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PRESENTACIÓN

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El mismo título del libro que presentamos indica claramente su contenido. No es una obra que permanezca en el campo de la teoría: se trata de una invitación suave y apremiante para amar a Jesucristo. La mayor parte del pequeño libro está dedicada a desentrañar el íntimo sentido de las dotes de la caridad, que describe San Pablo: La caridad es sufrida y bienhechora; la caridad no tiene envidia, no obra precipitadamente, no se ensoberbece, no es ambiciosa, no busca sus intereses, no se irrita, no piensa mal, no se huelga de la injusticia, se complace, sí, en la verdad; a todo se acomoda, cree todo, todo lo espera y lo soporta todo.

Los profundos conocimientos de los textos sagrados y de los Santos Padres y de la literatura ascética y mística, que, en sus largas horas de estudio, había adquirido el poderoso talento de San Alfonso María de Ligorio, están al servicio de estas palabras reveladas. Es la vida misma de la Iglesia la que sentimos palpitar cuando vemos surgir, de las escuetas palabras de San Pablo, el noble edificio de la santidad cristiana, asequible a todas las almas, con la ardua dificultad de lo heroico y la suprema sencillez del amor. Porque la vasta ciencia de Alfonso adquiere unidad y vida de su amor ardiente al Crucificado. Las numerosísimas citas que se entrelazan en el texto no son nunca apostillas eruditas. No existe nunca una interrupción del discurso. El autor las ha hecho ya carne de su carne y vida de su vida, y es su corazón quien sigue hablando con el ropaje humilde de las palabras prestadas.

Habla su corazón, pero a la luz siempre de su criterio claro y seguro. Inculca una piedad doctrinal. Por ejemplo, cuando tranquiliza a las almas que, afincadas por largo tiempo en la virtud, dudan de haber consentido en un pecado mortal: «Cuando las personas –explica– que han hecho mucho tiempo vida espiritual y son temerosas de Dios, dudan o no saben con certeza si han consentido en alguna culpa grave, han de tener por cosa segura que no han perdido la gracia divina, porque es moralmente imposible que una voluntad, confirmada durante mucho tiempo en los buenos propósitos, cambie repentinamente y consienta en un pecado mortal sin darse claramente cuenta de ello». Y San Alfonso es el moralista cuyas obras han recibido el espaldarazo de la Iglesia: nihil censura dignum –nada digno de censura– se ha encontrado en sus afirmaciones, que pueden seguirse siempre en la práctica: inoffenso pede percurri possunt.

Mas la Moral, a pesar de su primordial importancia en el terreno práctico, no es todo el Cristianismo, ni siquiera su parte más destacada. Antes está el Dogma, del que la Moral deriva sus conclusiones, reguladoras de la conducta de los hombres.

Por eso, la Práctica del amor a Jesucristo encuentra en la teología dogmática el asiento firme y seguro de la piedad. Así, San Alfonso, penetrando en la esencia de la visión beatífica, purifica nuestra esperanza y toda nuestra vida de un posible y sutil egoísmo. En efecto, el hombre suele empezar a amar a Dios –ya lo notó San Bernardo– con un amor de concupiscencia, con un amor egoísta: se ama a sí mismo más que a Dios, y le busca como medio para la propia gloria, felicidad y plenitud. En esta situación el hombre no tiene caridad, amor verdadero y sobrenatural para con Dios. La caridad exige precisamente lo opuesto: que nosotros amemos a Dios con amor de benevolencia, sobre todas las cosas, y nos consideremos como medios para su gloria, para la plenitud de Cristo. Por las veredas de la vida interior, nuestro amor a Dios se va purificando de su original egoísmo, y San Alfonso, al afirmar que el que ama a Jesucristo todo lo espera de Jesucristo –caritas omnia sperat–, nos muestra cuál será la suprema generosidad de nuestro amor en el Cielo, que ya debemos empezar a vivir de algún modo en la tierra: «Todo bienaventurado, por el amor que tiene a Dios, se contentaría con perder toda su felicidad y con padecer todas las penas para que no faltase a Dios (si faltarle pudiese) una pequeña parte de la felicidad de que goza. Por lo cual, todo su paraíso es ver que Dios es infinitamente feliz y que su felicidad nunca puede faltar. Así se entiende lo que dice el Señor al alma, cuando le da posesión de la gloria: «Entra en el gozo de tu Señor». No es el gozo el que entra en el bienaventurado, sino que es el bienaventurado el que entra en el gozo de Dios, el cual es, a la vez, el goce del bienaventurado».

No quiero descubrir más secretos íntimos de esta Práctica del amor a Jesucristo. Te diré solamente, lector, que la escribió San Alfonso, en 1768, a los setenta y dos años, y que su autor, aquel abogado italiano, joven y brillante, que llegó a ser sacerdote y obispo y santo, y fundador de familias religiosas en el seno de la Iglesia, te ayude a conseguir lo que él se propuso al escribir todas sus obras.

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Debemos la pulcra traducción de esta obra al P. ANDRES GOY, C. SS. R. A él y a la B. A. C., en cuyo volumen núm. 78 se incluyó por primera vez la versión del P. Goy, vaya nuestro más reconocido agradecimiento.

CRISTINO SOLANCE

Práctica del amor a Jesucristo

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