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Introducción
Оглавление1. Vida de San Agustín. Momentos de una evolución interior1
a. Los primeros años (354-373): Tagaste, Madura, Cartago
Agustín2 nació en Tagaste el 13 de noviembre del año 354. La etapa de la juventud es fundamental en su vida pues marca la posterior evolución intelectual y moral del santo, siendo también la llave para interpretar su pensamiento y su acción pastoral en años subsiguientes. Agustín fue siempre cristiano, tuvo siempre en el corazón el nombre de Jesús; no fue nunca un pagano y se hizo maniqueo porque éstos profesaban la fe en Cristo. Por eso cuando deja a los maniqueos no adhiere a ninguna escuela filosófica, porque no tenían el nombre de Cristo. Y además creyó siempre en la providencia divina que conduce al hombre y al universo, como también en la vida futura y en el juicio de Dios (ver Contra Academicos, 1,2,5; Confessiones, 1,9,14; 1,11.17; 3,4,5; 6,11,5).
Luego de estudiar, entre los años 365-366, en la escuela del gramático Máximo, en la ciudad de Madura (Madaurus), ciudad muy próxima a la de Tagaste (Thagaste), se trasladó a Cartago. Allí llegó, en el año 370 y también allí se producirá su “nacimiento” a la filosofía, a los diecinueve años de edad: el año 373. El hecho se produce a raíz de la lectura del Hortensio de Cicerón. En esta obra encuentra una exhortación a la sabiduría, la idea de que la sabiduría es inmortal y que lo es igualmente el alma del hombre. Comprende que sólo a través de la rectitud y honestidad se puede encontrar la sabiduría: es necesario querer lo que se debe, deviene un lema de vida. Sin embargo, Agustín lee el libro en clave cristiana, olvidando que Cicerón era ecléctico y escéptico. La influencia de Cicerón sobre Agustín es decisiva. Cicerón era el mediador entre la cultura latina y la griega, y en él halla Agustín algunos temas procedentes del paganismo que más tarde trasladará al ámbito cristiano. En el De Civitate Dei, por ejemplo, Agustín va a recuperar lo válido del paganismo, sublimarlo en una visión superior y afirmar netamente la doctrina cristiana en oposición a la pagana. La influencia de Cicerón tuvo también su parte negativa sobre Agustín: lo arroja en el racionalismo. Después de leer el Hortensio se encuentra con una superstición pueril: la oposición, que él convierte en dilema, entre fe y razón. Intenta entonces leer las Sagradas Escrituras, pero topa con dos inconvenientes: demasiados misterios y cuestiones difíciles, y una lengua miserable. Las deja a un lado y se encuentra con los maniqueos (ver De beata vita, 4; Confessiones, 3,4,7-8; 3,5,9; Sermo 51,5-6).
b. Agustín maniqueo (374-383): Cartago
Pasó nueve años entre los maniqueos, por lo que es necesario preguntarse: ¿por qué adhirió al maniqueísmo? ¿qué aceptó del maniqueísmo? ¿hasta qué punto fue maniqueo?
¿Por qué?, por cuatro motivos: porque los maniqueos se presentaban como los que conducían a la luz, a la verdad, al conocimiento (racionalismo); porque tenían varios elementos del cristianismo y se consideraban cristianos: eran los fieles puros y espirituales. No aceptaban el Antiguo Testamento por las barbaridades que en él se dicen. Y lo que de éste aparecía en el Nuevo Testamento, lo consideraban como interpolaciones. A Agustín lo atrajo un cristianismo puro y espiritual (cristianismo). Tercer motivo, el problema del mal, cuestión que lo atormentaba ya antes de encontrar a los maniqueos. Para éstos Bien y Mal son emanaciones de principios opuestos, y veían la historia de la salvación como una guerra. Tal concepción libera al hombre del pecado: es el principio eterno del mal el que peca en el hombre (problema del mal). Cuarto motivo, la organización eclesial de los maniqueos, que en parte estaba copiada del cristianismo: clero, maestro supremo, doce obispos, diáconos; existía asimismo una división entre elegidos y oyentes. Los primeros renunciaban al matrimonio. También tenían los maniqueos una liturgia muy sentida y profunda; amén de una fuerte familiaridad (la organización eclesial).
¿Qué aceptó? Ante todo, las promesas que le hicieron de llevarlo al Saber, a la Sabiduría. Luego, sus prácticas religiosas. Y, por último, el fondo metafísico de su pensamiento: el dualismo, el materialismo con lo que Agustín pasa del racionalismo al materialismo de los maniqueos y al panteísmo (o “emanacionismo”).
¿Hasta qué punto? Agustín dejó la Iglesia católica de modo total, pleno y consciente; consideró el catolicismo como una religión para “viejas”, no adaptada para pecadores y hombres espirituales. Pero nunca adhirió completamente al maniqueísmo: fue un maniqueo de “estacionamiento”, razón por la cual nunca pasó al grado de elegido. Sin embargo, su adhesión provisoria no le impidió practicar la religión y hacer programas de propaganda.
El momento maniqueo de Agustín es importante en su vida: le permitió conocer bien esa secta y dejarnos valiosa información sobre ella. Muestra también hasta qué punto eran importantes para Agustín los problemas metafísicos, como es el caso del problema del mal. Además, los nueve años pasados en el maniqueísmo explican su insistencia en algunos puntos en el período posterior. Ellos son: fe, unidad entre Antiguo y Nuevo Testamento, espiritualidad del ser –contra el materialismo–, unidad de Dios –contra el dualismo–, creación –contra el panteísmo–, la distinción entre conocimiento sensible y espiritual (ver De beata vita, 1,4; De moribus Ecclesiae catholicae et de moribus Manichaeorum, 8,2 y 11; Confessiones, 3,7,12; 5,5,8-9; 6,11,21; 8,7,17; 5,3,6-7; De utilitate credendi, 1,2; 2,4; 8,20; De duabus animabus, 1,1).
c. Se toca fondo (383-384): Cartago, Roma, Milán
Cuando se desilusiona del maniqueísmo, Agustín se torna escéptico pues no halla solución a sus dificultades. Estas son de diversa índole. Científicas: no encuentra concordancia entre las soluciones que le proponen los maniqueos y las de los filósofos; inicialmente pensó que tales problemas no entran dentro del terreno de la fe, pero luego consideró que un hombre que es voz del Espíritu Santo no puede equivocarse en esos asuntos científicos. Bíblicas: Elpidio sostenía que los textos del Nuevo Testamento habían sido interpolados, mas semejante afirmación debía ser demostrada “críticamente”. Finalmente, metafísicas: no era clara la teoría de una guerra entre un dios bueno y otro malo: ¿qué pasa si el dios bueno no quiere combatir con el dios malo? Y no podía decirse que el dios malo lo obligaba porque en tal caso debe afirmarse que el dios bueno no es perfecto.
Desilusionado del maniqueísmo no torna, sin embargo, a la Iglesia católica, pues sigue pensando que enseña tonterías. Tampoco adhiere a ninguna escuela filosófica por no hallar en ellas el nombre de Cristo, y por tanto no podían curar las heridas (ver Confessiones, 5,14,25). Le resta, en consecuencia, una única salida: el escepticismo. Se cuenta entre el número de los filósofos, llamados de la “Academia”, que tienen como principio fundamental la duda. Pero Agustín no podía permanecer mucho tiempo en la etapa escéptica; era un hombre agudo y sediento de certeza. Llegado al fondo, retorna hacia arriba (ver De beata vita, 1,4; Contra Academicos, 2,9,23; De moribus Ecclesiae catholicae et de moribus Manichaeorum, 20,74; De utilitate credendi, 8,20; Confessiones, 5,10,19; 5,14,25; 6,4,6).
d. La conversión (384-387): Milán, Roma
En la fase de retorno “hacia arriba” fue fundamental la figura de san Ambrosio. Este nunca lo ayudó directamente en el plano espiritual de la conversión. Lo trató más bien con frialdad, al menos al comienzo, pero lo ayudó a “desbloquear” la situación. Agustín descubrió en la predicación de Ambrosio que aquello que los maniqueos decían sobre la Iglesia era falso. Sostenían que la Iglesia católica era “antropomorfista”, es decir que tomaba el libro del Génesis según la letra. Y Agustín descubre que el obispo de Milán explica el Génesis en sentido espiritual, con lo que Agustín entra en contacto con el método alegórico para la interpretación de la Sagrada Escritura.
En este período recupera Agustín la fe en la Iglesia católica, superando así el escepticismo y el racionalismo. Descubre que no es posible que la mente humana ignore la verdad, y si la ignora es porque ha errado el método: excluir la fe y pretender alcanzar la certeza con la sola razón es un camino equivocado. Comprende así la importancia de la fe en la vida humana. Razón y autoridad son dos caminos para llegar al conocimiento de la verdad. En el tiempo, primero la fe: credo ut intelligas. En importancia, primero la razón; de ella nace la ciencia. La mente humana no se puede detener en la fe; quiere, necesita, la ciencia, la certeza (ver De moribus Ecclesiae catholicae et de moribus Manichaeorum, 1,2-3). La fe es la primera vía para llegar a la verdad, pero no está separada de la razón: intelligas ut creas. La razón aclara a quién podemos confiarnos. Además, Agustín confirma su fe en Cristo, único maestro de todos los hombres. Cristo es la única autoridad. Las Sagradas Escrituras nos lo revelan (ver Contra Academicos, 3,20,43). Por último, acepta la autoridad de la Iglesia, desde el momento en que comprende que la Sagrada Escritura debe ser garantizada y rectamente interpretada por la autoridad de la Iglesia católica.
Aceptando la autoridad de la Iglesia y de la Sagrada Escritura, Agustín podía salir del escepticismo y del racionalismo, pero tenía que resolver todavía dos grandes problemas que lo inquietaban y le impedían la completa conversión: el materialismo y el mal. La solución a estas cuestiones la halló leyendo a los neoplatónicos. Alguien le procuró los libros de estos filósofos traducidos al latín por Mario Victorino (muerto antes del año 386, y que realizó dichas traducciones antes de convertirse al cristianismo, hacia el 355). ¿Qué neoplatónicos leyó Agustín? Sin duda, Plotino y Porfirio. Del primero: el De pulchro (sexta cuestión de la Primera Enéada); De las tres hypóstasis (octava cuestión de la Primera Enéada); El origen del alma. Del segundo: De reditu animae y Filosofía de los oráculos. ¿Qué fue lo que encontró Agustín en los neoplatónicos? Ante todo, el principio de interioridad: entra en ti mismo para conocerte mejor. La distinción entre conocimiento sensible e intelectual. Descubre la luz de la interioridad y la influencia de la afectividad en el conocimiento (ver Confessiones, 7,10,16). Consigue, pues, salir de la concepción materialista y opta por el principio de participación: las creaturas son participación del ser inmutable. En la creación, éste participa a las creaturas algo de su naturaleza. Acepta la creación “ex nihilo”.
En la lectura de los neoplatónicos descubrió también una verdadera noción del mal. Los maniqueos se preguntaban: ¿unde malum? Con lo que ubicaban mal el problema. Hay que preguntarse: ¿quid malum? ¿qué cosa es el mal? El mal debe ser concebido como privación.
¿Qué fue lo que no encontró en los neoplatónicos? El misterio de la Encarnación, aunque creyó vislumbrar huellas de la primera parte del Prólogo del Evangelio de san Juan en los escritos del neoplatonismo. Tampoco encontró nada sobre la doctrina de la mediación: la doctrina de la gracia. Halló algo sobre la oración y la luz del Verbo, mas nada sobre otros aspectos del cristianismo. Por otra parte, pensó descubrir puntos que en realidad no estaban en los neoplatónicos: la divinidad del Verbo; la doctrina de la creación “ad aeterno”; la solución del problema de la felicidad eterna. A raíz de este punto topa con un nuevo obstáculo: ¿puede el hombre alcanzar la salvación con sus propias fuerzas? (ver De beata vita, 1,3-4; Contra Academicos, 2,2,4-5 y 3,19,42; De utilitate credendi, 8,20; De ordine, 2,5,16; De quantitate animae, 34; Confessiones, 5,13,23; 5,14,24; 6,3,4; 6-7).
En Confessiones, libro séptimo, nos relata Agustín su experiencia mística, los momentos finales de su largo camino de conversión. Partiendo de la belleza de los cuerpos –¿por qué una cosa es bella, o no bella, o menos bella?– enuncia ciertos juicios y se pregunta cuál es el fundamento de esos juicios. De allí pasa a la verdad inmutable: la verdad cuando enuncia un juicio. En el intelecto se da cuenta que éste acoge algunas verdades inmutables, y la mente llega así al ser substancial. Pero luego viene la caída: le fue imposible fijar la mirada, y al volver a la vida cotidiana sólo lleva un recuerdo amoroso. ¿Qué ha aprendido? El camino para ascender a Dios en grados: cuerpo, alma, razón, intelecto; de lo exterior a lo interior; de lo inferior a lo superior (ver Confessiones, 7,17,23). Mantiene esta vía luego en su filosofía y en su espiritualidad. Sin embargo, “al caer” se halla ante un nuevo problema: el retorno del alma a Dios. El hombre no puede resolver el problema de la felicidad (ver Confessiones, 7,18,24). Una cosa es la patria, otra es tener el camino hacia la patria. Entonces soluciona la dificultad recurriendo a Cristo mediador. La solución se la ofrece san Pablo (ver Confessiones, 7,21,7).
Agustín ha crecido gradualmente en el conocimiento de Cristo (ver Confessiones, 7,19,25). Le resta todavía vencer algunas dudas psicológicas y consagrarse totalmente a Cristo. En este camino le será de inestimable ayuda el descubrimiento de la vida monástica y la reflexión sobre el espíritu que lucha contra sí mismo. Siente que se le plantea un combate entre hábitos antiguos y la adhesión a las nuevas aspiraciones que le habían nacido en el alma. Se pregunta qué relación hay entre sabiduría pagana y revelación cristiana (ver Confessiones, 8,12,30). Llega entonces al fin de la lucha y le anuncia a su madre el deseo de dejarlo todo. No sólo ha conseguido liberarse del error, sino también de aquello que le impide ser plenamente libre. Ha encontrado la libertad por el amor. La gracia ha venido en su auxilio para hacerle amable lo que no era amable a sus ojos (ver Confessiones, 8,12,30; ver también De beata vita, 1,4; Contra Academicos, 1,10,17; 2,1,5; 1,1,3; 2,2,4; 2,3,9; Soliloquia, 1,14,26; De ordine, 1,2,5; 1,10,29).
e. Desde el bautismo a la elección episcopal (387-396): Milán, Roma, Tagaste, Hipona
Decidido ya a renunciar el matrimonio y a la enseñanza, se retiró, a fines de octubre, a Casiciaco (¿Cassago, en Brianza?), para preparase al bautismo, volviendo a Milán a comienzos de marzo para inscribirse entre los catecúmenos. Siguió las catequesis de san Ambrosio y por él fue bautizado en la vigilia pascual del año 387 (noche del 24 al 25 de abril). Entonces, “huyó de nosotros toda ansiedad de la vida pasada” (Confessiones, 9,6,14). Luego, dejó Milán y, junto con su madre, se dirigió a Ostia para embarcarse de regreso al África. Pero Mónica murió después de una repentina y breve enfermedad (año 387). Agustín entonces volvió a Roma, donde permaneció hasta julio o agosto del 388, conociendo la vida monástica de esa ciudad y dedicado a la composición de sus escritos (De quantitate animae; De libero arbitrio). A continuación, embarcó hacia África y se afincó en Tagaste llevando a la práctica, con sus amigos, un programa de vida ascética que se habían trazado (ver Possidio, Vita, 3,1-2).
El año 391 viajó a Hipona para “buscar un lugar donde abrir un monasterio y vivir con mis hermanos” (Sermo 355,2; ver Ep. 21; Possidio, Vita, 4,2). Allí lo sorprende la ordenación sacerdotal que aceptó con bastante disgusto. Entonces solicitó permiso a su obispo para fundar, según su plan, un monasterio. Éste lo autorizó y Agustín empezó a vivir según la manera y regla establecida en tiempos de los santos apóstoles (Possidio, Vita, 5,1).
f. Desde la consagración episcopal hasta la muerte (396430): Hipona (con diversos viajes por el interior del África romana)
Agustín fue consagrado obispo el año 395, o el 396, según otras opiniones. Primero sirvió como coadjutor y desde del 397 como obispo titular de Hipona. Dejó en ese momento el monasterio de laicos y se instaló en la casa episcopal, que transformó en un monasterio de clérigos (Sermo 355,2). Su actividad episcopal fue enorme, tanto en el gobierno ordinario de sus diócesis como también en la extraordinaria tarea que realizó al servicio de la Iglesia de África y de la Iglesia universal.
Predicaba con mucha frecuencia: sábado y domingo, y a menudo varios días seguidos hasta dos veces al día. Atendía y juzgaba las causas que le presentaban; cuidaba de pobres y huérfanos; se preocupaba de la formación del clero; organizó monasterios masculinos y femeninos; visitaba a los enfermos e intervenía ante la autoridad civil en favor de sus fieles. Realizó asimismo varios viajes para estar presente en los frecuentes concilios africanos o atender a las peticiones de sus colegas3. Respondía a las cartas de quienes lo consultaban sobre los más variados temas; defendía sin desmayos la fe de la Iglesia. Así, intervino contra los maniqueos, los donatistas, los pelagianos, los arrianos y los paganos. Noventa y tres obras, alrededor de cuatro mil sermones, de los que sólo han llegado hasta nosotros unos quinientos, y algo más de doscientas cartas, dan buena fe de la grandeza de su trabajo4. Agustín fue, además, el alma de la conferencia de Cartago del año 411, entre obispos católicos y donatistas, contribuyendo de manera decisiva a la solución del cisma donatista.
Murió el 28 de agosto del año 430, durante el tercer mes del asedio de Hipona por los vándalos. Su último escrito fue una carta (Ep. 228), dictada en el lecho de muerte, y en la que trata el tema de los deberes de los presbíteros durante la invasión de los bárbaros.
2. Agustín y la vida monástica5
Ya antes de su conversión y bautismo (años 386-7), tuvo Agustín el firme deseo de llevar vida en común, compartiendo los bienes de quienes se asociaran al proyecto y dedicándose todos al estudio y búsqueda de la sabiduría (otiose vivere). Pero este hermoso plan no prosperó. He aquí la causa: “Cuando se comenzó a discutir si en ello vendrían o no las mujeres, que algunos ya tenían y otros queríamos tener, todo aquel proyecto tan bien formado se disolvió entre las manos, se hizo pedazos y fue dejado de lado”6
Algunos años más tarde, casi sobre el final del largo recorrido que lo condujo a la conversión, tendrá Agustín su primer encuentro con la vida monástica. Será de modo casual, por intermedio de un tal Ponticiano, quien lo pondrá al tanto de la existencia de numerosos monasterios y le hablará de la Vida de san Antonio, obra del santo obispo Atanasio de Alejandría. “(Ponticiano) tomó la palabra, hablándonos de Antonio, monje de Egipto, cuyo nombre excelentemente resplandecía entre tus fieles y nosotros ignorábamos hasta aquella hora. Como él lo advirtiera, se detuvo en la narración dándonos a conocer tan gran varón que desconocíamos, y admirándose de nuestra ignorancia... De aquí su relato pasó a las muchedumbres que vivían en los monasterios, y de sus costumbres (impregnadas) de tu suave perfume (suavevolentiae tuae), y de los fértiles desiertos del yermo de los que nada sabíamos”7.
Ponticiano incluso le va a relatar su propia experiencia, no sin antes indicarle a Agustín que en la misma Milán había un monasterio, ubicado fuera de los muros de la ciudad. En dicha experiencia aquél, estando en Tréveris, salió de paseo junto con algunos amigos y se encontró con una casa “donde habitaban ciertos siervos tuyos pobres de espíritu (ver Mt 5,3)... Allí hallaron un códice en el que estaba escrita la Vida de san Antonio. Lo que uno de ellos empezó a leer, y a admirarse, entusiasmarse, y dejando la milicia del mundo: servirte a ti”8.
Este primer encuentro de Agustín con la vida monástica y la consiguiente lectura de la Vida del primer monje, Antonio el Grande, serán decisivos en el momento mismo de su conversión9. De modo que en su espíritu quedará marcado para siempre el deseo de consagrarse a Cristo en una vida común, renunciando al matrimonio y a los bienes propios, dedicado con los hermanos a la oración, la ascesis, el trabajo y el estudio.
Realización del proyecto
Poco tiempo después de recibido el bautismo (vigilia Pascual del 387), Agustín decide retornar junto con su madre a la tierra natal. Pero antes de embarcarse, su madre cae enferma y muere. Luego de darle cristiana sepultura, el hijo de Mónica opta por permanecer durante algunos meses en Roma, estadía que aprovecha para informarse con más detalle sobre la vida monástica, en particular la practicada en los monasterios de la gran urbe: “Conocí varios monasterios (diversorium) en los que presidían aquellos que de entre sus miembros sobresalían en modestia, prudencia y ciencia divina, viviendo en caridad, santidad y libertad cristianas. Para no ser carga uno del otro, según la costumbre de Oriente y autoridad del apóstol Pablo, se sustentaban con el trabajo de sus manos. También era increíble el ayuno que muchos practicaban rigurosamente...”10. Agustín comprueba que lo mismo se observa en los monasterios femeninos. Pero hay un detalle que anota con especial cuidado en las casas de ambos sexos: “A nadie se le obliga a austeridades que no pueda soportar, ni se le impone nada que rehúse hacer, ni lo desprecian los demás por su incapacidad para imitar lo que otros hacen. Se recuerdan cuánto en todas las Escrituras se recomienda la caridad: Todo es puro para los puros (Tt 1,15); y: No os mancha lo que entra en vuestra boca, sino lo que de ella sale (Mt 15,11). Y por eso todo su esfuerzo lo ponen no en abstenerse de ciertos alimentos como si estuviesen manchados sino en dominar la concupiscencia y conservar el amor de los hermanos...”11. Más tarde volcará esta experiencia suya sobre la necesidad de contemplar las necesidades de cada hermano en la Regla.
Con lo visto y oído en Roma como bagaje, se embarca Agustín para el África (julio/agosto 388): se inicia una nueva etapa para su vida. Pisando su tierra se dirige a Tagaste donde junto con otros compatriotas y amigos suyos funda una comunidad, aprovechando su herencia: casa y campos, para llevar a la práctica el tan ansiado deseo de servir a Dios totalmente. Su biógrafo Posidio nos dice cómo era la vida del santo en este período: “Vivía para Dios con ayunos, oraciones y buenas obras, meditando día y noche en la ley del Señor. Comunicaba lo que Dios le enseñaba por medio del estudio y la oración, y enseñaba con sus sermones y libros a presentes y ausentes”12.
Corriendo ya el año 391 realiza una visita a la ciudad de Hipona con el doble propósito de informarse sobre las posibilidades de instalar allí una comunidad monástica y realizar una obra de caridad en favor de un hombre que estaba por entrar al seno de la fe. Es entonces cuando lo sorprende la ordenación presbiteral, que acepta con no poco disgusto, pero confiando en la gran misericordia de Dios13.
En la nueva situación no abandonó Agustín su proyecto de vida monástica: “Y hecho presbítero instituyó luego un monasterio en la Iglesia, y empezó a vivir con los siervos de Dios según el modo y regla establecido por los santos apóstoles (ver Hch 4,32 ss.). Sobre todo, cuidaba que nadie tuviese alguna cosa propia en aquella sociedad, sino que todo fuese común, y se distribuyese a cada uno según su necesidad, como él mismo lo había practicado primero, cuando volvió de Italia (transmarinis) a su patria”14. Hacia el final de sus días (año 425), en una homilía, recordará Agustín cómo el obispo Valerio lo apoyó en su santo propósito, dándole un huerto apto para instalar el monasterio. De esa forma se fue constituyendo una nueva comunidad:
“Comencé a reunir hermanos con el mismo buen propósito, pobres y sin nada como yo, que me imitasen. Como yo había vendido mi escaso patrimonio y dado a los pobres su valor, así debían hacerlo quienes quisiesen estar conmigo, viviendo todos de lo común. Dios sería para nosotros nuestro grande, rico y común patrimonio” 15.
Agustín, pues, no cesaba en su empeño: una nueva ciudad y otra situación personal no eran obstáculos suficientes para hacerlo desistir de su entusiasmo por la vida monástica. Pero Dios también tenía sus proyectos.
“Llegué al episcopado...”
“Y vi la necesidad para el obispo de ofrecer hospitalidad a los que sin cesar iban y venían, pues al no hacerlo se mostraría inhumano. Delegar esa función en el monasterio parecía inconveniente. Y quiso tener en esta casa episcopal el monasterio de clérigos. He aquí de qué modo vivimos. A ninguno le está permitido tener algo propio”16. Un nuevo cambio en su existencia lo obliga a modificar una vez más su original proyecto, pero no pierde de vista el santo propósito: llevar a la práctica el modelo de vida de la primitiva comunidad apostólica. Pocos años tuvo Agustín la dicha de vivir en paz la vida monástica; con todo, permaneció firme en el convencimiento de que, aun en medio de las numerosas solicitaciones de su servicio episcopal, no debía perder lo que con tanto ardor había abrazado en el momento de la conversión.
Como obispo, Agustín será propagador incansable de la vida monástica y promoverá la fundación de nuevos monasterios, los cuales a su vez serán fuente de gracias y también de obreros para su Iglesia, y más tarde para otras Iglesias del África17.
Sin embargo, para nosotros es fruto especialmente caro su enseñanza sobre la vida monástica que no cesó de prodigar, en la medida que sus múltiples empeños se lo iban consintiendo. La doctrina de Agustín ha sido espejo en el que tantos monjes y monjas se han mirado en su camino de ascensión hacia las cumbres de la caridad.
Un solo corazón y una sola alma
En distintas oportunidades y diversas obras, Agustín, durante su episcopado (395/6-430), abordó prácticamente todos los temas que pueden denominarse monásticos.
Dos obras, próximas en el tiempo (año 401), le sirvieron para tocar puntos tan importantes como: la castidad y el trabajo. Sobre la primera trata en el De sancta virginitate, insistiendo en su carácter de don divino y, por ende, con cuánta humildad debe ser custodiada18. Es asimismo un don que expresa la consagración a Dios de modo muy patente19. Sobre el trabajo trata en su obra De opere monachorum, libro escrito a pedido del obispo Aurelio Cartago con motivo de una disputa surgida a raíz de que ciertos monjes sostenían que no se debe trabajar, y además no se cortaban el cabello20. Agustín demuestra que los monjes deben dedicarse al trabajo: necesario e importante para la vida monástica, y también a la oración. Solo enfermedad, ministerio pastoral o estudio son motivaciones válidas para eximirse del trabajo.
Otro tema particularmente querido a Agustín es el de la pobreza. En ocasión de una dificultad surgida por problemas de herencia entre dos hermanos que se habían consagrado al Señor en la vida monástica, lo lamentará con acentos cargados de emoción sincera: “Sabéis todos o casi todos que en esta casa, llamada casa episcopal, vivimos de manera que, en la medida de nuestras fuerzas, imitamos aquellos santos, de los que dice el libro de los Hechos de los Apóstoles: Nadie decía propia a una cosa, sino que todas las cosas eran comunes (Hch 4,32)... Nada traje; no vine a esta Iglesia (de Hipona) sino con la ropa que en aquel tiempo vestía... He aquí de qué modo vivimos. A ninguno le está permitido en la comunidad tener algo propio. Pero tal vez algunos lo tienen. A ninguno le está autorizado, si algunos lo tienen, hacer lo que no les está permitido. Pienso bien de mis hermanos, y por pensar siempre bien me he abstenido de una investigación al respecto, porque al hacerla me parecía como desconfiar de ellos. Sabía y sé que todos los que conmigo viven conocen nuestro propósito, conocen la norma de nuestra vida”21.
Pobreza y vida común eran, y lo fueron hasta el final de su vida, constituyentes esenciales de la vida monástica en el pensamiento de Agustín. Van juntos: no hay verdadera vida común sin pobreza comunitaria; no hay verdadera pobreza sin vida comunitaria. Y entiéndase bien que se trata de la pobreza de nada tener como propio, ninguna cosa reservarse para uso privado. Esto no significa que el monje renuncia para luego hallarse en una situación económica mejor que la tenía en el mundo, antes de entrar al monasterio. Tal posibilidad ciertamente puede darse, mas en la nueva vida el monje ya nada tiene ocasión de denominarlo propio. Además, Agustín en varias ocasiones recuerda a los siervos de Dios la necesidad de vivir realmente una pobreza material, compartiendo la suerte de los menos favorecidos y dando auténtico testimonio cristiano de desprendimiento22.
Puede considerarse como una suerte de síntesis del pensamiento de san Agustín sobre la vida monástica su Enarratio al Salmo 132, que puede datar del año 407. En ella aclara qué entiende por monje: “Monos significa uno solo. Los que viven en unión de modo que hacen un solo hombre, para que se cumpla en ellos verdaderamente lo que está escrito: un alma y un corazón (Hch 4,32), son muchos cuerpos, pero no muchos corazones. Con razón se llaman monos, es decir uno solo”23. La concordia fraterna, el ser los monjes uno solo con los hermanos por la caridad es un don de Dios: “Como rocío del Hermón que desciende sobre los montes de Sión (Sal 132 [133],3). Con esto quiso se entendiese, hermanos míos, que por la gracia de Dios es que los hermanos habitan en uno; no por sus fuerzas, no por sus méritos, sino por un don de Dios, por su gracia, que es como rocío del cielo...”24.
El monje es aquel que como el profeta “Daniel eligió la vida quieta, servir a Dios en el celibato, es decir no buscando mujer... Varón entregado en vida a los deseos celestiales”25. Y ello viviendo en comunión con sus hermanos que tienen el mismo ideal de vida: “No habitan en unión sino aquellos en los que es perfecta la caridad de Cristo. Pues en los que no es perfecta la caridad de Cristo, aunque sean uno odian, son molestos, son turbulentos, con su ansiedad turban a otros y buscan qué decir de ellos... Pero ¿quiénes son los que habitan en común unión? Aquellos de quienes se dice: Eran un solo corazón y una sola alma en Dios; y nadie decía que algo era propio, sino que todas las cosas le eran comunes” (Hch 4,32)26.
3. La Regla de san Agustín
La Regula ad servos Dei o Praeceptum (Pr) es un texto rico, denso, pleno de variados matices; es la “desembocadura” de la experiencia y reflexión de Agustín sobre la vida monástica.
Después de los estudios de L. Verheijen parece ya firme que fue escrita para los siervos de Dios. Su composición puede ubicarse a fines del siglo IV, aunque todavía no hay unanimidad en lo que respecta a la fecha exacta27.
Acertadamente se ha señalado que no faltan “antecedentes” al texto de la Regla. Algunos meses antes de su bautismo, noviembre del 386, hallamos en el diálogo De ordine lo que Verheijen llama la primera regla: una serie de útiles recomendaciones para los jóvenes que aspiran a dedicarse al estudio28. En su Regla, Agustín seguirá un ordenamiento semejante, en algunos puntos, al presentado en dicho diálogo. Es más, también es similar la estructura de ambos textos. Aquí nos interesa únicamente señalar la de la Regla29, que es la siguiente:
1. prefacio: Pr 1,1;
2. preceptos para ser observados en el monasterio, son siete:
a) vida común y renuncia a la propiedad privada (Pr 1,2 ss.)
b) oración comunitaria y personal (Pr 2)
c) refectorio, lectura durante las comidas, ayuno y pureza de corazón (Pr 3)
d) salidas, relaciones con las mujeres y corrección fraterna (Pr 4)
e) servicios comunitarios: ropería y biblioteca (Pr 5)
f) el perdón que debe darse y pedirse (Pr 6)
g) el superior del monasterio, sus relaciones con los hermanos (Pr 7);
3. el espíritu que debe animar las anteriores prescripciones, expuesto en forma de oración (Pr 8,1);
4. epílogo: frecuencia de la lectura de la Regla, y espíritu con que debe leerse (Pr 8,2).
Se trata, pues, de una estructura extremadamente simple: praecepta vivendi, que deben ser observados con el amor de la belleza espiritual.
a. Nadie decía que algo era propio
Este es uno de los temas centrales de la Regla. El amor por la belleza espiritual se manifiesta en una vida comunitaria que aspira a la unanimidad de corazón y a compartir todo lo que el monje es y tiene: “No busca las cosas que son suyas, sino las de Jesucristo (Flp 2,21), ha pasado a la caridad de la vida común, para vivir en la sociedad de los que tienen una sola alma y un solo corazón en Dios, de modo que nadie diga que algo es propio, sino que todas las cosas son comunes”30.
La belleza espiritual se manifiesta asimismo en la alabanza al Creador, en el reconocimiento de su amor y el deseo de establecer con el Padre un profundo diálogo de alegría: “Cuando cantan y salmodian en sus corazones al Señor (Ef 5,19), para que las voces del corazón no disuenen, háganlo todo para gloria de Dios (1 Co 10,31), que obra todo en todos (1 Co 12,6). Y sean fervientes de espíritu (Rm 12,11), para que su alma sea alabada en el Señor (Sal 33 [34],3). Esta es la actividad del camino recto: la que tiene los ojos siempre puestos en el Señor, porque Él libra del lazo nuestros pies (Sal 24 [25],15). Tal acción no se debilita en la acción, ni se enfría en el ocio, no es turbulenta ni floja; ni audaz, ni fugaz; ni precipitada ni lánguida. Esto hagan, y el Dios de la paz estará con ustedes (2 Co 13,11)”31.
El mismo amor por la belleza espiritual exige de sus cultores la disposición a privarse de ciertas satisfacciones corporales. El ayuno es sin duda un medio apto: “Todo el que ayuna rectamente, o bien busca humillar su alma, desde una fe no fingida, con el gemido de la oración y la mortificación corporal, o bien del placer de la carne con su intención pasa a sentir hambre y sed, pues pobre de algo espiritual su deleite está pendiente de la verdad y de la sabiduría. De ambos géneros de ayuno habló el Señor a quienes le preguntaban por qué sus discípulos no ayunaban... (ver Mt 9,15-17)”32.
Además del ayuno y de la exigencia de compartir todos los bienes, la Regla supone también la renuncia al matrimonio por parte del monje, su total consagración a Dios por el Reino de los cielos. No se trata sólo de una ascesis corporal, sino que la castidad solicita todo el ser del consagrado, muy especialmente su corazón: “Nadie utiliza impúdicamente el cuerpo si primero el espíritu no concibió la maldad. Así también nadie preserva la pureza del cuerpo, si antes el espíritu no planta la castidad. Si la pureza conyugal, aunque se conserva en la carne, sin embargo, se atribuye al alma, no a la carne, que la preside y la dirige, cuánto más y con cuánta más honra aquella continencia (de la virginidad) debe ser contada entre los bienes del alma: porque se ofrece, consagra y custodia la integridad de la carne al Creador del alma y de la carne”33.
El monje debe vivir su pobreza, su renuncia a las posesiones, de una forma que dé auténtico testimonio ante sus hermanos en la fe: “Nada superfluo tener, nada que sea un peso poseer, nada que ate, nada que sea un impedimento. Para que se cumpla más auténticamente en este tiempo y en los siervos de Dios aquello del Apóstol: Como quienes nada tienen y todo lo poseen (2 Co 6,10). No tengas nada que puedas llamar tuyo, y todas las cosas serán tuyas; si te adhieres a una parte, pierdes la totalidad; pues para ti lo suficiente es lo mismo, venga de la riqueza o de la pobreza”34.
b. Vivir en comunidad y obedecer a un superior
Estos son temas particularmente arduos en la vida monástica. Exigen una virtud que para todo hombre es difícil poner en práctica: la humildad, puerta del perdón y el amor e inicio de la salvación.
La vida en comunidad se hace difícil cuando descubrimos, siempre primero en los demás parece ser la costumbre, que nuestros hermanos están llenos de defectos y pecados. Es decir, cuando nos damos cuenta de que la comunidad es débil. En ese mismo momento debemos sentirnos perdonados en Cristo y perdonar de igual modo a los que nos parece han ofendido “nuestra dignidad”. ¡Qué tarea difícil!
Escuchemos con cuánto realismo trata Agustín este tema:
“En aquella vida común de los hermanos que están en el monasterio, grandes varones, santos, viven allí cotidianamente en himnos, en oraciones, en alabanzas a Dios, en la lectura. Trabajan con sus manos, se bastan a sí mismos; no piden nada avaramente, todo lo que les ofrecen los piadosos hermanos lo utilizan con moderación y con caridad. Nadie se apropia algo que otro no tenga. Todos se aman, todos se apoyan mutuamente. Has elogiado, has alabado; quién no sabe lo que se hace dentro, quién no sabe de qué modo entrando el viento también las naves se chocan entre sí; entra casi esperando en la seguridad, ninguno que deba ser soportado habitará allí. Encuentra allí hermanos malos, los cuales hermanos malos no podrían encontrarse si no se hubieran admitido, y es necesario que primero se toleren para que –tal vez– se corrijan; no fácilmente pueden ser excluidos si no hubiesen sido primero tolerados. Y le sucede no tener paciencia para soportarlos. ¿Quién me llamaba aquí? Yo pensaba que había caridad. E irritado por la molestia de pocos hombres, entonces no persevera en cumplir lo que prometió, se hace desertor de tan santo propósito y reo del voto no cumplido. Al salir de allí, además se hace censor y maldiciente, y dice solo aquellas cosas que asegura no pudo soportar: y algunas veces son ciertas. Pero las cosas verdaderas de los malos deben tolerarse por la convivencia de los buenos. Dice la Escritura: “¡Ay de aquellos que perdieron la capacidad de tolerar!” (Si 2,14). Y lo que es peor, eructa el mal olor de la indignación, de donde ahuyenta a los que van a entrar; porque habiendo entrado él, no pudo permanecer. ¿Qué son ellos? Envidiosos, peleadores, insoportables, avaros. Aquél hizo esto, y éste aquello otro. ¡Oh malvado! ¿Por qué callas lo de los buenos? Te jactas de los que no pudiste tolerar, pero callas de los que tu maldad toleraron”35.
Delicada misión la de ser superior. No se trata de ejercer dominio tiránico sobre los hermanos, sino de ayudarlos a profundizar su conocimiento de Dios, para que alcancen la salvación eterna en el día del Señor. En una gran medida es del superior de quien depende el buen funcionamiento de una comunidad monástica, como también de él depende que los monjes logren establecer verdaderos lazos de amor entre sí y con su superior. Este, por tanto, deberá tomar en muy especial consideración que lo suyo no es una cuestión de poder, sino de caridad a imitación de la de Cristo:
“Nada prueba mejor a un varón espiritual que el tratamiento del pecado ajeno. Cuando se obra o practica con él la liberación más que el insulto, se prestan auxilios más que injurias, y en cuanto la autoridad se lo consiente (facultas tribuitur) lo sostiene... ¿De qué modo corregir, sino manteniendo la suavidad en el corazón y alguna dureza medicinal rociar con la palabra de la corrección? No veo que de otro modo deba entenderse lo que en la epístola se escribió: Predica la palabra, insta oportuna e inoportunamente; arguye, exhorta, increpa con toda paciencia y doctrina (2 Tm 4,2). Oportuna e inoportunamente son cosas contrarias, y ningún medicamento cura algo, a no ser que lo apliques en tiempo oportuno... Insiste oportunamente, y si de esta forma no adelantas, a destiempo. Esto debe comprenderse como que tú no abandones de ningún modo la oportunidad, y así recibas lo que se dijo; inoportunamente, como que aún viéndote inoportuno para el que no oye de buen grado lo que le dicen, tú sepas sin embargo que esto es oportuno para él, y mantengas el amor y la solicitud de su salud con ánimo apacible, modesto y fraterno...
Todo lo que dijeres con ánimo herido, es movimiento del que castiga, no caridad del que corrige. Ama y di lo que quieras. En ningún modo será afrenta lo que hubiese sonado a especie de ultraje, si te acuerdas y te sientes querer ser liberador del hombre del asedio de los vicios con la espada de la palabra de Dios. Pero si quizás, como muchas veces sucede, por amor inicias tal acción, y te enfrentas a ella con corazón de amor, pero durante la obra se deslizare algo que se te resiste, lo que te aparta de golpear el vicio del hombre y lo perjudicas al hombre mismo, mucho más saludablemente te convendrá recordar, lavándote después con lágrimas el polvo de esta especie, que no debemos ensoberbecernos sobre los pecados de los otros, cuando pecamos en la misma reprensión de ellos, haciéndonos más fácilmente airados a la ira contra los pecadores que misericordiosos con su miseria”36.
c. Amantes de la belleza espiritual
Los preceptos de vida que propone Agustín en su Regla tienen una clara finalidad: la contemplación de Dios. Son normas que se deben cumplir amando esa belleza del corazón y del alma que nos abre las puertas de los insondables misterios de nuestro Padre y Creador: “Cuando el alma se embellece y ordena a sí misma, haciéndose armoniosa y bella, ya puede contemplar a Dios, como la misma fuente de donde mana todo ¡oh Verdadero y Padre de la misma verdad. ¡Oh gran Dios, cómo serán aquellos ojos! ¡Cuán sanos, bellos, fuertes, constantes; seremos bienaventurados!... Nada más diré, sino que se nos promete la contemplación de la Belleza, por cuya imitación las cosas son bellas, por cuya comparación todas las demás cosas son deformes...”37. Y en verdad ya nada más se puede agregar.
4. Traducción de la Regla de san Agustín
Presentamos una versión lo más fiel posible al texto latino editado por L. Verheijen, mas tomando en consideración algunas interesantes sugerencias aportadas por la edición, con versión italiana, del P. A. Trapè38. Sobre todo, en lo que respecta a mantener un par de pasajes, convenientemente señalados en nuestra traducción, que, si bien carecen de un adecuado soporte en la tradición manuscrita, se los admite en las ediciones “comunes” de la Regla.
La presente traducción, no desconociendo otras versiones en nuestra lengua39, no depende de ellas, pretendiendo además ser sólo un instrumento de trabajo, susceptible de numerosas mejoras.
Para evitar sobrecargar el texto con las citas bíblicas, las damos al final. Son numerosas, y en gran medida se las debemos a L. Verheijen40. Pero hemos controlado una a una esas referencias, que por cierto facilitan mucho la comprensión del texto agustiniano.
Presentamos asimismo un índice de pasajes paralelos entre la Regla de Agustín y la RB.
1 Cuadernos Monásticos nº 80 (1987), pp. 3-9.
2 En esta síntesis seguimos a A. TRAPÈ, Sant’Agostino: l’uomo, il pastore, il mistico, Fossano, Ed. Esperienze, 1976 (trad. castellana: Agustín de Hipona, Buenos Aires, Ed. Docencia, 1984); Idem, San Agustín: Patrología (dir. A. DI BERARDINO), vol. 3, Madrid, Ed. Biblioteca de Autores Católicos, 1981, pp. 405-420 (BAC 422). Citamos las obras de san Agustín con el título latino.
3 Para los viajes de Agustín durante su episcopado ver F. van der MEER - C. MOHRMANN, Atlas de l’Antiquité chrétienne, Paris-Bruxelles, Eds. Séquoia, 1960, mapa Nº 33.
4 Para el detalle de las obras de Agustín ver A. TRAPÈ, San Agustín, pp. 420-481, con indicación de las fechas de composición, contenido, ediciones, traducciones y estudios. En castellano la traducción más completa y de fácil consulta, que incluye además el texto latino, es la de Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1950 ss.
5 Cuadernos Monásticos nº 80 (1987), pp. 115-126.
6 Confessiones (= Conf.) 6,14,24: BAC 11, pp. 256-257. Para comodidad del lector de nuestra lengua remitimos, en las citas de las obras de Agustín, a la edición de la Biblioteca de Autores Cristianos (BAC), señalando el número de orden de los volúmenes en dicha colección. Pero nuestra traducción castellana no sigue siempre la allí presentada.
7 Conf. 8,6,14-15: BAC 11, pp. 324-325.
8 Conf. 8,6,15: BAC 11, p. 325.
9 Ver Conf. 8,12,29: BAC 11, pp. 339-340; Vita Antonii 2.
10 De moribus Ecclesiae catholicae et de moribus Manichaeorum (= De mor. eccl. cath.) 1,33,70: BAC 30, pp. 344-345. Ver Conf. 9,8,17: BAC 11, p. 364.
11 De mor. eccl. cath. 1,33,71: BAC 30, p. 344-345.
12 Possidio, Vita (= Vita s. Aug.) 3: BAC 10, pp. 362-363. Ver las Epístolas (= Ep.) 3 a 14: BAC 69, pp. 24-67.
13 Cf. Ep. 21,3-4 (a Valerio, obispo de Hipona): BAC 69, pp. 84-87; Conf. 10,43,70 y 11,2,2: BAC 11, pp. 453 y 465.
14 Vita s. Aug. 5: BAC 10, pp. 364-367.
15 Sermones (= Sermo) 355,2: BAC 461, pp. 245-247.
16 Sermo 355,2: BAC 461, p. 246; ver Sermo 356: BAC 461, pp. 255-270.
17 Cf. Vita s. Aug. 11: BAC 10, pp. 374-377; Ep. 60,1: BAC 69, pp. 371-372.
18 Cf. Retractaciones (= Retract.) 2,13: PL 32,635. De sancta virginitate (= De sanct. virg.) liber I: BAC 121, pp. 138-227.
19 “No alabamos a las vírgenes por el hecho de ser vírgenes, sino por ser vírgenes consagradas a Dios por una religiosa continencia” (De sanct. virg. 11,11: BAC 121, pp. 150-151). Lo mismo se debe aplicar a los monjes.
20 Retract. 2,21; PL 32,638-639. De op. mon.: BAC 121, pp. 696; 771.
21 Sermo 355,2: BAC 461, pp. 246-247.
22 Agustín es muy sensible al testimonio que deben dar los consagrados de verdadera pobreza, manifestada en una completa renuncia a las posesiones personales. Puede verse a este respecto el cuidado con que explica a sus fieles hasta el más mínimo detalle que pueda prestarse a malentendidos en los Sermones 355 y 356 (BAC 461, pp. 245-270). Para un estudio más detallado sobre este tema ver D. SANCHIS, Pauvreté monastique el charité fraternelle chez Saint Augustin. Le commentaire de Actes 4,32-35 entre 393 et 403: Studia Monastica 4 (1962), pp. 7-33.
23 Enarrationes in Psalmos (= Enarr. in Ps.) 132,6: BAC 264, p. 471.
24 Enarr. in Ps. 132,10: BAC 264, p. 475.
25 Enarr. in Ps. 132,5: BAC 264, pp. 468-469.
26 Enarr. in Ps. 132,12: BAC 264, pp. 477-478. Para completar, esta síntesis ver las Epístolas 48; BAC 69, pp. 280-285; 157: BAC 99, pp. 380-425; 210-211: BAC 99, pp. 986-993; 243: PL 33,1055 ss.
27 La obra fundamental de L. VERHEIJEN es: La Règle de Saint Augustin, Paris, Études augustiniennes 1967 (2 vols.). Respecto de la fecha hay quienes optan por una anterior al 397 (hacia el 391), otros la ubican entre el 397 y el 400, y algunos prefieren una fecha más tardía (427-428).
28 Nouvelle approche de la Règle de Saint Augustin, Bégrolles-en-Mauges, Abbaye de Bellefontaine 1980, p. 206. El texto es De ordine 2,8,25: BAC 10, pp. 760-761; y 2,19,51: BAC 10, pp. 792-793. Ver Sol. 1,10,17: BAC 10, pp. 522-525.
29 Para la comparación detallada de las dos obras ver L. VERHEIJEN, Nouvelle... pp. 201 s.
30 De opere monachorum (= De op. mon.) 25,32: BAC 121, pp. 750-753 (cf. 21,25: BAC 121, pp. 740-743); ver Enarr. in Ps. 131,5-6: BAC 264, pp. 441-443; Ep. 211,2: BAC 99, pp 990-991.
31 Ep. 48,3 (a Eudosio abad, ¿año 398?): BAC 69, pp. 282-285. Ver Ep. 130 (a Proba, año 411/12): BAC 99, pp. 52-87; De sermone Domini in monte 2,3,14: BAC 121, pp. 900-903; Enarr. in Ps. 37,13-14: BAC 235, pp. 666-668.
32 Sermo 210,4: BAC 447, pp. 124-125. Ver De bono viduitatis 21,26: BAC 121, pp. 274-275; Enarr. in Ps. 31,2,5-8: BAC 235, pp. 390-396; Sermo 88,5-7: BAC 255, pp 264-269; Sol. 10,17-12,21: BAC 10, pp. 522-531; Conf. 10,31,43-47: BAC 11, pp. 428-433.
33 De sancta virg. 8,8: BAC 121, pp. 146-149. Ver De beata vita 1,4: BAC 10, pp. 626-629; De Genesi contra Manicheos 1,19,29 y 20,30: BAC 168, pp. 464-469; De sermone Domini in monte 1,15-40-42: BAC 121, pp. 830-835.
34 Sermo 350 A 4 (Mai 14): BAC 461, pp. 170-171. Ver Sermo 367: BAC 461, pp. 414-417; Sermo 113 B (Mai 13): BAC 95, pp. 528-533; Sermo 113 A (Denis 24): BAC 95, pp. 534-559.
35 Enarr. in Ps. 99,12: BAC 255, pp. 601-602. Cf. Enarr. in Ps. 78,8-9: BAC 255, pp. 94-97; Enarr. in Ps. 132,4: BAC 264, pp. 466-468; Ep. 78,8-9: BAC 69, pp. 474-479; Sermo 82,4-10: BAC 53, pp. 608-619; Semo 114: BAC 95, pp. 560-567.
36 Expositio epistolae ad Galatas 56-57: BAC 187, pp. 180-184. Ver Ep. 211: BAC 99, pp. 990-993; De civitate Dei 19,14: BAC 171-172, pp. 1400-1403; In evangelium Ioannis 124,5: BAC 165, pp. 746-751; In epistolam Ioannis 10,7: BAC 187, pp. 355-357.
37 De ordine 2,19,51: BAC 10, pp. 792-793. Ver Sol. 1,10,17: BAC 10, pp. 522-525.
38 La Règle de Saint Augustin, vol. 1, Paris 1967, pp. 417-437: es la obra de VERHEIJEN. Sant’Agostino: La Regola, Milano 1971 (trad. cast. Madrid 1978), pp. 238 ss.: es la obra de TRAPÈ.
39 Además de la ya señalada en la anterior nota, ver A. MANRIQUE, Teología agustiniana de la vida religiosa, El Escorial 1964, pp. 359-361 (Col. Biblioteca ‘La Ciudad de Dios de Dios’ – Studia Patrística: Sección Estudios III).
40 Nouvelle... pp. 18-27 (donde se puede hallar una trad. francesa de la Regla, bastante menos literal que la nuestra).