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CAPÍTULO II:
CUÁNTO MERECE SER AMADO JESUCRISTO POR EL AMOR QUE NOS MOSTRÓ EN LA INSTITUCIÓN DEL SANTÍSIMO SACRAMENTO DEL ALTAR

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Sabiendo Jesús que era llegada su hora de pasar de este mundo al Padre, como hubiese amado a los suyos, los amó hasta el extremo [1]. Sabiendo nuestro amantísimo Salvador que era llegada la hora de partir de esta tierra, antes de encaminarse a morir por nosotros, quiso dejarnos la prenda mayor que podía darnos de su amor, cual fue precisamente este don del Santísimo Sacramento.

Dice San Bernardino de Siena que las pruebas de amor que se dan en la muerte quedan más grabadas en la memoria y son las más apreciadas. De ahí que los amigos, al morir, acostumbren dejar a las personas queridas en vida un don cualquiera, un vestido, un anillo, en prenda de su afecto. Pero vos, Jesús, mío, al partir de este mundo, ¿qué nos dejasteis en prenda de vuestro amor? No ya un vestido ni un anillo, sino que nos dejasteis vuestro cuerpo, vuestra sangre, vuestra alma, vuestra divinidad y a vos mismo, sin reservaros nada. «Se te ha dado por entero –dice San Juan Crisóstomo–, no reservándose nada para sí».

Según el Concilio de Trento, en este don de la Eucaristía quiso Jesucristo como derramar sobre los hombres todas las riquezas del amor que tenía reservadas. Y nota el Apóstol que Jesús quiso hacer este regalo a los hombres en la misma noche en que éstos maquinaban su muerte [2]. San Bernardino de Siena es de la opinión de que Jesucristo, «ardiendo de amor a nosotros y no contento con aprestarse a dar su vida por nuestra salvación, se vio como forzado por el ímpetu del amor a ejecutar antes de morir la obra más estupenda, cual era darnos en alimento su cuerpo».

Por eso Santo Tomás llamaba a este sacramento sacramento de caridad, prenda de caridad. Sacramento de amor, porque sólo el amor fue el que impulsó a Jesucristo a darse a nosotros en él; y prenda de amor, porque si alguna vez dudáramos de su amor, halláramos de él una garantía en este sacramento. Como si hubiera dicho nuestro Redentor al dejarnos este don: ¡Oh almas!, si alguna vez dudáis de mi amor, he aquí que me entrego a vosotras en este sacramento; con tal prenda a vuestra disposición, ya no podréis tener duda de mi amor, y de mi amor extraordinario.

Más lejos va todavía San Bernardo al llamar a este sacramento amor de los amores, pues este don encierra todos los restantes dones que el Señor nos hizo, la creación, la redención, la predestinación a la gloria, porque, como canta la Iglesia, la Eucaristía no sólo es prenda del amor que Jesucristo nos tiene, sino también prenda del paraíso que quiere darnos. Por eso San Felipe Neri no acertaba a llamar a Jesucristo en el Santísimo Sacramento sino con el nombre de amor, y al cabo de su vida, cuando le llevaron el Viático, exclamó: «He aquí el amor mío, dame a mi amor».

Quería el profeta Isaías que por todas partes se pregonasen las amorosas invenciones de nuestro Dios para hacerse amar de los hombres [3]; pero ¿quién jamás se hubiera imaginado, si Dios no lo hubiera hecho, que el Verbo encarnado quedara bajo las especies de pan para hacerse alimento nuestro? «¿No suena a locura –dice San Agustín– decir: Comed mi carne y bebed mi sangre?». Cuando Jesucristo reveló a sus discípulos este sacramento que nos quería dejar, se resistían a creerlo y se apartaban de Él, diciendo: ¿Cómo puede éste darnos a comer su sangre? [4]. Duro es este lenguaje. ¿Quién sufre el oírlo? [5]. Pues bien, lo que los hombres no podían pensar ni creer, lo pensó y ejecutó el grande amor de Jesucristo. Tomad y comed, dijo a sus discípulos, y en ellos a todos nosotros; tomad y comed, dijo antes de salir a su pasión. Pero, ¡oh Salvador del mundo!, y ¿cuál es el alimento que antes de morir nos queréis dar? Tomad y comed –me respondéis–, éste es mi cuerpo [6]; no es éste alimento terreno, sino que soy yo mismo quien me doy todo a vosotros.

Oh, ¡y qué ansias tiene Jesucristo de unirse a nuestra alma en la sagrada comunión! Con deseo deseé comer esta Pascua con vosotros antes de padecer [7], así dijo en la noche de la institución de este sacramento de amor. Con deseo deseé: así le hizo exclamar el amor inmenso que nos tenía, comenta San Lorenzo Justiniano. Y, para que con mayor facilidad pudiéramos recibirle, quiso ocultarse bajo las especies de pan. Si se hubiera ocultado bajo las apariencias de un alimento raro o de subido precio, los pobres quedarían privados de él; pero no; Jesucristo quiso quedarse bajo las especies de pan, que está barato y todos lo pueden hallar, para que todos y en todos los países lo puedan hallar y recibir.

Para que nos resolviéramos a recibirle en la sagrada comunión, no sólo nos exhorta a ello con repetidas invitaciones: Venid a comer de mi pan y bebed del vino que he mezclado [8]. Comed, amigos; bebed y embriagaos, queridos [9], sino que también nos lo impone de precepto: Tomad y comed; éste es mi Cuerpo [10]. Y para inclinarnos a recibirle nos alienta con la promesa del paraíso: El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna [11]. El que come este pan vivirá eternamente [12]. En suma, a quien no comulgare, le amenaza con excluirlo del paraíso y lanzarlo al infierno: Si no comiereis la carne del Hijo del hombre y bebiereis su sangre, no tendréis vida en vosotros [13]. Estas invitaciones, estas promesas y estas amenazas nacen todas del gran deseo que tiene de unirse a nosotros en este sacramento.

Mas, ¿por qué desea tanto Jesucristo que vayamos a recibirle en la sagrada comunión? He aquí la razón. El amor, en expresión de San Dionisio, siempre aspira y tiende a la unión, y, como dice Santo Tomás, «los amigos que se aman de corazón quisieran estar de tal modo unidos que no formaran más que uno solo». Esto ha pasado con el inmenso amor de Dios a los hombres, que no esperó a darse por completo en el reino de los cielos, sino que aun en esta tierra se dejó poseer por los hombres con la más íntima posesión que se pueda imaginar, ocultándose bajo apariencias de pan en el Santísimo Sacramento, Allí está como tras de un muro, y desde allí nos mira como a través de celosías [14]. Aun cuando nosotros no lo veamos, Él nos mira desde allí, y allí se halla realmente presente, para permitir que le poseamos, si bien se oculta para que le deseemos. Y hasta que no lleguemos a la patria celestial, Jesús quiere de este modo entregarse completamente a nosotros y vivir así unido con nosotros.

Mas no bastó a su amor el haberse dado por completo al género humano en su encarnación y en su pasión, muriendo por todos los hombres, sino que inventó el modo de darse todo a cada uno de nosotros, para lo que instituyó el sacramento del altar, a fin de unirse a cada uno de nosotros, como Él mismo dijo: El que come mi carne y bebe mi sangre, en mí permanece y yo en él [15]. En la sagrada comunión, Jesús se une al alma y el alma a Jesús, siendo esta unión no de mero afecto, sino muy real y verdadera. Ello hizo decir a San Francisco de Sales: «En ninguna obra puede considerarse al Salvador ni más tierno ni más amoroso que en ésta, en la que se aniquiló, por decirlo así, y se redujo a alimento para penetrar nuestras almas y unirse enteramente al corazón y hasta al cuerpo de sus fieles». Dice San Juan Crisóstomo que Jesucristo, por el ardiente amor que nos profesaba, quiso unirse de tal manera a nosotros, que no fuéramos más que una sola y misma cosa.

Hablando San Lorenzo Justiniano con Jesús, le dice: «¡Oh Dios!, enamorado de nuestras almas, por medio de este sacramento dispusiste que tu corazón y el nuestro fueran un solo corazón inseparablemente unido». Y San Bernardino de Siena añade que «el dársenos Jesucristo en alimento fue el último grado del amor, porque unión más cabal y completa no puede darse cual la que hay entre el manjar y quien lo come». ¡Oh, cuánto se complace Jesucristo en estar unido con nuestra alma! Él mismo lo dijo cierto día, después de la sagrada comunión, a su querida sierva Margarita de Iprés: «Mira, hija mía, la hermosa unión que entre nosotros existe; ámame, en adelante permanezcamos siempre unidos en el amor y no nos separemos ya más».

Siendo esto así, habíamos de confesar que el alma no puede hacer ni pensar cosa más grata a Jesucristo como hospedar en su corazón, con las debidas disposiciones, a huésped de tanta majestad, porque de esta manera se une a Jesucristo, que tal es el deseo de tan enamorado Señor. He dicho que hay que recibir a Jesús no con las disposiciones dignas, sino con las requeridas, porque, si fuese menester ser digno de este sacramento, ¿quién jamás pudiera comulgar? Sólo un Dios podría ser digno de recibir a un Dios. Digo dignas en el sentido en que convienen a la mísera criatura vestida de la pobre carne de Adán. Ordinariamente hablando, basta que el alma se halle en gracia de Dios y con vivo deseo de aumentar en ella el amor a Jesucristo. «Sólo por amor se ha de recibir a Jesucristo en la sagrada comunión, ya que sólo por amor se entrega Él a nosotros», dice San Francisco de Sales. Por lo demás, con qué frecuencia haya de comulgar cada uno, negocio es éste que debe resolverse según el prudente dictamen del director espiritual. Sépase, con todo, que ningún estado o empleo, ni aun el de casado o comerciante, es obstáculo a la comunión frecuente cuando el director la juzga oportuna, como declaró el pontífice Inocencio XI en su decreto del año 1679, en que dice: «La comunión más o menos frecuente queda al juicio del confesor, quien indicará a los casados y a los hombres de negocios lo que sea más conveniente».

Téngase también muy entendido que no hay cosa que más aproveche al alma que la sagrada comunión. El Eterno Padre puso en manos de Jesucristo todas sus divinas riquezas [16]; de ahí que, al bajar Jesús al alma en la comunión, lleva consigo inmensos tesoros de gracias, por lo que todo el que comulga puede decir verdaderamente: Me vinieron los bienes a una todos con ella [17]. Dice San Dionisio que el sacramento de la Eucaristía tiene, más que los restantes medios espirituales, suma virtud santificadora de las almas. Y San Vicente Ferrer aseguraba que más aprovecha el alma con una sola comunión que con una semana de ayuno a pan y agua.

Primeramente, como enseña el sagrado Concilio de Trento, la comunión es el gran remedio que nos libra de los pecados veniales y nos preserva de los mortales. Dícese que nos libra de los pecados veniales porque, en sentir de Santo Tomás, este sacramento inclina al hombre a hacer actos de amor, con los que se borran los pecados veniales. Y dícese que la comunión nos preserva de los pecados mortales porque aumenta la gracia, que nos preserva de las culpas graves, razón por la cual escribía Inocencio III que «si Jesucristo nos libró con su pasión de la esclavitud del pecado, con la Eucaristía nos libra de la voluntad de pecar».

Además, este sacramento inflama principalmente a las almas en el amor divino. Dios es amor [18] y es fuego que consume en nuestros corazones todo afecto terreno [19]. Pues este fuego del amor vino el Hijo del hombre a encender en la tierra [20]. ¡Ah, y qué llamas de divino amor enciende Jesucristo en cuantos le reciben devotamente en este sacramento! Santa Catalina de Siena vio cierto día en manos de un sacerdote a Jesucristo en forma de globo de fuego, y quedó admirada la Santa al ver cómo aquellas llamas no inflamaban y consumían en amor todos los corazones de los hombres. Santa Rosa de Lima, después de comulgar, despedía tales rayos del rostro, que deslumbraba la vista, y desprendía tal calor de su boca, que abrasaba la mano de quien se la acercaba. Cuéntase de San Wenceslao que con sólo visitar en la iglesia al Santísimo Sacramento se inflamaba tanto en santo ardor, que el paje que le acompañaba, caminando sobre la nieve, no sentía los rigores del frío; y es que, según San Juan Crisóstomo, «la Eucaristía es una hoguera que de tal modo inflama a los que a ella se acercan, que como leones que echan fuego por la boca debemos levantarnos de aquella mesa, hechos fuertes y terribles contra los demonios».

Decía la Esposa de los Cantares: Me condujo a la casa del vino, enarbolando sobre mí el pendón del amor [21]. Escribe San Gregorio Niseno que la comunión es la bodega, donde el alma de tal modo queda embriagada de amor divino, que la hace como enloquecer y perder de vista todas las cosas criadas; que esto significa aquel languidecer de amor del que a continuación nos habla la Esposa: Reanimadme con manzanas, porque estoy enferma de amor [22].

Habrá quien diga: Por eso, precisamente, no comulgo más a menudo, porque me veo frío en el amor; y a este tal le responde Gersón diciendo: «Y ¿porque te ves frío quieres alejarte del fuego?». Cabalmente porque sientes helado tu corazón debes acercarte más a menudo a este sacramento, siempre que alimentes sincero deseo de amar a Jesucristo. «Acércate a la comunión –dice San Buenaventura– aun cuando te sientas tibio, fiándolo todo de la misericordia divina, porque cuanto más enfermo se halla uno, tanta mayor necesidad tiene del médico». Cosa igual decía San Francisco de Sales en su Filotea: «Dos clases de personas tienen que comulgar con frecuencia: los perfectos, por hallarse bien dispuestos, y los imperfectos, para llegar a la perfección». Pero no hay que olvidar que para comulgar frecuentemente se necesitan tener grandes deseos de santificarse y crecer en el amor a Jesucristo. El Señor dijo en cierta ocasión a Santa Matilde: «Cuando te acerques a comulgar, desea tener en tu corazón todo el amor que se puede encerrar en él, que yo te lo recibiré como tú quisieras que fuese».

Afectos y súplicas

¡Oh Dios de amor!, ¡oh amante infinito y digno de infinito amor!, decidme: ¿qué más invenciones pudierais hallar para haceros amar de nosotros? No os bastó haceros hombre y sujetaros a nuestras miserias; no os bastó derramar por todos nosotros la sangre a fuerza de tormentos y después morir consumado de dolores en el patíbulo destinado a los reos más infames. Acabasteis por ocultaros bajo las especies de pan para haceros nuestro alimento y así uniros por completo con cada uno de nosotros. Decidme, os pregunto nuevamente, ¿qué más invenciones pudierais hallar para haceros amar de nosotros? ¡Desgraciados si no os amáramos en esta vida; porque, al entrar en la eternidad, cuáles no serían nuestros remordimientos!

Jesús mío, no quiero morir sin amaros, y sin amaros con todas mis fuerzas.

Siento dolor por haberos causado tanta pena; me arrepiento de ello y quisiera morir de puro dolor.

Ahora os amo sobre todas las cosas, os amo más que a mí mismo y os consagro todos los afectos de mi corazón. Vos que me inspiráis este deseo, dadme fortaleza para llevarlo a la práctica.

Jesús mío, Jesús mío, no quiero de vos otra cosa sino a vos; ya que me habéis atraído a vuestro amor, todo lo dejo y renuncio a todo para unirme a vos, pues vos sólo me bastáis.

María, Madre de Dios, rogad a Jesús por mí y hacedme santo; vos que a tantos trocasteis de pecadores en santos, renovad otra vez este prodigio con vuestro siervo.

Práctica del amor a Jesucristo

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