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PRÓLOGO por ENRIQUE DE HÉRIZ

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«El último libro del señor Kipling —opinaba una reseña de la revista Atlantic en diciembre de 1901, dos meses escasos después de la aparición de Kim— es, en mi opinión, su mejor obra y no resulta fácil compararla con la producción de ningún otro hombre; figura en una clase propia, que además es nueva, y resulta asombrosa por cuanto demuestra la espléndida versatilidad de su autor».

Kim había aparecido como un bocadillo entre dos obras mayores de Conrad: Lord Jim (1900) y El corazón de las tinieblas (1902); H. G. Wells había publicado en los tres años anteriores El hombre invisible y La guerra de los mundos; justo en el cambio de siglo, un tal Sigmund Freud acababa de publicar La interpretación de los sueños; Thomas Mann había entregado ya a la imprenta nada menos que Los Buddenbrook. Y sin embargo la crítica consideraba incomparables los méritos de Kipling, hasta el extremo de permitirle jugar en una categoría propia. El Nobel tardaría poco en llegar: lo ganó en 1907, con apenas cuarenta y dos años cumplidos, «en consideración a su capacidad de observación, originalidad e imaginación, la virilidad de sus ideas y el notable talento para la narración que caracterizan las creaciones de este autor de fama mundial». Lo celebró entre parabienes mundiales, aunque no pudo leer su discurso porque la muerte de Óscar II, rey de Suecia, impidió ese año la celebración del clásico banquete.

Sin embargo, muy poco después, aparece la primera nota discordante, el primer borrón en una imagen pública hasta entonces inmaculada. En una conferencia dictada en 1909, Forster, el otro gran referente británico para la novelística de contexto indio, entre abundantes alabanzas a la obra poética de Kipling deja caer la idea de que hay algún peligro en lo que él llama su «estética ideológica». Forster no usa la palabra «imperialismo», pero alude por primera vez a la que con el tiempo pasaría a ser muy común acusación contra el autor de Kim y de los dos volúmenes de El libro de la jungla. Era todavía una voz aislada. Kipling siguió gozando hasta su muerte, en 1936, del éxito crítico y comercial, así como de una consideración pública casi reverencial que lo mantenía como el escritor inglés más popular de su tiempo por encima de sus muchos y muy estimables contemporáneos. Y por partida doble: narrador y poeta.

Pocas décadas después, en cambio, en la segunda mitad del siglo XX, esa figura quedó truncada y violentamente descendida del pedestal que la había sostenido hasta entonces. Se volvió común, y hasta obligatorio, acusar a Kipling de imperialista. La otra objeción con que se puso de moda etiquetarlo nacía de una mezcla muy especulativa de reflexiones sobre su vida privada y apreciaciones en torno al papel de las mujeres en sus novelas: misógino, concluyó la ideología imperante. Incluso pareció fácil dar el segundo paso e insinuar (aunque a gritos) la posibilidad de una homosexualidad fuertemente reprimida como manantial obvio de esa misoginia.

De pronto, estaba prohibido que te gustara Kipling. Quizás, si eras menor de edad, podías pasártelo bien con El libro de la selva. Ah, pero eso era de Disney, ¿no?

Demos por hecho que ha pasado el tiempo suficiente. De todo. De la creación de Kim, por supuesto, pero también de la época en que era obligatorio interponer un filtro político entre el lector y el texto. Enfrentémonos, por fin, a la figura de Rudyard Kipling con toda la riqueza de sus contradicciones. Porque esa es la tarea pendiente, más allá de reivindicar un talento que, por fortuna, ha sido suficientemente defendido por la supervivencia de sus obras.

Kipling era, efectivamente, un imperialista. Es decir: creía en la necesidad de defender a toda costa y por todos los medios necesarios el imperio británico: contra los rusos, por encima de los indios, a pesar de los africanos. Se implicó públicamente en la guerra de los Boer, participó (junto con otros escritores a los que no fue tan fácil etiquetar) en tareas propagandísticas durante la Primera Guerra Mundial. En sus Epitafios de la guerra escribió: «Si alguien pregunta por qué morimos / decidle, porque nuestros padres mintieron». Y aunque esos dos versos brutales suelen citarse en contextos equivocados, la mentira que denunciaba en ellos se refería a la falta de preparación para la guerra, a su convicción de que Inglaterra no tenía el ejército que merecía. La crisis que experimentó al morir su hijo John en el frente de guerra, en 1916, tuvo que verse acrecentada por la conciencia de que sus actividades propagandísticas podían haber contribuido a acrecentar esa mentira tan bellamente denunciada luego.

Las contradicciones, los matices obligados, asoman por todas partes cuando revisamos su figura. ¿Era consciente de su condición de imperialista? Gracias a los manuscritos conservados de los sucesivos borradores de Kim nos consta que se esforzó por corregir ciertas muestras de racismo: eliminó comentarios despectivos, añadió alabanzas sensibles a la identidad india, se desprendió de estereotipos, redujo la grandeza que se concedía a algunos personajes por el mero hecho de ser ingleses. ¿Era esa corrección una manera de protegerse? ¿O un verdadero acto de contrición? ¿Importa algo eso ahora?

Kim está lleno de amor por la India. Un amor que va mucho más allá de la fascinación por lo exótico. Es cierto que su protagonista, ese muchacho espléndido y avivado, ese muchacho que es de origen británico por mucho que se disfrace de indio, pone todo su entendimiento al servicio del imperio. Es cierto que, en un sentido estrictamente argumental, la novela parece defender la necesidad de que el cerebro británico tome, así sea en la penumbra y con nula legitimidad, las decisiones que deban imponerse al bello cuerpo indio. Y sin embargo, en la comparación de culturas que inevitablemente se produce en Kim, en la contraposición de la pretendida eficacia británica con la prototípica lentitud asiática, no se puede decir que esta salga perdiendo. Ni mucho menos.

Kipling nació en Bombay en 1865. Su padre, John Lockwood Kipling, era profesor de escultura arquitectónica en la Escuela de Artes gubernamental de Bombay y más adelante llegó a ser conservador del Museo de Lahore.

Hablemos del padre. O, mejor dicho, tratemos de imaginar la relación de Rudyard Kipling con su padre. No hay cartas, ni referencias personales explícitas. El escritor, dicho sea de paso, nunca dejó pasar una oportunidad de insistir a su familia en la necesidad de hacer desaparecer, con la instrucción precisa de quemarlas, las cartas de tono personal que pudieran conservarse. Su hija confesó haberle hecho caso. Ciertamente, aunque la Universidad de Iowa inició en 1991 la publicación de una correspondencia que ya ocupa cinco tomos, el espacio para curiosear en las intimidades es casi nulo.

Quizá podamos contar, sin temor a desvelar ningún secreto, que en el arranque de Kim el monje budista recién llegado a la ciudad tiene una conversación con un conservador de un museo cuya amabilidad y sabiduría recordará varias veces a medida que la historia avance. Parece imposible que no se trate de un homenaje a la figura paterna. De hecho, la participación del padre en la creación del libro está documentada. Para empezar, la primera edición apareció con ilustraciones firmadas por John Lockwood Kipling. También el hijo tenía buenas dotes para el dibujo, pero el padre era un profesional. Además, cabe suponer que si Rudyard decidió escoger un monje budista como compañero de aventuras de Kim, en vez de un hindú, figura mucho más común en sentido estrictamente estadístico, fue porque su padre era un gran conocedor del budismo. En diversas cartas el hijo menciona su interés por algún encuentro inminente con su padre que habrá de permitirles, en plural, trabajar en el desarrollo de la novela. Más importante aún: en algunos de los relatos breves ambientados en la India que Kipling había escrito y publicado antes de Kim asomaba un territorio inquietante y oscuro, una especie de India prehippy, una India a la que los consabidos expatriados británicos acudían con la intención de perderse en una bruma a la que no era ajeno el opio. Antes de empezar la novela, Kipling había manifestado la intención de usarla para ahondar en ese territorio. Parece que el padre se aseguró de disuadirlo. Y no parece sensato dudar de su autoridad. En 1871, es decir, cuando Rudyard tenía seis años, sus padres viajaron a Inglaterra con él y su hermana menor para dejarlos a cargo de una familia de Southsea. Era práctica común entre los británicos que vivían en la India. Rudyard no guardaba precisamente el mejor recuerdo de esa peculiaridad de su infancia, que además se alargó durante seis años. Al parecer, la madre de la familia de acogida vivía con una obsesión religiosa y se aseguraba de hacer partícipes de ella a quienes la rodeaban. Durante años, se refirió al hogar de esa familia como «la casa de la desolación». Y aunque manifestaba siempre una comprensible gratitud por la escuela de Southsea, en algunos documentos menciona la fantasía de huir del encierro escolar y salir a patear las calles. Al lector de Kim no se le escapará el paralelismo con el joven protagonista de la novela, que terminará esforzándose por adquirir toda una serie de conocimientos de cuya necesidad es consciente, pero pactará largos veranos de ausencia y permiso a cambio de su esfuerzo. También el personaje de Stalky en Stalky & Co se pasa la vida soñando con huir del internado. En 1877, cuando Rudyard y su hermana llevaban ya seis años con familia prestada, regresó a Inglaterra la madre. El padre tardó todavía otro año y nada más llegar cogió a su hijo, que llevaba sin verlo desde 1871, y viajó con él a París, donde se celebraba una Exposición Universal que incluía una exposición de arte indio dirigida por John Lockwood Kipling.

¿Misógino? En buena parte de la obra de Kipling las mujeres brillan por su ausencia. En otras, tienen un uso instrumental bastante evidente: entorpecer la marcha del protagonista. Desde luego, tal es el caso en Kim, donde las pocas mujeres que aparecen lo hacen con intenciones más o menos aviesas: drogar a Mahbub, engañar al lama, seducir a Kim. Y encima hablan demasiado. Solo se salvan cuando adoptan un papel más o menos maternal. Al final, Kim llegará a lamentarse y se preguntará cómo diablos va a poder dedicarse a lo verdaderamente importante si siempre se tiene que estar librando del acoso de estas mujeres. De nuevo, carecemos de material no especulativo para saber cómo fueron las relaciones de Kipling con las mujeres fuera del papel escrito. Se casó y tuvo hijos, sí. Hubo incluso otras dos ocasiones anteriores en que había llegado a comprometerse, pero ambas se deshicieron antes de llegar al matrimonio: la primera, con su supuesto gran amor de juventud, porque ella le puso fin. La segunda era la hermana de su mejor amiga y siempre se ha dado por hecho que la relación se vio imposibilitada por desavenencias teológicas con el padre de ella, tan supuestamente preocupado por posibles tendencias heréticas del candidato a yerno que este se vio obligado a describir sus creencias en una carta: «Creo en la existencia de un Dios personal ante el cual somos responsables en persona por el mal que hagamos; en la obligación de seguir, y el peligro de desobedecer, las diez leyes éticas que se nos han entregado... Rechazo directamente la creencia en un castigo eterno. Rechazo la creencia en una recompensa eterna. Creo en Dios, Padre Todopoderoso...». No está mal para alguien a quien, acaso con excesiva ligereza, se suele atribuir la frase: «Soy un ateo temeroso de Dios».

Y si el autor se resiste al etiquetaje, aún más su obra. Kim ha sido tratada como novela infantil y su lectura resultaría casi imposible para un niño de nuestro tiempo. Es argumentalmente una obra de espionaje de cuya lectura se desprende inmediatamente que a) Kipling no tenía el menor interés por el género de la novela de espionaje y b) aun si lo hubiera tenido, la habilidad para el suspense, para tramar acciones y misterios era una de sus mayores carencias. En el territorio temático Kim es una búsqueda espiritual, pero esa orientación, ese viaje del lama en busca del río, esa tensión entre la Rueda de la Vida y el Camino Medio, solo enriquecen la novela en la medida en que sirven de contraposición, como ya se ha dicho, al mundo británico de la eficacia y la supervivencia. «¿Permanece la Rueda si un niño o un borracho la hacen girar? —pregunta el lama—. Este es un mundo grande y terrible, chela». Kim bosteza y responde: «A mí me parece bueno. ¿Qué hay para comer? No he comido nada desde anoche».

Kim es ciertamente una novela de aventuras, pero escrita por alguien que reniega del género. Alguien que, llegado el verdadero momento de la aventura en la India, cuando aparecen incidentes brutales y elefantes e incendios y muertes y sorpresas, se limita a enunciarlo en un párrafo breve: «Kim nunca olvidaría aquel trayecto...», nos dice Kipling. Aquel trayecto en el que ocurrió toda la sarta de sucesos que a continuación se enumeran, pero que no nos detendremos a relatar porque lo importante es otra cosa. Lo importante es, como en toda novela que de verdad quiera hacer honor al género, el asunto de la identidad. «“Soy Kim, soy Kim, ¿y qué es Kim?”, repetía su alma una y otra vez». La maldita pregunta: quién soy, quiénes somos, y qué es eso que somos. La pregunta que hace posible y necesario el género de la novela. Durante las deliciosas páginas centrales, en las que Kim y el lama avanzan sin saber siquiera hacia dónde por esa carretera central que podría llevarlos a recorrer toda la India, les ocurren una serie de peripecias más o menos aventureras. Pero lo que de verdad les ocurre es un viaje interior hacia el núcleo de sus respectivas identidades. Es una figura clásica de la picaresca: dos que van de viaje hacia sí mismos. Y cada uno hacia el otro, porque, como mandan las leyes del género, terminarán por contagiarse.

Puede que el tiempo haya sido más implacable con Kim que con otras novelas contemporáneas. Desde luego, leído con nuestra perspectiva, el Conrad de El corazón de las tinieblas es mucho más moderno y vigente. Y sin embargo, Kim tiene algo de precursora, algo de novela on the road antes de tiempo, una rebeldía genérica que la hace inclasificable y moderna precisamente por eso. Por acabar donde empezamos, démosle al fin la razón al crítico: «Figura en una clase propia, que además es nueva».

E. DE H.

Kim

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