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Prólogo

18 de enero de 2017. Amanece un frío día en Davos, en el cantón suizo de los Grisones.

Pero alguien va pronto a calentar, y mucho, el ambiente. Alguien que se estrena en el Foro de Davos, que es como se conoce al Foro Económico Mundial, que reúne desde 1991 a los principales líderes mundiales.

Y este alguien es Xi Jinping, presidente de la República Popular China desde marzo de 2013, a la par que Secretario General del Comité Central del Partido Comunista chino.

Pero Xi Jinping no va a alabar los beneficios del marxismo-leninismo ni de los modelos políticos comunistas, sino que aprovecha la plataforma que se le brinda para anunciar que su país, China, pretende convertirse en el líder mundial de la globalización y el libre comercio, para lo que promoverá la liberalización del comercio y exigirá la eliminación de cualquier proteccionismo.

Los asistentes no dan crédito a lo que oyen. Se preguntan los unos a los otros para verificar que han escuchado bien y que no están soñando.

No es posible que esas palabras procedan del dirigente de un país oficialmente comunista. Solo las entenderían en boca de un líder capitalista, como así había venido sucediendo durante decenios.

Pero si alguien se queda estupefacto es Donald John Trump, quien, a dos días de convertirse en el 45º presidente de EEUU tras ganar unas reñidas elecciones, recibe la primera convulsión de una batalla por el trono mundial que no le va a dejar de perseguir, privándole de muchas horas de sueño, convertida en su principal obsesión.

Trump, y con razón, no entiende nada. ¿Cómo es posible que China pretenda abanderar una neoglobalización cuando la globalización actual es obra de Washington, quien la ha modelado y liderado prácticamente a capricho?

Tan pronto como se sienta en el Despacho Oval, Trump reúne a sus principales asesores y a los representantes de los servicios de Inteligencia para que le expliquen lo sucedido.

Sí, le dicen sus asesores, China ha sabido ser la gran beneficiada de la globalización «americana». Con este país se han cometido grandes errores estratégicos, desde el menosprecio, fruto de la prepotencia y soberbia del que se cree omnipotente e inmortal, hasta la deslocalización de empresas de alta tecnología, atraídas por los bajos salarios y los menores derechos laborales existentes en el país asiático.

Además –y a pesar de las reiteradas advertencias de los servicios de Inteligencia en sus periódicos informes sobre la amenaza que para el predominio mundial de EEUU iba a significar China a medio plazo–, los antecesores en el cargo, George W. Bush y Barak Obama, estuvieron demasiado centrados en las contiendas enmarcadas en la «guerra contra el terror», ignorando el desmedido crecimiento, no replicable por ningún otro país, de China, convertido ahora en imparable.

Pero Trump, cuyo fuerte no es la Historia, quiere saber más, sigue sin entenderlo. Y se lo explican con detalle.

Efectivamente, EEUU hereda la anterior globalización –siempre relacionada con la economía, por más de que también existan otros componente culturales e ideológicos– que había liderado el Reino Unido durante casi dos siglos.

El punto de partida fue la cumbre de Bretton Woods, la Conferencia Monetaria y Financiera de Naciones Unidas, celebrada en el hotel Mount, en Bretton Woods (New Hampshire, EEUU) del 1 al 22 de julio de 1944, antes incluso de que finalizara la Segunda Guerra Mundial.

Con la presencia de 44 países, en ella se fijaron las reglas de las relaciones comerciales y financieras mundiales que iban a regir el mundo a partir de entonces, anunciando, entre otras cosas, el fin proteccionismo y promocionando un librecambismo que debería servir para establecer y mantener la paz mundial.

Washington aprovecha su situación privilegiada para imponerse y marcar las pautas. En ese momento su PIB significaba el 50% del mundial –con apenas el 7% de la población–, había acumulado gran capital y tenía claro que iba a ser la mayor economía mundial tras la guerra, una vez desembarazado de sus principales rivales industriales.

Así, EEUU se marca como objetivos una liberalización del comercio mundial que facilite sus exportaciones y le permita el acceso a las esenciales materias primas –mediante un proceso de neocolonización–, y penetrar y dominar mercados, sin que exista la menor restricción a los flujos financieros.

Una de sus medidas estrella consiste en imponer su moneda, el dólar, como moneda de referencia internacional, estableciendo el patrón-dólar vinculado al oro (35 dólares la onza), llevando a que los demás países fijen sus monedas al dólar, «dolarizando» así la economía mundial.

De paso, crea lo que van a ser sus grandes instrumentos geoeconómicos hasta la fecha: el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, añadiendo en 1948 la Organización Mundial del Comercio.

Ese patrón-oro se mantendrá hasta el 15 de agosto de 1971, cuando el presidente Nixon, presionado por el descomunal gasto que significaba la Guerra de Vietnam, comienza a imprimir más dólares que las reservas de oro guardadas en Fort Knox, por lo que decide impedir conversiones dólar-oro, abandonando dicho patrón.

Cierto es que, una vez acabada la guerra, EEUU tiene su gran rival geopolítico en la Unión Soviética, que sigue principios alejados del capitalismo.

La situación cambia en 1991 con la desaparición, por diversos motivos, de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, quedando EEUU como dueño y señor absoluto del planeta.

Y quizá fue esta situación de absoluto poder mundial lo que le hizo dormirse en los laurales y no prever debidamente el auge de China.

Lo cierto es que China no llamaba especialmente la atención hace apenas veinte años. En esos momentos su principal fortaleza era la fabricación de productos de bajo valor añadido y como mucho se limitaba a copiar la tecnología procedente de los principales países. De hecho, en el año 2000 tan solo presentaba el 1% de las patentes mundiales.

En ese mismo año, el PIB de China apenas significaba el 3% del mundial, ocho veces inferior al de EEUU, la cuarta parte del de Japón y la mitad que el alemán.

De las 500 principales corporaciones del mundo, tan solo diez eran chinas, mientras que 180 eran estadounidenses, 100 japonesas y 40 alemanas.

Lo que para muchos occidentales pasó desapercibido fue que lo que ahora estaba sucediendo no era ni mucho menos casualidad, sino fruto de un plan a largo plazo perfectamente diseñado e implementado con astucia.

Se puede decir que todo comenzó con la llegada de Deng Xiaoping a la presidencia de China en 1978. Con una visión largoplacista propia de la mentalidad oriental, Deng Xiaoping llevó a cabo una serie de medidas que han tomado forma, se han materializado, en los últimos años.

Por ejemplo, animó a los chinos más capacitados a ir a estudiar y trabajar al extranjero para aprender su ciencia y tecnología, con la idea de que algún día regresaran y fueran útiles al desarrollo del país. «Cuando nuestros miles de estudiantes chinos regresen a la patria veremos la transformación de China».

Pero fue más allá. Teniendo muy claro que un país solo puede ser fuerte de verdad si tiene una economía solvente, Den Xiaoping optó por cambiar por completo el paradigma socioeconómico. Sus frases, escuchas en sus discursos o leídas en sus tratados, no pueden ser más evocadoras e ilustrativas: «el socialismo y la economía de mercado no son incompatibles»; «el socialismo no es lo mismo que pobreza compartida»; «la economía de mercado también tiene lugar bajo el socialismo»; «no debemos temer adoptar los avanzados métodos de gestión que se aplican en los países capitalistas»; «la esencia misma del socialismo es la liberación y el desarrollo de los sistemas productivos». Todo lo que resumió en la gran sentencia: «¡Enriquecerse es glorioso!».

A no pocos de los que le escucharon o leyeron les pareció algo así como un chiste. Aquello no encajaba de ningún modo con los más básicos principios comunistas.

Lo que venía de decir Deng Xiaoping era que «No importa que el gato sea blanco o negro; mientras pueda cazar ratones es un buen gato». Lo dicho, muchos lo tomaron a broma.

Lo único cierto es que las ideas no tardaron en materializarse. Ya en 1978 lanzó la «estrategia de las cuatro modernizaciones», dando prioridad a la ciencia y la tecnología para desarrollar el país y creando las bases de la reforma económica que lanzó a China a la senda del crecimiento económico de las siguientes décadas.

Las cuatro primeras zonas económicas especiales se crearon en 1980 en Xiamen, Shantou, Shenzhen y Zhuhai.

De este modo, en los últimos años China ha ido creciendo por encima del 9%, sacando de la pobreza a más de 400 millones de personas. Baste decir que sus exportaciones a EEUU aumentaron un 1.600% en los últimos quince años, o que entre 2005 y 2016 el total de sus exportaciones crecieron más de un 179%

Los estudiantes chinos se han ido esparciendo masivamente por todo el mundo en los mejores centros. Solo en EEUU, en el curso escolar 2016-2017 llegó a haber 350.000 estudiantes en colegios y universidades.

Así hasta llegar al momento actual, al menos antes del surgimiento de la pandemia del coronavirus.

Los ejemplos son verdaderamente apabullantes y hacen comprensible la preocupación de la Casa Blanca.

China acapara más del 50% del mercado del comercio electrónico global. Es el principal exportador a la mayoría de los países.

En 2018 creó 100 «empresas unicornio» (startup con un valor de más de 1.000 millones de dólares), muchas de ellas dedicadas a la Inteligencia Artificial. (Para comparar, baste decir que en el mismo período en el conjunto de la Unión Europea se crearon 14).

Ha dejado de ser el país que copia para pasar a inventar. Según la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual, dependiente de Naciones Unidas, en 2018 China solicitó casi la mitad de las patentes (46%); le siguieron EEUU con un 18%, y Japón, con un 9,4%.

En 2018 su PIB ya era el 15% del mundial, solo un 25% inferior al de EEUU, y el triple que el de Japón o Alemania.

La nacionalidad de las principales corporaciones mundiales también cambió. De entre las 500 que encabezan la lista, 129 ya son chinas, habiendo quedado las estadounidenses en 121, las japonesas en 52 y las alemanas en 29.

Los bancos chinos también han ido escalando las primeras posiciones por valor de capitalización bursátil. En septiembre de 2019, de los diez más importantes la mitad ya eran chinos, por cuatro de EEUU –si bien es cierto que el primero, el JP Morgan, es un verdadero gigante que destaca por encima de los demás– y uno británico (HSBC).

En estas dos últimas décadas, las empresas tecnológicas chinas han ido replicando a las norteamericanas de una forma impresionante. El grupo conocido como las BATX (Alibaba –comercio electrónico–, Tencent –proveedor de servicio de Internet–, Baidu –motor de búsqueda– y Xiaomi –móviles–), representan casi el 35% del PIB de China.

Por lo que respecta a los pagos digitales, hay un uso masivo por los consumidores chinos, que realizan a través del móvil doce veces más transacciones que los estadounidenses.

En el importante ámbito de lo que se conoce como STEM, por sus siglas en inglés (Ciencia, Tecnología, Ingeniería y Matemáticas), China es el país que genera más graduados en estas materias, es el mayor productor de artículos científicos del mundo en términos absolutos, y la Universidad Tsinghua, en Pekín, lidera los índices de artículos más citados sobre matemáticas y computación.

Además de las gigantescas inversiones en las más conocidas Rutas de la Seda terrestre y marítima, en la digital ha invertido desde 2013 más de 10.000 millones de dólares para proyectos de comercio electrónico y pagos por móvil, y más de 7.000 millones de dólares para desplegar redes de telecomunicaciones y fibra óptica, lo que ha generado una creciente preocupación por parte de EEUU ante posibles implicaciones de ciberseguridad.

En el importantísimo ámbito de la Inteligencia Artificial, China pretende ser el líder mundial en 2030, y para ello ha desplegado la estrategia más ambiciosa e invertido la mayor cantidad de recursos (su plan es invertir 130.000 millones de dólares hasta 2030).

Sus logros científicos conocidos son igual de sorprendentes: nacimiento de dos bebés modificados genéticamente resistentes a contraer VIH; clonación de primates; importantes avances en el campo de las células madre; conseguir que germine una semilla de algodón en la cara oculta de la luna; crear híbridos de cerdo y mono, etc.

Y todavía no se ha mencionado al gigante Huawei, líder mundial de equipos 5G. Presente en 170 países, tiene 200.000 empleados. Desde al menos 2012, las telecomunicaciones de una tercera parte del mundo emplean sus soluciones de antenas, cables y armarios de conexiones. Ha pasado de vender 20 millones de teléfonos en 2011 a 250 millones en 2019.

En este contexto, China abarca el 75% de la producción y el 30% de las ventas de smartphones, estrategia que es parte del «Made in China 2025», con la que pretende convertirse en el gran líder tecnológico mundial.

Otro plan muy relevante es el «Programa de los Mil Talentos», mediante el cual capta a muchos de los mejores investigadores de origen chino expatriados, y también a extranjeros, ofreciendo excelentes puestos, salarios muy altos y cuantiosos recursos para sus investigaciones.

Y si se habla del mundo eléctrico al que parecemos abocados, China también lo va a dominar, pues ya es el primer productor de energía solar, fabrica el 60% de baterías del mundo, cuenta con la mayor planta de energía solar del planeta en un valle gigantesco, y también con la planta solar flotante más grande. Por si fuera poco, produce más coches eléctricos que el resto del mundo junto.

En definitiva, China tiene un plan: marcar el nuevo rumbo económico planetario. Eso sí, aplicando la estratagema que decía Deng Xiaoping: «Observemos con calma; aseguremos nuestra posición; manejemos los asuntos tranquilamente; escondamos nuestras capacidades y aguardemos nuestro momento; seamos buenos en mantener un perfil bajo; y jamás proclamemos el liderazgo».

Pero, como dijo, Napoleón Bonaparte en 1804, «Cuando China despierte, el mundo temblará».

Y ya ha temblado. El Dragón ha despertado y parece imparable. El susto de EEUU y las actitudes histriónicas de Trump son comprensibles. El trono mundial puede cambiar en breve de manos. Por supuesto, Washington no va a dar el brazo a torcer, por lo que se auguran tiempos revueltos.

Lo que está claro es que China ha entendido que no se puede dominar el mundo sin dominar la economía, para lo que es esencial la superioridad en innovación, ciencia y tecnología. Y lo cierto es que su estrategia a largo plazo les ha funcionado, por lo menos de momento, y a la espera de la reacción estadounidense, que no dudará en apoyarse en el conjunto del mundo anglosajón.

La crisis provocada por la pandemia del coronavirus ha venido a agudizar este enfrentamiento entre las dos grandes potencias, y el desenlace dista mucho de ser previsible. Puede ocurrir cualquier escenario: desde que EEUU emplee todas sus muchas bazas para impedir ser superado por su rival a que China claramente aproveche la ocasión para sacar la ventaja definitiva, o que el mundo vuelva a ver un planeta dividido en dos bandos, cada uno con sus áreas de influencia, en una especie de renovada Guerra Fría.

Como este libro trata sobre aspectos relacionados con el liderazgo, este panorama tan sumamente incierto, a la vez que preocupante, requiere de líderes con alta formación, capacidad y eficacia, dotados de mente abierta que prevea incluso lo más inesperado. Conocer las claves geopolíticas que rigen el mundo es esencial, pues al final son las que van a condicionar las políticas nacionales. Por ello, los nuevos líderes deben levantar la cabeza y ser capaces de interpretar lo que sucede, incluso en las grandes lejanías.

En tiempos de máxima incertidumbre, las sociedades exigen ser lideradas por personas excepcionales, que persigan el bien común por encima de todo. De otro modo nunca podrán prestar el servicio para el que son reclamados. Y este libro es una gran ayuda para conseguirlo.

Coronel Pedro Baños

Analista geopolítico

Autor de Así se domina el mundo y El dominio mundial

Madrid, mayo de 2020

El cubo del líder

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