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«¡Llega a ser el que eres!»

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Entramos en el salón de actos. Enseguida empezará la conferencia de un profesor muy prestigioso que forma parte del equipo multidisciplinar. El título de su disertación es: «La creatividad y la vida». Tomamos asiento en silencio y dispuestos a escucharle. Una voz lee su inacabable curriculum vitae y después él mismo se presenta.

—Voy a hablarles —nos dice— de lo que será el tema central del curso: la creatividad. Abordar esta cuestión implica responder a muchas preguntas interrelacionadas: ¿qué vínculo existe entre la creatividad y la vida?, ¿hay un solo tipo de creatividad?, ¿qué papel juegan las emociones en el proceso creativo? Empezar a dar una respuesta a estas cuestiones nos permitirá plantearnos de un modo más fructífero la gran pregunta que les ha traído hasta aquí: ¿cómo se convierte uno en creativo?

El profesor muy conocido y admirado empieza por advertirnos de que es necesario, antes que nada, olvidar, por obsoleta, la antigua concepción de la creatividad.

—En la actualidad —asegura— las personas creativas ya no tienen que rebelarse contra la sociedad, más bien al contrario, es la propia sociedad la que exige a todos ser creativos. Quien no es creativo se hunde en el anonimato y tampoco es capaz de ayudar a la sociedad. Hoy en día, creatividad e innovación coinciden. O lo que es igual, para que una idea sea creativa debe cumplir dos condiciones: originalidad y utilidad. La creatividad sigue consistiendo en desafiar la realidad establecida y proponer nuevas y mejores soluciones. La imaginación y el riesgo son, pues, consustanciales al acto de creación. El que sabe innovar es un revolucionario y, por esa razón, la verdadera revolución radica en saber adaptarse a los cambios y así ganar en competitividad.

El profesor muy conocido y admirado hace una breve pausa y, a continuación, nos insta a que ahora seamos nosotros quienes planteemos preguntas. No bien acaba de pronunciar la última palabra, M levanta la mano. Todos los ojos se dirigen hacia M, pero él, sin asomo de duda, interpela al profesor para consultarle si la creatividad puede aprenderse, o bien si es algo innato. Antes de que este tenga tiempo de responder, M empieza a explicar que la creatividad es como un músculo y que si uno se entrena, puede aprender a ser creativo. Según él, se trataría de una habilidad extendida a toda la población, si bien el contexto social determinaría, en última instancia, que dicha capacidad se despierte o permanezca apagada. Sin embargo, prosigue M, las innovaciones verdaderamente disruptivas, es decir, las que alteran sustancialmente nuestros hábitos y modos de ver el mundo, esas son privilegio de unos pocos. Después de que M haya hablado, se ha producido un silencio embarazoso y en la sala ha crecido una sensación generalizada de rechazo. M no es más que un pobre engreído. Pero ¿quién se cree que es? Yo no estoy de acuerdo. La intervención de M es aparentemente banal y, por eso, cumple muy bien una doble función. Por un lado, afirma que la creatividad puede enseñarse, lo que supone reconocer la autoridad del profesor y no tratarlo de mero impostor; por otro lado, al decir que la habilidad de crear pertenece a todos, busca congraciarse con sus compañeros, aunque desde una posición exterior y más elevada. En definitiva, M pretende una doble aprobación: ser tomado en cuenta por la instancia de poder y, al mismo tiempo, ofrecerse como mediador entre el equipo multidisciplinar y nosotros. Evidentemente, ambas pretensiones van a la par. El profesor, sin embargo, no reacciona y sigue impertérrito su clase.

—Un modelo colaborativo —afirma— incrementa la creatividad. Si tú sabes hacer muy bien una cosa y yo soy el mejor en otra, tenemos que estar dispuestos a trabajar juntos para crear una tercera cosa todavía mejor. A menudo es así. Sin embargo, no hay que olvidar que, en último término, la creatividad consiste en liberar las propias fuerzas internas. No existen reglas para lo que es, por lo menos en algún momento del proceso, consecuencia de una ausencia de reglas. Hay que alejarse del camino para encontrar un nuevo camino. El alumno creativo es necesariamente desobediente. Ahora bien, esa desobediencia que no produce, sino que crea, implica una autotransformación que puede resumirse en tres etapas. El buen emprendedor tiene que trabajar mucho. Como el camello, debe cargar con las tareas pesadas y monótonas. «Aguantar» es la palabra clave que mejor define esta primera etapa. Aguantar el menosprecio y la falta de confianza. Aguantar el fracaso que pesa como una montaña. Después, el emprendedor tiene que ponerse en pie y decir: «¡Basta!». El emprendedor es entonces el león que manda en su territorio. El león que llega donde no llega nadie porque desconoce el miedo y es libre. Ni siente conmiseración ni se alimenta de despojos. Tampoco se aferra a lo familiar y conocido, sino que convierte cada situación vivida en una oportunidad. Y, sin embargo, el buen emprendedor tiene aún que ir más lejos. En la tercera y última etapa, tiene que ser el niño que juega. Recuperar la mirada inocente y curiosa del niño. El juego de crear requiere abrir la mente y expulsar el porqué, desterrar la finalidad que, a menudo, secuestra el impulso de innovar. De esta manera, la rebeldía puede ser encauzada y hecha constructiva. El «pero» ha sido sustituido por la «y» que ya no bloquea. La «y» que une y une formando un inmenso rizoma de nuevas ideas. No debe buscarse el éxito. Hay que prepararse para poder recibirlo. Cuando uno se acostumbra demasiado a una disciplina, debe abandonarla y saltar a otra disciplina. El emprendedor que quiere saber qué es el baile, no acude a un espectáculo de baile, sino que él mismo baila. El niño juega bailando y baila jugando… Llegado este momento, creo que el profesor conocido y admirado ya no sabe exactamente qué está diciendo. En el salón de actos reina una calma extraña. Algunos de los compañeros se han dormido. Otros simulan tomar apuntes. Se han apagado las luces y el profesor se ha esfumado. De pronto, aparecen proyectadas en las paredes de la sala de actos, e incluso en el techo, escenas de la vida cotidiana. Lo más extraordinario es que las figuras humanas que hablan y se mueven tienen los rostros de los alumnos del curso. Después de la sorpresa inicial, me tranquilizo y pienso que se trata simplemente de un programa informático que permite cambiar unos rostros y sus expresiones faciales por otros distintos. Sin embargo, la sorpresa se convierte en espanto cuando, de la boca de nuestros rostros que son ajenos, ya que están puestos en el cuerpo de otros, empiezan a salir frases que reconocemos como propias. M, el compañero de curso que hace un momento ha interpelado al profesor, está hablando con alguien que parece ser una amiga.

—No, no tengo ganas de enseñar historia en la universidad o en un instituto cualquiera. Sentiría que me estoy estancando. Sería como morir lentamente. Aunque no tenga tanta seguridad económica a final de mes, prefiero la gestión cultural. Cerca de la Política, en mayúscula, aunque sin dedicarme por completo a ella, claro. Personalmente, lo que me interesa es introducir pensadores que no son conocidos, organizar cursos en instituciones de prestigio; en definitiva, estar presente en la esfera pública, pero como yo mismo. Por eso, lo que más deseo es poder formar parte del equipo pluridisciplinar de la Escuela de la Vida. Sería la culminación de mi carrera profesional y estoy dispuesto a lo que sea para conseguirlo.

La amiga a la que M se está dirigiendo en la pantalla se ha girado hacia mí. Es N, la compañera de curso con la que me he cruzado al entrar a firmar el contrato de vinculación.

—Pues yo —dice N— he tenido una vida completamente distinta a la tuya. No me interesa para nada la política, es más, pienso que la dimensión colectiva de la existencia constituye siempre una trampa para escapar del yo. Si cada uno de nosotros profundizara verdaderamente en sí mismo, la sociedad sería otra, porque ya no se alzaría sobre el miedo. Lo esencial es el trabajo sobre el propio cuerpo. Si estoy aquí es porque creo que esta escuela, al situar la creatividad en el centro de la enseñanza, me permitirá rehacerme.

En la pared opuesta, A, completamente solo y con una mirada perdida, confiesa que sí, que ha sido atracador, pero que jamás ha matado a nadie. Y que, además, ya ha pagado con muchos años de cárcel su mal comportamiento. Lo único que ahora pide a la Escuela de la Vida es que le den otra oportunidad. Nos han quitado las palabras —seguramente de la entrevista que tuvimos que pasar— y ahora estas mismas palabras retornan para decir lo más esencial de cada uno.

Con recelo, aguardo mi aparición en cualquier esquina de alguna de las paredes de la sala. Y, efectivamente, al poco tiempo me veo hablando solo mientras deambulo por la calle. La fábrica en la que trabajé como ingeniero está oculta por una espesa niebla. Parece haber desaparecido. Hubo una derrota y los trabajadores fuimos apaleados. Algunos cuerpos inertes todavía cuelgan de un horizonte caído. Yo pude escapar. Pero era difícil evitar descender por la pendiente inclinada del desencanto. En la Escuela de la Vida busco una excusa para seguir vivo y cualquiera me sirve. Lo más increíble es que este I que habla por mí, sabe más de mí que yo mismo. Sobrecogido al oír lo que yo pienso, pero nunca me atrevo a decirme, trago saliva para no escupir sobre esta vida que estrangula por compasión. Nosotros, personajes insulsos, escenificamos el paso del tiempo. El mundo de las palabras que guarda el mundo pertenece a la Escuela de la Vida.

El estruendo producido al golpear al unísono el respaldo de las sillas aumenta. Algunos alumnos prefieren golpear con los pies el suelo de madera. El abucheo contra lo que se considera una violación de la privacidad y una total falta de respeto crece. Se oyen gritos de «¡Manipulación!». Pero no todos los gritos arrastran palabras de desengaño. M se ha subido a una silla y pide silencio alegando que no es tan grave lo que ha sucedido. Desde el fondo de la sala algunos lo silban. Q, una antigua directora de un importante instituto de enseñanza secundaria —me pregunto por qué habrá escogido esta letra— y que ha venido para aprender nuevas técnicas de participación escolar, está enfadada con los que promueven el escándalo porque, según ella, están poniendo en riesgo la continuidad del curso. Pero A no se amilana y con vehemencia grita que de él no se burlará nadie más y que se resistirá a toda forma de manipulación. Poco a poco, como consecuencia de un acontecimiento inesperado, aunque no crucial, han surgido dos bandos. Yo no quiero intervenir y me limito a observar. Después de lo ocurrido, todos sabemos mejor quién es quién y —puedo afirmarlo con cierta seguridad— empezamos a conocernos mejor.

La Escuela de la Vida no ha conseguido impedir que la palabra hable y que por ella respire un cierto malestar. Lo único claro es que ha estallado un conato de rebelión contra el equipo multidisciplinar. Resulta, sin embargo, sorprendente, puesto que todos sabíamos perfectamente a lo que veníamos. El contrato de vinculación firmado el primer día, ya nos advertía de que el equipo multidisciplinar separaría con su bisturí lo bueno y lo malo de cada vida. ¿A qué viene, pues, esta protesta? Todo ha sucedido tan deprisa, me refiero a la formación de los dos bandos, que tengo una vaga sospecha, pero ni me atrevo a pensar en ello. ¿Y si la Escuela de la Vida hubiese realizado estas proyecciones en las paredes con el objetivo de analizar cómo reaccionábamos? Una voz femenina que no sé de dónde viene nos conmina a abandonar el salón de actos y a retirarnos a los dormitorios. Todo parece indicar que la dirección de la escuela está enojada con nosotros y quiere castigarnos. Creo que esta hipótesis confirma mi intuición. Un conflicto que no explota es peligroso porque no se puede controlar. Un conflicto que sale a la luz visibiliza al enemigo y puede empezar a ser reconducido. Quizá todo lo que hemos vivido ha sido premeditado para… ¡Qué absurda es esta idea! Si el equipo multidisciplinar se enterara un día de que he llegado a pensar algo así, me expulsaría inmediatamente. De hecho, merezco ser expulsado, ya que no me perdono haber concebido un pensamiento como este. En ocasiones, me asusto de mis propios pensamientos. Es inverosímil y, sobre todo, injusto, dudar de la importante función social de la Escuela de la Vida. Pero yo sé que la vida que se vive de verdad, se endurece y lentamente se convierte en madera. Entonces, puede arder y el fuego grita su soledad.

Acabo de recibir en mi hyperphone un mensaje que dice: «Escribir para mañana un ensayo comentando la frase “La vida es la vida”».

Tan cerca de la vida

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