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En 1986, Primitiva García tenía veintiocho años. Nació en Bata, Río Muni, en la antigua colonia española de lo que es hoy Guinea Ecuatorial. Su padre, Bernardo, era un abulense de 1920 al que le cayeron encima todas las calamidades: la educación a palos, la alimentación escasa, el clima inhóspito. Sus dieciséis años, súmense a la fecha de su nacimiento, coincidieron con toda aquella alegría. Y sus diecisiete, sus dieciocho y sus diecinueve, pues con lo mismo. Había quedado enfermo de frío, y su anatomía se configuró para siempre enclenque por las hambres padecidas. A los veinte años entró de aprendiz en los talleres de la estación, donde todo era penoso. Y en 1941, para colmo de males, no le quedó más remedio que aceptar un empleo en la Guinea continental, lejos de su familia, donde el tráfico ferroviario se hallaba en incipiente expansión.

Entonces sobrevino el cambio. En el África colonial la comida colgaba de los árboles y correteaba por las laderas. El calor lo mecía todo, se bebía y se fumaba todo lo que se quería, las relaciones con las mujeres eran de una liberalidad impensable en la metrópoli, nadie parecía tener premura por nada, las lluvias caían benéficas para refrescar el aire y el hecho de estar lejos de su familia vetónica no hacía más que evitarle sinsabores. Siempre le asombró la largueza de sus primas por extraterritorialidad. Allí se infló a amar, a comer, a beber y a reír, se infló a salud y a camaradería, se divirtió hasta durmiendo y se emocionó hasta en el peligro.

Durante veintisiete años gozosos, Bernardo disfrutó de la vida como ningún compatriota, consciente de que tal felicidad no habría sido posible sin el cotejo de una infancia y una adolescencia miserables. Consciente de que las cuitas y las privaciones padecidas antaño estaban en la base mismísima de tanto asombro ante tanto desahogo y de tanto pasmo ante tanto placer. Se casó con una bella alemana en 1957 y en 1958 tuvo a su hija. La llamó Primitiva, fascinado por la naturalidad de la vida selvática a la que debía su siempre recién descubierta felicidad.

En 1968, cuando la independencia, tuvo que volverse a la península. Con su familia y con toda la pena. Se encontró con un país en supuesto proceso de liberalización que a él le pareció un monasterio en plena novena mortificativa. Ahora, a sus sesenta y seis años, asistía perplejo al hecho de que toda una sociedad quería autoconvencerse de estar descubriendo la esencia misma del deleite. A Bernardo, con todo lo que llevaba en la piel, el pretendido hedonismo de los ochenta en España le parecía puro espartanismo, el del más sacrificado de los ciudadanos de Esparta.

Primi tenía diez años cuando sus padres se mudaron a Madrid. La familia se instaló en un piso de la colonia de ferroviarios de Villaverde. Su experiencia fue la contraria a la del Bernardo que llegó a la otra colonia. Hecha al clima delicioso de la costa ecuatorial africana, los rigores del invierno y del verano madrileños desconcertaron su fisiología. Estudió la primaria en cierto colegio de su barrio. El centro era un lugar rabiosamente triste, como tantos de los de una ciudad en la que el de El Pilar, que parece el internado lúgubre de Jane Eyre, era ya entonces el colegio más apetecido.

Primi, de natural tímida, no salió ganando con el cambio. Cuando los niños se enteraron de su pasado africano comenzaron a llamarla «negra», primero, y «sucia», después. Ella no entendía nada, pero se le quedaron para siempre un sentido de la prudencia y un exceso de prevención con los demás que, lo sabía ella, en muchas ocasiones no le valía más que para perder oportunidades de pasárselo bien.

Lo escribía todo desde siempre. No satisfecha con cumplir con el suyo, llevaba los diarios de su padre y de su madre. Así que cuando acabó el bachillerato ya había pasado dos veranos como meritoria en un periódico, el Ya, que acometía vacilante la recta final de su existencia. Durante los tres años siguientes alternó trimestres esporádicos en el diario católico con temporadas atendiendo en una droguería de la calle Embajadores. Al fin entró en plantilla en la gaceta de sus eventualidades. Pero a los dos meses, víctima de las reestructuraciones que jalonaron el declive del periódico, Primi volvió a quedarse fuera. Fue cuando le propusieron fichar por un nuevo proyecto editorial. Aceptó y en octubre de 1983 ingresó como redactora en la revista Actual Noticias, chapuza prensaria que nadie habría echado en falta si un día se hubieran suicidado a una las linotipias del orbe. Firmaba sus reportajes como Azucena García, por lo feo que era su nombre de pila y, sobre todo, porque le daba vergüenza aparecer en tal publicación cochambrosa con su verdadera identidad.

Primi se casó con Blas Sáez en agosto de 1984. Vivían desde entonces en la calle Guillermo Pingarrón, en el barrio de Palomeras, en un piso pequeño y rancio heredado de un abuelo de él. La casa vencía para un lado. De entrada, era un desnivel que apenas se notaba en la percepción consciente. Pero meses y meses de tomar sopas de bordes excéntricos respecto a los del plato, de no poder meter en casa un balón que no se pusiera a evolucionar él solo, de que lo fregado del suelo se secara antes por el este que por el oeste... Meses y meses de volver locos a los líquidos del oído habían hecho mella en el ánimo de ambos.

Blas era profesor de Economía en la Universidad Complutense de Madrid. Suena muy bien, pero aquello era un cuerno podrido de marca mayor. Como profesor adscrito, sólo se le requería durante cuatro horas a la semana, con lo que sus ingresos tampoco eran gran cosa, y su centro de trabajo no podía estar más lejos de su domicilio. Con eso y todo, lo peor era que impartía su docencia en la Facultad de Ciencias de la Información, Rama de Imagen, donde el programa académico contemplaba asignaturas tan descolocadas como esta suya. El alumnado despreciaba estos planes de estudios, porque no entendía qué pintaba materia tan prosaica en enseñanzas que ellos querían tan líricas.

Barruntándose esta animadversión, que era cierta, pero a la que Blas quiso ganar por la mano con excesivo celo, el profesor se presentaba ante sus pupilos revestido de una más que postiza antipatía, una actitud de escéptico de recia dureza con la que anticiparse a la previsible hostilidad que pensaba encontrar. Con su forzada mirada torva pretendía infundir un miedo que cercenara por la base el más que posible amotinamiento de los cientos de alumnos que en aquellos días cursaban estudios de Imagen.

La estratagema le funcionó, pero por la retaguardia y sin que él se diera cuenta del verdadero porqué: a Blas se le olía a millas marinas la vergüenza de tener que andar explicando unas materias que todos sabían tan fuera de sitio. Y se le notaba, sobre todo, el pánico a que le insultaran o, aún peor, a que le pegaran por intruso. Llevaba escrito en la cara que su posturita de duro era en el fondo un ruego de clemencia y los chicos, por mor de una lástima que les honraba, se hicieron cargo. Provocaba compasión, por lo frustrados que resultaban sus intentos bobos de dar miedo, así que los alumnos tomaban sus apuntes sin demasiado follón, preguntaban alguna cosa de vez en cuando y sólo chillaban cuando era necesario. Blas, por su parte, vivía en la ilusión de que medio tenía dominada la situación gracias a sus hábiles oficios. Pero tanto teatro, en papel tan desagradecido, durante tanto tiempo, con tan escuálida vocación para la escena, le tenía amargado. La inconsciente sospecha de que todos sabían algo que a él se le escapaba, lo remataba.

Blas y Primi distaban mucho de ser buenos amigos. Quizá por eso todavía les iba bien algunas noches en lo sexual. Mientras hubiera de eso, pensaban por separado, quedarían muebles por salvar. Hacían el amor con cierto afecto y luego siempre pasaba algo que fatalmente les devolvía a su aislamiento. Todo empezaba por alguna nimiedad, como ocurrió un sábado estival tras el amor y antes de dormir, cuando Primi empezó a soplar el cuerpo de Blas con la mejor intención, y que se trae como ejemplo.

—Qué haces —era Blas.

—Para que no tengas calor.

—Pues prefiero que no me soples.

—Como te veo que has sudao...

La cosa seguía por torcerse a partir de cualquier contingencia, que no necesariamente estaba injustificada.

—Ya. Pero es que te huele muy mal el aliento y me llega el tufo cuando me soplas.

Primi se reía-sonreía, todo lo que sabía hacer cuando Blas le daba un corte que, literalmente, sentía en la cara como si se la rajaran con el canto de un folio. Entonces se esforzaba por convencerse de que el comentario hiriente no iba en serio. Y que si iba, ella quitaría hierro hasta que pareciera que encontraba la escena como de broma.

—¡Ay, ay, ay, cómo eres! —decía intentando que pareciera que se lo tomaba a chufla—. Blas, Blas, eres lo más. Je. Je.

La secuencia siempre se desgranaba más o menos así. Al oír esto, también Blas hacía sus esfuerzos. «Blas, Blas, eres lo más» quizá tendría como propósito dulcificar el último minuto del día. Pero a él le encorajinaba oír memeces como esa, así fuera la nobleza de su propósito grande como un latifundio. «Blas, Blas, eres lo más» daba mucho asco, lo mirara por donde lo mirara. Primi se percataba de que la tontuna era una estupidez, pero no podía dejar de soltarla para mantener abierta una conversación que esperaba con ansia que ambos cerraran sin palabras demasiado ácidas. Como no llegaba tal amable coda, porque Blas estaba concentrado en no decir nada y clausurar así el día sin bufar, pues Primi igual repetía la chorrada, u otra peor. Con una intención encomiable, con un tono conciliador evidente, pero que a esas alturas su marido ya encontraba tan insoportablemente cursi que no podía entenderla sino como una tocahuevada en regla.

—Vale, pues buenas noches, «simpático» —decía Primi, por poner un ejemplo.

Que la recompensa a los esfuerzos de Blas fuera una mamarrachada aún más gorda, ya ponía las cosas al borde del acantilado. De ahí a la debacle, un milímetro. Asperezas, burradas varias, ampollas de veneno. Luego los dos acordaban una finalización de urgencia, hacían como que dormían y se echaban a llorar sin que el otro les viera. Lo conseguían. No se veían hacerlo, porque ya estaban a ver si cerrando los ojos entraban en coma, pero era mucho peor: se olían llorar, que esos mocos acuosos tienen sus notas olfativas características e inconfundibles.

La redacción de la revista Actual Noticias estaba situada en un oscuro piso de la calle Jardín de San Federico («propiedad privada», según pone en su placa). Su director, Emilio Toharia, solía explicar en público que la sede se hallaba «en el barrio de Salamanca». Aneja al barrio mencionado, la calle, dos hileras de nichos alineadas en paralelo, era lo menos parecido a los ambientes que tal ubicación por distritos quería evocar. Actual Noticias era una revista «dirigida a un público femenino». Repleta de publicidad, se distribuía gratuitamente en los supermercados Gama, UDACO, MaxCoop, Brillante, Spar y similares, así como en varios economatos gremiales.

Incluía reportajes sobre personajes públicos, consejos para el buen gobierno de la casa, trucos de limpieza, normas de protocolo para distintas ocasiones, sugerencias para turismo interior y dos páginas de pasatiempos. La revista compraba artículos al peso, adquiría los derechos de fotografías de archivo, fusilaba todo lo que podía e insertaba un único reportaje de elaboración propia en cada número (sección encomendada a Primi). Había recetas y crucigramas que ya habían publicado tres veces durante el mismo año, y su departamento comercial encontraba cada vez mayores dificultades para vender módulos publicitarios. Actual Noticias andaba de capa caída.

La oficina era un lugar tanto más impersonal cuanto más quería parecer especial. Había pósters por las paredes cogidos de cualquier sitio: el consabido viajero pedante de Úrculo, el fisiológicamente desagradable afiche de Kandinsky, un traje del emperador arquitectural, un cartel que anunciaba un antiinflamatorio. Tal era el lugar de trabajo de Pablo, Patús, Laura, Ricar... Jóvenes periodistas y administrativos a los que Primi oía hablar de grandes aventuras urbanas en las calles de Malasaña, que relataban con la misma actitud autoensalzatoria con la que desde siempre se habían contado las depauperadas historias de la mili. Juan Ra, uno que tocaba el bajo en un grupo, se mantenía siempre al margen de todo.

Emilio Toharia, director de Actual Noticias, era un sociólogo con la carrera sin acabar (pensaba que mass-media era el individuo medio de la masa, u hombre común). Iba descubriendo vocaciones definitivas cada dos o tres años. Lo intentó con el teatro porque le habían felicitado en una función de navidad en COU, estuvo como corrector de estilo para prospectos en una farmacéutica, pasó por una gestoría como administrador, anduvo de comercial en una empresa de componentes y arribó al fin a Actual Noticias. Sin haber plantado nada en cada nueva ocupación, incapacitado para encarar los contratiempos, se convencía de que su oficio presente se le quedaba corto, y lo cambiaba. Cada vez, por ocupaciones más complejas. En esta errabundia, Toharia no percibía su impericia para todo. Antes bien, prodigarse de tal manera en menesteres tan diversos era para él la clara sanción a la anchura de sus talentos. Lejos de sospechar su desarbolante pobreza de carácter, se entendía a sí mismo como un hombre universal capaz de consagrarse a mil actividades variadas. Así que transitaba por sus años dejando un reguero de fracaso a su paso, para luego acometer empeños que cada vez le venían más grandes.

En Actual Noticias, ya enloquecido por su autoconfianza sin fuste, Toharia parecía querer inventar una nueva figura editorial: la del redactor que administra la contabilidad mientras tira fotografías y maqueta las páginas, coordinando la contratación de anuncios y dirigiendo el departamento jurídico de la empresa. No valía para ninguna de las tareas. Al menos tres redactores de Actual Noticias, que aspiraban a publicar narrativa, tenían puestas sus expectativas en componer sendas novelas con él de protagonista: un tipo rematadamente tonto en torno a quien armar un relato cómico sobre la necedad neta. Se encontraban todos con el mismo escollo: comenzaban a escribir las hazañas del iluminado, tomadas literalmente de los estropicios que organizaba, y tenían que dejarlo. El redactor jefe era tan patán que todo lo relatado sonaba a exagerado. Eran tan brutales los efectos de sus cagadas que, transcritos tal cual habían ocurrido, los sucesos parecían inverosímiles falsedades. Toharia no valía ni como material fabulario.

Dotado de una gran retentiva para el vocabulario, no perdía oportunidad de desplegar su palabrería a poco que viniera a cuento, por parecer listo. Así, su habla devenía en un esperpento semántico que lo acercaba a ciertas fases del deterioro mental por consumo de estupefacientes —que él, cobarde para todo, ni cataba. En este empeño por arrollar con lindos vocablos, a Toharia le pasaba lo que le ocurre a quien lanza al ataque todo su material a las primeras de cambio en una partida de ajedrez: que siempre sale perdiendo. La gente lo despreciaba porque siempre estaba en mate.

El lunes diecisiete de marzo de 1986, Emilio salió de su despacho e irrumpió en la zona central de la redacción con la tranquilidad nerviosa de cuando se indignaba.

—¿Quién me ha empleado la máquina de escribir mecanográfica?

Todos los presentes respingaron porque todo indicaba que sobrevenía un nuevo, estúpido enfado. Los tres de la vocación novelera prepararon los lápices y afilaron las orejas.

—¡Que ya os lo tengo reiterado, joder! ¡Que para mí es contrariante que me la toquéis!

—Toharia, si sólo hay cuatro máquinas de escribir para nueve personas —terció Patús, intentando racionalizar el suceso—, pues es que es normal que tengamos que echar mano del poco material...

—¡No hay cuatro! ¡Hay tres, más una cuarta fuera del tiesto que es la mía, fuera de inventariado porque es para uso y disfrute mía sólo!

Los literatos copiaban al vuelo, por no sufrir la regañina al parecer que laboraban y por sacar provecho al torrente. Continuó Toharia:

—¡Que me da mucho asco! ¡Que os ponéis a disponer de ella, os quedáis en blanco, y a meteros el dedo en la nariz! Y los deditos, luego a posarse a las teclas. ¡Y luego, a tocarlas yo! ¡Coño, qué asco!

Lo mejor era dejar que acabara de oírse. Ya volvería a su despacho, a hacer llamadas inútiles y a juguetear con el fax. Pero se fue a Primi, que remataba un reportaje de refrito sobre el mudéjar en Teruel. Ella, que no acababa de adaptarse ni al medio ni a su director, se rogó calma a sí misma.

Oyes —así decía—, una empresa de recursos humanos ha organizado un cursillo para ejecutivos con pánico al avión, o miedo. Les reproducen unos videos, les propinan unas charlas y el sábado se los llevan de Barajas a Cuatro Vientos con unos psicólogos-psiquiatras. Vete y les haces un reportaje. Este es el teléfono de Luis Ortiz, que es el de prensa de la empresa.

—¿Tienes el teléfono de inscripciones? —preguntó Primi.

—¡Pero que tú no te tienes que apuntar, que tú vas de prensa!

—Pensaba que ibas a decirme que me inscribiera. Que se trataba de que se creyeran que yo también soy de los que se acojonan en el avión. Para que no se me corten los ejecutivos. Ni los psicólogos, ni los de recursos humanos.

Toharia cayó en la cuenta de que la idea era buena. Pero se empeñaba en disimularlo todo, y en hacer como que siempre estaba al cabo de la calle con su extraño castellano.

—Claro, claro. Vale. Eso es más óptimo. Luego te dispongo el teléfono.

—Gracias.

Por evitar silencios, Toharia se irguió dinámico y se lanzó a hablar de cualquier cosa.

—¡Qué ascoso lo de la máquina! ¡Ahora, hasta que no acuda la de la limpieza, a escribir con mitones de látex!

Los millones

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