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LIBROS VIEJOS A ORILLAS DEL SENA

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E he acordado, en una mañana de comienzos de otoño, de ir a ver a mis viejos amigos los viejos libros de las orillas del Sena. Es un paseo higiénico, melancólico y filosófico. Desde el Quai d’Orsay hasta más allá de Nôtre-Dame, se goza de espectáculos imprevistos, fuera de lo pintoresco exterior. Por allí he visto una vez, con un chambergo semejante al del general Mitre, al sabio Mommsen. Por allí he encontrado al poeta Paul Fort y a M. Remy de Gourmont. Por allí saludé una vez al Dr. Bermejo. El «morne» Sena verleniano corre abajo. El Louvre alza su masa gris. Los vaporcitos se deslizan. Omnibus y automóviles pasan veloces entre los «quais», las casas viejas y el venerable Instituto. Arregladas o amontonadas las cantidades de papel impreso, son el atractivo de especiales visitantes y compradores, curiosos, bibliófilos, bibliómanos, filósofos, poetas, estudiantes. No es raro ver también junto a una grave peluca, junto a un extraordinario y antiguo gabán, la cara sonrosada, los cabellos rubios de una muchacha. Cuando es en buen tiempo primaveral, hay pájaros en los árboles vecinos.

Ancianas biblias, caducos misales, forman pilas sobre el parapeto. Colecciones de ilustraciones viejas hacen largas trincheras. Y entre las cajas de los «bouquinistes» está la profusa tentación de los aficionados. Allí hay de todo. Hay sus pequeños «inferii», de cosas prohibidas, vulgares novelas cantaridadas, tratados secretos para colegiales y gentes de cierto jaez. Especialistas ofrecen clásicos de Aldo Manucio, o de las memorables imprentas de Flandes. Ya ha pasado el tiempo en que se podía encontrar una ganga por casualidad, la joya bibliofílica que valía dos o tres mil francos y costaba treinta o cuarenta céntimos. Hoy todos esos vendedores estacionados a lo largo de los «quais» saben perfectamente lo que venden, y las buenas fortunas de los buscadores de antaño se hacen casi imposibles. No obstante, la baratura de lo que por lo general allí se encuentra, es notable. La obra rara, con todo, allí como en todas partes, habrá que pagarla caro.

Octave Uzanne ha escrito un interesante folleto sobre los vendedores de libros de las orillas del Sena. Otros escritores han pintado la curiosa vida de esos sedentarios del aire libre que, invierno y verano, bajo la nieve o bajo el sol, tienen por oficio sacudir el polvo a su mercancía y aguardar al cliente o al transeunte que se siente atraído por la fila de cajas y los montones de papel impreso. Los tipos de vendedores son variados, como los de los fieles bibliómanos. No escasea entre los primeros el erudito, que os da una lección de historia de la tipografía, de ediciones princeps, de incunables, mientras os vende un apolillado Horacio o Cicerón. Entre los segundos se ven apacibles profesores, sabios condecorados, simples sabios. He creído en más de una ocasión encontrarme con la amable figura de M. Bergeret... Lo que es a M. Anatole France no he visto jamás, demasiado metido en políticas y socialismos como está, él, el más aristocrático de los escritores franceses, que desaparece de repente de París y aparece en los palacios de príncipes italianos, sus amigos, o se va a Egipto, o a Atenas... No tiene ya tiempo de ir a las deleitosas correrías del bibliófilo, que en un tiempo fueron su placer. Junto a los respetables profesores, al lado de los tranquilos amantes de la sabiduría, detiene el vuelo una bandada de poetas y artistas jóvenes, cabelludos aún, o mondos, de modestas indumentarias, aires pensativos, ojos llenos de ensueños, miradas llenas de ideas. Pobres como los ruiseñores, compran poco, hojean mucho. Abundan los libros de estudio. Es que los estudiantes tienen un gran recurso cuando se sienten atacados de la tradicional inopia. Saben que el vendedor les compra con seguridad, a un precio relativo, sus volúmenes. Así, un código comentado contiene muchos almuerzos, muchas comidas en las cremerías del Quartier. Esos volúmenes siempre tienen salida, y duermen en su caja como en un Monte de Piedad. Son muchos los «magazines» ingleses y las publicaciones científicas de todas las partes del mundo. El Instituto provee largamente a los «bouquinistes». Hay pilas incontables de tesis, antiguas y recientes, y obras enviadas a eminentes académicos, con sendas y elogiosas dedicatorias.

Lo que más se encuentra, naturalmente, son novelas, novelas de todas clases y de infinitos autores, desde los del siglo XVIII hasta los de nuestros días, ejemplares de libros que «acaban de aparecer», a 3,50 francos, y que se venden por 80 céntimos. Hay rimeros de gloria fallida, arrobas de ingenio desperdiciado y averiado, copiosas cosechas de musas trashumantes que trabajaron para el olvido, esfuerzos inútiles... Allí yace la vanidad de la cantidad. Allí reposan los que han «hecho obra»: ¡tantos volúmenes, tantos tomos de crítica, tantas novelas...! ¡Nada, nada, nada! A diez, a quince, a veinte céntimos. La letanía de nombres desconocidos es abrumadora. Abrid un libro, y alguna chispa de talento encontráis siempre. Es el muladar de los ratés y el cementerio de los mediocres.

Impresos en elegantísimo papel, en formatos artísticos, con magníficas ilustraciones, suelen hallarse autores mundanos que han pagado bien caro una tentativa de consagración literaria. Poetas francorrumanos y franco brasileños, antiguos diplomáticos que conocieron a la princesa de Belgiojoso, rastacueros cosmopolitas de las letras, están representados por tomos de versos, momias de poemas, marchitos homenajes, exhumadas galanterías, adornadas generalmente con el retrato de los autores... Vanidad de vanidades y la más inofensiva de las vanidades. Allí duermen arrivistas de ayer, y llegan los de hoy a comenzar su sueño de mañana. En cambio, no he encontrado jamás, en la ensalada barata de esos cajones de literatura usada, ni un tomo de los sonetos de Heredia, ni una «plaquette» del pobre Lelian. Generalmente, lo barato es lo que merece la baratura. Impreso por Vanier, el editor de los decadentes, de terrible memoria, ha consagrado un volumen de versos que se titula Humbles Mousses. Allí leo los siguientes versos que traduzco, pues veréis que el caso merece la pena:

LOS VERDADEROS RICOS

Vosotros, que sabéis ganar el pan de cada día

Y, cubiertos de arpillera o de lienzo,

Dormís bajo los grandes techos, casi al aire libre,

O bajo la cabaña, humilde morada;

Hacia los ricos hoteles de piedra, donde el oro abunda

En donde pensáis que estaríais mejor,

Guardáos de lanzar una mirada envidiosa:

¡Sois vosotros los felices de este mundo!

Los pórticos de mármol y los artesonados

Ocultan el cielo, las corrientes aguas;

Cuando se tiene la idea de acumular rentas,

¿Se sabe acaso el encanto de los estíos?

Ni una sola de las felicidades que hacen amar la vida

Se da por el dinero;

La luz serena y el aire, el azul cambiante,

El sol, de alma encantada,

El hechizo de los grandes bosques y la gracia de las flores,

El césped, el perfume de las rosas,

La embriagante dulzura de las innumerables cosas

Bellas de formas o de colores,

Vienen a ofrecerse, sin pedir nada

Al más modesto de los transeuntes,

Mientras que en pleno aburrimiento, hastiado, privado de sentir,

Bosteza el dueño del dominio.

Pronto, cansado de los objetos que apenas ha querido,

Está sin necesidades y sin goce:

Saturado de todos los placeres que da el oro,

No desea nunca nada más.

¿Sabe acaso si hay en la tierra un sólo ser que le ame?

El hombre afligido de tesoros,

Se halaga esperando un amor compartido:

Una dote lo atrajo a él mismo.

Su corazón está lleno de sospechas adormidas,

Y mientras que el pobre diablo

Tiene la dicha de creer en la amistad sincera,

El duda de todos sus amigos.

¡Ah! compadecedle a ese rico; cuando el alma alegre,

Y sin cuidado del mañana

Le véis, caminando, la mano en la mano,

Su palacio hecho a la soberbia,

Vosotros tenéis la amistad, el amor, aun la alegría

De admirar la simple Naturaleza,

Y ese poderoso no puede, ¡oh, triste criatura!

Comprarlos con su oro.

El autor de eso se llama François Haussy, pero ese es el pseudónimo que oculta el nombre de Federico Humbert, el marido de Madame Humbert; que hoy, en la prisión de Fresnes, paga, con ella, las famosas estafas que conocéis. Es decir, no las paga; las purga... Federico Humbert es un poeta a treinta y cinco céntimos en el quai des Augustins...

Mi reconocido orgullo ha recibido en esos mismos lugares importantes lecciones, ¡oh, mis colegas de América! Por allí he comprado unas Prosas profanas, con la dedicatoria borrada, a treinta céntimos. Los que enviáis libros a estos literatos y poetas, a estos «queridos maestros», no sabéis que irremisiblemente vais a parar al montón de libros usados de los muelles parisienses. He comprado, entre otras obras de amigos míos, un tomo dirigido a Jean Richepin por un joven hispanoamericano, tomo de estudios sobre autores de Francia, en los cuales estudios hay uno del susodicho maestro, ditirámbico, ultrapindárico. La dedicatoria, lo más respetuosamente escrita, y dentro del libro, y en la parte dedicada a Richepin, una carta sentida y humilde. Pues bien, Richepin ni se dió cuenta del libro, ni le importó un ardite la dedicatoria, ni tocó la carta; y por treinta céntimos hice el rescate... Qué mucho, si un eminente crítico ha mandado vender en tas gran número de autores editados por el Mercure, sin cuidarse de borrar bien dedicatorias como las que he hallado en las Ballades, de Paul Fort... ¿No os decía que entre los libros viejos de las orillas del Sena se recogen lecciones de... filosofía, y valiosísimos granos de experiencia? Si no, os lo certifico ahora.

Más allá del Instituto hay un intermedio entre libros y libros, el que llenan las cajas de vendedores de medallas, de curiosidades, monedas antiguas, condecoraciones, alfarería desenterrada, y una especie de museo de Historia natural en miniatura. Hipocampos secos, como los que venden los muchachos napolitanos de la costa, corales, piedras preciosas, verdaderas e imitadas, hierros viejos de los que regocijan a Santiago Rusiñol, asignados, autógrafos, esculturas. Allí hay cosas de todos los siglos, desde fragmentos de objetos de la época cuaternaria hasta escarapelas del tiempo de la Revolución. Y más allá, continúa la serie de cajas de libros, custodiados por sus taciturnos vendedores.

Hoy vuelvo contento, porque he visto a una niña rubia comprar por un franco cincuenta, y una sonrisa muy rosada, una Nuestra Señora de París, no lejos de la armoniosa y serena Catedral; porque lejos de los malos hombres que murmuran y que odian, he saludado al otoño que acaba de llegar; y porque he adquirido un Quevedo impreso en Bruselas en tiempo del IV Felipe, hermoso, claro, con tapas de pergamino, por sesenta céntimos.

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