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María Laura

Hicimos una pausa para descanso del posible lector: ¡uno, dos y tres, coronita es!, para que se produzcan raras movimentaciones en lejanos relojes sin campana y sin alarma… Dejemos que el viajero continúe:

“Ya pasamos el parque, al tiro vendrán las avenidas Norte y Sur, la Sur a mi diestra… allá me comentaron que los milicos se habían volado el nombre… el nombre que las unía a las dos: General José Aragón… ah, en esta doblamos a la derecha y derecho seguimos hasta la plaza Liberación o del Libertador… plena zona del centro… anchas las calles y avenidas, con sus camellones o canteros algo descuidados… y la pinche basura también por estos rumbos… pero es una basura que no huele, el basuraje lo tienen los ricachones bien adentro… en las tripas… los puros edificios de apartamentos, arrogancia de terceros mundos… y las tiendas a todo brillo, luces a toda hora, compitiendo hasta con el padre Sol… vaya linda modernidad… ‘comprar es vivir’ ‘adquiera aquí su futuro’ ‘hasta el cielo tiene precio’ ‘coches para todos’ ‘la vanidad es tu fuerza’ ‘tu belleza y nada más’ ‘somos los dioses de hoy’… la poética de la publicidad…”

“Hasta aquí llegamos, señoras y señores” anunció muy formal el algo mulato chofer-cobrador, engolando la voz como un dirigente político que aspira a la trascendencia. O como un engañoso y redundante comentarista deportivo. O como algún poeta de tercera división al agradecer el premio anual del ayuntamiento de Ríomar.

“Casi se me había borrado esta peculiaridad nacional… la soberbia de los parlanchines, el vocerío de los ignorantes ilustrados, el tartamudeo ontológico de los filósofos criollos… y junto con este triple despliegue, a saber cuántos más… Veremos cómo trabaja desde aquí la memoria hacia el pasado de aquí mero… pero que no resulte que uno se ponga a inventar para que los feos recuerdos no despierten… en realidad, son como imágenes petrificadas… allí el tiempo no funciona como se mueven los días del afuera de uno… por eso yo no estaba muy cierto de volver a estos pagos” de seguro el hombre Leandro cogitaba así ya alejándose bastante del inmovilizado autobús.

En la segunda esquina contuvo su caminar, avenida Sur con 19 de Abril… “No, ahora se llama Papa Pío Vicario doce… ¡coño!, ¡y no que éramos un país laico!… esta vía la ensancharon… ¡caracho!, para incrustarle en el medio la estatua del ensotanado… tiene un aro en la cabeza, no me digan que era un santo… ¿es el que hizo los pactos con el inventor del fascismo? Dicen que pederasta fue o protector de maricones machos, porque hay maricones hembras… y la diestra mano echando bendiciones todo el tiempo, aunque no haya ni una pinche ánima en la calle… su calle… seguro que un negocio con el Vaticano, esos restos como una remembranza de la Roma imperial… para entrar aquí inversiones en la bolsa o en la industria de la construcción… lavar la guita de las grandes limosnas”.

“Una moneda, señor… un peso, por favor” escuchó de pronto un verso conocido.

“Con rima y todo, eso ayuda a convencer” se comentó para buscar en seguida el redondo metal solicitado. Los dedos no llegaron al fondo del bolsillo, antes se cruzaron con aquel segundo sángüiche.

“Tomá, solo esto tengo” y el brazo se movió hacia abajo, hacia el centro sonoro de aquella voz salida de viejas voces.

“Gracias, ’ta bueno pa’ comer, ¿no?”

“Por eso te lo dejo, ya me morfé otro… en fin, como ves, quedamos iguales” no supo el porqué, mas su lengua parloteó.

“Iguales serán los güevos… cada uno es el retrato del otro… más o menos…” hubo una pálida y asombrosa respuesta.

El hombre Leandro no miró hacia la figura sentada, de lomo contra el poste de los semáforos, medio envuelta en traperías variopintas, de piernas acortadas por falta de calcio o por la poliomielitis, de pelambrera como una melaza negra, de un brazo y una mano mínimos, de un otro brazo más extenso y con una mano agrandada por el oficio de agarrar lo que fuera y de donde viniera.

“La cara… mejor ni verla… ¿será hombre o mujer?, en estos tiempos todo se mistura, se entrevera, se hace pedacitos en el aire…”

Ahora a cruzar esta calle que se volvió religiosa… ahí está la plaza Liberación… ya la toco con la punta de la pata izquierda… manía de niño, apoyarla bien al subir o bajar la banqueta, al marchar… y con la derecha tirar a gol con piedritas, hojas resecas, colillas de cigarros despreciados… o con tapitas de refresco o cagazones secas de perro sin casa… ¡Si habré ganado partidos!, hasta imaginaba los goles del contrario… siempre me gustó cantidá esta plaza… con el tremendo monumento a José Aragón en el medio y los senderos de granito pulido saliendo de los cuatro costados… las cuatro direcciones que ordenan el mundo… y las fuentes de aguas irregulares… y el pasto con sus flores amarillas, soles perdidos… Me contaron que hicieron un mausoleo los milicos, que colocaron fechas de batallas en los muros de mármol negro… y en el medio, o sea adentro y debajo de la estatua, un gran cofre de madera dura, no sé si ‘pau de ferro’ o caoba, con el triste hueserío del general… de sus ideas libertarias y federalistas, ni una frase, ni una pinche palabra suelta… a ver, está cerrado parece, el letrero dice que por refacciones…” y alguien pasó, hizo como una sombra, hubo un comentario escuchado a medias: “Hace rato que está el aviso… como que no qui…” y nada más.

El hombre Leandro ojeó el rastro no visible de aquella pasajera figuración: “Una muchacha con pinta de estudiante… ah, es la que venía en el autobús, creo…”

El movimiento de la muchacha quedó colgado de un aire sureño con matices de esmog, como si ella hubiera sido un extraño objeto trasladado por un viento que nadie percibiera.

“Esa figura se parece… a la soledad más entera que hasta ahora vi… ¿o es un reflejo de lo solo que estoy… en estos pagos urbanos que ahora trato de recordar? Porque ver tal cual es una cosa, no es acordarse de la sombra de esa cosa…”

Al costado izquierdo del monumento, como quien mira hacia el oeste, mejor dicho, hacia un dudoso mediodía, “Es que todo esto parece menearse, como recuerdos a medias o ensoñaciones del cansancio… postales vivas, fotografías ondulantes, clavadas en la raíz de la retina…”; o sea, hacia esa dirección pero sin tomar lejanía, la abandonada casa presidencial “O casa de desgobierno, con sus muros y balcones del siglo diecinueve… desde allí cuántos discursos se emitieron para deshonor de presidentes mediocres, aunque alguno hubo de buena parla… sí, parloteo democrático, ‘verba non res’, instituciones de puro papel, caudillos y próceres de bronce y mármol nacional, ¡qué orgullo! tener depósitos de esa prestigiosa piedra por gracia de mamá natura… para qué le han puesto guardia armada a esa puerta, quién va a entrar en ese nido de mentiras fosilizadas, de acuerdos en lo oscurito entre los partidos burgueses, autonombrados tradicionales… dos perros casi iguales con un mismo collar… ¿acá no venían de visita los embajadores del norte… o de la Europa de la edad de hierro, la oscura Europa con el engaño de su cultura luminosa? Y pensar que hasta pusimos varios muertitos… que fueron por su cuenta a entrarle a la lucha del pueblo de Sefarad, Hispania o España, contra los invasores franquistas y los fascistas de adentro… y que lloramos a plena calle cuando París fue liberada de los germanos nazis… si estuvimos en guerra declarada a Germania hasta después de que acabó el segundo gran conflicto mundial… si seríamos peleadores por la democracia que nos habíamos olvidado de ese detalle diplomático… había paz, y nosotros en guerra… como canta Gardel, fuimos esa vuelta ‘un disfrazado sin carnaval’… Ah, ¿y ese tamaño esqueleto de edificio pegado a la casa de desgobierno? Veamos los letreros: Empresa Arquitectos Unidos SA, Secretaría de Trabajos Públicos, Refaccionaria General SA, Tubos de acero SA, Vidrierías orientales SA, Maderas y moblajes SA, Asesoría Técnica SA, Instalaciones eléctricas SA, Dirección Nacional del Patrimonio, Ayuntamiento de Ríomar, and so on… de seguro, empresas gringas o brasilianas con apelativo en lengua nativa… y bien en lo alto, bandera propagandística que se deja leer, letras azules, fondo blanco y un sol encima: ‘Aquí se construye el Gran Palacio de Justicia’, y en letras más pequeñas, versalitas: ‘Doce modernos pisos al servicio de una sociedad más justa y equitativa’ ‘Cuatro elevadores para 20 personas’ ‘Aire acondicionado todo el año’ ‘Jardín de infantes para hijos de funcionarios’ ‘Cuatro restoranes populares’… ¿Y este adefesio que será: un hotel o qué?” concluyó el hombre Leandro al sentir una molestia en la nuca, un sutil toque de mínimo dolor.

“Mejor darle un golpe de ojo a la figura del Jefe, lo pienso con mayúscula, claro, aunque estatua sea solo estatua… vos sí que fuiste un exiliado de verdá… mírate ahora, diría el cegatón de Borges, insultado por palomas y gorriones… el derrotado vencedor, una especie de oxímoron, ¿no? Añitos sin verte, General, en altas también tu oficio de patriota que no tuvo patria… que tuvo matria, eso sí, en una tierra que fue luego bautizada para borrarte de una matria más grande… pero los sueños de sangre no se borran… por eso estoy aquí, seguro que hablando de solito… por eso la chava del autobús me mira, como leyéndome los labios, ¿por qué volvió? ¿o no se había ido como una limpia sombra? ¿qué se remueve en mis neuronas? ¿esta plaza: es o no es?” y se acercó, cuatro o cinco pasos nada más, a la persona de estudiantil apariencia.

“Nos vimos en el autobús, ¿no? Me llamo Leandro…” adelantó las nueve palabras, los signos de interrogación, los tres puntos suspensivos, las comillas no, no son ni serán de él. Entre los dos, un paso y medio sería la distancia.

“Sí, ahí veníamos. Yo siempre hago este camino, ahora voy a mi clase de inglés. Me gusta dar un ligero paseo por la plaza, hay como mucha historia aquí…” la voz tenía una vibración que iba más allá del enunciado, como un contenido tintineo de cristales profundos, de metales intangibles.

“Historia, sí, resumida para que no se conozca… o se conozca empobrecida o hasta emputecida… perdón, pero hay mucho de eso, de ocultamientos perversos… de deformaciones no casuales… la verdad es algo difícil… como esas canciones que andan sueltas, sin dueño… a la verdad para ganarla hay que meterle imaginación… y ciencia” desarrolló Leandro un inesperado discurso.

“Puede ser… en la escuela no me dijeron eso. Puras fechas de batallas, de firma de tratados, de oraciones con mucho ruido y un eco muy turbio, pienso, para que esos relatos estén molestando y no dejen que una use a su modo la cabeza propia” así salió ese tal vez impensado empuje verbal.

El hombre Leandro registró para sí un cierto asombro: “Mira cómo esta chava habla a lo bonito, mejor pensado, a lo firme… como si fueran asuntos de larga incubación… la espontaneidad está en la forma de decir lo que dijo… la forma parece que es como el aliento escondido de la palabra visible… audible, mejor…” y enseguida agregó hacia la muchacha: “¿Tienes tiempo para un cafecito?”

“Mis nombres son María Laura… Bueno, sí. Tengo como más de veinte minutos antes de la clase” una respuesta sin timidez y sin sorpresa.

“¿A dónde crees que hay un buen lugar? Ya ni conozco cafeterías por aquí…”

“Usted… tú, ¿es que no conoces el Sorocabana o el Tupambaé?”

“Ah, ¿funcionan todavía? Es que vengo de otro tiempo…”

“Sí, pero ya no están sobre la plaza. Desde hace como seis años, uno en cada punta de la bahía.”

“¿Y por qué los cambiaron?” habían empezado a caminar hacia los portales que eran la base del Palacio Albo, orgullo urbano desde los años veinte, por ahí transitaron hasta otras calles y aceras hasta ver los primeros reflejos del río parecido al mar.

“Abajo del fulgor, el agua de colores indefinibles, las espumas orgánicas, la basura de gentes y barcos” murmuró sin sutileza el hombre Leandro.

María Laura señaló el encuentro de la última calle paralela a la plaza con un callejón emergido de la vecina Ciudad Vieja: “Es ahí, el Tupambaé”.

“¿Qué callecita es ésta?” preguntó Leandro, pero bien sabía, creemos, que era una especie de tajo estrecho metido entre edificios de descascarados historiales; residencias de una burguesía ya largamente retirada hacia espacios de mayor seguridad y prestigio; casas trasmutadas en pensiones de pura cama o en refugios de veloces ejercicios prostibularios.

“Al café lo bajaron de categoría con el traslado, ¿no?” añadió como buscando una explicación final a todas las cosas.

“Es que los milicos no querían que en el Sorocabana o en el Tupambaé se juntara gente de la oposición, ciudadanos cualquiera… No podían sentarse más de dos a una mesa… Más de dos ya eran un mitin… Tomar un trago o un cafecito, no más… La gente casi no hablaba, iba para verse un poco, solo.”

La puerta única estaba a medio abrir, entraron con la inseguridad de quienes fundan un nuevo territorio. El interior del Tupambaé resultaba una hábil reproducción de las instalaciones anteriores: mesas de redonda tapa de mármol entre blanco y rosado, sillas de madera negra suavemente pesada y poderosa, percheros de fierro, en rústica, para descanso de ropas y bolsos, paredes exornadas con fotos de otros tiempos —mejores o no, a saber eso— exhibiendo caras y posturas de personalidades conocidas de la política, el deporte, la academia y las letras, y también de seres ignotos, borrados de cualquier historia. Fotografías enmarcadas en negro, diplomas de reconocimiento de alguna liga comercial, firmas en el amarillento blancor de los revoques, espejos enfrentados en el breve pasillo que llevaba a los baños, cuatro grandes lámparas colgantes de seis focos cada una impulsando ondas de rara luz verdecida, barra o mostrador con espacio para dos veintenas de codos, dos máquinas para el prestigioso café que nunca perdió calidad ni aroma adictivo, botellas de alcoholes nacionales y bebidas importadas de Europa y el Caribe, copas y vasos y tazas y ceniceros y platos y cucharas y escupideras maniáticamente lavados y pulidos. El Tupambaé, pues, dicen que en guaraní significa “tierrita o chacra de dios”, nombre fuerte, de batallas peleadas en un sitio con ese mismo nombre, sangre, lanzazos, pólvora y degüellos, “todos ganaron y todos perdieron”.

Se acomodaron a una mesa sobre una de las ventanas de fatigadas cortinas verdes, “menos generosas”, dijo ella, que las del local de antes.

“¿Generosas? ¿Y eso?” comentó él, regresando de su viaje ocular por aquel ámbito en el que parecieron flotar débiles relámpagos de una luz conocida o ensoñada, tal vez figuraciones o ánimas transmigradas de incierta nomenclatura.

“Claro, las otras eran ventanales más bien, mucho más altas y anchas” explicó ella con un rasgo de asombro.

“Ah, las metáforas del habla diaria… Es que vengo de otros modos de hablar… otros ritmos, hasta tonos que suben al final de la oración o la frase… así, hasta el sentido exclamativo suena con otras vibraciones… ¿Cómo explicarte eso?”

“Ta bien, entiendo. Pero… ¿puedo saber de dónde venís?”

“De un país que sirve para volver a éste…” una voz casi en silencio.

“¿Cuánto tiempo anduviste por ahí? La verdad, no sé si debo meter estas preguntas… No sé por qué lo hago… no quiero molestarte, disculpame...”

“Puedes preguntar lo que se te pase por el coco, nena. Es que, cuando me lancé a este regreso a Ríomar, pensé como tonto que ya me había hecho todas las preguntas, que me sabía todas las respuestas… Y tú, al replantear eso del origen de la vuelta en que ando, como si yo no fuera de aquí, una especie de habitante del aire, alguien que ya no puede ni tocar la tierra que alguna vez caminó…” la voz se deslizó hacia otro silencio.

“Perdón… no podía pensar que…”

“Sí, al replantear eso a tu manera, como que resucitaste viejas lágrimas… lloradas por otros, los veros sufrientes, los de aquellos años de tenebra y represión… es bueno que lo hayas hecho… siempre he tenido sequedad en los ojos… ni ahora puedo ser cursi, soy un tipo que simplemente está sentado aquí, cerca de tus palabras…” la voz, como desgastada, se fue hacia un silencio mayor.

“¿Qué les sirvo, señores?” el rápido discurso utilitario del súbito mesero.

“Dos americanos y un agua Peñafiel…” dictó la orden inmediata el hombre Leandro, como una fórmula muchas veces reiterada.

“¿Dos qué? ¿Qué agua?” la interpelación del mesero, camisa blanca, corbatín verde, pantalón algo ajustado de igual verdor. ¿Y la cara? Es que “los servidores no tienen rostro”, según dijera un personaje politiquero de otros momentos del calendario patrio.

“Serían dos cafés largos, en taza, y agua mineral… que sea salus” intervino el firme susurro de María Laura, sin pronunciar la mayúscula de una conocida marca nacional.

“Ah, perdón, es que allá se nombran de otro yeito…” emitió el hombre, cerrando con un imprevisto portuguesismo, y buscó la mirada del mesero, la frente en tránsito de desierto, los ojos y sus nutridas pestañas, las mejillas de un rosado artificial, la boca como enmohecida de monótonas frases rituales.

“Está bueno, señor…” ya en retirada hacia la no visible cocina.

“El señor está en el cielo… si es que anda flotando por ahí” colocó el hombre como si, al ubicar una gastada oración, recuperara en parte su confusa extranjería.

Esa percepción de lo fuereño tal vez creció de pronto en la cabeza bien alzada de la muchacha, atraída por esa modalidad de aire nebuloso en que el hombre respiraba, y creyó comprender que en los aires de escasa contaminación que Ríomar presentaba, había raíces de oxígenos lejanos, surcos de hidrógeno sucio, moléculas de olor indescifrable. Y montones de modismos, gírias, esquemas verbales, imágenes apegadas a sustancias ignotas, dichos del común, avatares lingüísticos brotando de napas sociales y de conjuntos étnicos medulares soslayados por el discurso oficial y las pretensiones parlanchinas de la intelectualidad clasemediera y seudoposmoderna.

“¡Qué bueno esto que se me ocurre así, llegando de la nada, para mi ponencia de fin de curso!” se exaltó en lo interior María Laura.

“Siento que hay que bautizar todo de nuevo… eu acredito nisso… ni que fuera yo un nuevo Adán… el primer poeta, ¿no?, según las tradiciones árabes asentadas en torno al llamado Viejo Testamento… mejor sí, bautizar con una verba renovada, porque lo totalmente nuevo no existe… Digamos, ¿de dónde sale el silencio? ¿No será una ausencia… o una presencia que no podemos percibir? ¡Qué chinga pensar ansí!” discurseó el hombre como transformado por la propia expresividad, según la muchacha.

“Mirá, Leandro, te propongo una cosa…” arriesgó María Laura en tono de certeza emocional, “sucede que estoy preparando los trabajos finales para aspirar a la licenciatura en Letras Iberoamericanas por la facultad de Humanidades… una parte estará dedicada a corrientes narrativas siglo veinte, a algunos autores que yo elija, salvo los obligatorios, y otra parte a las distintas modalidades lingüísticas que se aprecian en medio de la confusión posmoderna…”

“¿Qué confusión? ¡Ni madres! Si lo posmoderno no existe, es un invento… alguien dijo que era un estado de ánimo provocado por las desmadradas ocurrencias ideológicas del capitalismo, mezcladas con las interpretaciones de los descendientes de Hegel, Marcuse, Popper, Fukuyama, Deleuze, Foucault y otros… como en botica, un poco de todo, una sopa a la que cualquier filosofito local… de aquí y de allá, quiere meterle cuchara… Creo que Barthes afirmó que cuando uno sabe que algo no es posible, eso es ser moderno… Finalmente, de tal pedo ignoro cantidá… ni sé bien para que me eché este rollo…” derramó así Leandro sus desnudadas palabras.

“¡Estuviste bárbaro! Se ve que es un tema que has estudiado…”

“¿Estudiado? Ni un pito, muchachona… Nunca estudié bien nada… leo, escribo lo posible, respiro nomás…” casi una confesión, ¿necesaria?

“Estoy confundida, sin disimular lo reconozco… Esos modos tuyos de hablar, esa fuerza, esa especie de pasión por la verbalidad más certera o más precisa, decime, ¿de dónde vienen, de dónde te llegan? ¿Es por el tiempo que pasaste fuera de aquí?” soltó ella como adivinando.

El hombre Leandro esbozó un parpadeo de sorpresa, sintió que alguien le tomaba una radiografía de algún punto próximo a su desanimada ánima, contestó con menos energía: “Las edades se misturan con el palabrerío de cada hora, de cada siglo… A uno se le pegan alientos de otros, sonidales perdidos, circunstancias del mero parlotear y ainda mais… puede ser… También efectos del no aquí y del no allá…”

“Permiso, aquí les sirvo, señorita. Dos cafés largos y el agua mineral” reapareció sin aviso el mesero.

Sobre la redondez del mármol quedaron las impolutas tazas, los tenues vasos, las cucharas esplendentes, el servilletero de plástico verde y sus pétalos blancos, y en el centro, un platillo con cuatro galletitas que suponemos de armónico dulzor.

“Sirven bien aquí, la verdá” dijo Leandro como alejándose hacia otras mesas de una cafetería nacida de súbito a un costado del Jardín de los Héroes, en una ciudad borrosa de un país cuyo nombre difícilmente traducible le golpeó las cansadas neuronas.

Dijo como pensando: “Allá ponían nada más que el café americano, una servilleta, sobrecitos de azúcar restringidos, el agua había que pedirla… como que cada detalle indica una diferencia…”

“¿Qué es el no aquí? ¿Y el no allá?” preguntó levemente María Laura con el primer toque de café en la lengua.

“Una manera de definir el pasado, sin concretar nada, en Ríomar y en… aquella frontera balbuceante, de mucha movimentación, de doble hablar béin misturado… y luego en países de más lejos de ahí, países como provincias apretadas entre montañas, lagunas y valles matizados por la sangre… hasta la enorme capital mesoamericana, Cuauhtepeque…” fue la aromatizada respuesta, como si el pulverizado grano de Arabia disolviéndose en la saliva diera energía y forma a aquel palabraje recordatorio.

“Es una buena síntesis… pero esconde más de lo que muestra, ¿no? Parece que hay muchas cosas sin nombrar” fue así la insistencia de la muchacha.

“Para bautizar todo hay que vivir todo, soñar todo, ¿y quién puede hacer eso? Ni don Quijote… las palabras, el verbo o la verba, son el invento mayor de la especie más triste… y siempre llegan a destiempo, en un antes y en un después, alguien ya lo dijo… nunca coinciden en el espaciotiempo de lo nombrado, de lo bautizado” concluyó el hálito restante con un sonido de paciente fatiga, el hombre Leandro.

“¿Puedo anotar todo esto, o sea escribirlo en mi libreta de apuntes?” una ligera insinuación de ansiedad, aun de desconcierto.

“¿Y tu memoria? Tendrías que ser más… socrática. La palabra dicha tiene su asiento en el aire… porque se mueve más que todo aire… hablamos según soñamos” un enunciado como para sí.

“Prefiero anotarlo, la idea aunque sea… no a la letra. ¿Cómo se dice? Cuando es de rápido…” una María Laura tenaz.

“Ah, a cálamo currente… ¿es eso?”

“Sí, al correr de la pluma… creo que nadie ya lo usa.”

“Las computadoras corren más, pero ¿quién llegará más lejos?”

“Tenés respuesta para lo que venga…”

“Respuesta no, algo de imaginación… Dime, este lugar está muy bueno, tu presencia, el café, el verde que predomina como el color del Islam… Pero ya se te hizo tarde para tu clase de inglés, me parece.

Y este cuerpo tiene que buscar un sitio donde cobijarse” hubo una punzada de fatiga en el olor del último toque de café.

“Si llego tarde a clase no importa mucho, en realidad voy bastante adelantada… Ah, mirá, sé de una pensión por el otro lado de la plaza, bajando hacia la costanera. Ahí se han alojado dos compañeros míos del interior. Parece que está bien, con baño en cada pieza y ropa de cama limpia. Sólo sirven desayuno…” se aplicó ella en la descripción.

“Gué… probemos por ese lado… ¿Cuántas cuadras? Es que me vino un golpe de cansancio…”

“Son como ocho, ¿aguantás?”

“Más caminó el Buda entre aguas y montañas… siempre hubo alguien que hizo antes lo que uno descubre como nuevo… pero no sé si es ansí… Nos vamos de volada, ¿no?” y puso monedas y billetes junto al rectángulo blanco de la cuenta que el mesero había abandonado al pie del servilletero verde.

“Vamos, pues. Podemos pescar un taxi…” sugirió María Laura.

“Acepto, ves que soy fácil…”

Ya montados en un añejado Mercedes Benz, Leandro dio descanso a su miradero del paisaje ríomareño. Clausuró los ojos, no quiso ver más nada hasta arribar frente a la mera puerta de la casa de pensión ‘La Vascuense’, calle Brigadieres número 353, en el límite oeste de la ciudad vieja, o sea apenas afuera de las regiones portuarias.

Fueron atendidos por la presunta dueña, una mujerona de rara y melodiosa parla, de gestos pragmáticos, que podría llamarse doña Marisa, pensó Leandro; y, en efecto, así era su nombre, vaya a saber el porqué, tal vez por arrastres de la imprevisible memoria comunitaria.

“Este es o seu cuarto, el trece, señor…” un suspenso necesario.

“Leandro Vega en lo Alto, señora Marisa” adelantó su anterior intuición el hombre.

“Escute, ¿cómo sabe meu nombre?” una pregunta obvia, sin duda.

“Alguien lo habrá dicho por ahí… el cómo no importa, la verdá… Lo importante es que usté se llama ansí, ¿no es cierto?” terminó

Leandro con una pregunta retórica que cerraba cualquier probable respuesta.

María Laura no había entrado en la habitación, sólo escuchaba desde la puerta, y asimismo ojeó aquel espacio por donde tantas gentes habían pasado, como extraños animales que pisan por rutina una tierra que tal vez nadie conozca.

“Sí, el lugar está bien limpito como me dijeron” se pensó la muchacha “hasta tiene cortinas verdes, como el Tupambaé, y una alfombra al lado de la cama y una mesa de luz con su lámpara y un ropero ni grande ni mediano y esa debe ser la entrada al cuarto de aseo y una mesa regular y una silla hay también, espero que Leandro esté a gusto aquí… pero ¿y el nombre de la dueña? ¿cómo lo supo? Tal vez lo mencionaron mis compañeros y yo se lo pasé a él… ¿el famoso inconsciente colectivo? ¿Pero qué estoy pensando? La magia no se me da… debe ser este hombre medio raro, todo lo que su simple presencia trae… Habrá que comentarlo con mi profesora de psicología del arte…” dio fin a su pensadera María Laura.

En ese pensar estuvo mientras doña Marisa le enviaba a Leandro un montón de indicaciones e informaciones en tono militar y en lengua de su lejana patria europea:

“¿Vio, señor Leandro, que los airiños do mar entran por la yanela, y que o baño está moi limpiño? Mire, o desauno sirvese hasta las dez, non podes recibir rapazas o rapaciñas o mulleres, no hay que fazer barullo con el radio o la tele, podes fazer chamadas telefonicas locais mais tendras que pagalas… El señor estará béin a gosto en este cuarto, eu acredito…”

“Seguro que sí, doña Marisa” un hálito costoso, en trance de apagamiento.

“Bos dia” y la doña fue saliendo, interrogándose por el equipaje que el nuevo huésped no traía (sólo un bolso de poco tamaño que recién ahora se menciona, ¿o no es así?). Agradeció a María Laura por haberle allegado a aquel señor tan serio y de buena postura, aunque cansadón y de ropas y zapatos con fatiga de polvo muy mezclado.

La muchacha, ya en retirada, envió mensaje al hombre sentado ahora en la cama, como deshuesándose: “Mañana te echo un telefonazo, tenés que descansar un buen rato, ¿no?”

“Así sea… y así será” un susurrar de inédita lejanía.

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