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Mi primera infancia

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“No puedo pensar en ninguna necesidad de la infancia tan fuerte como la necesidad de protección de un padre”.

Sigmund Freud

Bueno... esto conmigo no sucedió. Mi hermana nació cuatro años y medio más tarde. Había un lazo especial entre papá y ella. Él la quería y protegía de un modo inusual. Siempre hizo grandes diferencias entre ambas. Si un padre supiera el daño que deja en el alma del hijo al que menos amor demuestra, simplemente no lo podría hacer, excepto que sea un perverso, cosa que papá era. No se trata de una apreciación desalmada de una hija enojada, sino de un diagnóstico que me ayudó a entender y perdonar, de algún modo, aunque sea en parte.

Mi hermana era la preferida de papá. Pero no fue culpa de ella. Su segunda hija fue su lienzo en blanco. Contrariamente a lo que podría pensarse, esa mirada especial de nuestro padre no reforzó su autoestima, todo lo contrario, la convirtió en una persona que lleva el enorme peso de sobreestimar a un padre que no fue tal.

Pero volvamos a mi infancia. Mamá hizo lo que pudo. Para cuando nació mi hermana, mi madre salía a caminar y se perdía por la ciudad, tal vez por la mala medicación, tal vez por la profunda necesidad de no volver. También ese embarazo fue traumático, solo que esta vez llegó a término y el parto fue normal.

Yo nunca tuve mucha salud, mi nacimiento prematuro, mi poco peso y el entorno al que había llegado, no favorecieron un buen desarrollo. Recuerdo, como una pesadilla repetida, que tenía no más de tres años y debían darme inyecciones de penicilina. Cuando se anunciaba el enfermero, yo del miedo me escondía debajo de la cama deseando con mi inocencia infantil que no me encuentren, cerraba los ojos fuertes como cualquier chiquita jugando escondidas, pero papá venía directo a mi cuarto...

-¿Dónde estás Ana? ¡Malcriada! Cuando te agarre...

-(...)

-¡Ana! ¡Acá estás! ¡Desobediente! ¡Caprichosa! ¡Vení para acá! Si te saco yo va a ser peor...

-(...)

-¡Ana! Parece que te gusta hacerme enojar, a ver si se te pasan las ganas de esconderte...

Me hablaba muy fuerte cuando estaba furioso, gritaba tan duro mi nombre que hasta un tiempo dejó de gustarme, y me sacaba de abajo de la cama tironeando de una piernita. Me daba una paliza violenta, tanto que parecía adormecerme la cola del dolor, luego la inyección ya no me importaba.

Ahogada en llanto, solo quería desaparecer dentro de mi almohada. Hay noches que aún me despierto sobresaltada sintiendo el tirón en mi tobillo.

También por mi salud y prácticas costumbristas me daban leche de magnesia, que me causaba un asco tremendo, como a cualquier chico.

-¡Te la tragás de una vez! ¡No seas escandalosa! ¿Querés ver qué pasa si la escupís?

-Pero papá... -casi no me salían las vocales por el sollozo.

-¡Ana! Te juro que si la vomitás, te lo hago comer...

Y yo sabía que era capaz, así que hacía todo mi esfuerzo por tragar y en cuanto se distraía me iba al baño descompuesta y lloraba de la impotencia más que del asco. Ese adulto, que supuestamente estaba ahí para cuidarme, me repetía “Ana” como reprochándome la existencia… yo era solo una chiquita…

Tal vez pudiera parecer que con un padre así, yo debía ser una chiquita tranquila y callada ¡todo lo contrario! Yo era tan traviesa como cualquier chica. Pero las reprimendas que recibía no eran como las de cualquier padre. Un día abrí todos los regalos de Navidad antes de tiempo. Me había ganado la ansiedad.

-¡Ana! ¡¿Cómo pudiste abrir todos los regalos?! Ahora te vas a quedar sin los tuyos...

-¡Perdón! Es que...

-¡Nada!

-Pero...

-¡Nada! No hay Navidad para vos...

Y así fue, en parte, Navidad hubo, siempre la hay a pesar de los hombres, lo que no hubo para mí ese 25 de diciembre fueron regalos. Lloré durante el mes que demoró en devolvérmelos. Pero nada lo conmovía, ni mi pena ni los ruegos de mi madre.

Voy a decirlo claramente: conmigo mi padre fue malísimo. Despreciable. Si me enfermaba, solo podía faltar al colegio superando los 39 grados de fiebre. Si quería faltar, me escondía en el área de servicio y allí me quedaba quieta, con miedo a que mis latidos se hicieran tan fuertes que él pudiera escucharlos. El miedo a que me encuentre y me castigue era una montaña rusa impiadosa. Si no me encontraba, cuando mi corazón volvía a su lugar, me iba de mis abuelos a recuperar mi salud con sus mimos.

Excepto con mis abuelos, donde iba cada vez que podía, no tenía donde refugiarme. Mis abuelos me cuidaban y me hacían sentir bien, pero nunca dijeron nada de mi padre, nunca lo enfrentaron. Tal vez porque en la última época de sus vidas, él los ayudaba económicamente, no lo sé... tal vez fue solo por discreción o por alguna promesa a mi madre para no empeorar las cosas. Quizás, ni siquiera sabían cómo era realmente.

Debo reconocer que en público papá era otra cosa, como buen psicópata, aparentaba ser encantador. Mis amigas siempre comentaban la suerte de tener ese padre tan agradable. Tal vez mis abuelos nunca conocieron esa realidad. Y a mí nunca se me ocurrió hablar. En esa época, nadie daba crédito a lo que podría decir una chiquita sobre un hombre, mucho menos si ese hombre era de la familia.

A veces elijo rescatar algo de él y eso es la fortaleza de carácter. En eso me reconozco. Y por momentos también elijo entender. Su infancia tampoco fue fácil. Mis abuelos fueron inmigrantes de posguerra en EE.UU.. Mi abuelo era un violento y una figura bastante ausente, mi abuela se había vuelto una obsesiva y todo lo llevaba al terreno seguro del orden y la limpieza.

Él venía de una familia aristocrática austríaca y ella pertenecía a una clase social inferior, algo que causó tanto revuelo en la familia que terminó con mi abuelo desheredado. Mi abuela era dura, básica y hacía lo que podía. Algunas relaciones nacidas de la pasión y rebeldía juvenil se vuelven en frustración y reproches años más tarde. Él se hizo nuevamente a base de esfuerzo, su primer emprendimiento fue una curtiembre en San Francisco y le fue muy bien.

Mis recuerdos de la relación con estos abuelos son escuetos, pero sonrío al recordar que mi abuela me escondía los caramelos y yo los encontraba, esa picardía y buen humor me ayudaron siempre. Mi abuelo también me dejó un lindo recuerdo: hacía los mejores pesebres del mundo, al menos de mi mundo. Yo sentía un hilo de unión con el pesebre. La posibilidad de nacer en el peor de los escenarios y aún así llenar el mundo de amor, siempre me resultó inspiradora y mi abuelo recreaba la escena con un arte sin igual. La religión, mejor dicho la fe, también me ayudó.

Pensar en mis antepasados es pensar en los caminos, las distancias, las fronteras, el océano y el tiempo. En esos avatares quedó el amor y la seguridad. A la Argentina llegaron personas que se fueron deshaciendo en el camino y los lazos que pudieron pasar a sus hijos fueron tal vez más débiles de lo esperable y trajeron consigo la supuesta obligación de cargar con sus penas. Pero ellos no lo querían así, ellos eran fuertes, solo que no pudimos verlo y asumimos una lealtad hacia el dolor que nadie pedía. Ellos llegaron a esta tierra justamente para que los que seguían fueran felices. Nosotros quisimos honrarlos permaneciendo en el drama que significa abandonarlo todo. Son los tramposos laberintos del alma.

Mamá, cuando estaba mal, no era una presencia. Pero cuando mamá estaba bien, mi mundo se iluminaba. Ella era bonita, delicada y graciosa. Recuerdo que solo por darme vergüenza y risa, mamá se sacaba los zapatos en plena avenida Alvear y caminaba descalza en el barrio más coqueto de Buenos Aires. Me hacía poner colorada y tentarme de risa. ¡Y cuando yo me tentaba todo resonaba! La primera vez la tengo grabada como uno de los recuerdos más divertidos de mi infancia.

-Ana, ¿querés saber lo que es la libertad?, la libertad es esto...

Dijo una tarde mientras con delicadeza se sacaba las sandalias sosteniendo la mirada alta y pícara hacia mí. Yo me acerqué como queriendo tapar la escena por pudor y ella me besó la nariz y rió con esa carcajada que heredé.

-Te quiero mamá.

-Yo también, Ana.

Su “Ana” era diametralmente opuesto al de papá. Ella me adoraba y, cuando su ánimo se lo permitía, me lo demostraba. Y yo la adoraba a ella. Mamá era una de las pequeñas luces de las que intermitentemente yo podía valerme para no caer en la plena oscuridad. El amor salva.

En casa había una organización completa para suplir las medias presencias de mamá y también por una razón de status, muy importante para papá: una cocinera, una mucama y una niñera. En principio suena bien, pero, como todo, tenía su lado b. La mucama robaba y nos amenazaba a mi hermana y a mí para manetenernos en silencio. Más de una vez me encerraba todo el día en el baño y me decía que si contaba algo la pasaría peor.

-¡Ana! Caprichosa del demonio, antes de hablar, recuerda que pasamos solas la mayor parte del día.

-Pero está mal...-decía yo con mi inocencia.

-Mal está que ustedes tengan tanto y yo tan poco...- y lo decía altanera, orgullosa.

Nunca entendí aquello de que “los pobres son buenos per se y los ricos son malos por definición”. Una de las tantas falsas verdades que fueron instaladas políticamente para lograr que la miseria sea un gran negocio. Lo entendí con los años, con estudio, con lectura y con la posibilidad de conocer muchas personas y culturas. En definitiva, con la posibilidad de ser realmente libre. Pero en ese momento, esa mujer me hacía sentir culpa. Tampoco era culpa de ella, ser ignorante y pensar de esa manera, no era su decisión, era una ideología instalada en ella y en muchos que permitía la manipulación populista. El adoctrinamiento cala hondo en la emoción, no es racional, es muy difícil de superar. Lo cierto es que hay pobres malos y ricos malos. Como los hay casi santos en ambos lados. La virtud es individual. El bien es una opción.

La niñera se emborrachaba con el whisky de papá. ¡Un real desquicio! Recuerdo un día, la mucama y la cocinera se pelearon con cuchillos, yo, con cuatro años apenas, me puse a llorar muy asustada, el vecino escuchó y vino a ver qué pasaba. Cuando mi padre llegó y se enteró, en lugar de pedir explicaciones a las empleadas, me dio una paliza por el escándalo.

-¡Vení para acá! ¿Qué es eso de hacer escándalo y molestar al vecino?

-Pero papá... yo solo...

-¡Ana! ¡No vengas con excusa! Los problemas de la casa, son de la casa.

-Pero ellas...

-¡Lo único que falta! Que una mocosa insolente acuse a dos personas mayores... ¡Pedí disculpas ya!

Y yo, masticando bronca pedía disculpas mientras las harpías se burlaban de mí por detrás del hombro de mi padre.

Mi casa era el reino de las muecas. Con mi hermana desarrollamos la capacidad de pelearnos en silencio. Y esa fue una de nuestras pocas complicidades. Nos hacíamos caras, nos tirábamos del pelo, nos empujábamos, pero no levantábamos la voz porque si papá nos escuchaba entraba al cuarto y nos daba una paliza a las dos. Nunca entendí bien por qué a ella le pegaba más que a mí, si siempre mostraba su preferencia por ella. Tal vez porque de ella se decepcionaba más, de mi no esperaba mucho. Pero si el lío era entra las dos, era una repartija imparcial.

Ahora que lo pienso, creo que papá veía en mí a un soldado japonés. Me miraba como se mira a un enemigo, me castigaba como a un prisionero de guerra. La mía fue una infancia terrible la mayor parte del tiempo. De lo inabarcable del dolor, a veces ni lloro, a veces no parece mi vida. Pero ese sufrimiento fue mi primer escalón de entrenamiento a la resistencia que hoy me define.

La nuera del embajador

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