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CAPÍTULO I:
CUÁNTO MERECE SER AMADO JESUCRISTO POR EL AMOR QUE NOS MOSTRÓ EN SU PASIÓN

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Si quis non amat Dominum Iesum Christum, sit anathema Si alguno no ama al Señor, sea anatema (I Cor, XVI, 22).

Toda la santidad y perfección del alma consiste en amar a Jesucristo, Dios nuestro, sumo Bien y Salvador. El Padre –dice el propio Jesús– os ama porque vosotros me habéis amado [1]. «Algunos –expone San Francisco de Sales– cifran la perfección en la austeridad de la vida, otros en la oración, quiénes en la frecuencia de sacramentos y quiénes en el reparto de limosnas; mas todos se engañan, porque la perfección estriba en amar a Dios de todo corazón». Ya lo decía el Apóstol: Y sobre todas estas cosas, revestíos de la caridad, que es el vínculo de la perfección [2]. La caridad es quien une y conserva todas las virtudes que perfeccionan al hombre; por eso decía San Agustín: «Ama, y haz lo que quieras», porque el mismo amor enseña al alma enamorada de Dios a no hacer cosa que le desagrade y a hacer cuanto sea de su agrado.

¿Por ventura no merece Dios todo nuestro amor? Él nos amó desde la eternidad. Hombre, dice el Señor, mira que fui el primero en amarte. Aún no habías nacido, ni siquiera el mundo había sido creado, y ya te amaba yo. Te amo desde que soy Dios; desde que me amé a mí, te amé a ti. Razón tenía, pues, la virgencita Santa Inés cuando, al pretenderla por esposa un joven que la amaba y reclamaba su amor, le respondía: «¡Fuera, amadores de este mundo!; dejad de pretender mi amor, pues mi Dios fue el primero en amarme, ya que me amó desde toda la eternidad; justo es, por consiguiente, que a Él consagre todos mis afectos y a nadie más que a Él».

Viendo Dios que los hombres se dejan atraer por los beneficios, quiso, mediante sus dádivas, cautivarlos a su amor, y prorrumpió: «Con cuerdas humanas los atraía, con lazos de amor» [3]. Quiero obligar a los hombres a amarme con los lazos con que ellos se dejan atraer, esto es, con los lazos del amor, que no otra cosa son cuantos beneficios hizo Dios al hombre. Después de haberlo dotado de alma, imagen perfectísima suya y enriquecida de tres potencias, memoria, entendimiento y voluntad, y haberle dado un cuerpo hermoseado con los sentidos, creó para él el cielo y la tierra y cuanto en ellos hay: las estrellas, los planetas, los mares, los ríos, las fuentes, los montes, los valles, los metales, los frutos y todas las especies de animales, a fin de que, sirviendo al hombre, amase éste a Dios en agradecimiento a tantos beneficios. «El cielo, la tierra y todas las cosas me están diciendo que te ame», decía San Agustín. Señor mío, proseguía, todo cuanto veo en la tierra y fuera de ella, todo me habla y me exhorta a amaros, porque todo me dice que vos lo habéis creado por mí. El abate Rancé, fundador de la Trapa, cuando desde su eremitorio se detenía a contemplar las colinas, las fuentes, los regatillos, las flores, los planetas, los cielos, sentía que todas estas criaturas le inflamaban en amor a Dios, que por su amor las había creado.

También Santa María Magdalena de Pazzi, cuando cogía una hermosa flor, se sentía abrasar en amor divino y exclamaba: «¿Con que Dios desde toda la eternidad pensó en crear esta florecita por mí?»; así que la tal florecilla se trocaba para ella en amoroso dardo que la hería suavemente y unía más con Dios. A su vez, Santa Teresa de Jesús decía que, mirando los árboles, fuentes, riachuelos, riberas o prados, oía que le recordaban su ingratitud en amar tan poco al Creador, que las había creado para ser amado de ella. Se cuenta a este propósito que a cierto devoto solitario, paseando por los campos, se le hacía que hierbezuelas y flores le salían al paso a echarle en cara su ingratitud para con Dios, por lo que las acariciaba suavemente con su bastoncico y les decía: «Callad, callad; me llamáis ingrato y me decís que Dios os creó por amor mío y que no le amo; ya os entiendo; callad, callad y no me echéis más en cara mi ingratitud».

Mas no se contentó Dios con darnos estas hermosas criaturas, sino que, para granjearse todo nuestro amor, llegó a darse por completo a sí mismo: Porque así amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo unigénito [4]. Viéndonos el Eterno Padre muertos por el pecado y privados de su gracia, ¿qué hizo? Por el inmenso amor que nos tenía, o, como dice el Apóstol, por su excesivo amor, mandó a su amadísimo Hijo a satisfacer por nosotros y devolvernos así la vida que el pecado nos había arrebatado [5]. Y, dándonos al Hijo –no perdonando al Hijo para perdonarnos a nosotros–, junto con el Hijo nos dio toda suerte de bienes, su gracia, su amor y el paraíso, porque todos estos bienes son ciertamente de más ínfimo precio que su Hijo [6].

Movido, además, el Hijo por el amor que nos tenía, se nos entregó completamente [7]. Y, para redimirnos de la muerte eterna y devolvernos la gracia divina y el paraíso perdido, se hizo hombre y se vistió de carne como nosotros [8]. Y vimos a la majestad infinita como anonadada [9]. El Señor del universo se humilló hasta tomar forma de esclavo y se sujetó a todas las miserias que el resto de los hombres padecen.

Pero lo que hace más caer en el pasmo es que, habiéndonos podido salvar sin padecer ni morir, eligió vida trabajosa y humillada y muerte amarga e ignominiosa, hasta morir en cruz, patíbulo infame reservado a los malhechores [10]. Y ¿por qué, pudiéndonos redimir sin padecer, quiso abrazarse con muerte de cruz? Para demostrarnos el amor que nos tenía [11]. Nos amó, y porque nos amó se entregó en manos de los dolores, ignominias y muerte la más amarga que jamás hombre alguno padeció sobre la tierra.

Razón tenía el gran amador de Jesucristo, San Pablo, al afirmar: El amor de Cristo nos apremia [12], que equivalía a decir que le obligaba y como forzaba más a amar a Jesucristo, no tanto por lo que por él había padecido, cuanto el amor con que lo había sufrido. Oigamos cómo discurre San Francisco de Sales acerca del citado texto: «Saber que Jesucristo, verdadero eterno Dios omnipotente, nos ha amado hasta querer sufrir por nosotros muerte de cruz, ¿no es sentir como prensados nuestros corazones y apretados fuertemente, para exprimir de ellos el amor con una violencia que cuanto es más fuerte es tanto más deleitosa?». Y prosigue: «¿Por qué no nos abrazamos en espíritu a Él, para acompañarle en la muerte de cruz, ya que en ella quiso morir por nuestro amor?... Un mismo fuego consumirá al Creador y a su miserable criatura; mi Jesús es todo mío y yo todo suyo. Viviré y moriré sobre su pecho, y ni la muerte ni la vida serán poderosas para separarme de Él. ¡Oh amor eterno!, mi alma os busca y os elige para siempre. Venid, Espíritu Santo, e inflamad nuestros corazones en vuestro amor. ¡O amar o morir! ¡Morir y amar! Morir a todo otro amor para vivir en el de Jesús y así no morir eternamente, y viviendo en nuestro amor eterno, ¡oh Salvador de las almas!, cantaremos eternamente: ¡Viva Jesús! ¡Yo amo a Jesús! ¡Viva Jesús, a quien amo! ¡Yo amo a Jesús, que vive y reina por los siglos de los siglos! Amén».

Tanto era el amor que Jesucristo tenía a los hombres, que le hacía anhelar la hora de la muerte para demostrarles su afecto, por lo que repetía: Con bautismo tengo que ser bautizado, y ¡qué angustias las mías hasta que se cumpla! [13]. Tengo de ser bautizado con mi propia sangre, y ¡cómo me aprieta el deseo de que suene pronto la hora de la pasión, para que comprenda el hombre el amor que le profeso! De ahí que San Juan, hablando de la noche en que Jesucristo comenzó su pasión, escribiera: Sabiendo Jesús que era llegada su hora de pasar de este mundo al Padre, como hubiese amado a los suyos..., los amó hasta el extremo [14]. El Redentor llamaba aquella hora la suya, porque el tiempo de su muerte era su tiempo deseado, pues entonces quería dar a los hombres la postrer prueba de su amor, muriendo por ellos en una cruz, acabado de dolores.

Mas ¿quién fue tan poderoso que movió a Dios a morir ajusticiado en un patíbulo, en medio de dos malhechores, con tanto desdoro de su divina majestad? ¿Quién hizo esto?, pregunta San Bernardo, y se responde: Lo hizo el amor que no entiende de puntos de honra. ¡Ah!, que cuando el amor quiere darse a conocer, no hace cuenta con lo que hace a la dignidad del amante, sino que busca el modo de darse a conocer a la persona amada. Sobrada razón tenía, por lo tanto, San Francisco de Paula al exclamar ante un crucifijo: «¡Oh caridad, oh caridad, oh caridad!». De igual modo, todos nosotros, mirando a Jesús crucificado, debiéramos decir: ¡Oh amor, oh amor, oh amor!

Si no nos lo asegurara la fe, ¿quién hubiera jamás creído que un Dios omnipotente, felicísimo y señor de todo cuanto existe, llegara a amar de tal modo al hombre que se diría había salido como fuera de sí? «Vimos a la misma Sabiduría –dice San Lorenzo Justiniano–, es decir, al Verbo eterno, como enloquecido por el mucho amor que profesa a los hombres». Igual decía Santa María Magdalena de Pazzi cuando, en un transporte extático, tomó una cruz y andaba gritando: «Sí, Jesús mío, eres loco de amor. Lo digo y lo repetiré siempre: Eres loco de amor, Jesús mío». Pero no, dice San Dionisio Areopagita, no es locura, sino efecto natural del divino amor, que hace al amante salir de sí para darse completamente al objeto amado, «que éste es el éxtasis que causa el amor divino».

¡Oh si los hombres se detuvieran a considerar, cuando ven a Jesús crucificado, el amor que les tuvo a cada uno de ellos! «Y ¿cómo no quedaríamos abrasados de ardiente celo –exclamaba San Francisco de Sales– a vista de las llamas que abrasan al Redentor?... Y ¿qué mayor gozo que estar unidos a Él por las cadenas del amor y del celo?». San Buenaventura llamaba a las llagas de Jesucristo «llagas que hieren los más duros corazones y que inflaman en amor a las almas más heladas». Y ¡qué de saetas amorosas salen de aquellas llagas para herir los más puros corazones! Y ¡qué de llamas salen del corazón amoroso de Jesús para inflamar los más fríos corazones! Y ¡qué de cadenas salen de aquel herido costado para cautivar los más rebeldes corazones!

San Juan de Ávila estaba tan enamorado de Jesucristo, que en todos sus sermones no dejaba de predicar del amor que nos profesó, y en un tratado suyo sobre el amor de este amantísimo Redentor a los hombres, se expresa con tan encendidos afectos, que, por serlo tanto, prefiero transcribirlos. Dice así: «¡Oh amor divino, que saliste de Dios, y bajaste al hombre, y tornaste a Dios! Porque no amaste al hombre por el hombre, sino por Dios; y en tanta manera lo amaste, que quien considera este amor no se puede esconder de tu amor, porque haces fuerza a los corazones, como dice tu Apóstol: La caridad de Cristo nos hace fuerza... Ésta es la fuente y origen del amor de Cristo para con los hombres, si hay alguno que lo quiera saber. Porque no es causa de este amor la virtud, ni bondad, ni la hermosura del hombre, sino las virtudes de Cristo, y su agradecimiento, y su gracia, y su inefable caridad para con Dios. Esto significan aquellas palabras suyas que dijo el jueves de la Cena: Para que conozca el mundo cuánto yo amo a mi Padre, levantaos y vamos de aquí [15]. ¿Adónde? A morir por los hombres en la cruz.

...»No alcanza ningún entendimiento angélico que tanto arda ese fuego ni hasta dónde llegue su virtud. No es el término hasta donde llegó, la muerte y la cruz; porque si, así como le mandaron padecer una muerte, le mandaran millares de muertes, para todo tenía amor. Y si lo que le mandaron padecer por la salud de todos los hombres le mandaran hacer por cada uno de ellos, así lo hiciera por cada uno como por todos. Y si como estuvo aquellas tres horas penando en la cruz fuera menester estar allí hasta el día del juicio, amor había para todo si nos fuera necesario. De manera que mucho más amó que padeció; muy mayor amor le quedaba encerrado en las entrañas de lo que mostró acá defuera en sus llagas.

...»¡Oh amor divino, y cuánto mayor eres de lo que padeces! Grande parece por acá defuera; porque tantas heridas y tantas llagas y azotes, sin duda nos predican amor grande; mas no dicen toda la grandeza que tiene, porque mayor es allá dentro de lo que por fuera parece. Centella es ésta que sale de aquel fuego, rama que procede de ese árbol, arroyo que nace de ese piélago de inmenso amor. Ésta es la mayor señal que puede haber de amor: poner la vida por sus amigos [16].

...»Esto es lo que les hace salir de sí (a los verdaderos hijos y amigos) y quedar atónitos cuando, recogidos en lo secreto de su corazón, les descubres estos secretos y se los das a sentir. De aquí nace el deshacerse y abrasarse sus entrañas; de aquí el desear los martirios; de aquí el sentir refrigerio en las parrillas y el pasearse sobre las brasas como sobre rosas; de aquí el desear los tormentos como convites, y holgarse de todo lo que el mundo teme, y abrazar lo que el mundo aborrece.

...»El alma –dice San Ambrosio– que está desposada con Jesucristo y voluntariamente se junta con Él en la cama de la cruz, ninguna cosa tiene por más gloriosa que traer consigo las insignias y librea del Crucificado.

...»Pues ¿cómo te pagaré yo, Amador mío, este amor? Esto sólo es digno de recompensación, que la sangre se recompense con sangre... Véame yo con esa sangre teñido y con esa cruz enclavado. ¡Oh cruz, hazme lugar y recibe mi cuerpo y deja el de mi Señor!... Para esto dice tu Apóstol moriste, para enseñorearte de vivos y muertos [17].

...»¡Oh robador apresurado y violento! ¿Qué espada será tan fuerte, qué arco tan recio y bien flechado, que pueda penetrar a un fino diamante? La fuerza de tu amor ha despedazado infinitos diamantes. Tú has quebrado la dureza de nuestros corazones. Tú has inflamado a todo el mundo en tu amor... ¿Qué has hecho, Amor dulcísimo? ¿Qué has querido hacer en mi corazón? Vine para curarme, y ¡me has herido! Vine para que me enseñases a vivir, y ¡me haces loco! ¡Oh sapientísima locura, no me vea yo jamás sin Ti!

...»No solamente la cruz, mas la misma figura que en ella tienes nos llama dulcemente a amor; la cabeza tienes reclinada para oírnos y darnos besos de paz, con la cual convidas a los culpados; los brazos tienes tendidos para abrazarnos, las manos agujereadas para darnos tus bienes, el costado abierto para recibirnos en tus entrañas, los pies clavados para esperarnos y para nunca te poder apartar de nosotros».

Mas para alcanzar el verdadero amor de Jesucristo menester es emplear los medios a ello conducentes. He aquí lo que nos enseña Santo Tomás de Aquino:

1.° Tener continua memoria de los beneficios de Dios, tanto particulares como generales.

2.° Considerar la infinita bondad de Dios, que a cada instante nos tiene presentes para colmarnos de favores, y, al mismo tiempo que nos está amando, reclama también en retorno nuestro amor.

3.° Evitar con diligencia cuanto le desagrade, aun lo más mínimo.

4.° Despegar el corazón de los bienes terrenos: riquezas, honores y placeres de los sentidos.

Otro modo muy excelente para alcanzar el perfecto amor de Jesucristo nos lo brinda el padre Taulero, y consiste en meditar en la sagrada pasión.

¿Quién podrá negar que la pasión de Jesucristo es la devoción de las devociones, la más útil, más querida de Dios, la que más consuela a los pecadores y la que mejor inflama las almas amantes? Y ¿por dónde nos vienen más gracias que por la pasión de Jesucristo? ¿Dónde se funda nuestra esperanza de perdón, la fortaleza contra las tentaciones y la confianza de alcanzar la salvación? ¿Dónde tienen su fuente tantas sobrenaturales inspiraciones, tantas llamadas amorosas, tantos impulsos a mudar de vida y tantos deseos de darnos a Dios, sino en la pasión de Jesucristo? Sobrada razón tenía, por tanto, el Apóstol cuando lanzaba anatema contra quien no amase a Jesucristo: Si alguno no ama al Señor, sea anatema [18].

Dice San Buenaventura que no hay devoción más apta para santificar el alma que la meditación de la pasión de Jesucristo, por lo que nos aconseja que meditemos a diario en ella si deseamos adelantar en el divino amor. Y ya antes dijo San Agustín, según refiere Bernardino de Bustis, que vale más una lágrima derramada en memoria de la pasión que ayunar una semana a pan y agua. De ahí que los santos siempre estuviesen meditando los dolores de Jesucristo. San Francisco de Asís llegó de este modo a ser un serafín. Le halló cierto día un caballero gimiendo y gritando, y, preguntada la razón, respondió: «Lloro los dolores e ignominias de mi Señor, y lo que más me hace llorar es que los hombres no se recuerdan de quien tanto padeció por ellos». Y a continuación redobló las lágrimas, hasta el extremo de que el caballero prorrumpió también en sollozos. Cuando el Santo oía balar a un corderillo o veía cualquier cosa que le renovara la memoria de los padecimientos de Cristo, se renovaban lágrimas y suspiros. En una de sus enfermedades hubo quien le insinuó que si quería le leyesen algún libro devoto, y respondió: «Mi libro es Jesús crucificado», por lo que continuamente exhortaba a sus hermanos que pensaran siempre en la pasión de Jesucristo.

Tiépolo escribe: «Quien no se enamora de Dios contemplando a Jesús crucificado, no se enamorará jamás».

Afectos y súplicas

¡Oh Verbo eterno!, treinta y tres años pasasteis de sudores y fatigas, disteis sangre y vida para salvar a los hombres, y, en suma, nada perdonasteis para haceros amar de ellos. ¿Cómo, pues, puede haber hombres que aún no os amen? ¡Ah, Dios mío!, que entre estos ingratos me encuentro yo. Confieso mi ingratitud, Dios mío; tened compasión de mí. Os ofrezco este ingrato corazón ya arrepentido. Sí, me arrepiento sobre todo otro mal, querido Redentor mío, de haberos despreciado. Me arrepiento y os amo con toda mi alma.

Alma mía, ama a un Dios sujeto como reo por ti, a un Dios flagelado como esclavo por ti, a un Dios hecho rey de burlas por ti, a un Dios, finalmente, muerto en cruz como malhechor por ti.

Sí, Salvador y Dios mío, os amo, os amo; recordadme siempre cuanto por mí padecisteis, para que nunca me olvide de amaros.

Cordeles que atasteis a Jesús, atadme también con Él; espinas que coronasteis a Jesús, heridme de amor a Él; clavos que clavasteis a Jesús, clavadme en la cruz con Él, para que con Él viva y muera.

Sangre de Jesús, embriágame en su santo amor; muerte de Jesús, hazme morir a todo afecto terreno; pies traspasados de mi Señor, a Vos me abrazo para que me libréis del merecido infierno.

Jesús mío, en el infierno no os podré ya amar; yo quiero amaros siempre. Amado Salvador mío, salvadme, estrechadme contra vos y no permitáis que vuelva jamás a perderos.

¡Oh María, Madre de mi Salvador y refugio de pecadores!, ayudad a un pecador que quiere amar a Dios y a vos se encomienda: por el amor que tenéis a Dios, venid en mi socorro.

Práctica del amor a Jesucristo

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