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Introducción
ОглавлениеLa incorporación de las mujeres a las carreras universitarias de ciencias e ingenierías, así como a las profesiones científicas y técnicas en Colombia es producto de cambios sociales y culturales que tuvieron lugar en la segunda mitad del siglo XX. Sin embargo, aún representan una proporción notoriamente baja en las carreras y profesiones de las ciencias exactas, físicas, matemáticas e ingenierías, excepto en las áreas biomédicas. En el país, en general, no ha habido políticas públicas o institucionales que promuevan su incorporación a estas disciplinas.
Aunque la educación universitaria se considera uno de los factores más importantes para erradicar otras discriminaciones y elevar el estatus social y económico, el estancamiento de inclusión de las colombianas en las disciplinas científicas y técnicas pocas veces ha sido objeto de interés académico. Entre las escasas investigaciones dedicadas al tema se pueden contar las realizadas por Luz Gabriela Arango (2006a, 2006b), Patricia Tovar (2008) y Sandra Daza y Tania Pérez (2008). La atención que este tema ha suscitado en Colombia ha tenido un carácter más bien episódico en comparación con la proliferación de estudios que se han producido en otros países.
Investigaciones como la de Lucy Cohen (1971, 2001) o Martha Herrera (1995) han mostrado los rasgos generales del acceso de las colombianas a la educación superior, que se inició en Colombia un poco más tarde que en otros países de la región como Argentina, Uruguay, Chile, México, Brasil o Cuba, donde tuvo lugar en las décadas finales del siglo XIX y primeras del XX (Lavrin, 1995; Miller, 1991). A principios del siglo XX las colombianas no tenían explícitamente prohibido ingresar a carreras universitarias, pero la exclusividad masculina en la educación superior estaba garantizada eficazmente por las costumbres, los valores culturales de género que prescribían roles determinados y las disposiciones académicas institucionales.
El certificado que se otorgaba a las graduadas de enseñanza media no las habilitaba para acceder a la universidad porque sus estudios no abarcaban los contenidos adecuados ni poseían la rigurosidad que se exigía en las instituciones para hombres. Ello se debía a que hasta los años treinta del siglo XX, los establecimientos colombianos de educación secundaria no solo estaban segregados por sexo, sino que también impartían contenidos diferenciados por este criterio. El Decreto 227 de 1933 —que estableció el bachillerato femenino— ordenó establecer un programa académico de bachillerato único y homologable en las instituciones oficiales, femeninas y masculinas, que permanecieron separadas.
Por supuesto, el hecho estuvo precedido y seguido de fuertes polémicas. Como han mostrado las investigaciones históricas, los opositores advirtieron acerca del derrumbe del orden y los valores familiares, la desaparición de la feminidad y otros perjuicios; sin mencionar el desperdicio de recursos, pues muchos auguraban que las universitarias no lograrían destacar en las carreras “masculinas” ni ejercerían su profesión el tiempo suficiente para amortizar la inversión, pues llegado el matrimonio y los hijos, sucumbirían las carreras profesionales (Velásquez, 1985; Herrera, 1995; López, 2002). Pese a ello, en la segunda mitad de la década del treinta las primeras bachilleres comenzaron a ingresar a carreras como derecho, medicina y odontología, y en los años cuarenta se graduaron las primeras ingenieras, aunque fueron casos excepcionales. A finales de la década del cincuenta, según Cohen (1971), casi el 25 % de la población universitaria eran mujeres.
No obstante, una buena parte de las universitarias de esa época cursaban carreras cortas —de dos o tres años de duración— en un nuevo tipo de instituciones, los colegios mayores de cultura femenina, conocidos como universidades femeninas, cuya finalidad era reencauzar la educación y las posibilidades profesionales de las colombianas. Durante los años cuarenta se discutió mucho sobre la orientación de una educación superior que las preparase, pero sin “desfeminizarlas”, siguiendo las mismas carreras y profesiones que los hombres. El ministro de Educación afirmó en 1944: “Si no volvemos la mujer al hogar y el campesino al campo, no pasarán más de tres generaciones sin que Colombia haya dejado de existir como nacionalidad auténtica” (citado por Helg, 2001, p. 212).
Las universidades femeninas contribuyeron a que se formalizara la enseñanza de profesiones como enfermería, bacteriología, auxiliar de cirugía, delineante de arquitectura, trabajo social, bibliotecología, orientación familiar, economía doméstica; y otras que implicaban un grado de formación inferior a las carreras universitarias habituales y eran consideradas más aptas para que ellas pusieran en juego sus “predisposiciones naturales” de escucha, cuidado, organización, delicadeza y protección.
En 1945, en un discurso pronunciado en Medellín durante la inauguración del Colegio Mayor Femenino de Antioquia, el ministro de Educación, Germán Arciniegas, afirmó:
La mujer que no tiene vocación para el estudio, está bien que se quede ordenando la despensa de su casa. La que tenga ánimos para estudiar ingeniería, que eche por ahí y, si a tanto llega, que vaya a la cabeza de los peones trazando carreteras. Queda sí, una muchedumbre de mujeres con vocación para el estudio, pero con una vocación que no siempre logra aplicarse o aprovecharse rectamente en las carreras tradicionales. (citado por López, 2010, p. 148)
Germán Arciniegas Angueyra (Bogotá, 1900-1999) fue un intelectual, escritor, periodista, político y diplomático colombiano que destacó por su interés en el avance de la educación y la cultura en Colombia. Conocido como activo promotor de la reforma universitaria progresista, fue un temprano editor de revistas y obtuvo amplio reconocimiento en los años veinte como editor de Universidad, la revista de la Universidad Nacional de Colombia, a la que transformó en un activo agente de debate intelectual y político.
También fue fundador y editor de la Revista de las Indias (1939) y de la Revista de América (1945), a través de las cuales divulgó el pensamiento americanista del cual fue devoto. Su actividad política comenzó en la época de la Revolución en Marcha (1934-1938) del presidente Alfonso López, y llegó a ser ministro de Educación entre 1941-1942 y 1945-1946 con los presidentes liberales Eduardo Santos y Alberto Lleras, respectivamente. En su segundo periodo tomó, entre otras, la iniciativa de reconducir la educación superior femenina, creando los controvertidos Colegios Mayores de Cultura Femenina, que ofrecían “medias carreras” a las mujeres que deseaban obtener estudios más allá del bachillerato y los estudios normalistas, como biblioteconomía, periodismo, auxiliar de laboratorio, delineante de arquitectura, etc. La feminista y sufragista colombiana Ofelia Uribe de Acosta (1900-1988) expresó lúcidamente en las páginas de la revista Agitación Femenina su desacuerdo con la intención de esta reforma de derivar hacia “profesiones auxiliares” a las mujeres que querían estudiar:
Si el señor ministro quiere sustraer a la mujer del ambiente de coeducación [...] para dejar satisfechos a los retrógrados de todos los partidos que siguen sosteniendo la inferioridad mental de la mujer y negándole la condición de ciudadana.
Sorprende que un sociólogo como el señor Arciniegas, ministro de Educación Nacional, tome el nombre de Colegio Mayor [...] para llevar a la mujer de hoy en pos del engañoso miraje de “los cursitos”, desplazándola así de las carreras o profesiones liberales, para colocarla en la deprimente situación de modesto auxiliar del profesional competente. (Uribe, 1946, p. 3)
Así pues, acceder a la educación superior no implicó que las colombianas tuvieran las puertas abiertas a las disciplinas de ciencias e ingenierías. Para cursar este tipo de estudios debieron desafiar estereotipos aún más acentuados, no solo sobre su capacidad física e intelectual (“tener ánimos”), sino también acerca de lo inapropiado que podía resultar una mujer realizando un tipo de actividades (“echar por ahí” dirigiendo un grupo de trabajadores) propias de profesiones asociadas con atributos culturales masculinos (Arango, 2006a; Wajcman, 1991). Se sobreentendía que el perfil profesional de ciertos estudios y actividades laborales estaba dirigido a hombres y no a mujeres.
Por estos antecedentes —y con motivo de la celebración del centenario de la fundación de la Facultad de Ciencias Agrarias de la Universidad Nacional de Colombia - Sede Medellín— un grupo de profesoras decidimos realizar un estudio sobre las primeras ingenieras que se graduaron allí, a modo de tributo y reconocimiento a la labor de una generación que, quizá sin saberlo, abrió caminos para futuras estudiantes y profesionales.
La Facultad de Ciencias Agrarias constituye un caso de estudio interesante debido a que se consolidó como un centro educativo de referencia en un ámbito estratégico para el desarrollo económico y social en Colombia. En 1914 se fundó la Escuela de Agricultura Tropical y Veterinaria en Medellín con el fin de impulsar la modernización agrícola del país; se esperaba que ayudara a difundir conocimientos técnicos, desterrar las prácticas empíricas y aumentar la productividad para afianzar un modelo agroexportador.
En 1935 la institución pasó a denominarse Instituto Agrícola Nacional y funcionó como dependencia del Ministerio de Agricultura y Comercio, hasta que en 1938 pasó a formar parte de la Universidad Nacional de Colombia como Facultad Nacional de Agronomía. Junto a la Escuela Nacional de Minas (1886); Agronomía integró el núcleo inicial de una sede regional signada inicialmente por su enfoque dirigido a promover la aplicación práctica de los conocimientos científicos.
Además, en el lapso entre la segunda mitad de los años cincuenta y las primeras décadas del siglo XXI, la facultad pasó de graduar a la primera ingeniera agrónoma del país a tener el mayor porcentaje de mujeres estudiantes de pregrado, con un notable 43.5 %, que supera al exiguo 34.5 % de la Sede Medellín en su conjunto. Esto supone una transformación significativa, pues muchas décadas después de que otras carreras se abrieran a las mujeres, las ingenierías del área agropecuaria y forestal todavía eran consideradas profesiones propias de hombres. El objetivo de nuestro estudio es contribuir a la comprensión de los contextos personales, sociales e institucionales que facilitaron estos cambios, así como averiguar si, bajo la apariencia de una integración normalizada, podían subyacer dificultades o inequidades menos explícitas.
Autoras como Luz Gabriela Arango (2006a) y Judy Wajcman (1991, 2006) han planteado que algunos de los factores relacionados con la escasa representación de las mujeres en las ciencias exactas y las ingenierías tienen que ver con estereotipos de género que guían las expectativas individuales y sociales acerca de la feminidad y la masculinidad. Wajcman ha señalado, además, que la ausencia de mujeres estudiantes y profesionales en estas disciplinas resulta tan elocuente que la presencia de unas pocas es, a menudo, considerada como un acontecimiento singular que suscita una intensa atención pública, dando lugar a una errónea percepción de que se han superado las discriminaciones instituidas por el orden social de género.
En este sentido, resulta interesante observar los casos contrastantes de las primeras ingenieras del país, graduadas en la Sede Medellín: la ingeniera civil y de minas Sonny Jiménez de Tejada, en 1947, y la ingeniera agrónoma Estela Escudero Mesa, en 1954. Mientras de la primera existe un importante registro en la memoria pública de la ciudad, sobre la segunda apenas hay un recuerdo difuminado y la información que puede conocerse con certeza se limita a la que publicó el diario regional El Colombiano el día de su ceremonia de graduación.
Estela Escudero, que se graduó con una tesis sobre los mercados de frutas y hortalizas, pronunció un discurso titulado “¿Por qué elegí la agronomía?”, que fue reproducido por la prensa. En este señaló: “A muchos de los que están presentes se les hará extraño que una mujer se dedique a estudiar para llegar a ejercer una profesión como es la Ingeniería Agronómica a la cual hoy me siento orgullosa de pertenecer” (Escudero, 1954). A continuación, explicó que las ingenieras podrían desempeñarse en cualquier rama de la agronomía como la genética, el fitomejoramiento, la entomología o la sociología rural, sin que ello significara competir con los hombres:
[como en] la sociología rural, donde la labor de la mujer ingeniero agrónomo puede ser estudiar y planear la solución de los numerosos problemas rurales, no solo económicos sino también morales [...] en la rama de la extensión también puede hacerse presente la labor de la mujer colombiana, ya que la misión del ingeniero agrónomo no es dedicarse directamente a los trabajos materiales del campo, sino que su objetivo es el de prestar dirección técnica [...]. Hoy llena de optimismo estoy segura que no pasarán muchos años sin que en esta misma Facultad estudien muchas damas cuya finalidad y empeño sea no la de suplantar al varón, sino la de ser su colaboradora. (Escudero, 1954)
Pese a que se hace evidente la intención de estimular que sus contemporáneas se interesasen por una profesión percibida socialmente como masculina, no deja de llamar la atención que subrayara enfáticamente que ellas no pretendían poner en cuestión el dominio de los varones sobre sus feudos académicos y laborales. Por el contrario, realizarían un aporte específico dentro de una esfera de acción femenina orientada a los aspectos sociales y humanos de la profesión; dimensiones con las que, a su vez, se ampliaría el alcance de la propia ingeniería agrónoma. Llama la atención que este imaginario sobre las dimensiones femeninas y masculinas de estudios y profesiones persiste en la actualidad entre las y los estudiantes de ingenierías (Arango, 2006b).
Las expectativas de Estela Escudero se cumplieron y desde la primera mitad de la década del sesenta aumentó el porcentaje femenino en las cohortes de ingenieros agrónomos graduados. Aunque su mera presencia transformó, en alguna medida, estereotipos y formas de interacción personal, no se analizó cómo este proceso cambiaba la universidad e impactaba los campos disciplinarios, incidiendo en el ámbito laboral o modificando las relaciones de la institución con su contexto social y económico. Por ello nos planteamos conocer las experiencias personales y los procesos institucionales en que se inscribieron las carreras académicas y profesionales de las primeras egresadas de la Facultad de Ciencias Agrarias de la Universidad Nacional de Colombia - Sede Medellín. Durante la investigación realizamos entrevistas a graduadas y graduados entre 1960 y 1980.
Inicialmente nos preguntamos quiénes habían sido las primeras ingenieras de la Facultad de Agronomía (hoy Facultad de Ciencias Agrarias), cómo eran la universidad y la sociedad en la que estudiaron y comenzaron a ejercer su profesión, qué obstáculos explícitos o implícitos debieron superar. Sin embargo, al tratar de interpretar los contenidos de las entrevistas, comprendimos que no era suficiente con escucharlas o visibilizarlas. Surgieron preguntas de mayor calado que implicaban poner bajo el lente del género las experiencias personales, los procesos institucionales y las formas de producción del conocimiento. Nuestra intención fue trascender el componente anecdótico de las experiencias, para formular hipótesis mejor elaboradas acerca de los estereotipos o barreras que limitaron, y aún limitan, la incorporación o la trayectoria académica y profesional de las mujeres en este campo, cómo operan dichas barreras o cómo se han producido los avances en ciencia y tecnología mediante procesos contradictorios que, a la vez, incluyen y excluyen a las mujeres.
Para ello fue importante tener la oportunidad de encontrarnos con investigadoras con una trayectoria más larga en este ámbito, ocasión que se propició durante el Seminario Internacional Mujeres Universitarias, Profesionales y Científicas: Contextos y Trayectorias, realizado en la Facultad de Ciencias Agrarias de la Sede Medellín en diciembre de 2015. Este encuentro permitió intercambiar información, así como perspectivas conceptuales y metodológicas valiosas, con otras investigadoras y líderes de programas de promoción de la equidad de género en la educación superior, en la ciencia y la tecnología, las cuales se vienen implementando en contextos académicos e institucionales de distintos países hace varios años.
Por otro lado, los estudios académicos acerca de la presencia de mujeres en la educación superior, la ciencia y la tecnología han experimentado un crecimiento extraordinario en la última década, sin embargo, sus inicios se encuentran en los años setenta del siglo XX. Por entonces, activistas de movimientos sociales y académicas feministas en Europa y Estados Unidos comenzaron a preguntarse por la escasa presencia femenina en las ciencias, y por la forma en que los conocimientos científicos detentados por hombres habían sido, a lo largo del tiempo, una herramienta fundamental para alienar a las mujeres del conocimiento y del control sobre sus propios cuerpos, su sexualidad y sus capacidades reproductivas (Ehrenreich y English, 2010; Federici, 2010).
A continuación, se inició la tarea de rescatar del olvido a pioneras en diversos campos de la ciencia y la tecnología. A través de documentación biográfica, estas investigaciones hicieron visibles y revalorizaron las contribuciones de científicas que habían sido minusvaloradas y excluidas del repertorio de referencias que ha edificado el imaginario social de la ciencia. Otro aporte significativo fueron los estudios dedicados a resaltar las actividades que las mujeres realizaron en disciplinas o tareas auxiliares y que jugaron un rol fundamental para el avance de las ciencias. Como resultado de este conjunto de investigaciones emergió un relato diferente al tradicional y se evidenció cómo se había construido, de manera casi sistemática, la invisibilidad de las investigadoras, auxiliares y divulgadoras en la historia de las ciencias (Rossiter, 1984, 1993, 1995, 2012; Ogilvie, 1986; Phillips, 1990; Schiebinger, 1993, 2004; Alic, 2005).
Recuperar a estas figuras olvidadas hizo visible un conjunto de referentes femeninos inspiradores, aunque rodeados de un halo de excepcionalidad. Pero este enfoque no siempre pudo dar cuenta de la experiencia colectiva ni explicar cómo operan las barreras que las científicas encuentran, con demasiada frecuencia, al acceder o tratar de avanzar en una carrera profesional en el ámbito de la ciencia y la tecnología.
Demostrar que muchos aspectos del campo científico están afectados por los mismos prejuicios que predominan en la sociedad sobre las aptitudes, predisposiciones y capacidades femeninas ha sido un reto de gran envergadura, pues las ciencias se han construido sobre el axioma de que el pensamiento científico y las instituciones donde este se desenvuelve han logrado elevarse sobre los condicionantes de la vida ordinaria, convirtiendo las nociones de autonomía, neutralidad, mérito y capacidad en una divisa irrenunciable.
A medida que la sociología de la ciencia fue cuestionando estas nociones, comenzó a desarrollarse una línea de investigación que analizó distintas dimensiones de las prácticas científicas para tratar de dar una explicación al fenómeno generalizado de por qué las mujeres acceden en proporción tan baja y, cuando lo hacen, tienden a concentrarse en campos disciplinares específicos y experimentan más dificultades para obtener los recursos y reconocimientos que impulsan carreras científicas exitosas.
Algunos estudios revelaron que, incluso después de eliminar las restricciones más evidentes, persisten otro tipo de dificultades en forma de estereotipos y reglas de funcionamiento, por lo general implícitas, tanto en la sociedad como en las instituciones académicas y científicas. Otros demostraron que, bajo la aparente lógica de la carrera académico-científica, subyacen factores que contribuyen a retrasar, cuando no a estancar, la trayectoria de muchas investigadoras y académicas. En especial el hecho de que, en ciertas etapas cruciales, confluyen simultáneamente las exigencias propias de un contexto altamente competitivo con las decisiones personales y familiares acerca de tener hijos. Estos obstáculos, que se refuerzan unos a otros, juegan un papel determinante en las trayectorias académicas, científicas y profesionales, en forma de “techos de cristal”, “pisos pegajosos” o “tuberías que gotean”.
Muchos de estos estudios fueron impulsados para respaldar, de manera rigurosa, la formulación de políticas de igualdad de oportunidades en la educación superior, la ciencia y la tecnología. Esto también desató un notorio debate académico —que se ha trasladado a la vida pública, dando lugar a una nutrida colección de anécdotas presentes en los medios de comunicación y las redes sociales— entre quienes consideran que las desigualdades entre hombres y mujeres en el campo científico se deben a predisposiciones del carácter y la conducta, con base en diferencias innatas, y quienes consideran que no existe suficiente evidencia en tal sentido e invitan a dirigir la atención a la dimensión socioinstitucional de las desigualdades basadas en orden social de género.
El término género comenzó a usarse durante la década del cincuenta en Estados Unidos en disciplinas sociomédicas como la sexología, la psiquiatría y los estudios de la conducta y la identidad sexual. A mediados de los setenta empezó a ser usado también en las ciencias sociales y humanas como una categoría que opera para distinguir los elementos materiales y biológicos que establecen el dimorfismo sexual de la especie humana (sexo), de aquellos otros producidos por la sociedad y la cultura, y que las personas incorporan a través de procesos psíquicos que reflejan la socialización (género). Género se refería tanto a esta categoría heurística/analítica que distingue entre lo biológico y lo cultural, como al producto social que resulta de la interpretación, cultural y simbólica de las diferencias anatómico-biológicas (Rubin, 1986; Scott, 1990).
El feminismo académico ha usado la categoría género para controvertir las explicaciones sobre la condición femenina subordinada, sustentadas sobre extrapolaciones de evidencias científicas acerca de las diferencias biológicas entre hombres y mujeres. En las ciencias sociales y humanas se ha utilizado para hacer referencia, de manera abreviada, al modo en que la diferencia sexual binaria macho/hembra es construida y traducida en cada contexto histórico y cultural en términos jerárquicos de masculino/femenino, y que abarca la identidad personal, normas y prácticas sociales, la dimensión simbólica-cultural, además de la conducta y la orientación sexual.
Inicialmente se consideró posible corregir el déficit de mujeres en las profesiones tecnocientíficas mediante políticas de equidad dirigidas al ámbito educativo, institucional y laboral. Entre estas iniciativas se incluyó revisar los posibles sesgos en los protocolos de evaluación del mérito, mejorar el acceso de las científicas a redes profesionales y recursos para la investigación, y promover que las instituciones de ciencia implementasen condiciones laborales favorables a la conciliación de la vida personal y familiar.
Algunas estrategias de las políticas de igualdad de oportunidades en el ámbito científico, como las acciones afirmativas, también han dado lugar a encendidas discusiones. Además, dichas políticas han recibido críticas por lo limitado de sus resultados, lo cual se ha atribuido al hecho de que su enfoque no contribuye a transformar las inequidades de género en el conjunto de la sociedad, ya que en muchos casos son percibidas como medidas dirigidas a mejorar las condiciones de inclusión de una minoría de privilegiadas.
Por otra parte, desde los años setenta no solo se documentó que las mujeres fueron marginadas del acceso al conocimiento científico moderno y alienadas de saberes y prácticas protocientíficas tradicionalmente consideradas femeninas, como la partería o la elaboración de preparados curativos; los estudios también afirmaron que la ciencia, o los usos que se han hecho de ella, han sustentado formas de dominación clasista, sexista y racista. Algunos señalaron que, para insertarse en el ámbito de la ciencia y la tecnología, acceder a sus prácticas y su lenguaje, las mujeres se han visto obligadas a plegarse a normas de género masculinas, mientras esto no sucede con los hombres, en la medida en que el modelo de masculinidad —y otros privilegios de clase, raciales, de orientación o identidad sexual— ha sido construido como neutro y universal.
En el contexto de estos debates (Shalins, 1976; Lewontin, Rose y Kamin, 1984), la crítica feminista de la ciencia reclamó que las prácticas e instituciones científicas formaban parte del núcleo de dispositivos sociales y culturales que producían el género social y sus desigualdades. En lugar de preocuparse por cómo aumentar la población femenina en las disciplinas científicas tal como están organizadas, la crítica con perspectiva de género debía preguntarse cómo corregir el sesgo androcéntrico del conocimiento científico y cómo hacer uso, con fines emancipatorios, de una ciencia en apariencia neutra pero permeada por un enfoque patriarcal y heteronormativo en sus objetos, hipótesis, métodos y resultados (Harding, 1996; Tuana, 1989; Kohlstedt y Longino, 1997; Rose, 1994).
Esto llevó a plantearse si la mera inclusión de mujeres en la producción de conocimiento tendría algún efecto en la organización de la empresa tecnocientífica o en los resultados y productos de esta. Lo cual, a su vez, ha dado lugar a reflexiones en el campo de la epistemología y la filosofía de la ciencia que han evaluado críticamente las nociones de universalidad, racionalidad, objetividad, realismo, neutralidad o verdad. En tal sentido, se ha iniciado una interesante discusión acerca de hasta qué punto es cierto o deseable que la ciencia y la tecnología estén libres de valores, lo cual ha permitido pensar en estas no solo como un resultado sino también como un proceso generado por individuos que colaboran entre sí, de una manera institucionalizada, en contextos sociales e históricos concretos (Pérez Sedeño, 1995; Longino, 1990, 1996).
Otra de las consecuencias de estas reflexiones es que la propia categoría género ha sufrido un desplazamiento conceptual (Preciado, 2007). En las disciplinas sociales y humanas, género se había definido como una dimensión social y cultural variable, en oposición a sexo, que se limitaba a señalar un sustrato biológico fijo, vaciado de significado social. Sin embargo, desde los años noventa se ha incrementado el interés por comprender las formas complejas en que los factores biológicos y los procesos socioculturales interaccionan para dar lugar a la diversidad de cuerpos, comportamientos e identidades individuales y sociales.
Así, se ha expuesto que las ideas preexistentes de masculinidad y feminidad (es decir, el género) han proporcionado matrices interpretativas con las que los científicos, en especial en las disciplinas médico-biológicas, han establecido sus objetos de investigación, encontrado evidencias y desarrollando métodos para medir y clasificar fenómenos físico-biológicos relativos a la diferencia entre hombres y mujeres.
Por otro lado, el sexo ha dejado de ser entendido como una realidad fija, a medida que nueva evidencia científica revela que las experiencias e interacciones sociales, determinadas por normas, roles y estereotipos, influyen poderosamente en la estructura y expresión de la materialidad corporal, que resulta mucho más diversa, plástica y adaptativa. En ese sentido, el término sexo no solo denota ya una realidad “natural”, sino que, al igual que género, hace referencia también a un producto social e histórico, en cuya elaboración la investigación científica cumple un papel fundamental.
En la actualidad, todos los enfoques descritos se usan de manera simultánea y constituyen un activo campo de reflexión que ha logrado madurar su soporte conceptual y teórico. Este campo se ha especializado y ramificado, formando intersecciones con multitud de disciplinas que abarcan desde la discusión sobre la coeducación en las didácticas de aula y laboratorio hasta la crítica feminista a la epistemología y la filosofía de la ciencia. La incorporación del campo científico a las políticas de igualdad de oportunidades ha aglutinado un amplio conjunto de estudios de caso, documentos técnicos, obras de síntesis y documentación de referencia. A su vez, la intervención de científicas en estos debates —cada vez más frecuente— ha enriquecido las discusiones con una perspectiva desde el interior (Fausto-Sterling, 2006; Hubbard, 1990; Fox-Keller, 1982, 1991; Rougharden, 2009; Jordan-Young, 2010).
Ante un panorama tan amplio y diverso se hicieron evidentes las limitaciones de la investigación que emprendimos en la Sede Medellín, pero sus resultados han servido para plantear mejores preguntas y no para ofrecer respuestas definitivas. Pese a ello, esperamos que la iniciativa logre ampliar el interés de la comunidad universitaria en la equidad de género en este momento en que las instituciones de educación superior se esfuerzan por persistir como referentes en la producción y transmisión de conocimiento pertinente para abordar, entre otros, los desafíos de la sociedad colombiana ante un posconflicto que se anuncia dificultoso. Desde los sistemas de financiación a los criterios de acreditación y calidad internacionales, pasando por las prácticas de enseñanza y aprendizaje, la definición de los fines y procesos de la investigación o los perfiles profesionales de las y los egresados, la equidad de género abre preguntas que afectan la relación de la universidad con su medio social.
Frente a estos retos, la Universidad Nacional de Colombia posee un recorrido y una experiencia significativos. En la década del ochenta se creó el Grupo de Investigación Mujer y Sociedad, que abrió el primer programa de posgrado en Estudios de Género, Mujer y Desarrollo, y en 2001 se estableció la Escuela de Estudios de Género como centro de investigación y enseñanza de posgrado en la Sede Bogotá. La escuela ha promovido y asesorado la política institucional de equidad de género, cuyas líneas maestras se plantearon en 2012 y se reglamentaron en 2016, con la creación del Observatorio de Asuntos de Género. Esto hace de la Universidad Nacional la primera institución universitaria colombiana dotada de marco normativo e instancias administrativas dirigidas a establecer e implementar políticas de equidad de género.
Sin embargo, carece de un diagnóstico suficiente, cuantitativo y cualitativo sobre las desigualdades de género y aún está pendiente de abordar un amplio debate académico. Ambos se requieren, si es propósito de la institución crear un consenso favorable a la equidad de género que involucre a todos los sectores, de manera particular a las áreas de ciencias e ingenierías. Dicho propósito debería tomarse en serio, pues en los últimos años la tendencia a reducir la brecha de género en educación superior, generalizada en el país y en el mundo, se ha detenido en la Universidad Nacional de Colombia, que registra una disminución constante del porcentaje de mujeres estudiantes de pregrado del 43 % en 1997 al 36.3 % en 2014, a la vez que la proporción de profesoras e investigadoras de planta se ha estancado en torno al 28 %.
Además, en sedes como Medellín, que está volcada en gran medida hacia las ingenierías y la investigación aplicada, las cifras de la desigualdad se amplifican. El análisis de esta realidad sería una oportunidad para propiciar espacios de interlocución entre las ingenierías, las ciencias naturales y las ciencias sociales y humanas.
Gloria Patricia Zuluaga Sánchez, Ruth López Oseira
y Mónica Reinartz Estrada
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