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Sí, voz de todas las almas

que se aferraron a la vida

que de un escalón a otro se esforzaba

en el albor de la regla de Devadatta,

el cálido viento trae a Kamakura.

El Buda de Kamakura

A sus espaldas un campesino airado blandía una caña de bambú. Era un hortelano de casta arain que cultivaba verduras y flores para venderlas en la ciudad de Umballa, y Kim conocía bien a los de su clase.

—Un hombre como este —dijo el lama, haciendo caso omiso de los perros— es descortés con los forasteros, inmoderado al hablar y nada caritativo. Que su conducta sea una advertencia para ti, discípulo mío.

—¡Eh, desvergonzados mendigos! —gritó el campesino—. ¡Fuera! ¡Largo de aquí!

—Nos vamos —replicó el lama con serena dignidad—. Nos vamos de estos desventurados campos.

Kim aspiró hondo.

—Mira lo que te digo, si tu próxima cosecha es un fracaso, solo podrás culpar de ello a tu propia lengua.

El hombre movió inquieto los pies calzados con sandalias.

—La tierra está llena de mendigos —empezó a decir, medio en tono de disculpa.

—¿Y qué te ha hecho pensar que íbamos a pedirte limosna, oh, mali? —le preguntó Kim con aspereza, usando el sustantivo que menos le gusta a un hortelano—. Lo único que queríamos era echar un vistazo a ese río que está más allá del campo.

—¡Río en verdad! —exclamó el hombre, y soltó una risotada—. ¿De qué ciudad venís para no reconocer un canal de riego? Discurre recto como una flecha, y pago por el agua como si fuera plata fundida. Más allá hay un ramal de un río. Pero si necesitáis agua puedo dárosla, y también leche.

—No, iremos al río —dijo el lama, y echó a andar.

—¡Leche y comida! —farfulló el hombre, mirando a la extraña y alta figura—. No... no quiero atraer al mal sobre mí... ni mis cosechas. Pero hay tantos mendigos en estos duros tiempos...

El lama se volvió hacia Kim.

—Observa que la roja bruma de la cólera le ha hecho hablar ásperamente. Cuando esa bruma desaparece de sus ojos, se vuelve cortés y muestra un corazón afable. ¡Que sus campos sean bendecidos! Guárdate de juzgar a los hombres con demasiado apresuramiento, oh campesino.

—He conocido santos varones que te habrían maldecido desde el hogar al establo —le dijo Kim al hombre avergonzado—. ¿No es sabio y santo? Soy su discípulo.

Alzó la cabeza con gesto altivo y pasó por encima del estrecho límite del campo con gran dignidad.

—Entre los seguidores del Camino Medio —dijo el lama tras una pausa—, no existe el orgullo.

—Pero has dicho que era de baja casta y descortés.

—No he dicho que fuese de baja casta, pues ¿cómo puede ser tal cosa quien no lo es? Luego ha corregido su descortesía, y he olvidado la ofensa. Además, está en la misma situación que nosotros, atado a la Rueda de la Vida, pero no recorre el camino de la liberación. —Se detuvo junto a un arroyuelo entre los campos y contempló la orilla, donde había huellas de pezuñas.

—Dime, ¿cómo sabrás cuál es tu Río? —le preguntó Kim, acuclillándose a la sombra de unas altas cañas de azúcar.

—Sin duda cuando lo encuentre tendré una iluminación. Siento que este no es el lugar. ¡Oh el más pequeño entre los cursos de agua, ojalá pudieras decirme dónde se encuentra mi Río! ¡Pero sé bendecido para hacer que fructifiquen los campos!

—¡Mira! ¡Mira! —Kim saltó al lado del lama y le hizo retroceder. Una raya amarilla y marrón se deslizó desde los susurrantes tallos violáceos hacia la orilla, extendió el cuello hasta el agua, bebió y yació inmóvil: una gran cobra, de ojos fijos, sin párpados.

—No tengo un palo... no tengo un palo —dijo Kim—. Iré en busca de uno y le partiré el lomo.

—¿Por qué? Está atada a la Rueda, como nosotros, una vida que asciende o desciende, muy lejos de la liberación. Un gran mal debió de hacer el alma que ha tomado esta forma.

—Detesto a todas las serpientes —dijo Kim. Ni siquiera el adiestramiento nativo puede mitigar el horror del hombre blanco hacia la Serpiente.

—Déjale que viva su vida. —El animal enroscado siseó y abrió a medias el sombrerete—. ¡Que la liberación te llegue pronto, hermana! —siguió diciendo el lama plácidamente—. ¿Sabes por casualidad dónde se encuentra mi Río?

—Nunca había visto un hombre como tú —susurró Kim, abrumado—. ¿Entienden las serpientes lo que les dices?

—¿Quién sabe? —Pasó a treinta centímetros de la cabeza erguida de la cobra, que la bajó hasta dejarla entre las polvorientas vueltas del cuerpo enroscado—. ¡Ven, muchacho! —le llamó por encima del hombro.

—No —repuso Kim—. Daré un rodeo.

—Vamos. No hace ningún daño.

Kim titubeó un momento. El lama reforzó su orden mascullando una cita china que Kim tomó por un encantamiento. Obedeció, saltó por encima del riachuelo y la serpiente, en efecto, no se movió.

—Nunca había visto a un hombre así. —Kim se enjugó el sudor de la frente—. Y ahora, ¿adónde vamos?

—Eso debes decirlo tú. Yo soy viejo y forastero... estoy lejos de donde vivo. De no ser porque el carruaje sobre raíles me llena la cabeza de ruidos de tambores demoníacos, ahora lo tomaría para ir a Benarés... Pero en ese caso podríamos perdernos el Río. Busquemos otro río.

Avanzaron durante toda aquella jornada por un terreno cuyo suelo, trabajado con ahínco, da tres y hasta cuatro cosechas de caña de azúcar, tabaco, largos rábanos blancos y colirrábano, desviándose cada vez que tenían un atisbo de agua. A mediodía despertaban a los perros de los amodorrados pueblos, y el lama respondía a la lluvia de preguntas con una sencillez a toda prueba. Buscaban un Río: un Río que sanaba milagrosamente. ¿Conocía alguien semejante curso de agua?

A veces los hombres se reían, pero con más frecuencia escuchaban hasta el final y les ofrecían un lugar a la sombra, un vaso de leche y una comida. Las mujeres siempre eran amables, y los niños pequeños, como sucede con los niños en todo el mundo, se mostraban unas veces tímidos y otras osados.

Por la noche descansaron bajo el árbol comunal de un villorrio con muros y terrados de adobe, hablando con el cacique mientras el ganado volvía de los pastos y las mujeres preparaban la última comida del día. Habían rebasado el cinturón de huertos comerciales que rodea a la hambrienta Umballa y se hallaban en un terreno de kilómetro y medio de anchura que contenía los cultivos básicos.

El cacique era un hombre afable, de barba blanca, que estaba acostumbrado a agasajar a los forasteros. Sacó un catre portátil de cordón trenzado para el lama, le sirvió comida caliente, le preparó una pipa y, como en el templo del pueblo habían finalizado las ceremonias de la tarde, envió a alguien en busca del sacerdote del lugar.

Kim habló a los demás niños del tamaño y la belleza de Lahore, el viaje en ferrocarril y otros temas urbanos similares, mientras los hombres conversaban tan lentamente como el ganado rumiaba.

—No puedo entenderlo —le dijo finalmente el cacique al sacerdote—. ¿Cómo interpretas lo que dice? —El lama, una vez finalizado su relato, pasaba en silencio las cuentas del rosario.

—Es un buscador —respondió el sacerdote—. La tierra está llena de ellos. ¿Recuerdas el que vino el mes pasado, el faquir con la tortuga?

—Sí, pero ese hombre estaba justificado, pues el mismo Krishna se le había aparecido en una visión prometiéndole el Paraíso sin la pira ardiente si viajaba a Prayag. En cambio, este hombre no busca ningún dios al que yo conozca.

—Tranquilízate, es viejo, viene de muy lejos y está loco —replicó el bien afeitado sacerdote—. Escúchame —dijo volviéndose hacia el lama—. A tres koss [nueve kilómetros] al oeste pasa la carretera que conduce a Calcuta.

—Pero yo quiero ir a Benarés... a Benarés.

—Y también va a Benarés. Cruza todos los ríos en este lado de Hind. Ahora, hombre santo, te digo que descanses aquí hasta mañana. Entonces toma la carretera [se refería a la Gran Carretera Principal], y prueba con cada río sobre el que pasa, pues, según he entendido, la virtud de tu Río no radica ni en un remanso ni en un lugar determinado, sino en toda su longitud. Entonces, si quieren los dioses, no dudes de que alcanzarás tu libertad.

—Has hablado bien. —El lama estaba muy impresionado con el plan—. Comenzaremos mañana, y te bendigo por mostrar a estos viejos pies un camino tan cercano. —El profundo sonsonete de una bendición china medio cantada cerró la frase. Incluso el sacerdote estaba impresionado, y el cacique temía que aquello fuese un hechizo maligno, pero nadie que viese la expresión sencilla y expectante del lama podría seguir dudando de él durante mucho tiempo.

—¿Ves a mi chela? —inquirió mientras inhalaba el rapé de su calabaza. Tenía el deber de pagar una cortesía con otra.

—Le veo... y le oigo. —El cacique dirigió los ojos hacia donde Kim charlaba con una muchacha vestida de azul que echaba ramitas de espino a una fogata.

—También él ha emprendido una Búsqueda propia, no de un río, sino de un Toro. Sí, algún día un Toro Rojo sobre un campo verde le hará alcanzar honores. Creo que no es totalmente de este mundo. Ha sido enviado de repente para ayudarme en esta Búsqueda, y su nombre es Amigo de todo el Mundo.

El sacerdote sonrió.

—Eh, Amigo de todo el Mundo —dijo a través del humo de olor acre—, ¿qué eres?

—El discípulo de este santo varón —repuso Kim.

—Dice que no eres más que un but [espíritu].

—¿Pueden los buts comer? —repuso Kim, parpadeando—. Porque estoy hambriento.

—¡No es ninguna broma! —exclamó el lama—. Cierto astrólogo de esa ciudad cuyo nombre he olvidado...

—Tan solo se trata de la ciudad de Umballa, donde dormimos anoche —susurró Kim al sacerdote.

—Sí, Umballa se llamaba, ¿verdad? Pues ese hombre le hizo el horóscopo y declaró que mi chela hallará lo que desea dentro de dos días. ¿Pero qué dijo sobre el significado de las estrellas, Amigo de todo el Mundo?

Kim se aclaró la garganta y miró a los ancianos del pueblo.

—El significado de mi estrella es la guerra —repuso pomposamente.

Alguien se rió de la menuda figura que se daba aires sobre el plinto de ladrillo bajo el gran árbol. Un nativo se habría quedado allí tendido, pero la sangre blanca de Kim le impulsó a ponerse en pie.

—Sí, la guerra —repitió.

—Esa profecía es segura —dijo una voz profunda—, pues bien sé que siempre hay guerra a lo largo de la frontera.

Era un hombre viejo y ajado, que había servido al gobierno en los días del Motín como oficial de un recién fundado regimiento de caballería. El gobierno le dio buenas tierras en el pueblo, y aunque las exigencias de sus hijos, ahora ellos mismos oficiales de barba gris, le habían empobrecido, seguía siendo una persona importante. Los funcionarios ingleses, incluso los subinspectores, se desviaban de la Carretera Principal para visitarle, y en tales ocasiones él se ponía el uniforme de los viejos tiempos y se mantenía tieso como un palo.

—Pero esta va a ser una gran guerra en la que participarán ocho mil hombres. —Al mismo Kim le sorprendía la agudeza de su voz, expandida sobre el personal que se iba congregando rápidamente.

—¿Casacas rojas o nuestros propios regimientos? —le preguntó con brusquedad el anciano, como si hablara con un igual. Su tono hizo que los hombres respetaran a Kim.

—Casacas rojas —aventuró Kim—. Casacas rojas y cañones.

—¡Pero... pero el astrólogo no dijo una sola palabra de eso! —exclamó el lama y, en su excitación, inhaló una gran cantidad de rapé.

—No lo dijo, pero yo lo sé. Me ha sido hecha esa revelación, a mí, que soy el discípulo de este hombre santo. Se declarará una guerra, en la que participarán ocho mil casacas rojas, a los que trasladarán desde Pindi a Peshawur. Podéis estar seguros.

—El chico ha escuchado chácharas de bazar —dijo el sacerdote.

—Pero ha estado siempre a mi lado —replicó el lama—. ¿Cómo podría saberlo? Yo no lo sabía.

—Será un prestidigitador inteligente cuando muera el viejo —musitó el sacerdote al cacique—. ¿Qué nuevo truco es este?

—Una señal, dame una señal —atronó de improviso el soldado—. Si hubiera guerra, mis hijos me lo habrían dicho.

—Cuando todo esté a punto, sin duda informarán a tus hijos. Pero hay un largo camino desde tus hijos al hombre en cuyas manos están tales asuntos.

Kim se entusiasmaba con el juego, pues le recordaba experiencias como la de hacer de correo, cuando, por unas pocas monedas, fingía saber más de lo que sabía. Pero estaba jugando por cosas más importantes, por la pura excitación y la sensación de poder. Aspiró hondo de nuevo y prosiguió.

—Respóndeme a esto, anciano. ¿Acaso los subordinados ordenan los movimientos de ocho mil casacas rojas con cañones?

—No. —El anciano siguió respondiendo como si Kim fuese un igual.

—¿Sabes entonces quién es el hombre que da la orden?

—Le he visto.

—¿Le conoces?

—Le conozco desde que era teniente de la topkhana [artillería].

—Un hombre alto. ¿Un hombre alto de pelo negro que camina así? —Kim dio unos pasos en actitud rígida, acartonada.

—Sí, pero eso puede verlo cualquiera. —Mientras escuchaban, los presentes permanecían inmóviles y ansiosos.

—Tienes razón —dijo Kim—. Pero te diré más. Miradme. Primero el gran hombre camina así. Entonces piensa así. —Se llevó el dedo índice a la frente y lo deslizó hacia abajo hasta que lo dejó descansar junto al ángulo de la mandíbula—. En seguida mueve los dedos así, y poco después se pone el sombrero bajo el sobaco izquierdo. —Ilustró el movimiento y se quedó quieto como una cigüeña.

El anciano expresó su asombro con un gruñido. Los reunidos se estremecieron.

—Bueno, sí. ¿Pero qué hace cuando está a punto de dar una orden?

—Se restriega la nuca, así. Entonces pone un dedo sobre la mesa y sorbe por la nariz con un ligero ruido. A continuación habla, y dice: «Que vaya tal o cual regimiento. Que intervengan tantos cañones». —El anciano se puso rígidamente en pie e hizo el saludo militar—. «Pues», añade —Kim tradujo a la lengua vernácula las frases decisivas que había oído en el vestidor de la casa de Umballa—, «pues deberíamos haber hecho esto hace mucho tiempo. No es la guerra, es un castigo». Y sorbe por la nariz.

—Basta. Te creo. Le he visto así entre el humo de las batallas. Le he visto y oído. ¡Es él!

—No he visto ningún humo. —La voz de Kim adoptó el embelesado sonsonete de la adivina a la vera del camino—. He visto esto en la oscuridad. Primero llegó un hombre para dejar las cosas claras. Entonces llegaron los jinetes. Entonces llegó él y se detuvo en un círculo de luz. Lo demás siguió tal como lo he contado. ¿He dicho la verdad, anciano?

—Es él. No hay ninguna duda de que se trata de él.

Los reunidos tenían la respiración entrecortada y miraban alternativamente al anciano, todavía en posición de firmes, y al harapiento Kim contra la luz violácea.

—¿No he dicho que era del otro mundo? —intervino orgulloso el lama—. Es el Amigo de todo el Mundo. ¡Es el Amigo de las Estrellas!

—Por lo menos lo que cuenta no nos concierne —dijo un hombre—. Oh, tú, joven adivino, si tu don es válido en todas las estaciones, tengo una vaca con manchas rojas. Por lo que sé, podría ser la hermana de tu Toro...

—Me tiene sin cuidado —replicó Kim—. Mis estrellas no se interesan por el ganado.

—Es que está muy enferma —dijo una mujer—. Mi marido es un búfalo, o de lo contrario habría escogido mejor sus palabras. ¿Puedes decirme si se recuperará?

De haber sido Kim un chico normal y corriente, habría seguido adelante con el juego, pero uno no conoce la ciudad de Lahore, y mucho menos a los faquires de la puerta de Taksali, durante trece años sin conocer también la naturaleza humana.

El sacerdote le miró de soslayo, con cierta acritud y una sonrisa seca y mortífera.

—¿Entonces no hay ningún sacerdote en el pueblo? —repuso Kim—. Creía estar viendo ahora mismo a uno muy bueno.

—Sí, pero... —empezó a decir la mujer.

—Pero tú y tu marido confiabais en que vuestra vaca sanara por un puñado de gracias. —Kim había conjeturado que tenían fama de ser la pareja más tacaña del pueblo—. No está bien engañar en los templos. Dadle una ternera a vuestro sacerdote y, a menos que los dioses estén irrevocablemente enfadados, la vaca dará leche dentro de un mes.

—Eres un mendigo magistral —ronroneó el sacerdote con aprobación—. La astucia de un hombre de cuarenta años no lo habría hecho mejor. Supongo que habrás hecho rico a este anciano, ¿no?

—Un poco de harina, un poco de mantequilla y un puñado de cardamomos —replicó Kim, exaltado por el halago, pero sin dejar de ser cauto—. ¿Se hace uno rico con eso? Y, como puedes ver, está loco. Pero me es muy útil, por lo menos mientras aprendo la ruta.

Sabía cómo eran los faquires de la puerta de Taksali cuando hablaban entre ellos, e imitaba las inflexiones de sus perversos discípulos.

—¿Es entonces esa Búsqueda suya verdadera o un manto que cubre otros fines? Podría tratarse de un tesoro.

—Está loco, loco de remate. En eso se resume todo.

Entonces el viejo soldado se puso en pie y preguntó a Kim si aceptaría su hospitalidad para pasar la noche. El sacerdote le recomendó que aceptara, pero insistió en que el honor de agasajar al lama correspondía al templo, ante lo cual el lama sonrió cándidamente. Kim miró a uno y otro, y sacó sus conclusiones.

Hizo una seña al lama y tuvo con él un aparte en la oscuridad.

—¿Dónde está el dinero? —le susurró.

—Guardado bajo la túnica. ¿Dónde iba a estar?

—Dámelo. Dámelo discreta y rápidamente.

—Pero ¿por qué? Aquí no hay ningún billete de tren que comprar.

—¿Soy o no soy tu chela? ¿No salvaguardo tus viejos pies en los caminos? Dame el dinero y al amanecer te lo devolveré. —Deslizó la mano por encima de la faja del lama y sacó la bolsa.

—Está bien, está bien —dijo el viejo, asintiendo—. Este mundo es grande y terrible. No sabía que vivieran tantos hombres en él.

A la mañana siguiente el sacerdote estaba de muy mal humor, pero al lama se le veía muy contento, y Kim había disfrutado de una velada de lo más interesante con el anciano, que sacó su sable de caballería y, equilibrándolo sobre sus secas rodillas, contó anécdotas del Motín y de jóvenes capitanes que llevaban treinta años en sus tumbas, hasta que Kim cedió al sueño.

—Ciertamente el aire de este país es bueno —comentó el lama—. Tengo el sueño ligero, como todos los viejos, pero esta noche he dormido sin despertarme hasta pleno día. Incluso ahora me siento pesado.

—Toma un vaso de leche caliente —le dijo Kim, que había llevado no pocos de tales remedios a fumadores de opio conocidos suyos—. Es hora de que nos echemos de nuevo al camino.

—El largo Camino que pasa por encima de todos los ríos de Hind —dijo el lama alegremente—. Vámonos. ¿Pero cómo crees, chela, que podemos recompensar a esta gente, y sobre todo al sacerdote, por su gran amabilidad? Es cierto que no son más que incrédulos, pero tal vez en otras vidas recibirán la iluminación. ¿Una rupia para el templo? Dentro no hay más que piedra y pintura roja, pero el corazón del hombre debe reconocer cuándo y dónde está el bien.

—Dime, santo, ¿has recorrido alguna vez el Camino solo? —Kim le miró de repente, a la manera de los cuervos indios tan atareados en los campos.

—Claro, chiquillo. Desde Kulu a Pathankot... desde Kulu, donde murió mi primer chela. Cuando la gente era amable con nosotros, hacíamos ofrendas, y en las montañas todos los hombres estaban dispuestos a colaborar.

—En Hind es distinto —repuso Kim secamente—. Sus dioses tienen muchos brazos y son malignos. Déjalos en paz.

—Te acompañaré un rato por el camino, Amigo de todo el Mundo, a ti y a tu hombre amarillo. —El viejo soldado iba a paso de andadura por la calle del pueblo, llena de sombras al amanecer, montado en un jaco endeble y con los corvejones en forma de tijera—. Anoche se abrieron las fuentes del recuerdo en mi corazón tan seco, y eso fue una bendición para mí. Realmente hay guerra en el aire. La huelo. ¡Mirad! Me he traído mi espada. —Era zanquilargo y, montado en la bestezuela, los pies casi le tocaban el suelo, con la gran espada al costado, una mano en la perilla de la silla, mirando fieramente las tierras llanas hacia el norte—. Cuéntame de nuevo cómo se te apareció él en tu visión. Ven y monta detrás de mí. El animal nos llevará a los dos.

—Soy el discípulo de este santo varón —repuso Kim, mientras cruzaban la puerta del pueblo. Los lugareños casi parecían lamentar librarse de ellos, pero la despedida del sacerdote era fría y distante. Había desperdiciado una porción de opio en un hombre que no llevaba dinero.

—Dices bien. No estoy muy acostumbrado a los santos varones, pero el respeto siempre es bueno. Hoy en día no hay respeto... ni siquiera cuando viene a verme un sahib comisionado. Pero, ¿por qué razón alguien cuya estrella le conduce a la guerra habría de seguir a un santo varón?

—Pero es un santo varón —dijo Kim con vehemencia—. Por su modo de hablar y sus actos es un verdadero santo. No es como los otros. Jamás había visto a nadie como él. No somos adivinos ni malabaristas ni mendigos.

—Tú no lo eres, eso está claro. Pero no sabría decir lo mismo del otro. Sin embargo, camina bien.

Como si le impulsara la frescura del día recién iniciado, el lama avanzaba con pasos largos y fáciles, al modo de un camello. Estaba sumido en una profunda meditación, y pasaba mecánicamente las cuentas del rosario.

Siguieron el camino rural deteriorado y lleno de surcos que serpenteaba por el llano entre las grandes plantaciones de mangos verde oscuro, el perfil del Himalaya coronado de nieve tenue hacia el este. La India entera trabajaba en los campos, acompañada por el chirriar de las ruedas de molino, los gritos de los labradores detrás de su ganado y el clamoreo de los cuervos. Incluso el jaco notaba la buena influencia y casi emprendió el trote cuando Kim puso una mano en la correa del estribo.

—Me arrepiento de no haber dado una rupia al santuario —dijo el lama cuando llegó a la última de las ochenta y una cuentas del rosario.

El viejo y barbudo soldado soltó un gruñido, y el lama se percató por primera vez de su presencia. Se volvió hacia él.

—¿También tú buscas el Río?

—Es un nuevo día —respondió el hombre—. ¿Qué necesidad hay de un río salvo para abrevar en él antes de la puesta de sol? He venido para enseñarte un atajo hacia la gran carretera.

—Esta es una cortesía digna de ser recordada, oh hombre de buena voluntad. Pero, ¿por qué traes la espada?

El viejo soldado pareció tan avergonzado como un niño al que interrumpen cuando juega entregado a sus fantasías.

—La espada —dijo, manoseándola—. Oh, ha sido un capricho mío, un capricho de viejo. La verdad es que, por orden policial, ningún hombre debe ir por el Hind portando armas, pero... —Se animó y dio una palmada a la empuñadura—. Aquí todos los agentes me conocen.

—No es un buen capricho —replicó el lama—. ¿Cuál es el beneficio de matar al prójimo?

—Muy poco, lo sé, pero si de vez en cuando no se matara a los malos, este no sería un mundo apropiado para soñadores desarmados. No hablo sin conocimiento de causa, pues he visto las tierras al sur de Delhi bañadas en sangre.

—¿Pues qué locura fue esa?

—Solo los dioses, que enviaron la peste, lo saben. Una locura se cebó en todo el ejército, y los soldados se volvieron contra sus oficiales. Ese fue el primero de los males, aunque no sin remedio si entonces se hubieran contenido. Pero decidieron matar a las esposas y los hijos de los sahibs. Entonces llegaron los sahibs de ultramar y les pidieron cuentas de la manera más estricta.

—Creo que el rumor de lo que cuentas me llegó cierta vez, hace mucho tiempo. Recuerdo que lo llamaron el Año Negro.

—¿Qué clase de vida has llevado para no conocer El Año? ¡Un rumor, dices! ¡La tierra entera lo supo y tembló!

—Nuestra tierra tembló una sola vez, el día en que el Excelente recibió la Iluminación.

—¡Bah! Por lo menos yo he visto Delhi temblar, y Delhi es el ombligo del mundo.

—¿Así que se volvieron contra las mujeres y los niños? Esa fue una mala acción, por la que el castigo es inevitable.

—Muchos se esfuerzan por hacerlo, pero con muy poco provecho. Yo estaba entonces en un regimiento de caballería, y se deshizo. De seiscientos ochenta sables, ¿cuántos crees que no cedieron y mantuvieron su dignidad? Tres, de los que yo fui uno de ellos.

—Tanto mayor el mérito.

—¡Mérito! En aquel entonces no lo considerábamos así. Mi gente, mis amigos, mis hermanos se desentendieron de mí. Dijeron: «El tiempo de los ingleses ha terminado. Que cada cual se haga con un pequeño terreno». Pero yo había hablado con los hombres de Sobraon, de Chilianwallah, de Mudki y Ferozeshah. Les dije: «Aguantad un poco y el viento cambiará. Este trabajo no trae prosperidad». En aquel entonces cabalgué ciento veinte kilómetros con una memsahib inglesa y su bebé en el arzón delantero de la silla de montar. ¡Aquel sí que era un caballo adecuado para un hombre! Los dejé a salvo y volví al lado de mi oficial, el que no había sido asesinado de los cinco que teníamos. «Deme trabajo —le pedí—, pues soy un paria entre los de mi propia clase y la sangre de mi primo está fresca en la hoja de mi sable». «Alégrate —me respondió—, pues hay mucho trabajo por delante. Cuando esta locura haya terminado, habrá una recompensa».

—Sí, supongo que habrá una recompensa cuando la locura haya terminado, ¿no es cierto? —dijo el lama, a medias para sí mismo.

—En aquel entonces no daban medallas a todo el que había oído por accidente el disparo de un cañón. ¡No! Participé en diecinueve batallas campales, sesenta y cuatro escaramuzas a caballo y en innumerables pequeñas refriegas. Recibí nueve heridas, una medalla, cuatro pasadores y la medalla de una Orden, pues mis capitanes, que ahora eran generales, me recordaban de cuando el Kaisar-i-Hind cumplió cincuenta años de reinado, y el país entero se regocijó. Dijeron: «¡Dale la Orden de la India británica!». Ahora la llevo colgada del cuello. Tengo también mi jaghir [propiedad] que recibí de manos del Estado, un regalo para mí y los míos. Los hombres de aquel tiempo, que ahora son comisionados, vienen a verme cabalgando entre los campos, tan altos sobre sus caballos que todo el pueblo los ve, y hablamos de las antiguas escaramuzas y el nombre de un difunto lleva al de otro.

—¿Y después? —inquirió el lama.

—Oh, entonces se marchan, pero no antes de que mi pueblo los haya visto.

—¿Y al final qué harás?

—Al final moriré.

—¿Y después?

—Que los dioses lo decidan. Nunca les he molestado con oraciones. No creo que me molesten a mí. Mira, en mi larga vida he observado que quienes continuamente interrumpen a los de Arriba con quejas, rumores, gritos y llantos los llaman rápidamente, de la misma manera que nuestro coronel llamaba a los hombres del país que tenían la lengua suelta y hablaban demasiado. No, yo nunca he fatigado a los dioses. Ellos lo tendrán en cuenta y me concederán un lugar tranquilo donde pueda manejar mi lanza a la sombra y esperar a mis hijos para darles la bienvenida. Tengo nada menos que tres rissaldar, todos ellos comandantes, en los regimientos.

—Y ellos, de la misma manera atados a la Rueda, van de una vida a otra, de una desesperación a otra —dijo el lama entre dientes—, sulfurados, inquietos, posesivos.

—Sí —dijo riendo el viejo soldado—. Tres rissaldar, comandantes en tres regimientos, un poco jugadores, pero también yo lo soy. Han de tener buenas monturas, y hoy uno no puede tomar los caballos como en los viejos tiempos tomaba a las mujeres. Bien, bien, mi propiedad puede costear todo eso. ¿Qué te parece? Es un terreno bien regado, pero mis hombres me engañan. No sé cómo pedirles las cosas si no es a punta de lanza. ¡Uf! Me enfado y los maldigo, y ellos fingen penitencia, pero sé que a mis espaldas me llaman viejo mono desdentado.

—¿No has deseado nunca ninguna otra cosa?

—¡Sí, sí, mil veces! Tener de nuevo la espalda recta y las rodillas firmes, la muñeca rápida y la vista aguda, y la médula que constituye un hombre. ¡Ah, los buenos tiempos, los buenos tiempos de mi fortaleza!

—Esa fortaleza es debilidad.

—Así se ha vuelto, pero cincuenta años atrás podría haber demostrado lo contrario —replicó el viejo soldado, y clavó el borde del estribo en el delgado flanco del jaco.

—Pero conozco un Río con un gran poder sanador.

—He bebido el agua del Gunga hasta el borde de la hidropesía. Todo lo que me ha dado ha sido disentería, y nada de fortaleza.

—No es el Gunga. El Río que conozco lava toda clase de pecados. Si subes por la orilla opuesta tienes la libertad asegurada. Desconozco tu vida, pero tienes el rostro de una persona honorable y cortés. Te has aferrado a tu Camino, siendo fiel cuando era difícil serlo, en aquel Año Negro del que ahora recuerdo otros sucesos. Entra ahora en el Camino Medio, que es el camino de la libertad. Escucha la Excelentísima Ley y no vayas en pos de sueños.

—Habla entonces, anciano —dijo el viejo soldado, haciendo a medias el saludo militar—. A nuestra edad todos somos charlatanes.

El lama se acuclilló bajo un mango, cuya sombra le cuadriculaba el rostro. El soldado permaneció rígido a lomos del jaco, y Kim, tras asegurarse de que no había serpientes, se tendió entre las retorcidas raíces.

Bajo el ardiente sol los insectos zumbaban perezosamente, las palomas zureaban y desde el otro lado de los campos llegaba el monótono y soporífero sonido de las ruedas de molino. El lama se puso a hablar de una manera lenta e impresionante. Al cabo de diez minutos el viejo soldado desmontó de su jaco, para oír mejor lo que decía, y se sentó con las riendas alrededor de la muñeca. Al lama se le entrecortó la voz, los periodos se alargaron. Kim observaba atentamente una ardilla gris. Cuando la pequeña y chirriante masa de pelaje apretada contra la rama desapareció, el predicador y su público estaban profundamente dormidos, la firme cabeza del viejo oficial con el brazo por almohada, la espalda del lama apoyada en el tronco del árbol y con el aspecto de marfil amarillo. Apareció un niño pequeño desnudo, miró a los durmientes y, obedeciendo a un repentino impulso, hizo una solemne reverencia ante el lama, pero era tan bajo y rollizo que se cayó de costado, y Kim se rió al ver las piernas despatarradas y regordetas. El niño, asustado e indignado, se puso a chillar.

—¡Eh! ¡Eh! —exclamó el soldado, poniéndose en pie de un salto—. ¿Qué pasa? ¿Cuáles son las órdenes?... Es... ¡un niño! He soñado que había una alarma. No llores, chiquitín, no llores. ¿Me he dormido? ¡Qué incalificable descortesía!

—¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo! —gritó el niño.

—¿De qué? ¿De dos viejos y un chico? ¿Cómo llegarás a ser soldado, principito?

El lama también se había despertado, pero, sin reparar en el niño, se puso a pasar las cuentas de su rosario.

—¿Qué es esto? —inquirió el niño, dejando bruscamente de gritar—. No he visto nunca estas cosas. Dámelas.

—Ajá —dijo el lama, sonriente, y deslizó por la hierba una parte del rosario—. «Esto es un puñado de cardamomos, esto es un pedazo de ghi, esto es mijo y ají y arroz, ¡una cena para ti y para mí!».

El niño lanzó exclamaciones de alegría, y trató de agarrar las cuentas oscuras y brillantes.

—¡Vaya! —dijo el viejo soldado—. ¿Dónde has escuchado esa canción, despreciador del mundo?

—La aprendí en Pathankot, sentado en un umbral —respondió tímidamente el lama—. Es bueno ser amable con las criaturas.

—Recuerdo que antes de que nos durmiéramos me habías contado que el matrimonio y los hijos oscurecían la verdadera luz, que eran obstáculos en el Camino. ¿Caen los hijos del cielo en tu país? ¿Consiste el Camino en cantarles canciones?

—Ningún hombre es del todo perfecto —respondió el lama con gravedad, recogiendo el rosario—. Anda, chiquitín, ve con tu madre.

—¿Le has oído? —le dijo el soldado a Kim—. Se avergüenza de haber hecho feliz a un niño. Habrías sido un buen padre de familia, hermano. ¡Eh, niño! —Le lanzó una moneda—. Un dulce siempre es un dulce. —Y la criatura se fue brincando bajo el sol—. Crecen y se hacen hombres. Lamento haberme dormido en medio de tu prédica, santo. Perdóname.

—Los dos somos viejos —dijo el lama—. La culpa es mía. Te he escuchado hablar del mundo y su locura, y un error ha conducido al siguiente.

—¡Mira lo que dice! ¿Qué daño les haces a tus dioses por jugar con un bebé? Y has cantado muy bien esa canción. Sigamos adelante y te cantaré la canción de Nikal Seyn ante Delhi, la canción de antaño.

Salieron de la penumbra bajo el mango, la voz alta y aguda del anciano resonante en el campo, mientras con un largo lamento tras otro desvelaba la historia de Nikal Seyn [Nicholson], la canción que incluso hoy los hombres siguen cantando en el Punjab. Kim estaba encantado, y el lama escuchaba con profundo interés.

—¡Ay! Nikal Seyn ha muerto, ¡murió delante de Delhi! Lanzas del norte, vengad a Nikal Seyn. —Mantuvo el tono trémulo hasta el final, marcando los trinos con la cara de la hoja de su espada sobre la grupa del jaco—. Y ahora llegamos a la Gran Carretera —dijo tras haber recibido los cumplidos de Kim, ya que el lama permanecía notablemente silencioso—. Hacía mucho que cabalgaba así, pero la charla de tu muchacho me ha animado. Mira, santo, la Gran Carretera que es la espina dorsal de todo Hind. En su mayor parte le dan sombra, como ves aquí, cuatro hileras de árboles. El carril central, de suelo duro, está destinado al tráfico rápido. En los tiempos anteriores al ferrocarril, los sahibs viajaban por aquí a centenares en una y otra dirección. Ahora solo hay carretas de campesinos y otros vehículos similares. A derecha e izquierda el pavimento es áspero, para los carros pesados, los que transportan grano, algodón y madera, forraje, limas y pellejos. Aquí uno viaja seguro, pues cada pocos kus hay un puesto de policía. Los agentes son ladrones y extorsionadores... yo mismo la patrullaría con soldados de caballería, jóvenes reclutas a las órdenes de un capitán fuerte... pero por lo menos no tienen que enfrentarse a ningún rival. Por aquí pasan todas las castas y todas las clases de hombres. ¡Mira!, brahmanes y chumars, banqueros y hojalateros, barberos y bunnias, peregrinos y alfareros... todo el mundo va y viene. Me parece un río del que he sido retirado como un tronco después de una inundación.

Y ciertamente la Gran Carretera Principal es un espectáculo maravilloso. Su trazado es recto, y soporta sin aglomeraciones el tráfico de la India a lo largo de dos mil cuatrocientos kilómetros, un río de vida como no existe otro igual en el mundo. Contemplaron su extensión, bajo el verde dosel arqueado que punteaba de sombra la calzada, la blanca y ancha franja moteada de personas que caminaban lentamente, y los puestos de policía, unos edificios de dos habitaciones, en el lado contrario.

—¿Quién lleva armas en contra de la ley? —gritó risueño un agente, al ver la espalda del soldado—. ¿Es que no basta con la policía para destruir a los maleantes?

—La llevo para protegerme de la policía —respondió el viejo—. ¿Va todo bien en Hind?

—Todo va bien, rissaldar sahib.

—Soy como una vieja tortuga, ¿sabes?, que saca la cabeza del agua en la orilla y vuelve a sumergirla. Sí, esta es la carretera del Indostán. Todos los hombres pasan por aquí...

—Hijo de un cerdo, ¿la parte blanda de la carretera sirve para que te rasques en ella la espalda? Padre de todas las hijas de la vergüenza y marido de diez mil sin virtud, tu madre se entregaba a un diablo, al que le conducía su madre. ¡Tus tías jamás han tenido nariz durante siete generaciones! Tu hermana... ¿Qué locura de búho te ha hecho traer tus carretas por la carretera? ¿Una rueda rota? ¡Entonces toma una cabeza rota y junta las dos cuando quieras!

La voz y unos malignos restallidos de látigo procedían de una columna de polvo a cincuenta metros de distancia, donde una carreta se había averiado. Una delgada y alta yegua de Kathiawar, con los ojos y los ollares inflamados, salió del atasco como una exhalación, resoplando estremecida mientras su jinete la lanzaba por la carretera persiguiendo a un hombre que gritaba. Era alto y de barba gris, montaba al animal casi enloquecido como si formara parte de él y azotaba científicamente a su víctima entre corcovos.

El rostro del anciano se llenó de orgullo.

—¡Mi hijo! —se limitó a decir, y tiró de la rienda, tratando de que el cuello de su jaco trazara un arco apropiado.

—¿Vas a azotarme delante de la policía? —gritó el carretero—. ¡Justicia! ¡Pido justicia...!

—¿He de quedarme detenido por un mono gritón que vuelca diez mil sacos bajo el morro de una joven montura? Esa es la manera de estropear a una yegua.

—Lo que dice es cierto, muy cierto —dijo el anciano—, pero ella está tan fuera de sí como su jinete.

El carretero corrió a meterse bajo las ruedas de su carreta, desde donde amenazó con toda clase de venganzas.

—Tus hijos son hombres fuertes —dijo serenamente el policía, mientras se escarbaba los dientes.

El jinete cortó el aire por última vez con un feroz latigazo y avanzó a medio galope.

—¡Mi padre! —Detuvo la yegua a diez metros y desmontó.

El anciano bajó de su jaco en un instante, y los dos hombres se abrazaron como lo hacen un padre y su hijo en Oriente.

Kim

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