Читать книгу Tan cerca de la vida - Santiago López Petit - Страница 10
Un encuentro inesperado
ОглавлениеHoy me ha sucedido algo que, seguramente, cambiará mi estancia aquí. Caminaba en silencio por un pasillo de la escuela con la vista clavada en el suelo, cuando de pronto me he tropezado con A. Yo juraría que ha sido A el que ha favorecido este encuentro. Con ello quiero decir que no ha sido en absoluto casual. Ciertamente, a mí me intrigaba su personalidad rebelde y siempre a punto de estallar, pero no sé si hubiese iniciado este acercamiento. Me gustaba observar su extraño comportamiento, un poco como el entomólogo observa el movimiento de los insectos. A es realmente un personaje curioso. Con los brazos llenos de tatuajes y algún que otro piercing en el rostro, su mirada provoca un intenso desasosiego. Pero sus ojos vivaces proyectan también una mirada rápida que se desplaza sobre las cosas sin acariciarlas, como temerosa de que sea secuestrada. Agresividad y recelo se conjugan perfectamente en él.
—Yo a ti te conozco —me ha espetado con una voz que no era amenazante, aunque tampoco muy afable.
Me he quedado sorprendido porque no recordaba haberlo visto nunca y, casi sin darme cuenta, me he puesto a la defensiva. A ha percibido mi reacción y enseguida me ha aclarado amablemente que un día estuve en su casa. Yo he seguido sin entender nada. Ha sido entonces cuando me ha explicado que su hermano había trabajado en la misma fábrica de vidrio que yo y que un día, acompañado por él, visité su casa para escoger una televisión en color. El estupor que sus palabras me han causado, poco a poco se ha esfumado y ha dado paso a una complicidad imprevista.
Efectivamente, A tiene razón. Conocí y fui amigo de su hermano. El hermano de A se hizo muy conocido en su barrio porque con tan solo diez años robaba coches y, sentado sobre un cojín, era capaz de escapar de la policía. Después de pasar por diversos centros correccionales, recaló en la fábrica de vidrio en la que yo también trabajaba. La tarea que tenía encomendada consistía simplemente en coger la copa o el vaso salido del molde y llevarlo a un horno de templado. Tenía que realizar esta actividad durante ocho horas. Otros jóvenes también desempeñaban el mismo trabajo, pero él, siempre que podía, se escaqueaba. Yo, como ingeniero, no me tenía que ocupar de la disciplina, por lo que más bien admiraba su desfachatez y franqueza cuando me decía abiertamente que no le gustaba trabajar. Un día, cuando mi padre se jubiló, pensé en regalarle un televisor en color. Le pedí al hermano de A si podía conseguirme uno bien de precio y él, ni corto ni perezoso, me condujo a su casa. Era un piso situado en la periferia de la ciudad, donde no se aventuran las personas razonables y donde la noche brama buscando su dosis. En aquel piso minúsculo había más de una docena de televisores. Encima de las camas, sobre los armarios y por el suelo. Me llevé el más grande y tuve que decir a mi padre que había perdido la garantía. El hermano de A vivía al borde del abismo. Sabía muy bien que no tenía futuro, y lo aceptaba. Para él, la vida tenía que ser un juego peligroso. Le aterraba llegar a viejo sin haber tenido tiempo de vivir. No me extrañó nada que, cuando después de una larga huelga recuperamos la fábrica y la convertimos en cooperativa, no quisiera continuar trabajando más en ella. Con una sonrisa burlona me preguntó si, ahora que la fábrica pertenecía a los trabajadores, podría bajarse la temperatura de los hornos. Lo abracé y no lo he vuelto a ver nunca más.
Y, sin embargo, no olvido lo mucho que aprendí de él. Ahora A está frente a mí y no puedo más que recordar la extraña amistad que trabé con su hermano.
—Yo no soy como él —se apresura a decirme—. Mi hermano vivió llevándose la noche por delante. Yo he aprendido que ese camino conduce a la muerte y, sencillamente, no quiero morir. Bastantes años de cárcel me he tragado. ¿Tú sabes qué es estar encerrado durante años en una cárcel? Me han amarrado a una cama con correas y me han golpeado hasta cansarse. En grupo y relevándose. Me han tenido meando sangre a causa de las palizas. Los miras a los ojos y te dices: no os olvidaré jamás. Y el odio se convierte en tu único motor. Mi odio respira por las muchas heridas y mutilaciones que me he causado. Soy una boca inmensa, hecha solo para vomitar sobre el mundo.
»Pero en la cárcel aprendes a no precipitarte, a mantener la cabeza fría. Te lo montas para sobrevivir, te buscas la vida con chantajes o manipulando. Haces lo que sea necesario. Me oyes bien, digo que haces todo lo que sea necesario para no hundirte. No se puede vivir en una cloaca limpio y puro como una paloma de la paz. Nadie ha vencido jamás en una guerra permaneciendo siempre en una posición defensiva. Quien se limita a defenderse está destinado a ser derrotado. Yo estoy jodido, ¿no? Pues que se jodan ellos también. Y decides negarte a subir a la celda. Simplemente, dices: «No voy a subir»; y los carceleros empiezan a sudar y a ceder terreno. El motín está a punto de estallar y yo atizo mi venganza. Por favor, escucha, tú mismo te estás perjudicando y… bla, bla, bla. Yo he visto carceleros caerse al suelo, presos de un ataque de nervios. Incluso los he visto llorar de miedo. Entonces, notas en la boca del estómago una sensación de triunfo porque esos arrugados de mierda ya han perdido toda autoridad.
»¿Entiendes lo que te digo? ¿Qué vas a entender, tú? Cuando te metes en la cabeza que no puedes esperar ayuda de nadie, es que empiezas a entender de qué va esta película. Nadie podrá encadenar mi voluntad y yo siempre seré libre de rebelarme. El secreto está en aguantar el tipo, mantenerse en pie, no bajar nunca la mirada. Yo me rebelo contra todo y no me gusta que me manden. Pero no grito. ¿Por qué gritar si nadie va a oírme? Ni la comisión de derechos humanos ni la Virgen de los Desamparados van a acudir. En la cárcel te conviertes en una bestia. La alternativa es ser una bestia, una bestia que nada respeta o una sombra congelada que la soledad ensangrienta.
»¿Sabes?, la crueldad tiene algo de delicioso. Entretiene y, entonces, el tiempo de la espera parece acortarse. Manejas las situaciones y las personas como te da la gana. ¡Los médicos, los psicólogos, los carceleros son tan fáciles de engañar! Con cuatro días que pongas cara de monaguillo y te dirijas a ellos con voz respetuosa, ya creen que estás recuperado para la sociedad. Les sigues el rollo y en tu interior estás pensando: el día que te coja…
»En la cárcel hasta puedes crear tu zona de confort.La droga entra de mil maneras. Desde en los vis a vis, hasta lanzada al patio por encima del muro. Si prolongan el muro con una reja, entonces, se lanza desde un piso más alto de un edificio de enfrente. Si cubren los patios con una red, entonces la droga, puesta en bolsitas dentro de cubitos de hielo, cae cuando estos se funden. A pesar de todo, la cárcel sigue siendo una cárcel y cada día ves cómo la muerte llega puntual a por ti. Es un soplo frío que atraviesa los cuerpos, por mucho que intentes resguardarte. Lo entiendes de una vez: ¡la cárcel roba tu vida! En su interior, vivir es sobrevivir, resistir a la muerte.
»La gente se cree que los presos disponemos de todo el tiempo del mundo y, sin embargo, nuestro tiempo se agota. Veloz y sin piedad, el tiempo se marcha por la taza del váter. Cuando golpeo la pared con mi cabeza, ya no lo hago con tanta fuerza. Estoy cansado de luchar. Yo no soy de nadie. Yo soy de mí. Pero no quiero acabar como mi hermano, siempre huyendo para, al final, morir de una sobredosis. Ser un fugitivo es tener que levantar cada día el velo de espanto que cubre la ciudad y buscar un lugar en el que reposar. Aunque sea tan solo un instante. Ser un fugitivo es temer continuamente ser devuelto a la cárcel. La soledad mira por la ventana a través de los barrotes. Tengo que salvarme yo solo, porque nadie salva a nadie.
Mientras lo escucho, no puedo menos que pensar en su hermano y en lo poco que se parecían. A es más alto y fuerte. No le gusta pasar desapercibido y se hace notar. En cambio, su hermano, más inteligente, prefería estar al acecho y aguardar el momento oportuno. Pero lo que realmente les hace muy diferentes es el efecto que sobre cada uno ha producido el paso por la cárcel. El individualismo de A se mezcla con un gran resentimiento, lo que no sucedía con su hermano. Es como si en él la vida se hubiera ensimismado y luchara encarnizadamente contra ella misma. Con el hermano de A pude hablar del movimiento obrero y, aunque nunca tomara en serio mis sermones —así se refería él a mis intentos de convencerlo—, tengo que reconocer que siempre se mantuvo fiel a la asamblea de la fábrica. Estoy casi seguro de que, con A, este tipo de conversación será imposible. Para él, lo único que cuenta es su propio yo, y todo lo demás son patrañas. El querer vivir, en A no se abre a la relación con el otro. El querer vivir se ha reducido a un puro instinto de conservación.
—Yo quiero vivir. He prometido rehabilitarme y esta escuela me quiere dar una oportunidad. Me han dicho que les interesa mi caso. Por fin seré libre.
No he querido mostrarle mi extrañeza y he preferido callar. Lo he felicitado, aunque me he quedado pensativo. Cada uno de los hermanos encarna una manera de rechazar la cárcel. A firma un pacto con la vida que le asegura su supervivencia. ¿Cuánta humillación cabe en el querer vivir cuando es solamente un instinto? Su hermano, por el contrario, huyó hasta que decidió suicidarse. ¿Cuánto miedo a la vida hay en esta huida alocada? Como si hubiese intuido lo que estaba pensando, A me ha mirado fijamente y me ha dicho que no me creyera tan importante.
—Y tú, ¿de qué vas? ¿Qué inocencia crees que puede nacer en medio de la lucha de todos contra todos? El pan que tú comes está amasado con sangre. El orden de la sociedad se aguanta sobre condenas como la mía. Cuando todo es igual y uno lo sabe muy bien, la vida se desmorona poblada de traiciones y renuncias. Afortunadamente, estamos en la Escuela de la Vida, donde cada día entre todos levantamos horizontes.