Читать книгу La balada de la piedra que latía - Santiago Martín Idiart - Страница 6
ОглавлениеTandil, 1945
En la soledad de su cuarto de mucama, Matilde Ferreira terminaba de arreglarse frente al pequeño espejito de latón colgado en la pared. Se había puesto el vestido con flores que le había regalado la señorita Ida (siempre le regalaba su ropa usada cuando se aburría de ella) y un collar de cuentas de vidrio azul que se había podido comprar en la feria con el pago de la última quincena. Le había costado dos semanas sin ir al cine, pero le hizo tanta ilusión cuando lo vio en el exhibidor con las perlas azules, traslúcidas e irregulares largando destellos a la luz del sol, que no pudo resistirse. Le pareció una joya similar a las que usaban las mujeres a las que tanto le gustaba mirar en las fotos de “Radiolandia”, revista que hojeaba tirada en el catre de su cuartito en el tiempo libre que le quedaba después de lavar la ropa y antes de que la señora la llamara para que sirviera la cena. Cuando iba a los bailes con los vestidos de la señorita Ida y ese collar, casi se sentía una de ellas; aunque supiera que después la esperaba toda una semana de fregar pisos, lavar trastos, servir platos y lavar ropa en la casa de los Phers.
Haciendo un esfuerzo para resistir el dolor, Matilde se pellizcó fuertemente las mejillas frente al espejo. Para maquillajes no le alcanzaba, pero afortunadamente su piel, blanca y casi transparente, enrojecía con facilidad. Eso le suponía una ventaja en ocasiones como esa y una desventaja en otras: la hacía incapaz de ocultar sus emociones. Ya fuera ira, vergüenza o temor, el rubor siempre la delataba. A veces sentía envidia de su hermana Catita, morena y feúcha, pero dotada de un rostro como una máscara hierática que hacía de sus pensamientos y sentimientos un espacio inaccesible para la gente.
Cuando terminó con sus afeites tomó su saquito, su cartera, su sombrero; y salió al patio. Al atravesar la cocina, se cruzó con su padre, que tomaba mate en mangas de camisa.
—¿A dónde vas, niña? ¿Sales hoy?
—Sí, padre, vamos a ir al cine con Catita, y después a bailar.
El hombre frunció el ceño.
—¿Van a ir solas?
—No, padre. Vamos con Clarita, la chica que trabaja en lo de Blanco Villegas y con Rosita, la del doctor Alcázar. Y también va a ir su hermano, Félix.
—Ah, mejor así. Es peligroso que tantas niñas anden solas a estas horas, y Félix es un buen chaval, de mi confianza. Tiene casi tu edad… lástima que esté tostaíto, si fuera español como nosotros...aunque fuera con sangre mora…pero es hijo de india…
—¡Papá!...¡No diga esas cosas!
Don Benigno Ferreira era gallego y estaba orgulloso de sus raíces celtas que se evidenciaban en la piel blanca y sedosa, los ojos claros y los suaves cabellos castaños que su hija mayor había heredado. Como muchos otros gallegos se jactaba de ser de estirpe de “cristianos viejos”, sin una gota de sangre judía o mora, como los desafortunados andaluces que parecían beduinos del norte de África. Pero para Matilde, nacida y criada en Tandil, ese minúsculo pueblo enclavado en las serranías bonaerenses, y acostumbrada desde niña a compartir sus juegos con criollos, mestizos, dinamarqueses, italianos y vascos, esas nociones de orgullo racial carecían de significado.
—Papá, no diga esas cosas porque son muy feas. Todos somos hijos de Dios. Además, Félix es un amigo, en realidad yo no sé si me voy a casar… quién se va a querer casar con Catita o conmigo después de…
Esta vez, fue su padre quien se ofuscó.
—¡Calla, niña! ¡Ya te he dicho mil veces que no quiero escuchar hablar de aquello, cojones!
La entrada de la señora Phers al recinto interrumpió la conversación.
—Benigno, ya sé que empezó su día franco y no quiero ser abusiva. Pero Ida y Antonieta van a salir al Club Social. ¿Ya guardó el automóvil?
—Sí, señora, pero enseguidita lo saco y llevo a las niñas. Faltaba más.
Recién en ese momento, la señora Phers pareció reparar en la presencia de Matilde.
—¡Pero qué linda que estás, Matildita! ¿Vos también vas a salir?
—Sí, señora.
—Benigno, si quiere puede llevarla también a ella.
—De ninguna manera, señora. Prefiero caminar. Además no voy lejos, quedamos en encontrarnos con las chicas en la puerta del cine Colonial.
A pesar de que el trabajo era agotador, Matilde se sentía muy a gusto en esa casa. Había empezado a trabajar allí siendo niña, ayudando a su mamá en la cocina. La señora le demostraba cariño y la señorita Ida la trataba casi como a una amiga. No quería abusar.
—Como prefieras, querida. Que disfrutes el domingo. El lunes a la mañana volvé temprano, acordate de que tenemos que lustrar la platería.
—Yo mismo la voy a traer, señora. No se preocupe.
Matilde salió a la calle. Se arrebujó en su abrigo, para protegerse del viento gélido de mayo. Caminó las cuadras que la separaban de la plaza principal. Allí, sentadas al lado de la leona de bronce, estaban sus amigas. Su hermana menor, Catita; Clarita, la mucama del Dr. Blanco Villegas y Rosita, la mucama del Dr. Alcázar. Se saludaron con sincera alegría. Durante toda la semana esperaban ese día
—¿Qué película dan hoy?
—Una nueva.”La cabalgata del circo”. Trabaja Libertad Lamarque.
—Entonces debe ser linda.– Matilde consideraba a Libertad Lamarque como su actriz y cantante favorita. Tenía una foto suya recortada de Radiolandia pegada en la pared de su pieza.
—También trabaja esa otra chica, Eva Duarte... esa que dicen que anda con el coronel Perón– acotó Catita, que era la más atrevida de todas y– a diferencia de su hermana– no sentía pudor al hablar de esos temas.
—¡Ay!– dijo Clarita– quién te dice que no vamos a ver una película con la futura primera dama.
—No seas tonta, Clarita…un hombre como Perón, militar, político, no se va a casar con una mujer así– empezó a decir Rosita, pero súbitamente, advirtiendo la presencia de las dos hermanas Ferreira, calló la boca avergonzada.
—Este… –dijo, Clarita también con visible embarazo –sí, qué pavada dije, cómo va a ser primera dama si Perón nunca va a llegar a presidente…bah, eso dice el doctor Blanco Villegas, cuando habla con sus amigos, dice que a Perón le queda poca vida en el gobierno. Pero no hablemos de esas cosas aburridas, es sábado. Mirá, ahí están los chicos.
Mientras hablaban habían ido caminando y salvaron las pocas cuadras que las separaban del cine Colonial. Félix las esperaba en la puerta, vestido con su impecable traje beige de los domingos, fumando un puro que tiró al ver acercarse a las chicas.
—¿Cómo andás, hermanita?– saludó a Rosita. Una ancha sonrisa de dientes ebúrneos brilló en su rostro moreno y aindiado. –¿Y cómo están las flores más bellas de la serranía?– agregó, halagador, arrancando una sonrisa de las amigas de su hermana. Félix era un hombre rudo, curtido en el duro trabajo de las canteras, pero se hacía un tiempo para asistir a un ateneo cultural donde funcionaba un círculo de lectura, y le gustaba lucirse ante las mujeres con el lenguaje florido aprendido de los poemas de Rubén Darío y Leopoldo Lugones publicados en las ediciones económicas de Thor.
Junto a Félix, y contrastando con él, había dos jóvenes altos y elegantes de rizados cabellos rubios y profundos ojos claros.
—Ellos son Pepe y Luigi. Son unos compañeros nuevos de la cantera. Llegaron de Italia hace poco, no hablan castellano– presentó Félix.
Los italianos sonrieron, tocándose el sombrero.
—Buona sera, signorine1a –saludó el más alto confirmando lo dicho por Félix
—Pero no van a entender nada de la película– dijo Catita.
—No les importa, igual quisieron venir…escucharán las canciones. Vamos, que ya empieza.
Matilde disfrutó mucho la película. Cuando terminó, fueron todos juntos a dar una vuelta a la plaza. Los muchachos, que habían cobrado la quincena y estaban con los bolsillos dulces, invitaron a las chicas con helados y algodón de azúcar. Charlando animadamente, un poco discutiendo porque a Matilde no le había gustado nada ver a Libertad Lamarque rubia y a Clarita le parecía que le quedaba más lindo; y porque a Rosita, Eva Duarte le parecía hermosa y para Catita era una flaca tísica sin gracia, caminaron las cuadras que los separaban del salón de baile.
Cuando entraron, la orquesta estaba tocando un foxtrot. Félix invitó a bailar a Matilde, pero ella prefirió quedarse sentada un rato, tomando un refresco y contemplando a los bailarines. Repitió la invitación con Catita, que aceptó entusiasmada: era una pulga, no podía estar quieta.
Los hombres se paseaban, rígidos en sus trajes domingueros, la mayoría con los cabellos duros y brillantes por la gomina, alrededor de la pista en torno a la cual las muchachas sentadas aguardaban ser invitadas a bailar. De vez en cuando, alguno hacía un “cabeceo” para convidar a una de las jóvenes a salir a la pista. Cuando eran rechazados, se consolaban de su frustración impostando un gesto de malevo y encendiendo un cigarrillo.
Matilde era una de las más solicitadas. Bailó una pieza con Félix, y otras dos con cada uno de los italianos. En cambio, rechazó a Ramón, el hijo del dueño del almacén de ramos generales, porque– si bien no era feo– Matilde lo encontraba siempre muy jactancioso y desagradable.
En un momento de la velada, Clarita le tocó el hombro y le señaló la entrada del baile, con cara de preocupación. Matilde miró en la dirección que le señalaba su amiga y se puso pálida.
Una mujer madura y bella acababa de entrar a ese club de barrio con tanta gracia y majestad como si acabase de ingresar al más elegante salón de París. Mirando hacia todos lados, con unos hermosos ojos pintados de azul oscuro, encendió un cigarrillo con boquilla. Era la única mujer en el salón que fumaba.
Matilde se precipitó hacia ella.
—Mamá… ¿Qué hace acá?
—Hija... ¿Es esa una manera de saludar a tu madre después de tanto tiempo? ¿Qué voy a hacer? Vine a divertirme, como todo el mundo.
—¿Pero usted no estaba en Buenos Aires?
—Acabo de llegar en el tren. Me voy a quedar unos días.
—¡Váyase de acá! ¿No ve que nos pone en vergüenza?
—Vaya, vaya con la chavala… pues mira, que si nunca obedecí órdenes de los hombres, voy a obedecer las tuyas.
Catita se abrió paso entre la gente, con tanto ímpetu que casi le vuelca el vaso de caña encima a un paisano que estaba parado en el medio.
—¡Mamá, viniste! –a diferencia de su hermana, Catita tuteaba a sus padres– ¿Cuándo llegaste? ¿Cuánto tiempo te vas a quedar?
Como si fuera una niña de ocho años, intentó abrazar a su madre sin advertir que ya no podía estrecharse contra su pecho: era una cabeza más alta.
—¿Ves? Aprende de tu hermana, coño. Así se trata a una madre.
Un hombre joven interrumpió la escena.
—Perdón, señorita. ¿Me concede esta pieza?...con el permiso de sus hermanas.
Y tendió la mano hacia la señora Ferreira, que sonrió con coquetería.
—No veo por qué no. Vine para eso.
Y salió hacia la pista con gran desenvoltura, dejando a Matilde con la cara roja de indignación y vergüenza y a Catita embobada, mirando a su madre como si fuera una reina.
—Qué mirás, pajarona.
—¡Ufa! Vos siempre estás molestando. ¡Qué tenés contra mamá!
—¡Tonta! ¿No te das cuenta de que todo el mundo se ríe de papá? ¿No sabés las cosas horribles que le dicen desde que mamá se fue a Buenos Aires? ¿No escuchás a la gente, no tenés oídos?
—No me importa. Tienen envidia. Mirá que linda está mamá, y qué bien baila.
—Vos no entendés nada…¿Qué hombre se va a querer casar con nosotras ahora? ¿No ves que todos se creen que somos iguales a ella?
—No me importa. Yo no me quiero casar.
—¿Ah no? ¿Y de qué vas a vivir? ¿Te parece que vas a poder vivir para siempre en la casa de tía Beatriz?
—¡Yo voy a trabajar!
—¡Qué vas a trabajar! En todas las casas que estuviste te echaron a los tres días. ¡La última vez le tiraste una ensaladera por la cabeza a tu patrona!
—¡Esa vieja me habló mal!
—¡Te pidió que lavaras mejor la vajilla! ¡Estamos para eso, somos mucamas!
—¡Yo no voy a ser más mucama de nadie! ¡Voy a trabajar de otra cosa!
—¿Y de qué querés trabajar, vos? ¿De artista, como la Libertad Lamarque?
—De algo que no haya que estar encerrada en la casa todo el día. Yo me aburro.
—Mirá, dejá de hablar pavadas…lo único que falta es que quieras ir a trabajar con los hombres…al final tiene razón tía Beatriz, sos una machona.
—¿Y qué tiene de malo? Si ser mujer es una mierda. No te dejan hacer nada.
—Hasta hablás igual que ellos… ¡Basta, Catalina!
Cuando escuchó su nombre sin diminutivos, Catita comprendió que había traspuesto el límite de la paciencia de su hermana.
Ramón, el hijo del almacenero, se acercó interrumpiendo la conversación.
—¿Y ahora no querés bailar conmigo, Matilde?
—Ya le dije que no, señor– dijo Matilde subrayando el “señor”, molesta por el tuteo y la insistencia.
—Vamos, dejá de hacerte la decente…aprendé de tu mamá, ella sí que se divierte de lo lindo…mirala.
Y señaló a Irma de Ferreira, que se meneaba alegre al ritmo de un pasodoble con un compañero distinto al que la había sacado a la pista.
—¡Déjeme en paz!– gritó Matilde, ya indisimulablemente irritada.
Ramón retrocedió unos pasos, ofendido por el rotundo rechazo, ensayando una mueca de desprecio.
—Jua– dijo dirigiéndose a sus amigos, pero en un tono suficientemente alto como para que las hermanas lo oyeran–. Miren la facha de esta... demasiado estrecha para ser la hija de una cualquiera.
En este punto, Matilde sintió que no podía más. Con el rostro convertido en una brasa ardiente, apretó sus puños como si quisiera pulverizar un diamante en ellos, y gruesas lágrimas de ira y vergüenza resbalaron por sus mejillas enrojecidas.
En cambio, Catita reaccionó a su manera.
—¿Qué dijiste, porquería?– exclamó encarando a Ramón. ¡Repetí lo que dijiste si sos macho!.
Y, loca de furia, se abalanzó sobre el joven, que la sujetó por los brazos, riendo y burlándose de los infructuosos esfuerzos que hacía Catita para zafar del agarre y golpearlo. A esta altura toda la concurrencia contemplaba la escena, con estupor algunos y con hilaridad otros. Hasta la orquesta había dejado de tocar.
Matilde permanecía con la cabeza gacha, rogando que la tierra se abriera y la tragara.
Alguien se abrió paso a los empujones entre la multitud hasta quedar frente a frente con Ramón. Era el más alto de los italianos: Giuseppe, al que sus compañeros ya habían renombrado afectuosamente como “Pepe”.
—Lascia a questa dona, porca miseria2a
—Jajajaja…¿qué decís, tano cocoliche?– dijo Ramón jocoso, apartando a Catita con un empujón despectivo.
—Domanda scusa alle signorine…3a
—¿Qué? Hablá en cristiano, que no se te entiende nada, gringo patasucia.
Apelando a un lenguaje universal, el italiano sacó un potente cross de derecha que impactó sobre el mentón del impertinente almacenerito, el cual sintió que sus rodillas se aflojaban y su visión se nublaba. Cayó al piso.
Mientras algunos asistían al herido, el grupo de las hermanas Ferreira y sus amigos enfilaba hacia la salida. Entendían que había llegado el momento de irse. Irma se acercó a sus hijas, compungida, y las besó. Primero a Catita y después a Matilde, que aun reticente aceptó el beso.
—Cuídate niña. Mañana hablamos en casa de tía Beatriz–. Y a usted, buen mozo, –dijo dirigiéndose a Giuseppe– no tengo palabras para agradecerle.
—Bah… si yo hubiese sido hombre, le habría pegado más fuerte– refunfuñó Catita.
—¿Podrías dejar de ser tan insolente, Catalina?… señor, –dijo, clavando en los ojos azules del italiano sus profundos ojos color miel–.No sé si me entiende –dijo esforzándose por modular bien– pero le estoy profundamente agradecida.
—Una mujer con unos ojos como los suyos, no necesita las palabras, señorita– dijo Giuseppe en voz baja y en un sorprendente buen castellano.– Y acercándose al oído de Matilde, agregó– y no lo olvide nunca: su madre no es una cualquiera. Es una mujer libre.
1a Buenas noches, señoritas.
2a Suelta a esta mujer, miserable.
3a Pide disculpas a las señoritas…