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¡Vosotros que recorréis el estrecho camino

iluminados por el fuego del sacrificadero

hasta el Día del Juicio,

sed discretos cuando «los paganos»

rezan al Buda de Kamakura!

El Buda de Kamakura

Estaba montado a horcajadas, desobedeciendo las ordenanzas municipales, en el cañón Zam-Zammah, sobre su plataforma de ladrillo, frente a la antigua Ajaib-Gher, la Casa de las Maravillas, como los nativos llaman al museo de Lahore. Quien poseía el Zam-Zammah, ese «dragón que exhala fuego», poseía el Punjab, pues la gran pieza de color verde bronce siempre es la primera presa del conquistador.

Kim había echado de los muñones al chico de Lala Dinanath, y no sin cierta justificación, dado que los ingleses ocupaban el Punjab y Kim era inglés. Aunque su piel era oscura como la de cualquier nativo, aunque hablaba de preferencia la lengua autóctona y pronunciaba su lengua materna con un sonsonete apocopado e inseguro, aunque confraternizaba en perfecta igualdad de condiciones con los chiquillos del bazar, Kim era blanco, un blanco pobre, de los más humildes. La mujer mestiza que cuidaba de él (fumaba opio y fingía tener una tienda de muebles de segunda mano junto a la plaza donde aguardaban los coches de alquiler baratos) decía a los misioneros que era hermana de la madre de Kim, pero su madre había sido niñera de la familia de un coronel y se había casado con Kimball O’Hara, joven sargento portaestandarte de los Mavericks, un regimiento irlandés. Más adelante obtuvo un puesto en el ferrocarril de la línea Sind, Punjab y Delhi, y su regimiento regresó a casa sin él. La esposa falleció de cólera en Ferozepore, y O’Hara se dio a la bebida y a holgazanear de un extremo a otro de la línea con su hijo de tres años y aguda mirada. Asociaciones y capellanes, inquietos por la criatura, intentaron atraparlo, pero O’Hara se escabulló, hasta que encontró a la mujer que fumaba opio, él le tomó gusto a esa sustancia y murió tan pobre como los blancos mueren en la India. Sus posesiones, al fallecer, consistían en tres documentos: a uno lo llamaba su ne varietur, porque estas palabras constaban bajo su firma en el papel, otro era su «certificado de despacho de aduanas» y el tercero la partida de nacimiento de Kim. Todo esto, solía decir en el espléndido estado inducido por el opio, aún haría un hombre del pequeño Kimbell. Bajo ningún concepto debía Kim separarse de ellos, pues formaban parte de una gran magia, una magia como la que practicaban los hombres allá lejos, detrás del museo, en la gran Jadu-Gher azul y blanca, la Casa Mágica, como nosotros llamamos a la logia masónica. Decía que algún día se haría justicia y el poder de Kim sería exaltado entre las columnas, unas columnas monstruosas, de la belleza y la fuerza. El mismo coronel, montado en un caballo, a la cabeza del mejor regimiento del mundo, atendería a Kim, el pequeño Kim que habría estado en mejor posición que su padre. Novecientos diablos de primera clase, cuyo dios era un Toro Rojo sobre un campo verde, atenderían a Kim, si no se habían olvidado de O’Hara, el pobre O’Hara que era capataz de la línea de Ferozepore. Entonces él lloraría amargamente en el sillón de juncos rotos de la terraza. Y así, después de su muerte, la mujer metió el pergamino, el papel y la partida de nacimiento en un estuche de cuero para amuletos, lo cosió y lo colgó del cuello de Kim.

—Y algún día —dijo ella, recordando confusamente las profecías de O’Hara—, vendrá a buscarte un gran Toro Rojo sobre un campo verde y el coronel montado en su alto caballo y —concluyó en inglés— novecientos diablos.

—Ah, lo recordaré —replicó Kim—. Vendrán un Toro Rojo y un coronel montado a caballo, pero según mi padre primero vendrán los dos hombres que preparan el terreno para esas cosas. Eso dijo mi padre que hacen siempre, y siempre es así cuando los hombres hacen magia.

Si la mujer hubiera enviado a Kim a la Jadu-Gher local con aquellos documentos, naturalmente la Logia Provincial le habría aceptado y enviado al Orfelinato Masónico en las montañas, pero lo que había oído decir de la magia le hacía desconfiar. También Kim tenía sus propias opiniones. Cuando llegó a la edad de la indiscreción, aprendió a evitar a los misioneros y los blancos de aspecto serio que le preguntaban quién era y qué hacía, pues nada que Kim emprendiera tenía un éxito inmenso. Es cierto que conocía la espléndida ciudad amurallada de Lahore desde la puerta de Delhi hasta el Fuerte Ditch, en las afueras; que era uña y carne con hombres cuyas vidas eran más extrañas que nada de lo que hubiera soñado Haroun al Raschid y que él mismo llevaba una vida tan descabellada como la de Las mil y una noches, pero los misioneros y los secretarios de las asociaciones benéficas no alcanzaban a ver su belleza. En los distritos le conocían como «el Amiguito de Todo el Mundo», y muy a menudo, como era ágil y no llamaba la atención, hacía recados de noche, en las concurridas azoteas de las casas, para jóvenes pulcros, lustrosos y elegantes. Era intriga, y eso él lo sabía, desde luego, pues conocía el mal desde su más tierna infancia, pero le encantaba aquel juego por el puro placer de practicarlo: el sigiloso merodeo por los oscuros barrancos y callejones, trepar por una cañería, las imágenes y los sonidos del mundo femenino en los terrados y la huida precipitada saltando por las azoteas a cubierto de la cálida oscuridad. Y los encuentros con santones, con los faquires cubiertos de ceniza junto a sus santuarios de ladrillo bajo los árboles, a orillas del río, con los que estaba muy familiarizado. Les saludaba cuando ellos regresaban tras haberse pasado la jornada mendigando y, cuando nadie podía verle, comía del mismo plato que ellos. La mujer que cuidaba de él insistía con lágrimas en los ojos en que se pusiera ropas occidentales, pantalones, camisa y un estropeado sombrero. A Kim le resultaba más fácil ponerse un atuendo hindú o mahometano para ocuparse de ciertos asuntos. Uno de los jóvenes elegantes, al que encontraron muerto en el fondo de un pozo la noche del terremoto, le había dado cierta vez una indumentaria hindú completa, el vestido de un arrapiezo de casta inferior, y Kim lo guardaba en un lugar secreto bajo unas vigas en el almacén de maderas de Nila Ram, más allá del Tribunal Supremo del Punjab, donde se secan los troncos fragantes de cedro deodara traídos Ravi abajo. Cuando había actividad comercial o jolgorio en marcha, Kim usaba su atrezzo y al amanecer volvía a la terraza, cansado de gritar detrás de un cortejo nupcial o de chillar en un festival hindú. A veces había comida en casa, pero era más frecuente que no la hubiera, y entonces Kim salía de nuevo para comer con sus amigos nativos.

Ahora, mientras sus talones tamborileaban contra el ZamZammah, una y otra vez dejaba el juego de rey del castillo con el pequeño Chota Lal y Abdullah, el hijo del confitero, para hacer una ruda observación al policía nativo que vigilaba junto a las hileras de zapatos a la entrada del museo. El corpulento punjabí le sonreía con tolerancia, pues conocía a Kim desde hacía largo tiempo, lo mismo que el aguador, cuyo odre de piel de cabra regaba la seca calle, y Jawahir Singh, el carpintero del museo, encorvado sobre unas nuevas cajas de embalaje. Por aquellos pagos todo el mundo le conocía, salvo los palurdos del campo que se daban prisa por ir a la Casa de las Maravillas para ver las cosas que hacían los hombres en su propia provincia y otros lugares. El museo estaba dedicado a las artes y las manufacturas indias, y todo el que quisiera ilustrarse podía solicitar las explicaciones del conservador.

—¡Fuera! ¡Fuera! ¡Déjame subir! —gritó Abdullah, que trepaba por la rueda del Zam-Zammah.

—Tu padre era pastelero, tu madre robó el ghi —tarareó Kim—. ¡Todos los musulmanes se cayeron del Zam-Zammah hace mucho tiempo!

—¡Déjame subir! —gritó el pequeño Chota Lal, con su gorra bordada de oro en la cabeza. Su padre tal vez tenía medio millón de libras esterlinas, pero es posible que la India sea el único país democrático del mundo.

—Los hindúes también se cayeron del Zam-Zammah. Los musulmanes los empujaron. Tu padre era pastelero...

Se interrumpió, pues un hombre al que Kim, que creía conocer a todas las castas, nunca había visto doblaba la esquina, procedente del ruidoso bazar Moti, y avanzaba arrastrando los pies. Mediría algo más de metro ochenta, llevaba una indumentaria con numerosos pliegues, de una tela sucia que parecía una manta de caballo, y ninguno de aquellos pliegues le evocaba a Kim un oficio o profesión conocidos. Del cinturón le pendía un estuche de hierro calado para guardar plumas y un rosario de madera como los que usan los santos varones. Se tocaba con una especie de gigantesca gorra escocesa. Tenía la cara amarillenta y arrugada, como la de Fuk Shing, el zapatero chino del bazar. Los rabillos de sus ojos se doblaban hacia arriba y les daban el aspecto de pequeñas ranuras de ónice.

—¿Quién es ese? —preguntó Kim a sus compañeros.

—Puede que sea un hombre —respondió Abdullah, con un dedo en la boca, mirándole fijamente.

—De eso no hay duda —dijo Kim—, pero jamás he visto a un hombre de la India como él.

—Puede que sea un monje —dijo Chota Lal, que había reparado en el rosario—. ¡Mirad! ¡Entra en la Casa de las Maravillas!

—No, no —dijo el policía, sacudiendo la cabeza—. No entiendo lo que me dice. —El agente hablaba punjabí—. Eh, Amigo de todo el Mundo, ¿qué dice este hombre?

—Envíalo aquí —repuso Kim, y saltó del Zam-Zammah, agitando en el aire los pies descalzos—. Él es un extranjero y tú eres un búfalo.

El hombre hizo un gesto de impotencia y se dirigió a los muchachos. Era viejo, y la lana de su túnica aún olía a la apestosa artemisa de los puertos de montaña.

—Decidme, niños, ¿qué es ese gran edificio? —les preguntó en un urdu muy bueno.

—¡La Ajaib-Gher, la Casa de las Maravillas! —Kim no le dio ningún tratamiento, como lala o mian. No podía adivinar cuál era el credo de aquel hombre.

—¡Ah! ¡La Casa de las Maravillas! ¿Puedo entrar?

—Está escrito en la puerta. Todo el mundo puede entrar.

—¿La entrada es gratuita?

—Yo entro y salgo, y no soy ningún banquero —dijo Kim, riendo.

—¡Ay! Soy viejo. No lo sabía. —Entonces, acariciando su rosario, se volvió a medias hacia el museo.

—¿Cuál es tu casta? —le preguntó Kim—. ¿Dónde está tu casa? ¿Vienes de lejos?

—Vengo de Kulu, más allá del monte Kailash... ¿pero qué sabes tú? De las colinas donde —exhaló un suspiro— el aire y el agua son puros y frescos.

—¡Ajá! Un khitai [un chino] —exclamó Abdullah, orgulloso. Cierta vez Fuk Shing le echó de su tienda por escupir al ídolo chino colocado por encima de las botas.

—Un pahari [un montañés] —dijo el pequeño Chota Lal.

—Sí, muchacho, un montañés procedente de unas montañas que nunca verás. ¿Has oído hablar de Bhotiyal? [Tíbet]. No soy khitai sino bothiya [tibetano], si quieres saberlo, un lama, es decir, un gurú en tu lengua.

—Un gurú del Tíbet —dijo Kim—. No había visto a ninguno. Entonces, ¿en el Tíbet son hindúes?

—Somos seguidores del Camino Medio, vivimos en paz en nuestras lamaserías, y yo voy a visitar los Cuatro Lugares Sagrados antes de morir. Ahora vosotros, que sois niños, sabéis tanto como yo, que soy viejo. —Sonrió afablemente a los chiquillos.

—¿Has comido?

El hombre buscó bajo la pechera de su vestimenta y sacó una desgastada escudilla de madera. Los muchachos asintieron. Todos los monjes que conocían pedían limosna.

—No deseo comer todavía. —Volvió la cabeza hacia una vieja tortuga que estaba bajo el sol—. ¿Es cierto que hay muchas imágenes en la Casa de las Maravillas de Lahore? —Repitió estas últimas palabras como si quisiera cerciorarse de una dirección.

—Sí, es cierto —repuso Abdullah—. Está llena de bustos paganos. También tú eres un idólatra.

—No le hagas caso —dijo Kim—. Esa es la casa del gobierno y en ella no hay ninguna idolatría, sino tan solo un sahib de barba blanca. Ven conmigo y te la enseñaré.

—Los monjes desconocidos se comen a los niños —susurró Chota Lal.

—Y él es un desconocido y un but-parast [idólatra] —terció Abdullah, el mahometano.

Kim se echó a reír.

—Él es otra cosa. Corred a las faldas de vuestras mamás y poneos a salvo. ¡Vamos!

Kim hizo girar el torniquete que registraba automáticamente las entradas de visitantes, y el viejo le siguió y se detuvo, asombrado. En el vestíbulo estaban las esculturas grecobudistas más grandes, talladas por artesanos olvidados cuyas manos habían conseguido, y no sin habilidad, el toque griego misteriosamente transmitido. Había centenares de piezas, frisos con figuras en relieve, fragmentos de estatuas y lápidas llenas de figuras que estuvieron incrustadas en las paredes de ladrillo de las estupas y las viharas budistas del País Septentrional y que ahora, extraídas y etiquetadas, constituían el orgullo del museo. El maravillado lama miraba boquiabierto esto y aquello, y finalmente se detuvo arrobado ante un gran altorrelieve que representaba la coronación o apoteosis del Señor Buda. El Maestro aparecía sentado en una flor de loto cuyos pétalos estaban tan cortados por debajo que parecía casi separada. Estaba rodeado por una jerarquía de reyes, ancianos y Budas veteranos que le adoraban. Debajo, en el agua cubierta de lotos, había peces y aves acuáticas. Dos devas con alas de mariposa sostenían una guirnalda sobre su cabeza; por encima de ellos otro par sujetaban un parasol rematado por el tocado lleno de joyas del Bodhisat.

—¡El Señor! ¡El Señor! Es el mismo Sakyamuni. —El lama casi sollozaba y, entre dientes, empezó a pronunciar la magnífica invocación budista—: «Para aquel a quien Maya tuvo bajo su corazón, Señor de Ananda, el Bodhisat, el Camino y la Ley». ¡Y está aquí! La Excelentísima Ley también está aquí. Mi peregrinaje ha comenzado bien. ¡Y qué obra! ¡Qué obra!

—Allá está el sahib —le dijo Kim, y se escabulló a un lado, entre las cajas del pabellón de artes y fabricantes. Un inglés de barba blanca estaba mirando al lama, quien se volvió con gravedad, le saludó y, tras buscar un poco, sacó un cuaderno y un trozo de papel, que le mostró.

—Sí, este es mi nombre —dijo sonriente el inglés, mientras miraba la caligrafía torpe, infantil.

—Me lo dio uno de los nuestros, que ha hecho el peregrinaje a los Santos Lugares y que ahora es abad del monasterio Lung-Cho —farfulló el lama—. Hablaba de estas imágenes. —Su delgada y trémula mano trazó un arco.

—Entonces sé bienvenido, oh lama del Tíbet. Aquí están las imágenes y aquí estoy yo —miró la cara del lama— para adquirir conocimiento. Ven un momento a mi despacho. —El anciano temblaba de emoción.

El despacho no era más que un pequeño cubículo de madera en la galería con estatuas alineadas. Kim se sentó en el suelo, con el oído contra una grieta de la puerta de cedro rajada por el calor y, obedeciendo a su instinto, se estiró para escuchar y ver.

La mayor parte de lo que decían estaba fuera del alcance de su comprensión. El lama, al principio con vacilación, hablaba al conservador de su lamasería, la Such-zen, frente a las Rocas Pintadas, que se hallaba a cuatro meses de marcha. El conservador sacó un enorme libro de fotos y le mostró aquel mismo lugar, encaramado en su peñasco, desde donde dominaba el gigantesco valle con estratos de múltiples tonalidades.

—Sí, sí. —El lama se puso unas gafas con montura de carey y de fabricación china—. Esta es la puertecilla por la que traemos la leña antes del invierno. ¿Y usted... los ingleses saben estas cosas? Quien es ahora abad de Lung-Cho me lo dijo, pero no le creí. ¿También se honra aquí al Señor, el Excelente? ¿Y se conoce su vida?

—Todo está tallado en las piedras. Venga a verlo, si está usted descansado.

El lama salió a la sala principal y, con el conservador a su lado, avanzó arrastrando los pies, contemplando la colección con la reverencia de un devoto y el instinto apreciativo de un artesano.

Identificó un incidente tras otro de la hermosa historia grabada en la desgastada piedra, perplejo de vez en cuando por la desconocida convención griega, pero encantado como un niño ante cada nuevo tesoro. Cuando la secuencia se interrumpía, como en la Anunciación, el conservador la completaba recurriendo a su montículo de libros, en francés y alemán, con fotografías y reproducciones.

Allí estaba el devoto Asita, que se correlaciona con el Simeón de la historia cristiana y tiene al Santo Niño sobre las rodillas mientras los padres le escuchan; y había incidentes de la leyenda del primo Devadatta. Allí estaba la mujer maligna que acusó al Maestro de impureza, totalmente desconcertada; allí estaba la enseñanza en el parque de los Ciervos; el milagro que asombró a los adoradores del fuego; allí estaba el Bodhisat ataviado como príncipe, el nacimiento milagroso, la muerte en Kusinagara, donde el discípulo débil se desvaneció, mientras que había casi innumerables repeticiones de la meditación bajo el árbol Bodhi, y la adoración de la escudilla de mendigar estaba por doquier. En pocos minutos el conservador vio que el visitante no era un simple religioso mendicante que pasaba las cuentas de su rosario, sino un erudito de múltiples facetas. Lo revisaron todo de nuevo, y el lama tomó rapé y se limpió las gafas mientras hablaba con la velocidad de un tren en una sorprendente mezcla de urdu y tibetano. Estaba enterado de los viajes que hicieron los peregrinos chinos, Fu-Hiouen y Hwen-Tsiang, y ardía en deseos de saber si existía alguna traducción de su informe. Contuvo la respiración mientras pasaba sin poder contenerse las páginas de Beal y Stanislas Julien. «Aquí está todo. Un tesoro encerrado». Entonces adoptó una actitud reverente para escuchar unos fragmentos apresuradamente vertidos al urdu. Por primera vez se enteraba de los esfuerzos que hicieron los eruditos europeos, que con la ayuda de esos y un centenar de otros documentos identificaron los Santos Lugares del budismo. Entonces el conservador le mostró un gran mapa, con puntos y líneas trazados en amarillo. El dedo moreno siguió al lápiz del conservador de un punto a otro. Aquí estaba Kapilavastu, aquí el Reino del Medio y aquí Mahabodhi, la Meca del budismo; y aquí estaba Kusinagara, triste lugar de la muerte del Santo. El anciano inclinó la cabeza sobre las hojas durante un rato en silencio, y el conservador encendió otra pipa. Kim se había dormido. Cuando despertó, la charla, todavía torrencial, era más comprensible para él.

—Y así fue como decidí ir a los Sagrados Lugares que Sus pies habían pisado, oh Fuente de Sabiduría, al lugar de nacimiento, incluso a Kapila, luego al Mahabodhi, que es Buddh Gaya, al monasterio, al parque de los Ciervos, hasta el lugar de Su muerte. —El lama bajó la voz—. Y he venido aquí solo. Durante cinco, siete, dieciocho, cuarenta años, he albergado en mi mente la idea de que la Ley Antigua no se sigue bien, que, como usted sabe, se le superponen los diablos, los hechizos, la idolatría. Incluso como lo ha dicho el niño que está ahí fuera hace un momento. Sí, incluso como lo ha dicho el niño, con but-parasti.

—Así sucede en todos los credos.

—¿Usted cree? Los libros de mi lamasería que leí tenían el meollo seco. Y el último ritual con que nos hemos cargado los de la Ley Reformada... tampoco eso tenía ningún valor desde el punto de vista de este viejo. Incluso los seguidores del Excelente se pelean sin tregua entre ellos. Todo es ilusión. Sí, maya, ilusión. Pero tengo otro deseo. —Acercó al conservador el rostro arrugado y amarillento, y con la uña del largo índice tamborileó sobre la mesa—. Ustedes, los estudiosos, han usado esos libros para seguir los pies del Bendito en todas sus andanzas, pero hay cosas que no han buscado. No sé nada, nada en absoluto, pero voy a liberarme de la Rueda de la Vida por un camino ancho y abierto. —Sonrió con una leve expresión de triunfo—. Al peregrinar a los Santos Lugares adquiero méritos, pero hay algo más. Lo que voy a decirle es verdad. Cuando nuestro misericordioso Señor era todavía joven y buscaba pareja, los cortesanos de su padre comentaron que era demasiado joven para casarse. ¿Lo sabía usted?

El conservador asintió, intrigado por lo que iba a seguir.

—Así pues, tuvo lugar la triple prueba de fuerza para todos los participantes. Y en la prueba del arco, nuestro Señor rompió primero el que le dieron y pidió un arco tan resistente que nadie pudiera doblarlo. ¿Lo sabía?

—Está escrito. Lo he leído.

—Y la flecha dejó atrás el blanco y se perdió de vista. Finalmente cayó y, en el lugar donde tocó la tierra, surgió un arroyo que poco después se convirtió en un río cuya naturaleza, por la intercesión de nuestro Señor y el mérito que adquirió antes de liberarse, permite a quien se baña en él desprenderse de toda mancha y rastro de pecado.

—Así está escrito —dijo el conservador, entristecido.

El lama exhaló un largo suspiro.

—¿Dónde está ese río? ¿Dónde cayó la flecha, Fuente de Sabiduría?

—Ay, hermano, no lo sé —repuso el conservador.

—Quia, debe de haberlo olvidado... es lo único que no me ha dicho. Pero sin duda ha de saberlo. ¡Mire, soy un anciano! Se lo pido con la cabeza entre sus pies, oh Fuente de Sabiduría. ¡Sabemos que Él disparó el arco! ¡Sabemos que la flecha cayó! ¡Sabemos que brotó el arroyo! ¿Dónde está, pues, el río? Mi sueño me pidió que lo encontrara, y por eso he venido. Aquí estoy. Pero, ¿dónde está el río?

—¿No cree que si lo supiera lo habría proclamado?

—Gracias a él uno se libera de la Rueda de la Vida —siguió diciendo el lama, haciéndole caso omiso—. ¡El Río de la Flecha! ¡Piénselo de nuevo! Un arroyuelo, tal vez... ¿seco a causa de los calores? Pero el Santo jamás engañaría así a un anciano.

—No lo sé. No lo sé.

El lama acercó todavía más su rostro surcado por mil arrugas al del inglés.

—Ya veo que no lo sabe. Como no pertenece a la Ley, el asunto permanece oculto para usted.

—Sí... oculto... oculto...

—Los dos estamos unidos, usted y yo, hermano mío. Pero yo... —Al ponerse en pie, se agitó su gruesa y tersa vestimenta—. Voy a liberarme. ¡Venga usted también!

—No puedo irme de aquí —replicó el conservador—. ¿Pero adónde va?

—Primero a Kashi [Benarés], ¿adónde si no? Allí me reuniré con un seguidor de la fe pura en un templo jainí de esa ciudad, uno que también busca en secreto, y del que es posible que aprenda. Tal vez me acompañe a Buddh Gaya. Desde ahí iré al norte y el oeste, hasta Kapilavastu, y allí buscaré el río. Mejor dicho, lo buscaré por todas partes a lo largo del camino, pues no se conoce el lugar donde cayó la flecha.

—¿Y cómo va a ir? Hay una gran distancia hasta Delhi, y más todavía hasta Benarés.

—Por carretera y ferrocarril. Desde Pathankot, tras haber abandonado las montañas, he llegado aquí en tren. Va muy rápido. Al principio me sorprendí al ver todos esos palos altos al lado de la carretera que tiraban una y otra vez de sus cables. —Ilustró de qué manera el poste del telégrafo pasaba como una exhalación junto al tren—. Pero más tarde me sentía apretujado y deseaba caminar, que es lo que acostumbro a hacer.

—¿Y está seguro del camino que ha de seguir? —le preguntó el conservador.

—Bueno, para eso hay que pagar a alguien que te lleve al lugar donde deseas ir —dijo el lama—. Lo sé gracias a informes dignos de crédito llegados a mi lamasería —añadió con orgullo.

—¿Y cuándo se pondrá usted en marcha? —El conservador sonrió ante la mezcla de devoción con sabor antiguo y progreso moderno que es la característica de la India actual.

—Lo antes posible. Seguiré los lugares de Su vida hasta que llegue al Río de la Flecha. Además, tengo un horario de los trenes con destino al sur.

—¿Y en cuanto a la comida? —Por regla general, los lamas llevan consigo una buena provisión de dinero, pero el conservador deseaba asegurarse.

—Para el viaje llevo la escudilla de mendigar del Maestro. Sí, haré lo mismo que Él, prescindiendo de los recursos de mi monasterio. Cuando abandoné las montañas, me acompañaba un chela [discípulo] que pedía para mí como exige la Regla, pero durante el breve tiempo que estuvimos en Kulu contrajo unas fiebres y murió. Ahora no tengo ningún chela, pero tomaré la escudilla de mendigar y dejaré que los caritativos hagan méritos. —Hizo un brioso gesto de asentimiento. Los sabios doctores de una lamasería no piden limosna, pero el lama se mostraba un entusiasta de ese recurso.

—Así sea —dijo el conservador, sonriente—. Permítame ahora que adquiera méritos. Seamos artífices, usted y yo. Aquí tiene un nuevo cuaderno de papel blanco inglés, y aquí dos lápices afilados, de los números dos y tres, grueso y delgado, buenos para escribir. Ahora présteme sus gafas.

El conservador miró a través de los cristales. Estaban muy rayados, pero tenían casi exactamente la misma graduación que sus gafas, las cuales puso en la mano del lama.

—Pruebe estas —le dijo.

—¡Una pluma! Igual que una pluma en la cara. —El regocijado anciano volvió la cabeza y arrugó la nariz—. ¡Apenas las noto! ¡Y con qué claridad veo!

—Son de bilaur, de cristal, y no se rayarán nunca. Ojalá le ayuden a encontrar su río, pues suyas son.

—Las aceptaré, así como los lápices y el cuaderno de hojas blancas —dijo el lama—, como un signo de amistad entre dos monjes, y ahora... —Se llevó la mano al cinturón, abrió las pinzas que sujetaban el estuche de hierro calado y lo depositó sobre la mesa del conservador —. Así tendremos un mutuo recuerdo... mi estuche. Es un objeto viejo, tanto como yo.

Era una pieza china de diseño antiguo, de un hierro que en la actualidad no se funde, y el corazón de coleccionista en el pecho del conservador se había sentido atraído hacia él desde el principio. Por más que insistiera, el lama no quiso recobrar la posesión de su regalo.

—Cuando regrese, tras haber encontrado el Río, le traeré una imagen escrita del Padma Samthora como la que hice sobre seda en la lamasería. Sí, y de la Rueda de la Vida. —Soltó una risita—: Ya que somos artífices, usted y yo.

El conservador habría querido detenerle, pues pocos hay en el mundo que todavía posean el secreto de las imágenes convencionales budistas, a pincel y pluma, que, por así decirlo, están medio escritas y medio dibujadas. Pero el lama salió con la cabeza alta y, tras detenerse un instante ante la gran estatua de un gran Bodhisat sumido en la meditación, cruzó el torniquete.

Kim le siguió como una sombra. Rebosaba de excitación por lo que acababa de oír. No había conocido a ningún hombre como aquel, y se proponía investigar más, tal como habría investigado un edificio nuevo o un festival extraño en la ciudad de Lahore. El lama era su hallazgo, y estaba decidido a apropiárselo. La madre de Kim también había sido irlandesa.

El anciano se detuvo junto al Zam-Zammah y miró en torno hasta que sus ojos se posaron en Kim. La inspiración de su peregrinaje le había abandonado momentáneamente, y se sentía viejo, triste y muy vacío.

—No te sientes bajo ese cañón —le dijo el policía en tono altivo.

—¡Uuuh! ¡Búho! —respondió Kim en nombre del lama—. Siéntate bajo ese cañón, por favor. ¿Cuándo robaste las zapatillas de la lechera, Dunnu?

Esa era una acusación totalmente infundada que a Kim se le había ocurrido sin pensar, pero silenció a Dunnu, pues sabía que, en caso de necesidad, el agudo chillido de Kim podía atraer a legiones de arrapiezos del bazar.

—¿Y a quién has adorado ahí dentro? —preguntó Kim afablemente al lama, junto al que estaba en cuclillas, a la sombra.

—No he adorado a nadie, chico. Me he inclinado ante la Ley Excelente.

Kim aceptó a esa nueva divinidad sin emoción. Conocía ya a unas cuantas decenas de dioses.

—¿Y a qué te dedicas?

—Pido limosna. Ahora recuerdo que llevo mucho tiempo sin comer ni beber. ¿Cuál es la costumbre de los mendicantes en esta ciudad? ¿Piden en silencio, como en el Tíbet, o lo hacen en voz alta?

—Quienes piden en silencio se mueren de hambre en silencio —respondió Kim, citando un proverbio nativo. El lama trató de ponerse en pie, pero se sentó de nuevo, y exhaló un suspiro por su discípulo, fallecido en la lejana Kulu. Kim había vuelto la cabeza hacia él y no dejaba de mirarle, pensativo e interesado.

—Dame la escudilla. Conozco a la gente de esta ciudad, y todos serán caritativos. Dámela y te la traeré llena.

El anciano obedeció como si fuese un niño y le tendió la escudilla.

—Ahora descansa. Conozco a la gente.

Echó a correr hacia la tienda abierta de una kunjri, una verdulera de casta baja, al otro lado de la línea del tranvía de circunvalación, en el bazar Moti. La mujer le conocía de antiguo.

—¡Ajá! —exclamó la mujer—. Vas por ahí con una escudilla de mendigar. ¿Es que te has vuelto yogui?

—Qué va —repuso Kim orgullosamente—. Hay un nuevo monje en la ciudad, un hombre como nunca había visto otro igual.

—Monje, tigre joven —dijo la mujer con enojo—. ¡Estoy harta de los monjes nuevos! Se abalanzan sobre nuestros géneros como moscas. ¿Es el padre de mi hijo un manantial de caridad para dar a todo el que pide?

—No —respondió Kim—. Tu marido es más yagi [de mal genio] que yogui [un santo varón]. Pero este monje es nuevo. El sahib de la Casa de las Maravillas ha hablado con él como si fuese un hermano. Oh, madre, lléname esta escudilla. El monje está esperando.

—¡Que te llene esa escudilla! ¡Ese cesto que es como una panza de vaca! Tienes los modales del toro sagrado de Shiv. Esta mañana ya se ha comido la mayor parte de un cesto de cebollas. Claro que tengo que llenar tu escudilla. Por ahí viene otra vez.

El enorme toro brahmánico del distrito, de color gris ratón, se abría paso entre la muchedumbre multicolor, con un gran plátano para cocinar que había robado pendiente de la boca. Se dirigió en línea recta a la tienda, pues conocía bien sus privilegios de bestia sagrada, bajó la cabeza, y resopló fuertemente entre la hilera de cestos antes de hacer su elección. El pequeño y duro talón de Kim se movió raudo hacia arriba y le alcanzó en el húmedo y azulado morro. El animal bufó, indignado, y se alejó de allí cruzando las vías del tranvía, con la joroba temblando de ira.

—¡Mira! Te he ahorrado más del triple de lo que te costará llenar la escudilla. Vamos, madre, un poco de arroz y un pescado seco encima, sí, y algo de curry de verduras.

Del fondo de la tienda, donde yacía un hombre, surgió un gruñido.

—Ha espantado al toro —dijo la mujer en voz baja—. Es bueno dar a los pobres. —Tomó la escudilla y la devolvió llena de arroz caliente.

—Pero mi yogui no es una vaca —replicó Kim con gravedad, mientras con los dedos hacía un hueco en lo alto del montículo—. Un poco de curry le irá bien, y una tortita frita, y creo que le gustará un bocado de conserva.

—Es un hoyo tan grande como tu cabeza —dijo la mujer de mala gana. Pero la llenó de todos modos, con un buen y humeante curry de verduras, sobre el que puso una tortita frita, a la que añadió un trozo de mantequilla clarificada, y depositó al lado un pedazo de conserva de tamarindo agria. Kim contempló la carga con satisfacción.

—Así me gusta. Cuando yo esté en el bazar, el toro no vendrá a esta casa. Es un mendigo descarado.

—¿Y tú? —dijo la mujer, riendo—. Pero habla bien de los toros. ¿No me has contado que algún día vendrá un Toro Rojo de un campo para ayudarte? Ahora pídele en serio al santo varón que me bendiga. Tal vez también conozca un remedio para los ojos enfermos de mi hija. Pregúntaselo, oh, Amiguito de Todo el Mundo.

Pero Kim se había ido de allí antes de que ella hubiera terminado la frase, esquivando perros callejeros y conocidos hambrientos.

—Así pedimos los que sabemos cómo se hace —le dijo orgulloso al lama, que abrió los ojos como platos al ver el contenido de la escudilla—. Ahora come y... yo comeré contigo. ¡Eh, bhisti! —llamó al aguador, que estaba regando las plantas de ricino junto al museo—. Trae agua aquí. Estos hombres tienen sed.

—¡Estos hombres! —replicó el bhisti, riendo—. ¿Basta un pellejo para un par como vosotros? Bebed, pues, en nombre del Compasivo.

Vertió un chorrito en las manos de Kim, y este bebió a la manera nativa, pero el lama tuvo necesidad de sacar una taza de entre los inagotables pliegues de la parte superior de su vestidura y beber ceremoniosamente.

—Es un pardesi [un extranjero] —le explicó Kim, mientras el anciano pronunciaba en una lengua desconocida lo que sin duda era una bendición.

Comieron juntos con gran satisfacción y dejaron limpia la escudilla de mendigar. Entonces el lama sacó rapé de un prodigioso recipiente de madera en forma de calabaza, lo aspiró, pasó las cuentas de su rosario durante un rato y así se sumió en el fácil sueño que procura la edad, mientras la sombra del Zam-Zammah se alargaba.

Kim se encaminó sin prisas al estanco más cercano, el de una joven mahometana bastante vivaracha, y le pidió uno de los fétidos cigarros que vendían a los estudiantes de la Universidad del Punjab y que copiaban las costumbres inglesas. Entonces, sentado bajo la panza del cañón, fumó mientras cavilaba, y el resultado de sus pensamientos fue una repentina y sigilosa partida en dirección al almacén de madera de Nila Ram.

El lama no se despertó hasta que dio comienzo la vida nocturna de la ciudad, se encendieron las farolas y los empleados y subordinados con vestiduras blancas salieron de las oficinas del gobierno camino de sus casas. El aturdido anciano miró en todas las direcciones, pero a él no le miró nadie salvo un pilluelo hindú con un sucio turbante y ropa de color isabelino. De repente inclinó la cabeza sobre las rodillas y gimió.

—¿Qué te pasa? —le preguntó el muchacho—. ¿Te han robado?

—Mi nuevo chela [discípulo] se ha ido y no sé dónde está.

—¿Y cómo era tu discípulo?

—Era un chico que vino a mi encuentro en lugar del que murió, gracias al mérito que gané al inclinarme ante la Ley ahí dentro. —Señaló el museo—. Vino a mí para mostrarme un camino que yo había perdido. Me condujo a la Casa de las Maravillas, y me animó para que tuviera la audacia de hablar con el cuidador de las imágenes, de modo que me sentí alegre y fuerte. Y cuando estaba debilitado por el hambre, pidió para mí, como lo haría un chela por su maestro. De súbito no está. De súbito se ha ido. Tenía la intención de enseñarle la Ley camino de Benarés.

Kim escuchó todo esto sorprendido, pues había acertado a oír la conversación en el museo y sabía que el anciano decía la verdad, algo que un nativo no suele ofrecer a un desconocido al que encuentra en la calle.

—Pero ahora veo que me lo enviaron a propósito. Gracias a esto sé que hallaré cierto Río que busco.

—¿El Río de la Flecha? —replicó Kim, con una sonrisa de superioridad.

—¿Eres otro enviado? —exclamó el lama—. No he hablado con nadie de mi Búsqueda, salvo al monje de las imágenes. ¿Quién eres?

—Tu chela —se limitó a decirle Kim, y se sentó sobre sus talones—. Jamás he visto a nadie como tú en toda mi vida. Iré contigo a Benarés. Creo que un hombre de tu edad, que dice la verdad a personas que encuentra por azar en la oscuridad, tiene una necesidad muy grande de un discípulo.

—Pero el Río... el Río de la Flecha...

—Te oí mencionar eso cuando hablabas con el inglés. Yo estaba tendido junto a la puerta.

El lama exhaló un suspiro.

—Creía que eras un guía que me había sido concedido. Tales cosas suceden a veces, pero yo no soy digno de que me ocurran. Así pues, ¿no conoces el Río?

—Pues no —respondió Kim, y se rió nerviosamente—. Yo voy en busca de un... toro... un Toro Rojo en un campo verde que me ayudará. —Como era natural a su edad, si alguien conocido tenía un plan, él bosquejaba uno propio, y también era natural a su edad que ya hubiera pensado hasta veinte minutos seguidos en la profecía de su padre.

—¿A qué te ayudará, muchacho? —inquirió el lama.

—Eso solo Dios lo sabe, pero es lo que me dijo mi padre. Te oí hablar en la Casa de las Maravillas sobre todos esos lugares desconocidos en las montañas, y me pareció que, si una persona tan mayor y tan sencilla, que tiene la costumbre de decir la verdad, podía ir en busca de una cosa tan simple como un río, también yo podía irme de viaje. Si nuestro destino es que encontremos aquello que buscamos, lo encontraremos, tú ese Río, yo mi Toro y las Sólidas Columnas y algunas otras cosas que he olvidado.

—No son columnas, sino una Rueda de la que me liberaré —dijo el lama.

—Todo es lo mismo. Tal vez me coronen rey —repuso Kim, serenamente preparado para lo que fuese.

—Por el camino te enseñaré otros y mejores deseos —replicó el lama con una voz que denotaba autoridad—. Vayamos a Benarés.

—De noche no, que los ladrones andan sueltos. Esperemos a que se haga de día.

—Pero aquí no hay donde dormir. —El viejo estaba acostumbrado al orden de su monasterio, y aunque allí dormía en el suelo, como establece la Regla, prefería cierto grado de decoro en estas cuestiones.

—Encontraremos un buen alojamiento en el caravasar cachemiro —dijo Kim, riéndose de la perplejidad del viejo—. Ahí tengo un amigo. ¡Vamos!

Las luces brillaban en los calurosos y abarrotados bazares mientras se abrían paso entre todas las razas de la Alta India, y el lama avanzaba entre la multitud como en un sueño. Era su primera experiencia de una gran ciudad fabril, y los tranvías atestados y con los continuos chirridos de los frenos le asustaban. Unas veces empujado y otras a remolque, llegó al alto portal del caravasar cachemiro, ese enorme terreno abierto junto a la estación del ferrocarril, rodeado por una columnata arqueada, donde se instalan las caravanas de camellos y caballos al regresar de Asia Central. Había allí una diversidad de gentes del norte, que cuidaban de los ponis atados y los camellos arrodillados, cargaban y descargaban balas y fardos, sacaban con tornos chirriantes agua de los pozos para preparar la cena, amontonaban forraje delante de los sementales, que lanzaban agudos relinchos y miradas furiosas, daban cachetes a los hoscos perros de la caravana, pagaban a los camelleros, tomaban nuevos mozos de cuadra, juraban, gritaban, discutían y regateaban en la plaza llena de gente. La columnata, a la que se llegaba subiendo tres o cuatro escalones de mampostería, constituía un refugio alrededor de aquel mar turbulento. Los mercaderes alquilaban la mayor parte de su espacio, de la misma manera que nosotros alquilamos la arcada de un viaducto. El espacio entre dos columnas se delimitaba con paredes de ladrillo o tablas para formar una habitación, con pesadas puertas de madera y voluminosos candados nativos. Las puertas cerradas indicaban que el dueño estaba ausente, y unos pocos y toscos, a veces muy toscos, garabatos pintados o escritos a tiza revelaban adónde había ido. Por ejemplo: «Lutuf Ullah se ha ido al Kurdistán». Abajo, en rudos versículos: «Oh, Alá, que toleraste que los piojos vivieran en el abrigo de un kabulí, ¿por qué has permitido que este piojoso de Lutuf viva tanto?».

Kim, protegiendo al lama entre hombres y animales excitados, de deslizó sigilosamente a lo largo de la columnata hasta llegar al extremo, el lugar más cercano a la estación de ferrocarril, donde vivía Mahbub Alí, el tratante de caballos, cuando llegaba desde aquella misteriosa tierra más allá de los Puertos del Norte.

En su corta vida, y sobre todo entre los diez y los trece años, Kim ya había hecho numerosos tratos con Mahbub, y el alto y fornido afgano, de barba teñida de color rojizo con jugo de lima, pues era mayor y no quería que se le vieran los pelos grises, conocía el valor del muchacho como cotilla. A veces le pedía a Kim que vigilase a un hombre que no tenía nada que ver con los caballos, que lo siguiera durante un día entero y le informara de todas las personas con las que hablaba. Por la noche Kim se lo contaba todo, y Mahbub le escuchaba sin decir una sola palabra ni hacer gesto alguno. Kim sabía que aquello era cierta clase de intriga, pero su valor radicaba en no decir nada absolutamente a nadie excepto a Mahbub, quien le invitaba a estupendas comidas calientes traídas de la cocina que estaba en la parte delantera del caravasar, y en una ocasión hasta le dio dinero, ocho annas.

—Está aquí —dijo Kim, mientras golpeaba en el morro a un camello de mal genio—. ¡Eh, Mahbub Alí! —Deteniéndose ante un oscuro arco, se colocó detrás del perplejo lama.

El tratante de caballos, con el grueso y bordado cinturón uzbeko aflojado, estaba tendido sobre un par de alforjas hechas con alfombra de seda, fumando despaciosamente un enorme narguile de plata. Al oír el grito volvió un poco la cabeza, y cuando solo vio al alto y silencioso anciano, una risita surgió de las profundidades de su pecho.

—¡Por Alá! ¡Un lama! ¡Un lama rojo! Grande es la distancia desde Lahore a los Puertos. ¿Qué haces aquí?

Con un gesto maquinal, el lama le tendió la escudilla de mendigar.

—¡Dios maldiga a todos los incrédulos! —exclamó Mahbub—. No le doy nada a un piojoso tibetano, pero pídeles a mis baltis, que están ahí, detrás de los camellos. Es posible que valoren tus bendiciones. Eh, mozos de cuadra, aquí hay un compatriota vuestro. Ved si tiene hambre.

Un balti rapado y acuclillado, que había llegado con los caballos y que era nominalmente una especie de budista degradado, se puso a hacer fiestas al monje y, con pastosos sonidos guturales, trató de convencer al santo varón de que se sentara ante la fogata de los mozos de cuadra.

—¡Anda, ve ahí! —le dijo Kim, empujándole ligeramente, y el lama se alejó, dejando a Kim en el borde de la columnata.

—¡Vete! —dijo Mahbub Alí, volviendo a su narguile—. Lárgate, pequeño hindú. ¡Dios maldiga a todos los infieles! Pide a los de mi acompañamiento que son de tu credo.

—Maharajá —gimió Kim, usando el tratamiento hindú y disfrutando a fondo de la situación—, mi padre y mi madre han muerto, tengo el estómago vacío.

—Te digo que pidas a mis hombres que se ocupan de los caballos. En mi acompañamiento debe de haber algunos hindúes.

—¿Pero soy hindú, oh Mahbub Alí? —le preguntó Kim en inglés.

El mercader no mostró ninguna señal de asombro, pero le miró enarcando las pobladas cejas.

—¿Qué es esto, Amiguito de Todo el Mundo?

—Nada. Ahora soy discípulo de ese santo varón, y nos vamos juntos de peregrinaje... a Benarés, según él. Está completamente loco, y yo estoy harto de la ciudad de Lahore. Deseo un aire y un agua nuevos.

—¿Pero para quién trabajas? ¿Por qué acudes a mí? —La sospecha endurecía su voz.

—¿A quién si no podría acudir? No tengo dinero, y no es bueno ir por ahí sin dinero. Vas a vender muchos caballos a los oficiales. Estos caballos nuevos son muy buenos, los he visto. Dame una rupia, Mahbub Alí, y te prometo que cuando sea rico te pagaré.

—Hum —dijo Mahbub Alí, pensando con rapidez—. Nunca me has mentido hasta ahora. Llama a ese lama... y quédate en la penumbra.

—Oh, nuestros relatos coincidirán —repuso Kim, riendo.

—Iremos a Benarés —dijo el lama, en cuanto comprendió el sentido de las preguntas de Mahbub Alí—. El chico y yo vamos a ir en busca de cierto Río.

—Tal vez, pero... ¿el chico?

—Es mi discípulo. Creo que me ha sido enviado para que me guíe hasta ese río. Estaba yo sentado al pie de un cañón cuando apareció de repente. Tales cosas han sucedido a los afortunados a quienes se les concedió tener guía. Pero ahora lo recuerdo, dijo que pertenece a este mundo, que es hindú.

—¿Y su nombre?

—No se lo pregunté. ¿No es mi discípulo?

—¿Su país... su raza... su pueblo? ¿Musulmán, hindú sij, jainí, de casta baja o superior?

—¿Por qué habría de preguntárselo? En el Camino Medio no hay concepto de alto ni bajo. Si es mi chela, ¿podrá alguien arrebatármelo? Porque, créeme, sin él no encontraré mi Río. —Sacudió la cabeza con un aire solemne.

—Nadie te lo quitará —dijo Mahbub Alí—. Ve a sentarte entre mis baltis. —Y el lama se alejó, tranquilizado por la promesa.

Kim salió de la oscuridad.

—¿No está completamente loco? ¿Por qué habría de mentirte, hajji?

Mahbub aspiró en silencio el humo de su narguile. Entonces chascó la lengua un par de veces y dijo casi en un susurro:

—Umballa está en el camino de Benarés... si realmente vais allí.

—Te digo que no sabe mentir... como nosotros dos sabemos.

—Y si llevas un mensaje de mi parte a Umballa, te daré dinero. Se refiere a un caballo, un semental blanco que vendí a un oficial la última vez que volví de los Puertos. Pero entonces... acércate más y levanta las manos como si pidieras... no quedó establecido del todo el pedigrí del semental blanco, y ese oficial, que ahora se encuentra en Umballa, me ordenó que se lo aclarase. —Al llegar a este punto, Mahbub describió el caballo y el aspecto del oficial—. Así pues, el mensaje que has de darle a ese oficial será este: «El pedigrí del semental blanco ha quedado plenamente establecido». Esto le hará saber que vas de mi parte. Entonces él te preguntará: «¿Qué prueba tienes?», y le responderás: «Mahbub Alí me ha dado la prueba».

—Y todo por un semental blanco —dijo Kim con una risita, los ojos brillantes.

—Ahora te daré ese pedigrí... a mi manera y acompañado de algunas palabras duras, para quien pudiera oírnos. —Una sombra pasó por detrás de Kim, y un camello que rumiaba. Mahbub alzó la voz—. ¡Por Alá! ¿Es que eres el único mendigo de la ciudad? Tu madre está muerta. Tu padre está muerto. Así que no tienes a nadie. Bien, bien... —Hizo como si palpara el suelo a su lado y lanzó al muchacho un trozo de pan musulmán blando y grasiento—. Ve y acuéstate esta noche entre mis mozos de cuadra, tú y el lama. Puede que mañana te haga un encargo.

Kim se escabulló con el pan entre los dientes y, como había esperado, encontró en su interior un pequeño fajo de papel de seda envuelto en hule junto con tres rupias de plata... una enorme generosidad. Sonrió y se guardó el dinero y el papel en el estuche de cuero que contenía su amuleto. El lama, opíparamente alimentado por los baltis de Mahbub, dormía ya en un rincón de una de las casillas. Kim se tendió a su lado y se echó a reír. Sabía que le había hecho un servicio a Mahbub Alí, y ni por un instante se había creído el cuento del pedigrí del semental.

Pero Kim no sospechaba que Mahbub Alí, conocido como uno de los mejores tratantes de caballos del Punjab, un rico y emprendedor mercader, cuyas caravanas se internaban en las regiones más remotas, estaba registrado como C25 IB en uno de los libros guardados bajo llave del Departamento Indio de Investigación. Dos o tres veces al año C25 enviaba cierta información, mal expresada pero de lo más interesante, y en general (se cotejaba con los comunicados de R17 y M4) absolutamente veraz. Se refería a toda clase de principados montañeses poco conocidos, exploradores de nacionalidades distintas a la inglesa y la industria de armamento, en una palabra, era una pequeña parte de la vasta masa de «información recibida» sobre la que actúa el gobierno indio. Pero recientemente, cinco reyes confederados, que no tenían ningún derecho a confederarse, habían sido informados por una amable potencia septentrional de que se estaba produciendo una filtración de noticias desde sus territorios a la India británica. Así pues, aquellos primeros ministros de los reyes estaban muy enojados y tomaron medidas a la manera oriental. Sospechaban, entre muchos otros, del barbirrojo y amenazador tratante de caballos cuyas caravanas se abrían camino con dificultad a través de sus refugios con la nieve hasta el abdomen. Aquella temporada, en el camino de regreso, por lo menos en dos ocasiones su caravana había sido objeto de emboscadas y blanco de disparos, cuando los hombres de Mahbub acabaron con tres extraños rufianes que tal vez habían sido contratados para el trabajo o tal vez no. En consecuencia, Mahbub había evitado detenerse en la insalubre ciudad de Peshawur y había avanzado sin parar hasta Lahore, donde, conociendo a sus paisanos, preveía curiosos acontecimientos.

Y Mahbub Alí llevaba encima algo que no deseaba tener una hora más de lo necesario, un fajo de papel de seda bien apretado y envuelto en hule, un comunicado impersonal, sin dirección, con cinco agujeritos microscópicos en un ángulo, que traicionaba de la manera más escandalosa a los cinco reyes confederados, la solidaria potencia septentrional, un banquero hindú de Peshawur, una empresa de armamento belga y un dirigente mahometano del sur semiindependiente. Esto último era obra de R17, una información que Mahbub había recibido más allá del Puerto de Dora y que transportaba en lugar de R17, quien, debido a circunstancias que escapaban a su control, no podía abandonar su puesto de observación. La dinamita era suave e inocua al lado de aquel informe de C25, e incluso un oriental, con la perspectiva que tiene un oriental sobre el valor del tiempo, podía ver que cuanto antes estuviera en las manos apropiadas, tanto mejor.

Mahbub no tenía ningún deseo de sufrir una muerte violenta, porque dos o tres luchas encarnizadas entre familias al otro lado de la frontera seguían en sus manos sin haberse resuelto, y cuando esas cuentas se hubieran ajustado, se proponía establecerse como un ciudadano más o menos virtuoso. No había salido del caravasar ni una sola vez desde su llegada, dos días atrás, pero se había hecho notar por el envío de telegramas a Bombay, en uno de cuyos bancos tenía parte de su dinero, a Delhi, donde un socio de su clan vendía caballos al agente del estado de Rajputana, y a Umballa, donde un inglés exigía perentoriamente el pedigrí de un caballo blanco. El memorialista, que sabía inglés, componía excelentes telegramas, como: «Creighton, Banco Laurel, Umballa. El caballo es árabe, como ya se informó. Lamento retraso en envío de pedigrí, que traduzco». Y más adelante, a la misma dirección: «Lamento muchísimo el retraso. Enviaré pedigrí». Al socio de Delhi le telegrafió: «Lutuf Ullah. Te he enviado un giro de dos mil rupias a tu cuenta en el banco de Luchman Narain». Todo esto tenía una finalidad comercial, pero cada uno de esos telegramas era comentado una y otra vez por personas que se consideraban interesadas, antes de que un necio balti, que permitía que toda clase de gente los leyera por el camino, fuese con ellos a la estación de ferrocarril.

Cuando, como diría Mahbub con su pintoresco lenguaje, había enturbiado los pozos de las indagaciones con el palo de la precaución, Kim se había presentado ante él, un regalo del cielo, y como Mahbub Alí, que era tan rápido como falto de escrúpulos, solía aprovechar toda clase de oportunidades imprevistas, lo tomó de inmediato a su servicio.

Un lama errante con un joven servidor de casta baja podrían llamar momentáneamente la atención cuando se desplazaran por la India, la tierra de los peregrinos, pero nadie sospecharía de ellos ni, lo que era más esencial, les robaría.

Pidió que le trajeran fuego para encender de nuevo el narguile y reflexionó sobre la situación. Si ocurría lo peor y el muchacho sufría un percance, el documento no incriminaría a nadie. Entonces él iría sin prisas a Umballa y, no sin cierto riesgo de provocar nuevas sospechas, repetiría verbalmente su historia a todas las personas concernidas.

Pero el informe de R17 era el meollo del asunto, y sería muy inconveniente que no llegara a su destino. Sin embargo, Dios era grande, y Mahbub Alí tenía la sensación de haber hecho por el momento todo lo posible. Kim era la única persona del mundo que jamás le había mentido. Ese habría sido un defecto fatal de Kim si Mahbub no hubiera sabido que a los demás, para sus propios fines o los asuntos de Mahbub, el muchacho podía mentirles como un oriental.

Entonces Mahbub Alí cruzó balanceándose el caravasar hasta la puerta de las Arpías que se pintan los ojos y atrapan al forastero, y tuvo cierta dificultad para encontrar a la muchacha que, según todos los indicios, era muy amiga de un lampiño experto cachemiro que había detenido a su ingenuo balti para leer los telegramas. Hacer tal cosa era una necedad sin paliativos, porque, contra la Ley del Profeta, se pusieron a beber brandy perfumado, Mahbub agarró una espléndida borrachera, se le aflojaron las puertas de la boca y persiguió a la Flor del Placer con los pies de la embriaguez hasta que cayó de bruces entre los cojines, donde la Flor del Placer, ayudada por un lampiño experto cachemiro, lo registró minuciosamente de la cabeza a los pies.

Más o menos a la misma hora, Kim oyó suaves pisadas en la casilla desierta de Mahbub. Curiosamente, el tratante de caballos había dejado la puerta abierta, y sus hombres estaban ocupados, celebrando su regreso a la India con una oveja que la prodigalidad de Mahbub les había dado. Un pulcro caballero de Delhi, armado con un manojo de llaves que la Flor había liberado del cinto de su dueño inconsciente, registró cada caja, fardo, estera y alforja en posesión de Mahbub incluso de una manera más sistemática que la empleada por la Flor y el experto para registrar al propietario.

—Y creo —dijo la Flor desdeñosamente al cabo de una hora, con un codo apoyado sobre el cuerpo que roncaba— que tan solo es un cerdo afgano tratante de caballos y que no piensa más que en mujeres y caballos. Además, a estas alturas es posible que lo haya enviado... si es que eso realmente ha existido.

—No —replicó el experto—. Siendo algo que afecta a los Cinco Reyes, lo habría tenido al lado de su negro corazón. ¿No había nada ahí?

Entró el hombre de Delhi, riendo, y se asentó el turbante.

—He buscado entre las suelas de sus sandalias mientras la Flor le registraba la ropa. No es este el hombre, sino otro. No he dejado nada sin examinar.

—No dijeron que él fuese el mismo hombre —dijo el experto, en tono reflexivo—. Lo que nos dijeron fue: «Mirad si él es el hombre, puesto que nuestros informes son contradictorios».

—Ese país del norte está tan lleno de tratantes de caballos como una chaqueta vieja lo está de piojos —dijo la Flor—. Están Sikandar Khan, Nur Alí Beg y Farrukh Shah, todos ellos jefes de kafilas [caravanas], que comercian allí.

—Todavía no han venido —dijo el experto—. Tendrás que atraparlos más adelante.

—¡Uf! —exclamó la Flor con una profunda repugnancia, mientras apartaba de su regazo la cabeza de Mahbub. Me gano mi dinero. Farrukh Shah es un oso, Alí Beg un aventurero y el viejo Sikandar Khan... ¡Bueno! ¡Marchaos! Ahora voy a dormir. Este cerdo no se moverá hasta el amanecer.

Cuando Mahbub despertó, la Flor le habló severamente sobre el pecado de la embriaguez. Los asiáticos no parpadean cuando se han mostrado más hábiles que un enemigo, pero mientras Mahbub Alí se aclaraba la garganta, se apretaba el cinturón y salía tambaleándose bajo las estrellas en la mañana temprana, estuvo muy cerca de hacerlo.

«¡Qué ardid tan sencillo! —se dijo a sí mismo—. ¡Como si no lo emplearan todas las muchachas de Peshawur! Pero lo ha hecho muy bien. Ahora solo Dios sabe cuántos más habrá en el camino con órdenes de ponerme a prueba... tal vez con un cuchillo. Así pues, el muchacho debe ir a Umballa, y en tren, pues el asunto es urgente. Yo me quedaré aquí, siguiendo a la Flor y tomando vino como debe hacerlo un tratante de caballos afgano».

Se detuvo dos casillas más allá de la suya. Allí yacían sus hombres, sumidos en el sueño. No había rastro de Kim ni del lama.

Sacudió a uno de los durmientes.

—¡Arriba! ¿Adónde han ido los últimos que durmieron aquí... el lama y el chico? ¿Ha desaparecido algo?

—No —gruñó el hombre—. El viejo loco se levantó con el segundo canto del gallo, diciendo que iba a Benarés, y el muchacho se fue con él.

—¡Que Alá maldiga a los incrédulos! —exclamó Mahbub enérgicamente, y entró mascullando en su casilla.

Pero Kim era quien había despertado al lama, Kim, que había mirado a través de un agujero de nudo en una tabla y había visto cómo el hombre de Delhi registraba las cajas. No se trataba de un ladrón corriente que revolvía cartas, facturas y sillas de montar, no era un mero salteador que deslizaba un cuchillito lateralmente por las suelas de las sandalias de Mahbub o abría diestramente las costuras de las alforjas. Al principio Kim había pensado en alarmarle, lanzando el prolongado chur!... chur! [¡ladrón! ¡ladrón!] que hace iluminarse el caravasar por la noche, pero observó más atentamente y, con la mano sobre el amuleto, sacó sus propias conclusiones.

«El pedigrí de ese caballo de raza inventada debe de ser lo que llevo a Umballa —se dijo—. Será mejor que nos marchemos ya. Los que usan cuchillos para registrar bolsas podrían usarlos para registrar barrigas. Sin duda detrás de esto hay una mujer».

¡Vamos, vamos! —susurró al anciano, que tenía el sueño ligero—. Despierta, ya es hora... hora de ir a Benarés.

El lama se levantó obedientemente, y salieron como sombras del caravasar.

Kim

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