Читать книгу La nuera del embajador - Sandra Bocci - Страница 5

Hoy

Оглавление

“Hay tres cosas extremadamente duras: el acero, los diamantes y el conocerse a uno mismo”.

Benjamin Franklin

Es verdad, es duro. Pero es necesario y gracias a ello estoy entera.

Camino las tres cuadras que me separan de mi lugar en el mundo a paso relajado, con la sonrisa calma y la carcajada contenida. La frente en alto, como me enseñó la vida. Dicen que soy elegante y aún atraigo miradas, pero el orgullo de mi caminar viene de saberme la más temeraria de las sobrevivientes, de una belleza que solo yo conozco, una belleza que nada tiene que ver con lo físico, sino con la posibilidad de reír sin límites, a pesar de los pesares. Soy más guerrera que princesa, aunque más de una vez debí calzar zapatos de cristal y no me arrepiento.

El sordo tronar de las llaves en la puerta son la contraseña de bienvenida. Sigue el ahogo del viejo ascensor con puertas tijeras y el breve recorrido silencioso hasta el ingreso a mi paraíso. Hoy me di cuenta de que recorro ese trayecto sin respirar, como cuando uno se zambulle a una piscina y la adrenalina te lleva a hacer un metro y otro más antes de salir a la superficie. Abro esta segunda puerta y por fin respiro, por fin saco la cabeza y abro, realmente, los ojos. Cada mañana tengo un segundo amanecer.

Mi rincón preferido es chico y coqueto. Como gran parte de mi vida, se encuentra en el barrio más tradicional de Buenos Aires. Sus paredes son claras. Sus formas, concretas. La agobiante claridad que se despliega cuando al fin levanto esa persiana de sólida madera, se calma en tramos de colores suaves, gracias a unas pinturas exquisitas heredadas y delicados pero suntuosos tapizados de un buen gusto también en parte heredado, en parte entrenado. La concreción del buen gusto es absolutamente mía. Compré sillas y sillones en un remate y los restauré a mi gusto. Este espacio es realmente mío. Muy distinto a la casa museo donde vivo, donde todos los muebles, o casi todos, son veneración del pasado de mi familia política. No me molesta particularmente, pero no me pertenece del todo.

Mi escritorio es de vidrio y metal, sólido y transparente como me siento. Recorro los pocos espacios como agradeciendo cada metro cuadrado de esta satisfacción tardía y preparo mi café con un poco de leche para sentarme un momento, del lado del paciente, a contar las hojas del árbol de enfrente y redescubrir entre sus huecos las sombras de alumnos que jugaron una vez en ese ruidoso patio que protege. A veces me dejo llevar e invento historias para esos fantasmas. Historias felices que quise vivir, historias de angustias que necesito expiar.

Estoy entera. Respiro mi vida y ahí sí, sale mi furiosa carcajada: ¡¿cómo es que estoy viva?! Esa risa visceral me define, es mi sello, mi madre amaba mi risa... Y tras la carcajada me llueve el alma y la dejo llover. No intento secar ese dolor tan mío, lo protejo, lo arrullo... me convierto en madre de mi dolor, como lo soy de los momentos de felicidad que he diseñado.

Soy psicóloga. Eso ayuda. Me recibí siendo ya grande. Aunque siempre supe lo que quería, mis accesos nunca fueron directos. Papá no quería que estudie esa carrera, tal vez porque temía que lo diagnostique o que desarrolle herramientas que me liberen de él. Papá quería que estudie un secretariado y lo asista, cosa que tampoco hice pues, siempre fui algo rebelde.

Este estar entera de hoy me impulsa a una recapitulación, a un contarme para sanar, a un decir para soltar, a un llorar para perdonar -aunque sé que algunas cosas no perdonaré y no me lo reprocho-, a un parar para seguir, a un narrar para conocerme. Necesito saldar las cuentas viejas. Necesito contarme a mi misma esta vida para reconstruirme, para unir los pedazos que he ido dejando cual migas de Hansel para volver, cuando sea el momento, a casa.

Me propuse esta mañana de otoño repasar mi vida de un tirón, me perdonaré ser algo selectiva con mis recuerdos, pero tengo solo unas cuantas horas antes de que mi primer paciente toque la puerta y no quiero dejar inconcluso mi autorelato.

Antes de ir al inicio, declaro tener tres amorosos hijos, diferentes entre sí y cada uno muy especial, mis dos nietas, un buen compañero, una profesión que me enorgullece y una capacidad de seguir digna de mi propia admiración, y no me sonrojo al decirlo. Mi historia me llevó a un hoy del que no reniego. ¿Soy todo lo feliz que pudiera? Por ahora evito preguntarlo... pero, ¿acaso alguien lo es?

Estoy casada con mi segundo marido hace casi veinticinco años, él es un hombre bueno. Los trece años que me lleva, que eran tan atractivos cuando yo era muy joven, hoy me angustian, pues me acercan a la posibilidad de una nueva pérdida. Aunque cuando lo pienso con calma, la vida es frágil e incierta para todos. Más allá de que estamos viviendo etapas diferentes de la vida, es mi compañero leal. Yo me siento en una época de generación, de producción y de actividad y él se ha retirado ya de sus prácticas profesionales y elije la calma. Su carácter es poco expresivo y muy estructurado, su profesión de ingeniero lo define. A su lado me siento segura.

Yo me mantengo activa, bailo, me capacito, estudio para atender a mis pacientes, participo en lo político... soy un alma inquieta y, seguramente, eso me ha salvado en el pasado y lo hace hoy nuevamente.

Estar entera no significa estar plena, he tenido varias depresiones -seguramente por lealtad con mi madre que también las tuvo y por las cuales estuvo medicada-. La depresión es lazo familiar, cadena. Mi bisabuelo se había suicidado, un secreto familiar bien guardado del que luego hablaré. De él heredé, no la idea de la muerte, sino una tozudez y una dignidad loables, que me mantienen atada a la vida, a pesar de los pesares...

Y sí, también fui nuera de un embajador.

La nuera del embajador

Подняться наверх