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Prólogo

Paja para los caballos

ENRIC JULIANA

El papa Benedicto XVI definió una vez el actual momento histórico con precisión de relojero bávaro. Joseph Ratzinger, hoy jubilado tras el mayor gesto de modernidad que se recuerda en la Iglesia católica, dijo: «En la actual fase de aceleración constante del tiempo histórico…».

En la actual fase de aceleración constante del tiempo histórico, el periodista ya no es lo que era, si es que alguna vez tuvo algún momento de sosiego. Sostengo que el periodismo se halla en crisis desde sus inicios y que es la crisis, la inestabilidad, el sometimiento al cambio constante lo que define la esencia de una actividad profesional condenada a vagar eternamente por los imprecisos límites que separan la respetabilidad social de la vileza. Así fue en sus orígenes y así vuelve a ser en el tiempo de su ocaso.

Si fuese profesor de Periodismo en la universidad, tarea que jamás he ejercido, lo primero que haría sería recomendar a mis alumnos la lectura de la novela de Guy de Maupassant Bel Ami. Allí está todo. El periodismo y el ascenso social. El periodismo y la aventura. El periodismo como instrumento de chantaje en una fase de reorganización del orden social. El periodista encantador. El periodista al servicio de un banquero. A partir de hoy podemos comenzar a hablar de todas las grandes glorias del periodismo anglosajón y de los intrépidos reporteros del Watergate. Nunca olvidemos cuáles fueron nuestros orígenes.

El desarrollo de las técnicas de impresión y la amplitud de la industrialización alumbraron periódicos comerciales en cuyo interior germinaron, con mayor o menor fortuna, según los países y las ciudades, los códigos profesionales que han llegado a nuestros días. Un cierto amor por el distanciamiento político y la pluralidad de puntos de vista, es decir, la adoración nocturna –hora de cierre de los periódicos– de la diosa Objetividad. La sacrosanta división entre información y opinión. Una cierta dignificación salarial, base indispensable para una mínima respetabilidad social. La sindicación y el gremialismo, que décadas más tarde darían pie a las facultades de Ciencias de la Información, hoy presentes en todas las comunidades autónomas españolas. En definitiva, un oficio. Un oficio, unas plumas y unas firmas de interés. De no haber sucumbido España a la gran desgracia de la Guerra Civil, ello habría dado lugar a una sólida tradición profesional, con sus altos y sus bajos, con sus glorias y sus vilezas, que hoy resistiría mejor el embate de la Gran Crisis. Este trabajo de Salvador Enguix, buen amigo y excelente compañero en las tareas de redacción de La Vanguardia, una de las cunas de ese periodismo clásico que tanto hemos amado, enfoca la relación entre periodismo y política bajo la luz –a veces cegadora– de la transformación digital.

Todo nuestro mundo se está viniendo abajo en «la fase de aceleración constante del tiempo histórico». Si me permiten voy a contarles una anécdota personal. Mi abuelo poseía en Badalona, a diez kilómetros de Barcelona, un pequeño negocio de forrajes, en una casona muy cercana al mar, junto a las vías del tren. Para que se sitúen: la primera línea de tren de la península, la línea Barcelona-Mataró, flanqueada de fábricas, un paisaje descarnado y fordista; sucio y contaminado. Puesto que los sábados por la tarde no había colegio, yo acompañaba a mi abuelo en las tareas de reparto, a bordo de un camión Ford muy viejo, uno de aquellos camiones que se ponían en marcha con manivela. Segunda mitad de los años sesenta. Fábricas humeantes y un pequeño camión repartiendo balas de paja y alfalfa para las vacas y los caballos que aún quedaban en una ciudad periférica en atolondrado proceso de automatización. Mi abuelo fue uno de los últimos europeos en vender forraje para los caballos en una gran ciudad. Entonces no me di cuenta. Lo he visto de mayor. Aquellos sábados por la tarde estábamos asistiendo al final de una actividad milenaria y fundamental en la historia de la humanidad. La aceleración constante del tiempo histórico creo que comenzó antes del papa Benedicto.

Siempre que me piden una reflexión sobre el futuro de mi oficio, no puedo dejar de pensar en mi abuelo, en las balas de paja y alfalfa amontonadas en el viejo almacén, sobre las que jugaba solo, imaginando grandes combates; no puedo olvidar el viejo camión Ford a manivela y los tebeos del Capitán Trueno que leía el sábado por la tarde mientras iniciábamos el reparto en aquella zona sin nombre de la playa de Badalona, contaminada por mil fábricas con horas extraordinarias. ¿A qué me dedico? Vendo paja y alfalfa para los caballos, mientras todo el mundo va en coche. Como mi abuelo.

No lloren por el periodismo. El vendaval se lo va a llevar todo, o casi todo, por delante, pero el periodismo como arqueología cultural permanecerá. En realidad ya está pasando. Nuevas tecnologías, nuevos formatos, nuevas empresas, prueba y error, prueba y error, cabeceras que nacen y mueren y una nueva generación dispuesta a trabajarse un lugar en el mundo. Nuevas relaciones con el poder, también. Puesto que el poder, como la materia, ni se crea ni se destruye, tan solo se transforma, periodismo y política seguirán su danza eterna. Con otros compases y con otros bailes, que ya se están ensayando.

Ahora viene el tiempo de la negación de todo lo hecho durante los últimos cuarenta años; posiblemente sea ese un tiempo necesario. Solo recomendaría a los nuevos teóricos del periodismo digital que, de tanto en tanto, relean Bel Ami y tengan presente que un día acabarán a bordo de un viejo Ford repartiendo vieja mercancía en un arrabal en transformación. Suerte.

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