Читать книгу Los millones - Santiago Lorenzo - Страница 13
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ОглавлениеHacía seis años que no estaba con una mujer. Habría sido peligroso. Las ansias se las pasaba como podía, pero había ido olvidándose de los momentos de besos, ya tan lejanos, y apenas conservaba en la memoria ninguna fotografía de cuando trató con chicas de verdad en el Grupo de Montaña «Pico Almanzor». Le faltaba el referente real que acolcha toda fantasía. Se decidió a pedir inspiración por correo y encargó un lote de seis películas de la colección «Pleasure Image» que ni hipnotizado habría podido comprar en el video club, como los ciudadanos desinhibidos de vidas normales. Se hizo con el cupón de pedido gracias a un Interviú que se encontró debajo de un coche y al que ya habían mutilado las fotos de los reportajes menos politológicos. El sello interurbano costaba dieciocho pesetas, el sobre cinco, y las producciones audiovisuales, novecientas noventa y cinco, incluyendo gastos de envío. Solicitó.
A los ocho días le llegó el aviso de Correos: el paquete ya estaba en la oficina de la calle Pinos Alta. Francisco trabajó a toda prisa el viernes y, con el rédito productivo obtenido, se tomó media hora de la mañana del sábado para ir a la estafeta. Mala idea, porque la afluencia de público era notable a pesar de que sólo eran las ocho de la mañana. Algo que ya de por sí era preocupante, estar con otras personas en recinto cerrado, devenía en sangrante ante la expectativa de que pidiera su envío y apareciera el funcionario con un paquete repleto de referencias al contenido: una pera con corazones, «Cine para ver solo», una lengua babeante, dos chicas poniendo caras, cosas así.
Francisco se colocó a la cola de la ventanilla de entregas, atendida por dos funcionarios. Uno de ellos era un necio de risa fastidiosa que había librado la semana anterior. El otro, aquel que le sufría.
—¡Que qué tal las vacaciones, me pregunta el hijo puta! ¡Pues cortas, joder, cortas! —gritaba.
El de Correos encontraba graciosísima su ocurrencia, se reía atronando la oficina de simpatía personal en el trato y le daba pescozones al de al lado, que se lo permitía porque tenía menos trienios. Despachaba jacarandoso y con celebración de los clientes, que le llamaban por su nombre y le decían afables «¡Desde luego, qué cabrón!».
—¡¿Eh?! ¡¡Cortas!!
La cola avanzaba. Francisco sudaba de apuro, componiéndose en la cabeza las cuatro posibilidades de vergüenza: inscripciones o no en el paquete; cartero asqueroso o discreto; y su combinatoria. El funcionario cachondo trayendo un envoltorio repleto de marcas era lo peor. El sujeto normal entregando un envío sin más mácula que el nombre del destinatario, lo mejor. Le tocó el payaso.
—Hola —dijo Francisco después de tragar la saliva que no quería que se le pusiera en la garganta cuando tuviera que hablar.
—El resguardo —exigió el chistoso.
Francisco dejó sobre el mostrador el documento y el dinero, que ya había separado en su cantidad exacta para abreviar un trámite que podía ser tan humillante.
El funcionario leyó el resguardo. Por un momento pareció que iba a poner las pegas que inventa el que quiere prolongar la charla para ahuyentar su aburrimiento. Pero optó por meterse en el almacén sin dejar de soltar sus chorradas, que llevaba horas desgastando pero que seguirían pareciendo recién concebidas mientras continuaran llegando nuevos parroquianos como público renovado.
—¿O dónde has visto tú si no unas vacaciones que sean largas?
Francisco empezó a temblar. Podía imaginar todas las gracias que le iba a dedicar el saleroso como encontrara motivo para pasar un ratillo divertido a su costa por los cromos de su paquete. «Te ha escrito la prima del pueblo, que te manda los videos de la comunión», «Mira qué cine-fórum te vas a marcar, con debate luego», o, matando dos pájaros de un tiro, espetándole al de al lado: «Aprende de tu hermana. Ella haciendo películas y tú un puto cartero».
Intentó subir el ánimo pensando que, como le había parecido oír en la radio, la sociedad española andaba mucho más suelta últimamente con lo de follar («es por la democracia»), pero Francisco no había notado nada. Le habría sido imposible tratar con aquel bocazas todos los detalles sobre que si «firme aquí, ponga la fecha de hoy, no ponga la de mañana que mañana es domingo y no estamos, ja, ja» delante de un paquete que llevara por fuera todo lo que Francisco se quería meter para adentro.
Pero todo fue bien. El funcionario regresó con un bulto muy discreto: una caja de cartón kraft con una ancha banda naranja y el bendito rótulo «Promociones Postales, S. A.» como todo remitente. El de Correos miró el paquete por abajo, para que pareciera que la suya era una ciencia inasible, y luego se dirigió a Francisco.
—Deme el DNI.
El enlace clandestino e indocumentado respingó. Recogió su dinero y su resguardo, por no dejar señas, y se fue a la carrera sin decir nada, pero absolutamente nada, dejando al cartero guasón demasiado perplejo como para ponerse a componer chistes nuevos. Ya a la una de la tarde, al funcionario se le ocurrió otra lerdez a cuenta de la anécdota con el cliente que se escapó por piernas («¡Si es que van como locos¡ ¡Si es que van como locos! ¡Si es que van como locos!»), con la que llenó otra media hora de tedio. A las ocho y diez de la mañana, sin embargo, y mientras las suelas de sus zapatos levantaban polvo en el enlosado de Correos, Francisco sintió que terminaba sin empezar su sueño de amor, porque no cabían caricias con alguien que, como él, no existía.
Con las manos vacías, llegó tristísimo a la marquesina del autobús para que el 49 le llevara de nuevo a la nave. Había fantaseado con una mañana de anhelo en el taller, una labor morosa y unas horas alargadas como un cable, un fin de jornada un poco adelantado y un regreso a casa sin paradas. Un vaso de agua para ver el espectáculo y un calcetín viejo para lo suyo. Muchos Rex muy cerca. Poner la tele, dar a los botones, mirar a las intérpretes... No iba a haber nada de eso.
Encendió un pito y miró hacia Bravo Murillo en sentido norte. Volvió a ocurrir lo que le pasaba siempre: nada más prender el cigarro, el 49 apareció grandón, obligando al despilfarro de tabaco. Le daba vergüenza descapullarlo para fumárselo después, porque iban a pensar los demás que era un rata. Miró a ver si había gente en el entorno de la marquesina, porque si había poca, animado por la contrariedad recién sufrida, le pensaba echar audacia, apagarlo y guardárselo para cuando llegara al taller.
Sólo había un señor. Que, tan serio, llevaba bajo el brazo una caja de cartón kraft con una ancha banda naranja y el rótulo «Promociones Postales, S. A.», impreso en el anverso. Una caja tan discreta, sin marcas, que el paisano llevaba con la confiada naturalidad de quien saca a su nieta a pasear. A Francisco le entró un poco la risa.
—Mira ese. Qué llevará ahí, dentro de esa caja tan poco elocuente —se decía a mala baba mientras se deshacía de la brasa del Rex.
El suceso de Correos le devastó el ánimo. Pero a mediados de marzo, quizá por la insatisfacción de la pornocuriosidad frustrada, Francisco se encorajinó. El viernes catorce, día de cobro, mientras volvía a casa por la tarde en el 49, Francisco cayó en la cuenta de que, a una mala, conservaba sus 3.227 pesetas intactas. Se encontró guapo viendo las cosas por el lado bueno. Confortado por el descubrimiento, dejó pasar una parada, y otra, y otra. En Plaza de Castilla cambió el 49 por el 147, y cruzó medio Madrid mientras valoraba la belleza del optimismo.
El autobús llegó a Callao, su fin de trayecto, y Francisco se sintió capitalino. Bajó, compró un Bony, se lo comió y, eufórico quizá por el azúcar, decidió del todo que iba a regalarse un tren eléctrico.
Cogió Gran Vía, un Bravo Murillo a lo bestia, y, por la acera de los impares, llegó al Bazar Mila. Avergonzado por su afición infantil, se asomó al escaparate con cara de estar mirando los puzzles para adultos. De reojo, vislumbró dos equipos de trenes en exposición, con máquina, transformador, circuito en óvalo y tres vagones cada uno.
El embalaje del de la izquierda traía sus rótulos en alemán. A través de su ventana de acetato, Francisco podía distinguir los remaches de la caldera de la locomotora, las tampografías de los vagones de mercancías y los manillares de las portezuelas de los coches de pasajeros, tal era su grado de detalle. La caja del otro, una referencia española de marca Magic-Tren, daba idea de un trabajo mucho más basto. El plástico de sus unidades parecía más gordo, las vías eran más toscas y las inscripciones ferroviarias de los vagones eran pobres pegatinas impresas con colores excesivos.
Podía comprar el alemán sólo si cosía casi cinco mil ochocientas camisetas más durante la próxima semana, lo que mandaba la caja al infierno de los apeaderos. El precio del tren nacional era de 4.445 pesetas. Decidido a no quedarse sin regalo de cumpleaños, pues llevaba ya suficiente desaire del destino con el episodio del «Pleasure Image», despreció los peligros de dedicar al ocio todos sus ahorros (más otras 1.218 pesetas que habría que arañar del resto de partidas) y entró en la juguetería. Con su cartera en la cazadora, con su bolsillo en el pantalón. Con su dinero.
Como le apuraba todo este infantilismo, explicó al dependiente que el juguete era «para un hijo de un hermano», sin caer en la cuenta de que, de haber sido verdad el comentario, habría dicho que el tren era sencillamente «para un sobrino». El tendero del bazar lo pasó todo por alto, porque el MagicTren llevaba dos navidades sin hallar ni sobrinos ni tíos que se lo quisieran llevar.
—Pues ya verá como acaba jugando con él toda la familia —le dijo el tendero para ayudarle a pasar el trago.
Francisco soltó todo aquel chorro de dinero, en gran parte en calderilla, sudó de emoción durante el tiempo que tardó el dependiente en envolver el tren y meterlo en una bolsa gigante, y salió a la calle en estado de excitación, con 2.747 pesetas para toda la semana (el Bony le había costado siete duros).
Deseó hacer el deporte por la Gran Vía —aquello sí que era un estadio—, volvió a Callao, cogió el tramo corto de Preciados, sospechó de un patillas con pinta de chivato, lo despistó deteniéndose ante el escaparate de Corinto Marisquerías (donde era muy habitual ver a gente quieta mirando las nécoras) y siguió hasta desembocar en la plaza de Santo Domingo. Comprobó otra vez que tal área, dominada por el parking a cielo abierto pintado de azul, era todo un muestrario de estilos arquitectónicos del siglo. Se fue a oler La Alicantina, que vendía turrones y helados todo el año y, para su sorpresa, el patillas reapareció por San Bernardo. Francisco, el de «el deporte» y el de «huir estándose quieto», se metió en la administración de lotería del frontal del parking, lugar lleno de personal papando moscas, y tomó un boleto de la Primitiva que empezó a rellenar por disimular, pendiente en realidad de lo que ocurría fuera.
El patillas merodeó, Francisco pintó aspas y el sospechoso acabó significándose como paisano a lo suyo cuando apareció su novia y se fue con ella tan campante. Francisco respiró. Cuando iba a romper el billete, sin embargo, la lotera le conminó impertinente:
—¡Traiga pa sellar!
Francisco vaciló, pero la lotera quería fomentar el nuevo juego de la Primitiva que el Organismo Nacional de Loterías y Apuestas del Estado, entonces llamado ONLAE, había lanzado hacía seis meses escasos.
—¡Óigame! ¡Que lleva ya aquí un rato como lelo! ¡Que si no va a jugar no se puede aquí permanecer! ¡Que aquí no se puede sin jugar!
A Francisco no le quedó otra que dar el boleto a validar. El destrozo sobrevino cuando la lotera le pidió los cinco duros que valía la columna. Por no significarse, Francisco pagó. Recogió el boleto sellado, lo guardó en su cartera y salió del local con el tren eléctrico en su bolsón. Había perdido veinticinco pesetas de la manera más tonta, pero aquel era día de despilfarro y se sentía contento. Aquella era jornada de locura. Para rematar la ruina, entró en el bar-restaurante De Prado de la calle Silva y se pidió un café con leche y una magdalena. Nada le iba a estropear su training day. Que en inglés significa «día de entrenamiento». Pero que para Francisco comenzó a referirse ya para siempre al día en el que se compró el train y anduvo por Santo Domingo con él a cuestas, dándose al turismo, zafándose de supuestas vigilancias y perdiendo dinero con la alegría de un inconsciente.
El 147 le devolvió a casa. Sacó el equipo de la bolsa y abrió el paquete, conservando ambos envoltorios de buen plástico y mejor papel, respectivamente. Levantó la tapa de la caja, con su ventana de acetato pegada al cartoncillo. Aquello olía a nuevo. Extrajo las instrucciones, lo primero, y les dedicó un rato. Luego comenzó a sacar tramos de vías, doce curvas y dos rectas. Pensó que sería mejor establecer el circuito sobre una mesa en vez de sobre el suelo. De esta forma los raíles cogerían menos polvo y la perspectiva del convoy, si se sentaba, reproduciría mejor la ilusión de realidad.
Una vez compuesto el óvalo se ocupó del transformador. Era todo muy sencillo: dos guías, una por raíl, una por polo, una por ranura. Tal y como recomendaban las instrucciones en lo referente a mantenimiento, Francisco repasó las vías con un trapo limpio humedecido con Nenito, porque alcohol no tenía, para eliminar posibles partículas de suciedad que entorpecieran el flujo eléctrico. Luego tomó el libro de Julio Verne y lo colocó abierto boca abajo sobre el tendido, componiendo un túnel esquemático.
Dejó para el final la extracción de los vagones y de la máquina. Sacó el material rodante a las doce y seis de la noche, cuando ya debería llevar más de una hora en la cama. Un tanto burdas sí que eran las unidades, pero tiempo habría de ir ahorrando para comprar más elementos de mejor fabricación. Al principio no se percató, pero luego descubrió con placer que al vagón-correo se le podían abrir sus puertas deslizantes, y que la locomotora venía equipada con un pequeño faro.
Francisco colocó la máquina sobre las vías y le fue añadiendo a mano los tres coches. Era prodigiosa la facilidad con la que se enganchaban entre sí, sólo empujándolos con suavidad. Luego se fue al mando y giró la rueda de marcha. Muy poco. El tren no avanzaba. Lo sopló, no supo muy bien para qué, y volvió a darle. No se movió. Toqueteó el culo al convoy, por ver si así, con la ayuda que se debe a todo primer paso, la locomotora echaba a andar. Puso el mando a tope. Pero nada. Luego se sonrió muy aliviado, cuando cayó en la cuenta de que no había enchufado el transformador a la red. Se aseguró de que el aparato funcionaba a 125 voltios, tomó el macho y lo insertó en la hembra, sin acordarse de restituir el mando a su posición de parada.
La locomotora, que recibía su primer impulso de vida con toda la potencia del flujo máximo, se embaló arrastrando sus tres vagones. Con tanta fuerza que rebasó la curva y cayó mesa abajo, golpeándose contra las losas del frío suelo. El coche de viajeros perdió las ruedas, el mercancías se quedó sin techo y al vagón-correo se le despegó la escalerilla de acceso. La mitad de los delicados enganches del convoy quedaron retorcidos, por lo que el ensamblaje no volvería a producirse correctamente. Aún así, la peor parte la llevó la locomotora. La carcasa saltó por un lado, la chimenea por otro y la bobina de cobre por otro más. Todos los engranajes de transmisión se salieron de sus ejes y dejaron de besarse. Una lengüeta que tendría su función llegó hasta la puerta de la cocina. La máquina no volvería a funcionar jamás.
Metió toda la chatarra en una caja vacía de galletas Reglero. Luego, muy quedito, Francisco se echó a llorar. Como se dijo en la plaza de Santo Domingo, nadie le iba a chafar su training day: en efecto, se estaba bastando él solo para destrozarlo a patadones. Ese día sí se sintió pobre. Después matizó sus pensamientos solitarios, refugiado del mundo bajo una manta: ese día sí se sintió pobre, decía, como pobre se había sabido siempre. Pero ese día, con las piezas de su tren de plástico escondiéndose bajo los tres muebles de su piso sobrecogedor, su pobreza le cayó antipática. Por oír a alguien, habló él.
—Para no haber creído nunca en la suerte, qué mala que la tengo.