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I. NUESTRO ITINERARIO HACIA JESÚS

1. JUSTIFICACIÓN DE NUESTRO ITINERARIO

Hablamos de un itinerario porque la revelación de la identidad de Jesús es un camino gradual. Es impensable que Jesús revelara de golpe y explícitamente su propia identidad a los discípulos y que éstos comprendieran todo, y con todas sus consecuencias. A primera vista, nos podrá parecer modesto el contenido de la fe de los testigos más primitivos, pero, ¿cómo podía revelar Jesús su propia identidad? ¿Podía hacerlo de una sola vez? ¿Habrían comprendido los discípulos una revelación de golpe? La fe inicial de los discípulos debía ser embrional. No podía sino ser embrional, pero estaba destinada a irse desarrollando gradualmente.

Carácter histórico de la revelación cristiana

«El Verbo se hizo carne» (Jn 1,14). Esta impactante afirmación declara que el cristianismo tiene sus raíces en la historia. El cristianismo no es una filosofía, un mito o una especulación; el cristianismo es un acontecimiento cuyas raíces se hunden en la historia de los hombres, y que tiene su centro en la revelación histórica de Dios en Jesús de Nazaret, es decir, en aquel concreto Hijo de María, que nació y vivió en un tiempo y en un lugar determinados.

Objeciones contra la confiabilidad de los evangelios

La revelación cristiana, que nos es transmitida de generación en generación, enfrenta el desafío de quienes rechazan su verdad histórica, y así, vacían de contenido el cristianismo. Estas objeciones, desarrolladas por H.S. Reimarus, D.F. Strauss y W. Bousset, entre otros, han sido amplificadas y popularizadas, en los últimos años, por los medios de comunicación, lo que nos exige hoy un acercamiento crítico a Jesús. Reimarus dirá que los discípulos engañaron a todos al proclamar la resurrección y que, por tanto, el cristianismo es un fraude; Strauss considerará que los relatos evangélicos son un puro andamiaje narrativo, sin valor histórico, para expresar un mensaje teológico; Bousset afirmará que el cristianismo de Jesús era una enseñanza muy simple y que cuando cayó en mentes griegas se comprendió a la luz de las religiones helenísticas y que, por lo tanto, el cristianismo es un gran malentendido; otros, como la novela El Código Da Vinci, han dicho que el verdadero fundador del cristianismo es Constantino, emperador romano del siglo IV; y así se podrían multiplicar los ejemplos. Todo esto nos indica que no es posible sostener una lectura simplista de los Evangelios.

¿Qué fuentes tenemos para conocer a Jesús?

Los personajes históricos no son observables directamente, no tenemos «la máquina del tiempo». La vida y la actividad de un hombre de la antigüedad nos es accesible por las marcas que éste deja: sus escritos, los textos que lo nombran, inscripciones, monedas, edificios, etc. Como a cualquier otro personaje de la antigüedad, a Jesús no lo podemos conocer de modo directo. Muchos años nos separan de su vida terrena, sólo lo podemos conocer históricamente por medio de las huellas que ha dejado su vida. La mayor huella que Jesús ha dejado en la historia es la propia Iglesia: una comunidad visible que remite sus orígenes a la persona de Jesús de Nazaret.

Las fuentes documentales disponibles para conocer a Jesús son los Evangelios Canónicos, es decir, los que están en el Nuevo Testamento. Además de ellos, contamos con algunas breves alusiones en la literatura pagana y casi ningún dato seguro proveniente de la tradición apócrifa. Surge, entonces, la pregunta: ¿Qué valor tienen estas fuentes?

¿Cuáles son las primeras convicciones sobre Jesús?

Hasta el más escéptico historiador aceptará que el Nuevo Testamento nos permite conocer el cristianismo del siglo primero. Cada escrito, desde su propio contexto, nos describe las convicciones de su autor. Alguien podría preguntarse si acaso los evangelios son fieles al describir a Jesús, pero no podrá negar que cada evangelio, o que las cartas de Pablo, transmiten las convicciones que su propio autor tenía acerca de Jesús. Nadie puede negar que los escritos del Nuevo Testamento nos permiten conocer el contenido de la fe en Cristo de los primeros cristianos.

Pero si los documentos del Nuevo Testamento fueron escritos a partir del año cincuenta, ¿cómo acceder a la primera predicación cristiana? ¿Cómo salvar esa laguna de veinte años que media entre el primer anuncio cristiano en Pentecostés y los primeros documentos escritos? La crítica histórica permite identificar en los documentos del Nuevo Testamento, en particular en las cartas de Pablo y los Hechos, datos históricos y unidades literarias que pertenecen al período de tiempo que va entre Jesús y Pablo, es decir, a los primeros veinte años. Entonces, sobre la base de estos datos, se puede reconstruir, al menos parcialmente, algunos elementos de la liturgia, la predicación y la vida de la comunidad que contienen una cristología implícita. La pregunta central es: ¿Qué cristología, es decir, qué ideas acerca de Cristo están implícitas en la liturgia, en la predicación y en la vida de la comunidad, en especial, en la misión y el martirio? Así, sobre la base de la vida de la Iglesia, se reconstruyen los fundamentos del primer desarrollo de la cristología.

¿Dónde se fundamentan estas convicciones?

Una vez reconstruidas las convicciones de la comunidad primitiva acerca de Jesucristo, nos preguntamos: ¿Dónde está el fundamento de estas convicciones? Las convicciones son históricamente observables pero, ¿de dónde nacen? ¿Cuál es su fundamento?

Si aceptamos, como todos los historiadores, que Jesús fue ejecutado y murió violenta y vergonzosamente, nos debemos preguntar: ¿Cómo se explica el surgimiento de una comunidad de tanto empuje, vitalidad y entusiasmo en circunstancias tan adversas? Entre la muerte de Jesús y el casi inmediato florecimiento de la Iglesia aparentemente no hay continuidad: algo muy grande debió pasar después de la crucifixión, algo que explique la gran transformación religiosa que dio origen a la Iglesia.

De acuerdo con la documentación cristiana, aquello que sucedió fue la resurrección. Los datos históricos permiten afirmar que un grupo de seguidores de Jesús, pocos días después de la crucifixión, estaban convencidos de que Jesús había sido resucitado por Dios; con tanta certeza que transformaron todo su sistema religioso. Los primeros cristianos vincularon esta transformación a la efusión del Espíritu Santo.

Pero la resurrección por sí sola no basta, si ésta no está apoyada en un recuerdo de Jesús que sea congruente con las convicciones que alcanzó la comunidad cristiana en la experiencia de la resurrección y la efusión del Espíritu. De este modo, los factores que explican el nacimiento de la Iglesia son: la vida terrena de Jesús y la experiencia de la resurrección. Finalmente, es necesario preguntarse cómo se relacionaban estas grandes convicciones acerca de Jesús, que lo vinculaban al mundo divino, con el monoteísmo heredado del judaísmo.

Jesús, el fundamento de la fe

Acceder a los datos que pertenecen al Jesús terreno es una compleja tarea crítica. Los evangelios no pretenden ser cronologías de la vida de Jesús de Nazaret; son relatos de la obra de Jesús centrados en su muerte y resurrección que fueron compuestos en función de la predicación de la comunidad (historiografías kerigmáticas). Por lo tanto, los relatos combinan los recuerdos históricos con la expresión de su significado teológico y salvífico, captado en la relectura de la vida del Nazareno, hecha por la comunidad cristiana a la luz de la resurrección. Por ello será necesario leer críticamente las fuentes para poder acceder a los elementos que, con bastante seguridad, son anteriores a la Pascua.

Un camino para acceder al Jesús prepascual, es investigar qué conceptos y figuras utilizaron los discípulos antes de la Pascua para comprender y expresar la identidad que le atribuían a Jesús. Estos conceptos y figuras pertenecen a la teología y a la esperanza de Israel, y están tomados del Antiguo Testamento, pero para aplicárselos a Jesús debieron ser modificados.

El estudio crítico de las fuentes, particularmente de los evangelios sinópticos (es decir, Mateo, Marcos y Lucas), permite identificar unos pocos elementos que con razonable seguridad histórica pertenecen al Jesús del período prepascual. La reconstrucción es parcial (¡lo que no significa que sea falsa!). Algunos de estos elementos nos informan acerca de qué creía y qué pensaba Jesús sobre sí mismo. A esta búsqueda se le llama la pretensión de Jesús o la cristología de Jesús. Por medio del estudio de algunas palabras y algunas acciones propias de Jesús, es posible adentrarse en cómo el mismo Jesús concebía su misión y su relación con Dios, es decir, su propia identidad.

Finalmente, para comprender a Jesús es indispensable conocer el contenido de su predicación. Por ello, también es necesario adentrarse en su mensaje, que no se reduce a sus palabras, sino que se expresa también por medio de sus acciones.

Jesús y la cristología eclesial

Una vez reconstruida la figura histórica de Jesús, es necesario preguntarse por la continuidad entre los datos más primitivos sobre la persona misma de Jesús de Nazaret y el desarrollo posterior de la cristología, tal como lo muestran los documentos del Nuevo Testamento.

El primer paso es comprobar la continuidad entre la persona de Jesús de Nazaret y las convicciones de la primerísima comunidad cristiana. Luego, habrá que controlar la continuidad de las cristologías de los documentos del Nuevo Testamento con las convicciones de la Iglesia de los primeros años; y finalmente, habrá que dar una mirada más amplia al desarrollo posterior de los grandes concilios en que se definen las líneas maestras de la reflexión cristológica de la Iglesia.

El propósito de este recorrido es mostrar la continuidad histórica entre la predicación cristológica eclesial y el acontecimiento de Jesús de Nazaret, muerto y resucitado.

2. CARÁCTER HISTÓRICO DE LA REVELACIÓN CRISTIANA

Antes de entrar en el tema de las fuentes, es necesario advertir la importancia del carácter histórico de la fe cristiana. El cristianismo comparte con otras religiones lo que llamamos la revelación natural, es decir, la convicción de que Dios se da a conocer por medio de la naturaleza.

Ya el Antiguo Testamento afirma: «A partir de la grandeza y hermosura de las criaturas se llega, por analogía, a contemplar a su Autor» (Sabiduría 13,5); y San Pablo recuerda: «Lo invisible de Dios, desde la creación del mundo, se deja ver a la inteligencia a través de sus obras» (Rom 1,20). Así, la creación misma revela a su Autor. Por ello, «la santa Iglesia, nuestra madre, mantiene y enseña que Dios, principio y fin de todas las cosas, puede ser conocido con certeza mediante la luz natural de la razón humana a partir de las cosas creadas»1 Por esta revelación, todo hombre puede conocer a Dios como origen y fin del universo, como bien supremo, verdad y belleza infinitas. Sin embargo, para acceder al misterio íntimo de Dios, es necesaria la revelación histórica. Por ello, mediante una particular pedagogía, a través de la naturaleza y de su estrecha relación con el Pueblo de Israel, Dios se comunica gradualmente con el hombre y lo prepara, por etapas, para acoger la revelación sobrenatural que hace de Sí mismo, y que culminará con la revelación de la intimidad de su Ser, en la encarnación histórica de su propio Hijo2. La revelación de Dios en la historia, si bien está en continuidad con la revelación natural, aporta lo más característico y novedoso a la fe cristiana.

De este modo, «el primer rasgo específico de la revelación cristiana es la atadura orgánica que la vincula a la historia... [La revelación] se despliega a partir de unos acontecimientos históricos», su cumbre es «la encarnación del Hijo de Dios: un suceso cronológicamente definido... respecto a la historia universal»3. El cristianismo no es una filosofía, un mito o una especulación que nazca sólo de las exigencias del corazón humano. Jesús no es la mera proyección de las esperanzas de Israel, ni de los más altos ideales del hombre, tampoco es una leyenda que busque otorgar sentido a nuestra existencia. No, el cristianismo es un acontecimiento que tiene su fundamento en la revelación histórica de Dios en Jesús de Nazaret, aquel concreto Hijo de María, que según la expresión de San Juan, «contemplaron nuestros ojos y tocaron nuestras manos» (1Jn 1,1). Lucas, en su evangelio, vincula la revelación a la historia profana: el nacimiento de Jesús tuvo lugar durante los días de César Augusto, siendo Cirino gobernador de Siria (Lc 2,1-2). La predicación de Juan Bautista comenzó «el año quince del imperio de Tiberio César, siendo Poncio Pilato procurador de Judea, y Herodes tetrarca de Galilea; Filipo, su hermano, tetrarca de Iturea y de Traconítida, y Lisanias tetrarca de Abilene; en el pontificado de Anás y Caifás» (Lc 3,1-2). El evangelio de San Juan, de modo más conceptual, afirma lo mismo: «El Verbo se hizo carne» (Jn 1,14), y la Carta a los Hebreos dice: «Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas; en estos tiempos, que son los últimos, nos ha hablado por medio del Hijo» (Hb 1,1-2), y destaca que Jesús realizó su sacrificio «de una vez para siempre» (Hb 7,27).

En plena continuidad con el Nuevo Testamento, San Ignacio de Antioquía, obispo martirizado en el año 107, destaca el carácter concreto e histórico del Jesús en el que él cree: «Haceos los sordos cuando alguien os hable a no ser de Jesucristo, el de la descendencia de David, el hijo de María, que nació verdaderamente, que comió y bebió, que fue verdaderamente perseguido en tiempo de Poncio Pilato»4. Incluso el mismo Credo conserva el nombre de Pilato como ancla en la historia universal.

La afirmación cristiana de que el Dios absoluto se reveló en la historia produjo fuertes reacciones ya desde el inicio del cristianismo. Celso, un filósofo pagano del siglo II, quien comparte la visión cíclica de la historia propia de la cultura clásica5, reacciona fuertemente contra los cristianos. Para Celso, Dios actúa siempre, en todas partes y homogéneamente. Así, para él, la providencia divina no es más que la naturaleza, es decir, la creación en marcha, de acuerdo con sus propias leyes. Esta visión cíclica del tiempo está cerrada a una verdadera novedad como lo es la encarnación. Por ello, la acción de Dios, tal como la presentan los cristianos, le parece un capricho y, por tanto, inaceptable. El carácter concreto y único de la presencia del Dios absoluto en la historia, en Jesús de Nazaret, es una afirmación que choca contra la mentalidad clásica. El centro neurálgico de la polémica de Celso contra los cristianos es la posibilidad de la revelación del Dios absoluto en la historia6.

El filósofo Friedrich Schlegel (1772-1829) invita a estar abiertos a una novedad en la historia, y critica la visión del mundo de aquellos que no están dispuestos a aceptar la realidad de una verdadera novedad. El texto, muy agudo, cuestiona la postura de los representantes de la crítica histórica:

Los dos principios fundamentales de la así llamada crítica histórica son el postulado de la vulgaridad y el axioma de lo rutinario. Postulado de la vulgaridad: todo lo auténticamente grande, bueno y bello es improbable, pues es extraordinario y, por lo menos, sospechoso. Axioma de lo rutinario: tal y como son las cosas entre nosotros y alrededor de nosotros deben haber sido en todas partes, pues así todo es verdaderamente tan natural7.

Para aceptar la revelación cristiana, es necesario estar abierto a una verdadera novedad en la historia, es decir, considerar que la realidad puede ser más amplia y más rica de lo que podemos comprobar. La encarnación y la resurrección son acontecimientos únicos, que no se habían dado antes y, por tanto, absolutamente nuevos. Sólo puede aceptarlos el que esté abierto a la novedad en la historia.

La revelación de Jesucristo no pertenece a un tiempo primordial, fuera de la historia, como el Enuma Elish o la Teogonía de Hesíodo, sino a un momento y a un lugar determinados. La revelación divina, según el Concilio Vaticano II, «se realiza con palabras y hechos intrínsecamente conexos entre sí, de modo que las obras realizadas por Dios en la historia de la salvación manifiestan y confirman la enseñanza y los hechos significados por las palabras; y las palabras, por su parte, proclaman las obras y esclarecen el misterio contenido en ellas»8.

Si la revelación cristiana es una revelación en la historia, el dogma debe tomar en serio los datos históricos. Tal como afirmó el sabio alemán Adolf von Harnack (1851-1930), «en el estudio académico de las religiones, y en particular de la religión cristiana, la historia nunca tiene la última palabra, pero debe tener siempre la primera»9. Los estudios históricos del dogma cristiano no ambicionan agotar la teología, no pretenden ser la última palabra, pero académicamente, son el punto de partida imprescindible, y deben estar hechos con el máximo rigor. De este modo, lo que sucedió o no sucedió en la vida de Jesús tiene una relevancia vital para los cristianos. La legitimidad del cristianismo actual se sustenta en la efectiva continuidad con la realidad histórica de la persona de Jesús. La sola fidelidad a una relación individual e interior con Jesús no basta, si ella no está enraizada en el hecho fundacional del cristianismo: la revelación histórica, que es accesible a nosotros por mediación de la comunidad visible de la Iglesia. Por eso es tan importante insistir en este carácter histórico del cristianismo.

Historia y dogma no son, entonces, irreconciliables. Al contrario: «Una manera dogmática de considerar las cosas que no tenga seriamente en cuenta el camino histórico seguido por la cristología durante los primeros decenios del cristianismo primitivo, corre el peligro de caer en especulaciones abstractas»10. No se debe temer a los documentos antiguos: la realidad fue tal como fue, y no como resultaría cómodo que hubiese sido (de acuerdo con nuestros a priori doctrinales). El historiador del dogma católico puede y debe investigar con la mayor libertad y espíritu crítico, siempre animado por la certeza de que jamás habrá una verdadera contradicción entre la efectiva realidad histórica y lo auténticamente dogmático.

Entonces, a partir de las fuentes disponibles, nos debemos preguntar: ¿Cómo nació el cristianismo? ¿Cómo surgió la fe en la divinidad de Jesús? ¿Cuáles son las fuentes para conocer a Jesús? ¿Es razonable creer en la resurrección? ¿Hay continuidad entre Jesús de Nazaret y la cristología de Pablo? ¿Hay continuidad entre Jesús y nuestra fe actual?

¿Qué puede esperar la fe de los datos históricos?

La fe, en cuanto acto auténticamente humano, es un asentimiento razonable y libre: «No es contrario ni a la libertad ni a la inteligencia del hombre depositar la confianza en Dios y adherirse a las verdades por Él reveladas»11. Por tanto, la fe no es un asentimiento ciego (porque es razonable), ni tampoco es un producto necesario de los datos históricos (porque es libre). La fe no es un logro humano, sino un don de Dios: «Sólo es posible creer por la gracia y los auxilios interiores del Espíritu Santo»12.

La fe, entonces, es una adhesión razonable, pues el creyente no puede aceptar algo irracional, absurdo o contradictorio, y la fe no sería razonable si estuviera en contradicción con auténticos datos históricos. Por ello, para el creyente, el estudio histórico acerca de Jesús busca mostrar que su fe está sólidamente basada en la historia y que, por lo tanto, es razonable creer.

Pero lo anterior no implica que los datos de la historia sean pruebas concluyentes que, por sí mismas, causen la fe, pues la fe es un acto libre. El Concilio Vaticano I, en 1870, se opuso a quienes afirmaban que la fe «se produce necesariamente por los argumentos de la razón»13. Por ello, el estudio histórico de Jesús no pretende obligar a creer al no creyente, pues también es racionalmente legítimo no creer. Entonces, ¿qué es más razonable a partir de los datos históricos? Este libro quiere mostrar que los datos que nos aporta la historia no sólo no están en contradicción con la fe de la Iglesia, sino que la apoyan y muestran la fe cristiana como una opción plenamente razonable.

De este modo, los datos históricos por sí mismos no producen la fe, pero la apoyan, ayudan a remover obstáculos, muestran su carácter razonable y, por eso, invitan a creer.

3. CONSIDERACIONES HERMENÉUTICAS Y METODOLÓGICAS

Para emprender el camino del estudio histórico de Jesús, es necesario distinguir diversos planos:

El evento de Jesús

La comprensión del evento

La transmisión de la comprensión del evento

Naturalmente, todo este camino está mediado por nuestro acceso parcial a cada una de estas etapas de la revelación. El carácter parcial de nuestro acceso histórico y crítico a cada una de estas etapas hace que, por definición, el Jesús de la ciencia histórica no se identifique sino parcialmente con el Jesús de la historia, y a la vez, que no haya contradicción entre ambos (parcial ≠ falso). Es necesario insistir en la distinción entre el Jesús real y el Jesús histórico: el primero es el que nació de María y vivió en Palestina en el siglo I, y el segundo es la reconstrucción del primero, tal como la ciencia histórica lo puede hacer a partir de los testimonios disponibles. Es necesario, entonces, comprender la relación entre la realidad y sus expresiones, es decir, entre la realidad y las figuras que permitieron a los discípulos comprender, expresar y transmitir la identidad de Jesús.

Las figuras, es decir, los esquemas mentales o las metáforas, utilizadas en los evangelios para describir a Jesús, normalmente están tomadas del Antiguo Testamento, pero para ser aplicadas a Jesús, a esta nueva realidad que los discípulos tienen ante sus ojos, estas figuras deben ser modificadas. Es necesario resignificar y a la vez relativizar las figuras que se le aplican, porque la realidad de Jesús supera la figura que la expresa: Jesús es una verdadera novedad y, por este motivo, nuestro lenguaje no es capaz de expresarlo exhaustivamente. Por ello el discurso acerca de Jesús siempre será indicativo; la realidad del Dios hecho hombre siempre supera nuestras conceptualizaciones humanas. Así lo afirma el Catecismo de la Iglesia Católica, citando a Santo Tomás de Aquino:

No creemos en las fórmulas, sino en las realidades que éstas expresan y que la fe nos permite ‘tocar’. ‘El acto (de fe) del creyente no se detiene en el enunciado, sino en la realidad (enunciada)’. Sin embargo, nos acercamos a estas realidades con la ayuda de las formulaciones de la fe. Éstas permiten expresar y transmitir la fe, celebrarla en comunidad, asimilarla y vivir de ella cada vez más14.

Las formulaciones no se identifican con la realidad que buscan expresar. Las figuras sirven como esquemas mentales, son modos de entender y expresar (siempre parcialmente) la realidad que se manifiesta en Jesús, y que los testigos comprenden a su modo y transmiten a su modo (no podía ser de otra manera). Por ejemplo, cuando se le aplica a Jesús el título de Mesías o Profeta (figuras del Antiguo Testamento) es porque los testigos perciben en Jesús algo que puede ser comprendido y transmitido mediante esa expresión del Antiguo Testamento.

El carácter novedoso de Jesús de Nazaret impide definirlo por medio de género próximo y diferencia específica. Todo intento de equiparar o nivelar a Jesús con otros fenómenos humanos, sean psicológicos o incluso religiosos, implica inevitablemente una reducción que renuncia a lo característico de Jesús, que en definitiva, es lo más valioso.

Jesús

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