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Dos años y medio atrás, el quince de febrero de 1986, Francisco había cumplido los veintisiete. Ya llevaba dieciséis meses bajando todas las mañanas a las siete al bar CoyFer, como antes había acudido cada día al bar Tembleque, de la Puerta del Ángel, y antes al bar Reno, en Nueva Numancia. Siempre para hacer lo mismo.

Se colocaba en la barra del bar, a la altura de una baldosa con la esquina partida, y pedía un café con leche en vaso de caña con las palabras justas. Luego, con toda discreción, palpaba bajo el mostrador. Si no había tres chicles pegados, no pasaba nada. El día que sí los hubiera, sin embargo, tendría que ir a la papelera que había enfrente del CoyFer y hurgar un poco. Allí encontraría el material explosivo y las instrucciones precisas sobre cuándo, cómo, dónde y con qué fin habría de llevar a cabo aún no sabía qué acción. Sería su primera intervención directa tras años de fisgar bajo los tableros de aglomerado de los bares de Madrid. Hoy tampoco había chicles.

Francisco era del GRAPO, grupúsculo de acción armada que renqueó desde el mismo momento de su creación en 1975. Estaba fichado por la policía, por muy corto que fuera el alcance de sus cometidos. Prestando mucha atención y yendo sobre aviso, su foto podía localizarse en algunos carteles de ciertas comisarías de pueblo. Su cara venía en blanco y negro, y en un grupo de retratos de menor tamaño que el resto. Dentro de una supuesta jerarquía de peligrosidad, Francisco jugaba en división regional.

No era de extrañar. Lo más importante que le habían dejado hacer en la banda era lo de los chicles. Con eso y todo, y aunque hubiera sido destinado a actividades aún más banales, ya no tenía forma de dar marcha atrás. Aunque él apenas lo percibiera, sabía que en el GRAPO le tenían tan controlado a él como él tenía controlados los bajos de la barra del CoyFer. No se sabía cuántos miembros quedaban en la banda en 1986, no se sabe hoy, pero para Francisco la única forma de dejarlo era morirse de viejo: porque todos seguían en búsqueda y captura, y porque ningún cuadro del GRAPO («mis generales», los llamó un dirigente en plena negociación con Interior) iba a permitir ventoleras de deserción.

Dedicado a esta tarea de enlace, Francisco no conocía a ninguno de sus compañeros. Sólo a José Ramón Pérez Marina.

Pérez Marina era el fundador del Grupo de Montañismo «Pico Almanzor», en el que Francisco ingresó en 1973. Se montaba unas excursiones fenomenales. En 1979, y a instancias de Marina, Francisco ya estaba encuadrado en la estructura informativa del GRAPO. Le vio por última vez en 1981. De él sólo sabía que continuaba en la clandestinidad, en activo, con nombre falso, y que por las tardes se dedicaba a restaurar objetos religiosos en cierta iglesia de cierta ciudad castellana. Paradero tan secreto que Francisco se borraba de la cabeza el nombre de la tal ciudad cada vez que su memoria lo escribía en su mente.

El CoyFer era un ajado local de los que se llamaban «de viejos», cuyos dueños, Fermín y Concha, no conseguían reunir fondos para emprender la reforma de la decoración, por más que ahorraban. Los cuatro paneles de formica gris recién instalados eran insuficientes para darle el aire limpito que ellos anhelaban. Cada silla era de una familia, y el mural que cubría la pared de barra estaba repleto de bobadas bienintencionadas: la colección de llaveros, el póster del perro disfrazado de camarero con gafas de Blues Brothers, el bote de propinas que regalaba Canada Dry, la garrota CONTRA MOROSOS y mucha grasa por las paredes.

A las siete de la mañana lo ocupaba parroquia trabajadora, que ya empezaba a traer el bocadillo del almuerzo en papel Albal (lujo poco antes impensable). Se bebía mucho solysombra y un mejunje que habían puesto de moda los trabajadores de la subestación eléctrica de Tetuán: el trifásico, a base de gaseosa, ginebra y chinchón, tres bebidas blancas como los enchufes de la pared. El CoyFer olía a bar español, un aroma que ni cambia ni remite, así pasen las décadas.

Quedaba en el cruce de las calles Bardala y Plátano, en pleno barrio de la Ventilla. En 1982, el gobierno municipal de Tierno Galván había aprobado el plan para borrar la barriada con una goma y edificarlo todo de nuevo sobre su misma planta. No obstante, eran aún muy pocas las transformaciones operadas en ese núcleo de aluvión noroccidental en el que los emigrantes del cuadrante noroccidental de la península (Madrid detiene a sus oleadas humanas en el punto al que arriban) se construyeron a mano sus propias vivienditas. Así que la Ventilla aún se parecía mucho a como fue concebido por sus improvisados creadores, que no la concibieron de ninguna manera.

Lo que nunca ha cambiado en el barrio es la triste emoción de sus vacíos. Nunca hay nadie por la calle, como si hubieran arrojado esa bomba de neutrones que acaba con las poblaciones pero que respeta los edificios que ya no van a cobijar a nadie.

En el CoyFer, la conversación apenas abandonaba el género de la tarugada, a base de exponer tenues sandeces para confirmar que no se está solo («trabajas menos que el muñequito rojo del semáforo», «ponme la penúltima», «el agua para las ranas», etc.). Francisco, por el contrario, no hablaba con nadie. Obligado a mantener su clandestinidad a toda costa, evitaba los intentos de Fermín y de Concha por resultar amigables con un cliente que, aparte de ser tan fiel, parecía tan pesaroso. Era violento negarse a ellos, porque ambos se comportaban con una bonhomía tan bien sopesada y con unos deseos de agradar tan exactamente amables que daba mucha lástima rehusar sus atenciones. Francisco envidiaba a quien podía permitirse el lujo del comentario bobalán, mañanero y trabajador. Pero no le quedaba más remedio que beberse rápidamente el café fortísimo e irse luego con un pobre y corroído «taleo» («hasta luego»).

Vivía a doscientos dieciocho pasos del CoyFer, en el primero derecha del número 26 de la calle Santa Valentina. Era un edificio de dos plantas, con una puerta a calle sin cerradura y en el que él era el único vecino. Bajo la barra del bar Tembleque, su anterior observatorio, encontró un día, menudo susto al palpar, un sobre con la dirección y la llave de la nueva guarida a la que le mandaban. Ya sabía lo que tenía que hacer. Cogió sus cuatro cosas de la casa baja de Puerta del Ángel y se mudó esa misma tarde. En un vaso de la cocina encontró su nuevo destino de vigilancia (el CoyFer) con los datos sobre horas, días y papeleras. Nunca se enteró de quién era el propietario del inmueble. Sería de alguien del GRAPO. O quizá es que sencillamente el dueño no era nadie, porque toda su vida estaba llena de nadies. Nadie dejaba los chicles y, si un día aparecieran, nadie los habría puesto allí.

La casa era una cochambre. Pero para Francisco, que pasó la adolescencia preguntándose de dónde iba a sacar él para una vivienda, era mucho más de lo que había esperado jamás de la vida. Estaba desconchada y remendada, repintada, recompuesta y amarillenta. Cuando Francisco llegó a instalarse encontró los escasísimos enseres del piso recubiertos de esa mugre a la que ya no se vence, porque está hecha de tiempo y no hay detergente que la disuelva. Pero a base de frotar con el aguarrás industrial que encontró en las basuras de un taller de maquinaria, los muebles no daban demasiado asco.

Todos eran de cocina, en cualquiera de las cuatro estancias de la casa. En el salón había una alacena mural de melamina, de extrañas formas abombadas. Allí tenía Francisco sus siete libros: uno de Pearl S. Buck; Cinco semanas en globo, en Editorial Molino; Hechos que conmovieron al mundo; el finalista del Planeta 1965; Historia universal 3º BUP; Otelo, de Guillermo (sic) Shakespeare; y el catálogo de juguetes de El Corte Inglés de 1971. Todos forrados con papel de periódico. Había expuesto su medalla de montañismo de 1975 sobre un pequeño atril hecho con pinzas de la ropa y guardaba en un cajón la navajita de cortar el chorizo de las excursiones de entonces. El resto de los objetos de la alacena (dos ceniceros de loza con la inscripción «Rdo. de Segovia», un reloj que metía mucho ruido, la cabeza de un caballo de plástico y una moneda de cincuenta céntimos) ya estaban en la casa cuando él llegó. Había además una mesa de lámina imitando madera de algo, un sofá de gomaespuma, tapado con un cobertor morado, una tele en la que no se distinguían las figuras, porque en el edificio no había antena, un transistor que sí se oía y un video Betamax al que no había qué echar de comer.

En la cocina fue donde el habitante más frotó con la parte verde del estropajo. Como no había quemadores con qué usarla, la bombona de butano le servía como mueble auxiliar (colgando las bolsas de las asas y del pitorro). Cocinaba con un infiernillo eléctrico de resistencia, de los que en 1986 ya estaban prohibidos por la querencia que mostraba el rojo vivo a contagiar su fuego a los cortinajes y a las faldillas adyacentes.

Su bañera no tenía ducha, pero se había fabricado una con la goma de la bombona y un bote de suavizante calado como un colador, que podía coger por su asa para restituir el efecto de teléfono. Se había hecho unas cortinas de baño con unas bolsas de basura de comunidad, de un negro satinado que creaba una extraña sensación lumínica a la hora del aseo completo. Había reforzado la banda superior con cinta aislante, y la había perforado pinchando con un boli para insertar las anillas de las que colgaba.

Pegándoles una base a los cartoncillos de los rollos de papel de váter usado, Francisco se había compuesto un cubilete para lápices, un costurero y un simpático tirador de sentido alusivo para la cadena de la cisterna (que no era cadena sino cordel). La casa estaba repleta de útiles como estos, lo suficientemente pueriles y pobres como para llamarlos «trabajos manuales». La mitad de los cierres de sus armarios estaban descoyuntados, pero mantenía las puertas en su sitio a base de tiras de celo.

Francisco trabajaba en una decrépita nave de seiscientos metros cuadrados en la calle de Miramelindos, levantada en un descampado hoy urbanizado y en la que él laboraba solo, de ocho de la mañana hasta que quisiera irse, según tarea. Se colocaba ante una inmensa máquina de coser industrial y se dedicaba a fijar las etiquetas falsas de Benetton que fabricaban en un taller de Tarancón (Cuenca) en el cuello de las camisetas falsas que fabricaban en una nave de San Fernando (Cádiz). Luego las doblaba y las iba metiendo en bolsas de celofán. Cobraba cuatro pesetas por cada prenda apañada, y dejaba listas ciento sesenta o ciento setenta por jornada.

El GRAPO le había colocado ahí en 1982, por medio de otra secreta comunicación (con tiritas pegadas, en vez de con chicles). Era el único sitio en el que podía trabajar. Francisco, fichado por la policía, ni tenía DNI ni habría podido enseñarlo en ningún lado. Daba miedo estar en la nave. Por lo grande que era y porque sentía cómo le vigilaban: los del GRAPO y los de la policía. Se oían muchos ruiditos. Las cerchas de la cubierta crujían con el sol, con la lluvia y con el viento, tan desarmadas estaban. Pero chasqueaban sobre todo al paso de los camiones, que por la mañana trazaban ráfagas de sombras al tapar a su paso la luz del muro traslúcido de pavés.

Nunca veía a nadie. Esquivaba todo trato por prevención. De no usarla, la voz se le había quedado grave como la de un oboe, y a veces en la nave decía «oboe» para regodearse en tanta profundidad vocal. Tres veces por semana venía un sujeto con el que, en otra tesitura, quizá habría podido cambiar dos palabras. Pero era disminuido psíquico, lo que impedía mucha charla. Se movía como si fuera de plomo, mascullaba murmullos ininteligibles, gesticulaba como si tirara bombas, calzaba zapatos verdes y Francisco no le conocía ni el nombre (le llamaba Julio, por hacerse a la ilusión de que era humano). Le calculaba dieciocho, pero podía tener tanto veinticinco como doce. Venía con una furgoneta Barreiros y entraba en el taller los fardos de camisetas y los saquitos de etiquetas, de a dos y dos en cada mano. Los traía a sangre, él solo, porque se negaba con bufidos a recibir ayuda ninguna.

El discapacitado llegaba sudando, soltaba los bultos, comprobaba que el volumen de ropa ya falsificada era el de siempre y se iba con las espurias camisetas Benetton, moda pudiente pero desenfadada. Cualquiera de los tres días de visita, entregaba a Francisco las 4.000 pesetas que venía a sacarse semanalmente. Luego se marchaba. Conducía como Dios, pero tenía que impresionar cruzárselo por la carretera con su cara de dinamitero irascible.

Francisco guardaba el dinero negro en una cartera negra. Era como el silo de su grano, el almacén del que iba sacando el papel según fuera menester. Esos billetes se iban triturando y convirtiéndose en la grava de las monedas, que guardaba en el bolsillo derecho de su pantalón hasta que hiciera falta otra hojita de colores. Llevaba la cartera negra en su cazadora negra de plástico, la única que tenía, y que se había acostumbrado a sentir cálida en invierno y fresca en verano. «Es porque es de termoforro», pensaba, y se reía de cómo sonaba de bien la palabra que se había inventado.

Cosía hasta que a eso de las siete no podía más y se largaba del taller, vigilando que nadie le viera mientras cerraba con candado. Sobre el plano, su casa de Santa Valentina quedaba cerca de la calle Miramelindos, pero, por la noche, los andurriales de la Ventilla daban verdadero pánico, y sólo en verano se volvía a pie. El resto del año cogía el 49, un autobús que transitaba por el noroeste de Madrid pero que él sólo utilizaba para recorrer Blanco Argibay hasta su domicilio.

A veces, a la vuelta, dejaba pasar su parada y seguía hasta Bravo Murillo, para dar un paseo por una calle repleta de luces y de gente, una cava brillante flanqueada por humildes venitas. Lo hacía poco, porque flanear por ahí era exponerse a incidencias. Pero, en ocasiones, a Bravo Murillo que se echaba.

Salía de la nave con el zumbido de sus diez o doce horas de silencio en la cabeza y, cuando se encontraba en medio de la avenida, repleta de ciudadanos, zapaterías, jugueterías y tiendas de cacerolas, se ponía a andar imaginando cosas él sólo. Sabía que él, clandestino sin identificación, concitaba así el peligro, pero las fantasías callejeras eran tan fascinantes... Sabía que lo indicado era recluirse en casa, como cuando jugaba «a dar» en las escuelas, pero la calle era un parchís donde entrenarse escondiéndose, driblando las miradas, huyendo sin apretar el paso y despistando a todo eventual espía de banda armada o a todo agente de la ley.

Le pasmaba el inmenso muestrario de personas y cosas que Bravo Murillo exhibía cada tarde. Pero andar por la calle, con ser apasionante, era exponerse a que quien fuera, de la autoridad o de la propia célula, le reconociera, le siguiera, le acotara, le detuviera. Así que siempre iba atento a todo. Veía a una chavala. La seguía. La evitaba de golpe. Veía a un municipal. Suponía que le había reconocido como miembro del GRAPO. Le daba esquinazo. Igual el policía ni se había fijado en él. Daba lo mismo. Francisco bruñía su invisibilidad para cuando vinieran peor dadas. No era paranoia. Era prudencia. Ya le hubiera gustado a él que sólo fuera paranoia. Se enamoraba de su habilidad para dominar la situación de sí mismo y de todo lo que le rodeara en su radar mental, y de su maña para evitar a todo aquel a quien tuviera en veinte metros a la redonda durante más de tres minutos. En siete años jamás había levantado una sospecha y nunca había pasado nada. A todo este oculto meneo sobre las casillas de Madrid, Francisco lo llamaba «hacer el deporte».

En caso de mosqueo (una mirada directa a los ojos, una interpelación preguntando por el metro, un somero contacto entre un codo y una manga), Francisco se metía en cualquier sitio a esperar. Lo más indicado era entrar en esa clase de lugares en los que todo el mundo puede estar mirando a algo sin que se le haga raro a nadie: la iglesia de San Francisco de Sales, simulando admirar las cenefas (se llamaba como él. En traducción de guasa del inglés, se repetía para sí «San Francisco de Ventas, San Francisco de Ventas» cuando andaba inquieto). El mercado de Maravillas, simulando husmear entre los puestos (olía a pescado y a serrín, como pinos en la playa, como peces jugueteando entre las cuadernas del pecio). La trasera de los quioscos, simulando mirar las revistas (a otra escala, pero los paneles de metacrilato con sus portadas eran iguales que un álbum de cromos).

Paradójicamente, la mejor forma de huir era estándose quieto. Las marquesinas del autobús, simulando esperarlo, eran la óptima opción: dotadas de asientos, de espaldas a la acera, a usar durante la hora larga que un mismo conductor podía tardar en pasar de nuevo y extrañarse, con planos urbanos a los que dirigirse para pretender la consulta de un trayecto mientras se estiraban las piernas y se estudiaba Madrid. Eran tan excelentes las marquesinas que desde hacía meses las usaba sin motivo de seguridad mediante, sólo por la generosidad con la que le permitían permanecer en la calle sin más, pensando en sus cosas mientras le daba el aire, como si fueran los paraguas de sus reflexiones.

Sobre todo, eran gratis. La abundancia de bares en Madrid habría hecho interminable la lista de escaques de seguro de este tablero. Pero en 1986, un café con leche o una caña de cerveza en los establecimientos de los barrios populares de la capital costaba cincuenta pesetas. Y ganar 16.000 pesetas mensuales significaba entonces disponer de muy, muy poco dinero, por muy 1986 que fuera.

1.300 pesetas se le iban en los veintiséis cafés que tenía que tomar al mes en el CoyFer (Fermín y Concha cerraban los domingos), con los dedos husmeando por los bajos de la barra. Otras 1.300 le costaba un mes de autobús, si tiraba de bonobus y siempre que algunas mañanas, de ida, se fuera a la nave a pie. En verano ahorraba 1.000 o 2.000 pesetas, porque con la anochecida demorada la vuelta no era tan escalofriante. Era para él su paga extraordinaria de vacaciones, y recorría la distancia entre su casa y el taller pensando en el céntimo y pico que ahorraba por cada zancada. Fumar le salía por 1.650, siempre que comprara el tabaco en el estanco (nunca en bares) y siempre que no sobrepasara el límite del paquete de Rex diario (había un margen de premio si fumaba menos). Cogiendo un cartón le regalaban un mechero («para que los pitos sean operativos», decía el estanquero). Probó con labores menos exquisitas, pero se le atrancaban las vías respiratorias y al tomar aire sonaba que daba miedo.

Comía lo que podía. Inventiva, mayormente. Sólo compraba sucedáneos y alimentos de gama baja, pero sacaba un excelente partido al aceite de girasol (en el que maceraba un ajo), a la achicoria (que mezclaba con canela), a la margarina (a la que añadía panchitos picados) y a la cabeza de jabalí (que mejoraba mucho con un golpe de llama). El agua de las latas de pimientos y alcachofas era la base de todos los caldos, y el hígado, el tocino, las mollejas y las cabezas de pescado, productos tan asequibles, eran la sustancia de tantos guisos. El perejil, que entonces era gratis, lo aderezaba todo.

Adornaba las sopas de sobre con todo aquello que estuviera a punto de estropearse: pan duro, que freía en el aceite de la lata de atún (si la sopa era de vegetales), y tiras de pollo, que despegaba de la carcasa poniéndola a hervir después de comérselo frito (si la sopa era de carne). Fabricaba su propia mermelada cociendo ralladura de cáscara de fruta con agua y azúcar. Empapando en leche las áridas galletas Reglero, se componía una base para pastel que quedaba muy bien recubierta de natillas, si las hacía muy espesas. Cuando se acababa el Tulicrem, imitación de la Nocilla, echaba leche caliente a la tarrina. El calor deshacía los restos a los que el cuchillo de untar no llegaba y obtenía algo parecido a un Cola-Cao.

De todo ello resultaba un gasto diario en alimentación de 250 pesetas (4.500 pesetas al mes). Aunque el domingo, por festejar, compraba en una panadería de la calle Veza una bolsa de patatas fritas Leandro y una botella de dos litros de refresco Blizz Cola (468 pesetas más).

Siempre tuvo muy presente que, al decir de Cicerón, «El mejor cocinero es el hambre». Máxima que nunca dejó de figurarse en letras de oro, por tan cierta la tuvo durante toda su vida, y que reducía a cenizas de ridículo tanto afán por la vida exquisita a la que tanta gente empezaba a adscribirse con devoción idiota. Especialmente, entre tantos dirigentes de última hornada, enseñando todo el pelo de la dehesa, hijos e incluso hermanos menores de nobles campesinos cuya dieta sólo tenía un capítulo («comer lo que haya») y que ahora disfrutaban mareando a los camareros con que si la temperatura de servicio, o impresionando con los puntos de cocción a otros gañanes y palurdas del sexo que apetecieran.

Contaba con una partida mensual para aseo de 200 pesetas: llegaba para una pastilla de jabón Nelly, seis rollos de papel de váter y un tubo de FluorDent. Llevaba el pelo a cepillo (él mismo se ocupaba de cortárselo con sus propias tijeras), con lo que el gasto en champú quedaba conjurado. Se afeitaba a brocha sin brocha, frotándose la cara con los trocitos de jabón de manos que, tras su uso, ya no servían por su tamaño para nada más. Si el pedacito de jabón hacía espuma, bien. Si no la hacía, era que la barba no estaba todavía tan crecida como para tener que rasurarla. Bien también. Era grotesco que Francisco se perfumara, si no trataba con nadie. Pero así lo hacía, por divertirse con la idea de exhalar una fragancia sin nariz a la que cosquillear. Una botella de litro y medio de Nenito, que remedaba bastante bien a la colonia de baño Nenuco, costaba 99 pesetas, y bien podía durar medio año.

Fregaba los cacharros con lavavajillas Flou, pero el jabón para la ropa se lo fabricaba él mismo, cociendo la manteca de los torreznos, mezclada con sosa, en una sartén. El gasto en estropajos, bayetas y fregonas estaba incluido en los cuarenta duros, si bien prorrateado a lo largo de los doce meses del año.

O alguien del grupo pagaba las facturas, o nunca se dio de alta ningún servicio. Jamás llegó recibo alguno. Ahorraba mucho dinero a quien fuera, porque el agua y la luz sólo fluían cuando fluían. La calefacción sí que era ecológica, porque no había. Sólo el infiernillo que destinaba a cocinar valía como radiador. Su potencia era pobre para tanto propósito, por lo que, en invierno, Francisco andaba por casa abrigado con tres o cuatro camisetas de las de San Fernando (Cádiz). Como eran para él, se las había cogido del montón de las que ya llevaban cosida la etiqueta de Benetton, y así iba de marca por su domicilio.

No tenía a quien llamar, y eso era malo. Pero así se ahorraba el teléfono, y eso era bueno. Había uno colgado en una pared. Nunca tuvo línea, por lo que su desembolso en telecomunicaciones jamás causó estropicio. Él hubiera preferido tener a alguien con quien hacer un poco de gasto, de vez en cuando.

Redondeando, «que tampoco hay que ser un tiquismiquis», Francisco gastaba 12.420 pesetas al mes. Comoquiera que el llamado Julio, en nombre de quien fuera, le remuneraba con 16.000 pesetas por el mismo período, el clandestino contaba con una suma para gastos laterales («eventualidades») de 3.580 pesetas mensuales. O, lo que es lo mismo, 119,33 pesetas al día. Francisco salía de casa cada mañana con esta cantidad en la cabeza, e iba reteniendo en la memoria los caprichos en los que se iba gastando el dinero.

Al volver, apuntaba lo derrochado y lo restaba a las 3.580 pesetas con las que contaba mensualmente para este capítulo de antojos. El día treinta, o treinta y uno, comprobaba cuánto había ahorrado. Hacía mucho tiempo que sabía que toda esta minuciosidad no tenía nada que ver con el control de sus recursos, sino, sobre todo, con la necesidad de balizar el mar de días en el que vivía, echando mano de magnitudes mensurables (número de pesetas, cantidad de horas, porcentaje de superávit, media, mediana y moda) que acotaran con su exactitud toda la maraña de naderías en la que pasaba su existencia.

El apartado de dinero en mano para eventualidades era su gloria, quizá la única región de su vida en la que hacía lo que le parecía conveniente, y que controlaba guardando y | o derrochando según considerase. Esa gamba o libra (moneda de cien) con su pico puntiagudo («como quien dice, ciento veinte pesetas») era su cuota diaria de placer.

Por aquellos días empezaron a aparecer las primeras tiendas «todo a cien», lo que suponía que, en una semana comercial normal, Francisco podía reunir un colador, un pack de tres cajas de cerillas, una lata de betún, una baraja para solitarios, un plato llano nuevo y tres paños de cocina, sin salirse del presupuesto y ahorrando además las 19,33 del pico. Que, multiplicadas por los seis días de tienda, daban 115,98 pesetas salvadas: las mismas que permitían una nueva visita de propina, como si fuera esto la bola extra del pin-ball. Como muchas veces volvía a casa con las 119,33 pesetas íntegras, iba haciéndose con un fondo que le permitía comprarse una muda cada dos años, una camisa cada tres, unos zapatos cada cuatro y un jersey cada cinco.

Los balances iban encajando, pero también había dislocaciones en el sistema. Como todos sus cálculos pecuniarios estaban trazados sobre la base de tabular treinta días al mes, el decalaje contable venía de la mano de enero, de marzo, de mayo, de esos siete meses traidores que febrero ayudaba a neutralizar. En total, cinco días de más cuya financiación solventaba con heroicos ayunos que, se esforzaba en creer, solidificaban los cimientos de su carácter. Siempre llevaba todo su dinero consigo: el bloque, en la cartera negra; sus lascas, en el bolsillo derecho del pantalón.

La gente tiene cuidado de sus cosas de natural. Han de durar porque si no hay que reponerlas. Pero si a Francisco se le rompía un cristal de la ventana o la rodillera de un pantalón, no le quedaba más remedio que quedarse sin ello. Si le dolía una muela, a esperar a que se le pasara. Tenía que cuidar sus cosas como quien cuida de su perro o de su hijo: como lo que es irreemplazable. Aunque, siempre y cuando anduviera al quite, nada tenía por qué romperse. Mientras actuara con celo y cuidado, todo duraría dentro de aquel piso lúgubre de la Ventilla.

Ingresos y gastos iban quedando compensados sin fallas abruptas. Pero hubo, no obstante, días de hambre. En ocasiones, según se despendolara y según el nivel de inconsciencia que le echara a la vida, pecaba de manirroto. Otras veces, el llamado Julio se perdía, o venía sin nada. Semanas hubo en las que el trabajo le cundía poco, porque le entraban sofocos y tenía que levantarse de la máquina de coser e ir a meneársela. Luego lo notaba, para mal, en las liquidaciones. Entonces sobrevenía el hambre.

El hambre era incómodo, pero había trucos. En el CoyFer ya sabían que Francisco tomaba el café con dos azucarillos (entonces era muy común el cubito de azúcar). Uno se lo echaba al café. Chupar el otro a la hora de la merienda engañaba el apetito muy eficazmente y procuraba una cierta energía para pasar la tarde. Seis chicles Cheiw (treinta pesetas) metidos en la boca de golpe podían sustituir a una cena. A la hora de acostarse, dejaba la bola de goma ya insípida junto al fregadero de la cocina. A la mañana siguiente el chicle había recuperado su sabor, milagro que muchos conocerán. Ardides como comerse las uñas, irse a dormir o intentar coger fiebre, que la fiebre quita el apetito, también estaban entre sus recursos.

Lo que echaba de menos era el lujo de coger el periódico. La prensa le fascinaba, pero sus balances se descuadraban si la compraba más de cuatro veces al mes, y nunca en domingo. Sospechaba que la quiosquera se olía su indigencia, porque cuando no tocaba lujo y sólo iba a comprar un chicle para desayunar, ella le inquiría con retintín.

—¿Y hoy de prensa no lleva nada?

—Es que ya la he cogido esta mañana. En otro quiosco, vamos.

Cuando sí tocaba, el diario daba para muchas distracciones, una vez leído. En el mapa del tiempo se tenía a la vista toda España, para viajes imaginarios. La sección «Fallecidos en Madrid» traía los nombres de los muertos del día anterior, con sus edades consignadas. Sin mirar, Francisco pintaba un punto al azar sobre la ristra de finados e imaginaba que un adivino le auguraba los años que tendría al morir (los del pobre sujeto sobre el que cayera el punto). El juego le ponía de buen humor, porque le solían salir edades avanzadas. Tachando ciertas letras a las palabras, resultaban frases que se le hacían chocantes. Modificar a lápiz las fuentes de luz de las fotografías le era muy gratificante. Jugaba a la bolsa en el conglomerado accionarial de Cerrajera, y seguía los tanteos de ganancias y pérdidas con toda atención. Si un día ganaba un entero, tenía el presentimiento de que las cosas evolucionaban para bien. Muchas veces, Cerrajera perdía dividendos.

Poder coger dos o tres periódicos a diario, más algún semanario de información general y alguna revista mensual de temática específica, debía de ser como estar en el mundo, con todos al lado. Es muy posible que fuera esta sensación de apego lo que le hiciera babear por la letra efímera.

Había un segundo artículo al que le hubiera gustado aficionarse, pero al que le parecía ingenuo aspirar. Francisco sentía verdadera devoción por los trenes eléctricos. Eran carísimos. Así que sólo le alcanzó para un juego de seis postales de tema ferroviario. Se las había encontrado un domingo en el Rastro, a las cinco de la tarde, la hora a la que los de los puestos ya se han ido y han dejado tiradas las sobranzas a las que ni siquiera ellos encuentran valor de cambio. Se barruntaba que su pasión por los trenecitos tenía que ver con la imposición de orden que le transmitía el movimiento inmanentemente canalizado por los raíles. O con la perfección perpendicular de estos con las traviesas. O con la majestad de las locomotoras, de inmenso poderío, condicionado sin embargo a la disciplina de la línea trazada en el tendido férreo. O con la lógica de los motores, rotando a una señal eléctrica dispensada desde un mando de plástico. Lo más seguro es que esta debilidad tuviera su raíz en las ganas que tenía Francisco de que alguien o algo, persona, animal o cosa, le hiciera algún caso cuando se dirigiera a él.

Y un tercer sueño: dar clases de Historia en un instituto. Tal anhelo le entretenía sobremanera. Imaginarse contando la de Vercingetórix contra Roma le ponía de buen humor. Aún no se percataba de que lo que en realidad deseaba era andar por ahí con los chavales, adolescentes animosos con toda la energía por transformar. Hacerles bromas si les pillaba fumando, perdonarles las faltas leves con simpatía, condescendiendo cuando procediera. Aprendiendo él de ellos, que estaban siempre contentos, pegando esos brincos y esas carreras con vigor envidiable. Prensa, trenes, clases. Estas eran sus tres ilusiones. Cortas, modestas, como las que en vez de soñarse se padecen.

Lo grande fue que, a base de llevar las cuentas, de prever remanentes, de planificar gastos e ingresos y de vigilar los convolutos, Francisco se encontró con que, a mediados de los ochenta, tenía ahorradas 3.227 pesetas. Las caminatas del verano (alguna hubo en invierno) y su indesmayable control de cada desembolso, su cuidado de los bienes y su pericia a mayores para los asuntos domésticos, algún hambre postergado y su conciencia de austero soldado, habían obrado el milagro. Se cortó de cogerse una manta de flores que tenía vista en un escaparate de la calle Jaén y, el martes dieciocho de febrero de 1986, decidió tirar la casa por la ventana, que para eso había cumplido años tres días atrás.

Los millones

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