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UN CISMA EN FRANCIA

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ALOS vientos soplan sobre la barca de Pedro, que Mumen in cœlo dejó en tempestad y que Ignis ardens comienza a dirigir. El catolicismo pasa por una gran crisis; mejor dicho, el cristianismo; mas contra el catolicismo, contra la iglesia romana, se amontonan las más negras nubes. No es la primera vez, y por algo dijo la boca sagrada el non prevalevunt... No hay hoy profetas. Apenas M. León Bloy acaba de resurgir rugiendo contra «las últimas columnas de la iglesia», flacas columnas: Coppée, Didon, Brunetière, Huysmans, Bourget y otras menores, ¡cuán menores! Los rugidos de Bloy no los escucha el siglo, demasiado ocupado con otros asuntos. Entre tanto, en la España católica, la enemiga contra Cristo cunde; en la Francia cristianísima se expulsan las Congregaciones y el anticristianismo triunfa. Un Papa campechano y demócrata, en la Sede suprema, hace perder su brillo y su misterio a la Tradición. Cosa singular. Es en los países no católicos donde el catolicismo se expende y avanza tranquilo. Y un César protestante y fantasioso hace pensar, por su actitud, si no estarán próximos los tiempos en que, como en la Edad Media, se vea la formidable liga entre las dos mitades de Dios, de que habla Víctor Hugo: el Papa y el Emperador.

Hace poco se inauguró la estatua de un gran hombre bajo el auspicio de los socialistas ateos. Ahora bien, leed estas líneas: «No quisiera Dios que yo parezca jamás desconocer la grandeza del catolicismo y la parte que le toca en la lucha que sostiene nuestra pobre especie contra las tinieblas del mal. ¡Cuánto bien brota aún en el seno de las aguas revueltas de esa fuente inextinguible, en donde la humanidad ha bebido, por tan largo tiempo, la vida y la muerte! ¡Aun en esta edad de decadencia, y a pesar de las faltas llevadas al extremo con una obstinación sin igual, el catolicismo da pruebas de un asombroso vigor! ¡Qué fecundidad en su apostolado de caridad! ¡Cuántas almas excelentes entre esos fieles que no sacan de sus pechos más que leche y miel, dejando a otros el ajenjo y la hiel! ¡Cómo a la vista de esas tiendas, ordenadas en la llanura, y entre las cuales se pasea aún Jehová, se desea, con el profeta infiel, bendecir a aquel que se quisiera maldecir y decir: «¡Cuán bellos son tus pabellones! ¡Cuán encantadoras tus moradas!» A pesar de los límites obligados que el catolicismo pone a ciertos lados del desenvolvimiento intelectual, ¡cuántos espíritus que, sin las fundaciones religiosas hubieran permanecido sepultados en la vulgaridad o en la ignorancia, le deben su despertamiento! ¿En dónde encontrar algo más venerable que San Sulpicio, esa imagen viviente de las antiguas costumbres, esa escuela de conciencia y de virtud, en donde se da la mano a Francisco de Sales, a Vicente de Paúl, a Fenelón?

Aun en esa asociación, a veces un poco inocente, entre el catolicismo y los restos de la vieja sociedad francesa; en ese neocatolicismo, a menudo desabrido, ¡cuánta distinción todavía! ¡Qué atmósfera pura y honrada! ¡Qué esfuerzo ingenuo hacia el bien! ¡Ah! Guardémonos de creer que Dios ha dejado para siempre esa vieja iglesia. Ella se rejuvenecerá como el águila, reverdecerá como la palmera; pero es preciso que el fuego la depure, que sus apoyos terrenales se rompan, que se arrepienta de haber esperado demasiado en la tierra, que borre de su orgullosa basílica: Christus regnat, Christus imperat, que no se crea humillada cuando ocupe en el mundo una posición que no será grande sino a los ojos del espíritu.» ¿Quién ha escrito tales palabras, si no completamente ortodoxas, muy de acuerdo con la doctrina de quien dijo: «Mi reino, ¿no es de este mundo?» Ernest Renan. El orador que hoy pronunciase ese discurso en las Cámaras francesas sería calificado de clerical. Lo que hay es que, a pesar del antiguo espíritu religioso del pueblo, la fe ha sufrido aquí duros embates y todos los buenos anuncios, entre los cuales las grullas de Vogüe y tales o cuales conversiones notorias han sido simplemente ruidos de ideas aisladas o acontecimientos literarios. Cuando el snobismo tendió al catolicismo, la religión padeció una verdadera desgracia. La religiosidad de moda y la oración elegante hicieron más daño que el inofensivo satanismo intelectual y el mediocre cientificismo ateísta. El último, verdadero y peligroso enemigo de toda creencia en el pensamiento contemporáneo, ha sido el antecristo alemán, que fué empujado por la amenaza de una espada de fuego hasta el manicomio.

Mas la Iglesia sufre hoy ataques más formidables que los que la simple política puede dirigirle en cuestiones terrenales, o los que lanzarle pueden filosóficos arietes modernísimos, más poderosos que las pasadas flechas volterianas. Se trata de las revoluciones en el propio seno, de la renovación de antiguas oposiciones contra el dogma, de la resurrección de un cisma, en fin, más dañoso que todas las connivencias de afuera, y que enciende, después de largos siglos, fuegos que pueden producir un verdadero incendio en la romana basílica de las basílicas.

Hace poco tiempo un sesudo y sapiente escritor español—he nombrado a D. Edmundo González Blanco—demostraba, en un artículo admirable de vigor, la posibilidad de una iglesia nacional en España. «Ya que no tenemos en nuestra alma colectiva una fe robusta y personal que oponer al formalismo dominador del Vaticano, aprovechemos la que haya para constituir nuestra comunión nacional, nuestra iglesia independiente, nuestro catolicismo patriótico. Filipinas acaba de darnos el ejemplo; y esa necesidad social, hoy más que nunca sentida, se impone en lo sucesivo como una condición de prosperidad pública.» El golpe conmovería, ciertamente, a la curia romana, y parece que hay en el clero español partidarios de la autonomía religiosa, de la iglesia independiente nacional, hasta con el detalle de su misa propia, de la vuelta al uso del antiguo rito muzárabe.

Pues bien, todo eso es poca cosa con lo que encierra el siguiente suelto publicado ayer por Le Figaro: «El cardenal Richard, arzobispo de París, acaba de prohibir, por carta, a los alumnos de todos sus seminarios la asistencia a los cursos que el señor abate Loisy enseña en la Sorbona, en la Escuela de Altos Estudios. En la misma carta exhorta a todos los seminaristas que posean las dos últimas obras del señor abate Loisy a que las entreguen a sus superiores. Creemos saber que la comisión de Estudios Bíblicos instituída por León XIII no tardará en pronunciar su juicio sobre los libros acusados.» ¿Cuál es la doctrina que se condena del abate Loisy? Yo no he leído los libros de este sacerdote; pero sí sé que no es un défroqué más o menos sonoro, a la manera del padre Jacinto, del abate Charbonnel. M. Jean de Bonnefon, que es ducho en la materia, nos dice que la condenación o la absolución del abate Loisy es en realidad el fin o la transformación de la iglesia romana. «Es la conclusión de diez y nueve siglos de fe o el prefacio de un culto futuro.» Por mucho menos se quemó a Savoranola. La reforma que se desea en España es sencillamente de forma, y tiene razonables antecedentes; la tentativa del cismático francés va al fondo de la creencia, mina la base dogmática. El abate, que es persona de mucha ciencia humana, comienza por afirmar viejas herejías: Que Jesucristo no afirmó que fuese Dios, ni se juzgó nunca como tal; que el Pentateuco no es obra de Moisés; que el libro del Génesis, el de Tobías, el de Job, el de Judith, son simple literatura; que «todo el Antiguo Testamento está escrito sin ningún cuidado de la verdad objetiva, y no es más que un objetivo arqueológico de edificación religiosa». Eso, dicho por Renan, por Strauss, por Max Nordau, está perfectamente; pero la afirmación es de un sacerdote, sacerdote que no abandona ni la tonsura ni el hábito, y que cree servir así a la verdad y a Dios, y trabaja porque la Iglesia entera sea de su opinión. Lo principal está en lo referente al Nuevo Testamento: «La divinidad de Jesucristo no está escrita en el Evangelio. La Resurrección, la institución de los Sacramentos, la jerarquía de la Iglesia, todo eso puede ser artículo de fe, si se tiene fe. El cuarto Evangelio no tiene ningún valor histórico; la resurrección de Lázaro es un símbolo.» ¡Cómo debe estremecerse, en lo invisible, la sombra de Torquemada! Con la Nueva Jerusalem swedenborguiana, con las mil y una sectas del cristianismo yanqui, con el flamante profeta Elías y su productiva Sión, con tolstoístas y ultraevangelistas, la Iglesia no tiene nada que temer. Pero el abate Loisy es un dulce y piadoso enemigo íntimo que, si no se anula pronto, causará trascendentales perjuicios, y éstos los quiere evitar su eminencia el cardenal Richard, el fuerte viejecito que quiso confesar a Hugo. Es una nueva aparición de la incompatibilidad entre el progreso y la fe, entre la religión y la ciencia, entre la razón terrestre y la razón celeste. León XIII y su Santo Tomás no dejarán de tener culpa en la valentía del osado abate. Lumen in Cœlo no quiso iluminar en la ocasión; veremos si Ignis ardens, que aparece tan benigno, quemará, así sea metafóricamente.

En verdad, la obra del abate Loisy, con su aspecto moderno y superescolar, no es nueva. A través del océano del tiempo es un mugrón del arrianismo, llegado tras el biprincipismo gnóstico. Cristo ha sido el blanco de famosas herejías: Si Arrio y los suyos niegan su divinidad, Eutiquio le suprime toda humanidad, aboliendo así la redención, y Nestorio, estableciendo la división entre la parte divina y humana, destruía la unidad que constituye teológicamente el Hijo, ¿cuántos heresiarcas más se han atrevido con el más sagrado de los misterios cristianos? Sin embargo, entonces se discurría en el terreno de la filosofía religiosa, de la ciencia divina, de las doctrinas que dieron nacimiento y desarrollo a la patrología.

El abate Loisy es de última hora. Viene con la ciencia de hoy, es profesor «en Sorbona» y sabe lenguas orientales, arqueología, todo lo que sabía Renan. «—¡Bah, bah, bah, bah!; no sé hablar—dice el formidable profeta, y alguien que muy poco tenía de cura, Büchner, escribe en su libro, no religioso por cierto: «La fe tiene raíces en indisposiciones del alma inaccesibles a la ciencia.»

El cardenal Richard se preocupa grandemente del caso. Lo que debe hallar más grave su eminencia, y con él todos los católicos, es que el abate no renuncia a su sacerdocio ni a su título de católico, y cree servir al «más grande de los hombres», en su calidad sacerdotal y profesoral. Demás decir, que ha caído multiplicadas veces bajo el anatema de la Iglesia. El abate Loisy, simplemente, en el concepto católico, es un excomulgado. En él están contenidos todos los antiguos heresiarcas, desde Arrio hasta Berenger. Su exegesis renaniana, por el caso de su ministerio, no puede menos de causar el mayor escándalo entre los sinceros y firmes creyentes. Y su condenación o absolución por Pío X será la continuación de la normal doctrina católica, apostólica, romana, o el krack del Espírito Santo.


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