarnación del Verbo, todas las peripecias de su redención, su resurrección del sepulcro, su subida al cielo, la venida del Espíritu Santo, la iluminación de los apóstoles y la maravillosa conquista del mundo por la doctrina de Jesús, eran alternativamente el objeto de sus cantos. Describían también a grandes rasgos el terror del juicio futuro, los horrores de la cárcel eterna y el dulce reposo del reino celestial; pero la pintura de la bondad de Dios y de su justicia les servía mucho más a menudo para hacer volver a los pecadores al amor del bien y a la práctica de la virtud. En parte, pueden aplicarse esas palabras a las poesías de Su Santidad difunta. Mas hay en él relampagueos que turban, de repente, la tranquilidad de la poesía ungida en el seminario. No en vano se roza uno con el enorme Alighieri. Tiene León XIII versos domésticos, consejos a la juventud, plegarias y simples recreos académicos, como su elogio a la fotografía; mas, entre sus poemas italianos y latinos, hallaréis de pronto la huella de la garra y la señal del aletazo. En verdad se dice: ¡Ha muerto una vieja águila blanca!

«Va, Benvenuto mio, che tu sei un valente uomo...» Un Papa es quien dice esas palabras al Cellini, y juzgo que, si León XIII hubiese estado en lugar de Clemente, habría dicho lo mismo. Pues era varón de altas vistas, de intelecto fuerte, y que por culpa de la política prosaica y baja de su siglo no pudo hacer brillar en San Pedro la luz de un nuevo Renacimiento. Mas, ¿quién mostro un espíritu más liberal que él frente a la ciencia moderna, con todos sus tanteos e ineficacias, junto a relativas victorias; o haciendo abrir por vez primera, a la curiosidad de la historia libre, los secretos de los archivos vaticanos, a punto de decir cuando se le observó que cierto célebre francés protestante revolvía y anotaba todos los registros: «¡Qué importa! ¡Decidle que no oculte nada, que lo publique todo!»; o entrando en la peligrosa cuestión social, de manera que traía a su verdadero origen y justicia el deber del rico y del proletario? Artista de armiño y púrpuras papales, como Gregorio, se complacía en la audición de los cánticos eclesiásticos; como Julio, gustaba de la arquitectura y de la pintura; como Clemente, de la escultura y de la orfebrería; como Alejandro, de la suntuosidad y de las magnificencias decorativas, y más artista que todos, en sí mismo, tenía el secreto del ritmo, la gracia de la expresión, el cetro del verso. Bien sentiría el ambiente de paganismo que en la basílica de las basílicas dejaron tantos antecesores suyos que alegraron la tristeza católica con la resurrección de griegos esplendores, y colocaron la concha sobre que se posaron los pies de la Anadiomena como pila de agua bendita.

De todos modos, los dioses ministraban a Jesucristo: Baco, el vino de la consagración; Ceres, la harina de la hostia; Hebe, la copa del misterio y del sacrificio. Y Pan, su siringa, convertida en los tubos del órgano basilical. Y bajo la mirada de Dios han vivido y vivirán los dioses, porque es mentira que ha muerto ninguno de ellos... Los dioses no se han ido, los dioses no se van: cambian de forma y continúan animando el universo y aplicando su influencia sobre el hombre.

El espíritu de León se despertó a la vida artística desde que, en su Carpineto natal, contempló el espectáculo de una naturaleza vivaz y palpitante: las viejas casas de piedra, el valle feliz, las parlantes aguas del Fossa, las metálicas hojas de los olivos, los bosques, en donde el pintoresco pino italiano dice como en ninguna parte su poema vegetal, y las alturas rocallosas que se incrustan en el cristal azul de un cielo incomparable, el cielo donde arde el sol del Lacio.

Y luego, cuando pasados los años de fatigas estudiosas y de sucesivos triunfos llega, ya anciano, al más elevado de los tronos, no hay duda que el poeta se sintió en él más alado y satisfecho que nunca. Tiene en la gloria de su vejez la omnipotencia moral, el esplendor de los césares y de los visires, los flabeles de Salomón, tres coronas superpuestas que irradian como constelaciones; seda, púrpura, oro, mármoles labrados por todos los semidioses del cincel, desde Fidias y Praxíteles hasta Miguel Angel; tiene eunucos como los príncipes musulmanes, mas eunucos melodiosos que cantan como los ángeles del teológico paraíso; tiene el anillo del Pescador y la portantina que conducen los rojos servidores; es una de las dos mitades de Dios que dijo Hugo; tiene el grato vino de Velletri y la torre Leonina; palomas, papagayos y pavos reales que decoran su jardín, cuando en sus paseos va a repetir un exámetro al son del chorro de la fuente, o a ver representar un antiguo misterio, o a meditar en la suerte del mundo, o a evocar la llama del Santo Espíritu, o del deus, o del daimon que le inspiraba. Ardiente pompa cardenalicia, uniformes que traen al presente la grandeza y el decoro de edades más estéticas, frescos en que los más maravillosos pintores de la tierra perpetuaron los sueños de los profetas, las visiones de antiguos iluminados o sus propios sueños o visiones; he ahí lo que rodea al cantor que bendice. Y viviendo en un tiempo sin armonía, en una época sin fe y sin belleza, él cultiva con mayor empeño su idioma armónico, su poético verbo, y es como el Orfeo de las catacumbas, que se confunde con el divino pastor de Galilea.

¡Duerme en paz, vieja águila cándida que te has perdido en el desconocido sueño! Asciende, alma rítmica, que saliste como de un copo de espuma o de un císnico plumón. El mundo sigue en su lucha incesante; la humanidad continúa en su inacabable guerra; los sabios de buena voluntad van en la obscuridad en busca de un secreto que no encontrarán nunca; las pasiones siguen ardiendo entre los incensarios del demonio; las naciones se miran con el recelo de los individuos; los reformadores claman sus sueños al viento; tan solamente el Arte sigue en la misma altura solar, todo de luz y de intuición sagrada, mirando las obras humanas con ojos de infinito. Un día os dije: «Sois filósofo, y volando sobre lo moderno habéis ascendido a la fuente de la Summa; sois teólogo, y en vuestras pastorales dais la esencia de vuestro pensamiento, caldeado por las lenguas de fuego del Santo Espíritu; sois justo, y de vuestro altísimo trono dais a cada cual lo que es suyo, aun cuando con el César no andéis en las mejores relaciones; sois poeta, y discurriendo y cantando en exámetros latinos y en endecasílabos italianos habéis alabado a Dios y su potencia y gracia sobre la tierra.

«Allí, en vuestro palacio, en la Stanza della Segnatura, Rafael, a quien llaman el divino, ha pintado cuatro figuras que encierran los puntos cardinales de vuestro espíritu. La Filosofía, grave sobre las cosas de la tierra, muestra su mirada penetradora y su actitud noble; la Justicia, en la severidad de su significación, es la maestra de la armonía; la Teología, sobre su nube, está vestida de caridad, de fe y de esperanza; mas la Poesía parece como que en sí encerrase lo que une lo visible y lo invisible, la virtud del cielo y la belleza de la tierra; y así, cuando vayáis a tocar a las puertas de la eternidad, no dejará ella de acompañaros y de conduciros, en la ciudad paradisíaca, al jardín en donde suelen recrearse Cecilia y Beatriz, y en donde, de seguro, no entran los que tan solamente fueron justos.» Tal habrá acontecido, ¡oh, santísimo Padre y querido poeta! Y no debéis de haber encontrado muchas dificultades en la Jerusalem celeste. ¿Qué mejor guía para el Paraíso que aquel que fué guiado por Virgilio y cuya obra estupenda tuvisteis siempre en compañía de vuestro breviario?


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