Читать книгу La nuera del embajador - Sandra Bocci - Страница 6

El inicio

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“Mi nacimiento fue mi primera desgracia”.

Jean-Jacques Rousseau

No lo creo del todo, pero me resuena el mismo dolor. Mamá nunca fue una mujer con mucha salud, mi embarazo lo padeció y el parto fue peor.

Nací ochomesina en la Capital, en una clínica privada de Barrio Norte. Yo no estaba bien colocada y en lugar de hacer una cesárea, me dieron vuelta dentro de ella. La desgarraron. El trauma de nacer fue más trauma pues del otro lado no me esperaba la sonrisa edulcorada de una madre que al ver a su bebé se olvida del sufrimiento, sino una tibia mueca por un dolor que no podía disimular, aunque estoy segura de que quería hacerlo. Esa escena me la pinté yo con lo que fui escuchando. Mamá era buena e intentaba ser alegre, solo que a veces sufría profundamente y esa pena traspasaba su mirada, por más que ella intentara muecas de sonrisa. Porque mamá intentaba. Ella lo hacía.

Claro que no recuerdo el momento de mi nacimiento, claro que me lo contaron, claro que yo no había diseñado la manera de llegar al mundo. Nadie en la familia tuvo el instinto de decorar el recuerdo, simplemente me lo contaron.

-¡Pobre tu madre! Lo que sufrió esa mujer cuando naciste...

-Ay, si... pobre. ¡Tan frágil y aguantó tanto dolor!

-La desgarraron... literalmente la rompieron por dentro.

-Si uno hubiera sabido que la iba a pasar tan mal... ¡qué desgracia!

-Porque el embarazo también fue un desastre. ¡Cómo no va a estar enferma!

Hay frases que son dagas y en eso, mi familia era experta.

Nací chiquita pero no frágil, nací con 1,800 kilogramos que pelearían por sobrevivir.

Llegué al seno de un mal matrimonio, si no hubiera sido por el anuncio de mi llegada, mis padres se hubieran separado o al menos eso me instalaron en la conciencia, una segunda gran culpa en un solo acto involuntario. Lo cierto es que nunca sabremos el resultado real de los “y si...”.

Tal vez esta situación fue el germen del encono y reproche que había en la relación de mi padre conmigo. Aparentemente fui el ancla a una realidad que no deseaba. Pero así como no elegí mi tortuosa llegada, tampoco pedí nacer, como nadie lo hace. Esta terrible verdad no la imaginé, si bien podía haberla deducido sola con los años, fue una tía la que pensó que era bueno decírmelo sin atenuantes. Mi tía era una de esas personas que dicen “no soy mala, soy honesta” y van por ahí destruyendo con sus “verdades” por el solo hecho de disimular su falta de vida, su imposibilidad de ser feliz. Hay quienes por no sentirse tan únicos en su desdicha, van plantando penas en los otros.

Fue en una siesta, las siestas en algunas familias tienen algo siniestro. Mis padres se habían retirado a descansar, yo estaba colaborando con la recogida de la mesa. Y ahí fue que me llamó con un gesto casi amable y muy grandilocuente.

-Mi querida... viste que tu tía nunca miente, que siempre prefiere la verdad por dura que sea.

-Si tía, ya lo sé... ¿qué pasa ahora?

-No, no es nada nuevo, solo que no quiero llevarme este peso a la tumba.

-¿Otro secreto familiar?

-Bueno... secreto, secreto no, pero seguro necesitás entender porqué tu papá no te mira como a tu hermana.

-No, realmente no necesito saberlo, no quiero hablar de eso...

-¡Querida! La verdad libera...

-Te liberará a vos, que te morís por hablar...

-¡Qué injusta! Yo solo quiero que dejes de culpar a tu padre, cuando fue tu madre la que lo “enganchó” con tu llegada. Si no fuera por vos, él hubiera vivido su vida más feliz.

-Solo te sacaste las ganas de ser indiscreta, a mi no me cambiaste la vida...

-¡Impertinente! Tu padre tiene razón...

-¡Y mi mamá también!

Le solté solo para enloquecerla de intriga y me fui rápido, con la cara alta, como ofendida, pero estaba rota y me tiré en mi cama a llorar muy en silencio. Desarrollé una habilidad de llorar muy bajito, sigilosamente. Eso me define un poco, mi llanto es mudo y mi carcajada estrepitosa.

Nunca pude enfrentar a mi padre con este tema, no quise, sentí que no valía la pena. Mi padre, entre otras cosas, era un cobarde.

Papá era norteamericano. La conoció a mamá a través de la que sería mi madrina. Él vino a traerle una carta del novio y en esa ocasión los presentaron. Hubo una simpatía inmediata, comenzaron una relación y se casaron en apenas seis meses, tal vez fue la posguerra que instaló en el mundo la necesidad de inmediatez. Mi madre era una mujer muy fina y mi padre tenía la hombría de un militar. En algún punto era lógica esa primera atracción, pero la precipitación no dio lugar a averiguar si el enamoramiento era amor... y no lo fue, al menos no uno sano. De todas maneras, el tiempo nos enseña a ser más compasivos con la realidad en la confrontación con los sueños y a entender que cada uno hace lo que puede. Tal vez, a su manera y por momentos, se quisieron.

Mamá se enteraría a destiempo de algunas cualidades de mi padre... una de las más irritantes fue la de ser muy mujeriego. Para una hija es difícil decirlo. Entiendo la profunda amargura de mamá. Todas fantaseamos con amores sanos, plenos, amorosos, tiernamente apasionados, protectores, cómplices... pero entre las fantasías susurradas a la almohada en las oscuras noches y la realidad que ronca del otro lado de la cama hay un abismo tejido de lágrimas y sueños rotos. Mamá lo descubrió demasiado pronto.

Papá había estado en la Segunda Guerra Mundial. Como toda guerra, dejó profundas huellas y en él se transformaron en violencia, en perversión. Los frentes lo entrenaron para dañar mirando a los ojos, luego ya no pudo empatizar con nadie, ya no había culpa que lo salve de su propia crueldad. Algo de él se quedó en las batallas. No era ya un hombre pleno. Con cada enfrentamiento murió un poco. Lo que me apena es sentir que en algún momento supo vivir, porque eso es lo que le permitía aparentar. Él sabía aparentar muy bien. Era un gran simulador social.

Mi madre, por su lado, venia de familia inglesa y criolla. Mi abuelo había estudiado en Cambridge. Era un adelantado a su época, tenía títulos de ingeniero agrónomo y de administración de campos que nadie poseía en esos años por aquí. Fue con esos títulos que asumió administrar importantes campos en la Provincia de Buenos Aires.

Mi madre se crió en el campo con institutrices y maestras que le daban clases en la casa, por lo que desarrolló una personalidad algo alegre, cariñosa, apegada y llena de vida por estar cerca de sus padres. La vida la fue apagando de a poco, pero hubo un tiempo en que fue plena y feliz. Descubrir esa chispa interna en algunos gestos me daba la ternura y confianza necesarias para enfrentarlo todo. Educación secundaria mamá no hizo, en esa época era considerado innecesario para las mujeres, ellas solo debían ser buenas hijas, esposas y madres.

Mi tío, en cambio, fue al colegio Saint George. Ese privilegio nunca le gustó. Hubiera preferido quedarse en el campo con la familia. Pero así como no había espacio para mujeres eruditas, tampoco lo había para hombres apegados. Fue una excelente persona a la que quise enormemente, era un hombre amoroso y generoso en todo sentido. Era también mi padrino y en ello sentí un gran alivio.

Mi abuela, en esa época, tenía veinte personas de servicio, pero aún así, teniendo quienes hicieran todo por ella, era muy dinámica, muy vivaz, muy graciosa; muy criolla en contraposición con mi abuelo. Él se divertía mucho con ella, ese era realmente un buen matrimonio, se quisieron toda la vida. Siempre soñé con tener una pareja así. Los veía caminar de la mano por entre los rosales que él había plantado para ella y los seguía, sigilosa, para que algo de su amor se derrame en mí. Ellos sabían que los espiaba y, de tanto en tanto, se daban vuelta de golpe y jugaban a perseguirme, yo me dejaba atrapar y ellos me llenaban de besos y cosquillas. Por momentos fui feliz, profundamente feliz.

Mi abuelo había estado en la Primera Guerra Mundial. A pesar de haber perdido a todos sus hombres mientras iba con un subalterno a pedir refuerzos, la guerra no lo endureció tanto como a mi padre. Ambos hablaban poco de la guerra, ambos querían olvidar, pero en mi padre sembró violencia y en mi abuelo piedad y aprecio por la vida. Mi abuelo, en cada ocasión, valoraba a su adversario, en el terreno que fuese, en un negocio, en una simple discusión política. Mi padre, en cambio, cultivó el ejercicio del odio y el resentimiento.

Mi bisabuelo, por parte de mi abuela, era español, noble de origen. Estaba casado con la hija de una familia tradicional argentina. Mi bisabuela murió muy joven, cuando mi abuela tenía 9 años. Mi bisabuelo se fundió y se fue a vivir a Alemania, que antes de la Primera Guerra Mundial era más barato que aquí. Luego vivieron un tiempo en Paris. Mi abuela hablaba perfectamente alemán, inglés y francés. En París fue a Le Cordon Bleu, la prestigiosa escuela de cocina, donde adquirió el arte más exquisito del mundo. Tal vez por eso los recuerdos de mi abuela están plagados de aromas sutiles y sabores exquisitos.

Mi abuela pertenecía a la alta sociedad porteña, visitaba las mejores casas de la ciudad, se codeaba con familias influyentes, vestía con rigurosa etiqueta y con la discreción de la época. Llevaba vestidos largos de grandes diseñadores a las fiestas más elegantes e iba a los balnearios completamente vestida, como se estilaba en esos años. Era una persona excepcional, tenía clase, pudo vivir en un campo con veinte personas de servicio y terminar sus días en un departamento de setenta metros cuadrados, en la ciudad, con la misma alegría, energía, honra y ternura.

Mis abuelos maternos fueron figuras muy fuertes en mi vida, había una adoración mutua. Por primera vez en la vida tuve la sensación de ser la preferida de alguien. Cuando fueron grandes, yo los malcrié en la misma manera que ellos lo hicieron conmigo cuando era chica y tanto lo necesitaba.

Ya de grande, me gustaba apoyar mi cabeza en la falda de la abuela y ella me acariciaba suavemente mientras me cantaba una hermosa melodía de su infancia parisina.

-Grandma, ¿me hacés mimos?

-¡Claro! Siempre vas a ser mi nieta adorada. Ven acá.

-Te quiero.

-Yo más.

De la cocina llegaba el aroma a canela de la tarde. Esa es la escena preferida de mi nostalgia. Si me quedo en ese recuerdo, pronto comienzo a sentir sus caricias en mi pelo y sonrío sin darme cuenta.

Mis días de infancia con ellos eran muy felices, tenían huerta, árboles frutales, salíamos a hacer las compras en bicicleta y mi abuela nos agasajaba con el mejor arroz con leche que se pueda imaginar.

Ambos murieron muy jóvenes, no llegaron a los setenta años. Primero ella, de un infarto tras sufrir un tonto accidente y luego él, de cáncer de páncreas y demencia senil, dicen algunos, yo creo que perdió la cabeza de tanto extrañar a su amor. Mi abuelo quería tanto a su mujer que quiso reunirse pronto con ella, pero también nos quería a nosotras de tal modo que luchó contra su cuerpo varias horas para esperarnos y poder despedirse. ¡Un caballero hasta último momento!

-Grandpa, fuiste un hombre bueno, el mejor -llegué a decirle susurrando lágrimas en su oído.

-Me voy con tu abuela -suspiró.

Cuando pienso en infancia, prefiero pensar en ellos. Pero es innegable también la parte de mi historia que sufrí y me forma. Soy el todo de mis partes. Amo tanto a la chica que lloró como a la que rió.

La nuera del embajador

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