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Destrucción y devenir: un retrato histórico de sabina spielrein

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El río de la conciencia se nutre del conocimiento personal y de los grandes acontecimientos históricos; se renueva o se estanca en cada época de nuestras vidas. Tras la Primera Guerra Mundial, el espectáculo de la destrucción dejó a la humanidad anegada en corrientes melancólicas. Una pregunta reverbera desde entonces en los campos del arte, la ciencia y la cultura: ¿cómo resolver el problema de nuestra conducta destructiva? Una de las primeras pensadoras contemporáneas que formuló esta interrogante ha sido olvidada por nuestra tradición académica y literaria: Sabina Spielrein. Quiero presentar un pequeño contexto histórico para entender mejor la aportación específica de su obra y las lecciones desconcertantes de su biografía.

En 1932, cuando la amenaza nazi conquistaba el corazón de Alemania y se extendía por Europa, Albert Einstein cedió al impulso de escribir una carta a Sigmund Freud. Éstas son sus palabras:

¿Existe algún medio que permita al hombre librarse de la amenaza de la guerra? En general se reconoce hoy que, con los adelantos de la ciencia, el problema se ha convertido en una cuestión de vida o muerte para la humanidad civilizada; y, sin embargo, los ardientes esfuerzos desplegados con miras a resolverlo han fracasado hasta ahora de manera lamentable.[1]

El viejo psicoanalista le responde:

Cuando se incita a los hombres a la guerra, un llamamiento de esa índole puede encontrar eco por diversos motivos, unos nobles, otros vulgares, algunos de los que se habla abiertamente y otros sobre los que es preferible callar. No hay razón para que los enumeremos todos. La inclinación a la agresividad y a la destrucción forma parte de ellos: las innumerables muestras de barbarie que jalonan la historia y la vida cotidiana no hacen más que confirmar su existencia.[2]

El físico consultó al psicoanalista en torno a la guerra como apoteosis de la destructividad humana, y la razón para esta consulta fue el ensayo de Freud de 1920 Más allá del principio del placer. El psicoanálisis comenzó como una corriente teórica y práctica para explicar el problema de los pacientes diagnosticados como portadores de “histeria” (el término es peyorativo y hay que abandonarlo; lo uso en un sentido histórico, estrictamente). A finales del siglo xix, el padre de la neurología, Jean Martin Charcot, descubrió que esos pacientes no se comportaban de acuerdo con las reglas de la neuroanatomía y de la medicina clínico-patológica. Esas reglas habían sido útiles para entender la mayor parte de los problemas clínicos de la neurología y la psiquiatría. Las personas “histéricas” representaban una excepción a la regularidad clínico-patológica, y esta condición excepcional llevó a Freud a buscar las reglas del juego de la psique, que no tendrían forzosamente una explicación en la anatomía del cerebro. Buscó esas reglas en otra parte: en la transición entre naturaleza y cultura; y de manera más particular, en el conflicto entre el deseo sexual (el principio del placer) y las restricciones impuestas al individuo por las leyes físicas y las normas sociales (el principio de la realidad). Pero ese esquema tan atractivo sigue sin responder la pregunta de Einstein: ¿por qué tenemos la tendencia –confirmada una y otra vez en la historia universal– a la agresión interpersonal, a la violencia colectiva, a la guerra? En Más allá del principio del placer, Freud introdujo un elemento adicional en su esquema: recuperó la noción mitológica del duelo entre Eros y Tánatos, y nombró “pulsión de muerte” al nuevo concepto psicoanalítico. Pero esa “pulsión de muerte” fue el planteamiento central de un ensayo escrito ocho años antes por una teórica pionera del psicoanálisis: Sabina Spielrein; el ensayo en cuestión está en las manos del lector: La destrucción como origen del devenir. Aunque es citado (marginalmente) por Freud en Más allá del principio del placer, este ensayo sólo estuvo disponible en lengua inglesa y en otras lenguas hasta la última década del siglo xx.[3]

Si aclaro que Spielrein fue una mujer judía nacida en Rusia, no es para contribuir al fetichismo lamentable que ha delimitado su tratamiento histórico: las circunstancias de su vida y muerte están ligadas a esa identidad cultural. Sabina tuvo una brillante trayectoria académica y deportiva (recibió una medalla de oro en gimnasia), estudiaba canto, piano, latín, y le disgustaba la escuela porque los maestros eran “muy estúpidos”.[4] Mientras estudiaba la carrera de medicina, un padecimiento la llevó a la clínica psiquiátrica de Burghölzli, en Suiza, una noche de agosto de 1904. El médico a cargo de la guardia era un joven psiquiatra desconocido: Carl Gustav Jung. El diagnóstico provisional en la nota de ingreso fue “histeria”.[5]

La destrucción como origen del devenir

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