Читать книгу La balada de la piedra que latía - Santiago Martín Idiart - Страница 8
ОглавлениеDespués de misa (Tandil, 1945)
La misa de once en Santa Ana se le hizo a Matilde eterna. Dos veces miró disimuladamente hacia la puerta, ocultando la cara con su mantilla. Hasta que Rosita, que estaba a su lado, comprendiendo el motivo de la inquietud de su amiga, le susurró:
—No busques a Giuseppe, que no va a venir–. Y en tono aun más confidencial, acercando casi sus labios al oído de su amiga, murmuró:
—Es socialista.
Una vez más, la mantilla le vino bien a Matilde para disimular su rubor. Se sentía pillada en una falta.
Para colmo de males, el nuevo párroco que ocupaba el curato desde el fallecimiento del padre Chienno, el joven e impetuoso padre Asís parecía haber adivinado la turbulencia de los pensamientos de Matilde y haber compuesto la homilía especialmente para ella.
—Queridos hermanos…nuestra patria está viviendo horas dramáticas. La amenaza de esas ideologías foráneas, ajenas a nuestra idiosincrasia y tradiciones cristianas, no ha cesado. Hombres sin patria ni Dios, animados por el espíritu de Satán penetran en los hogares más humildes con su prédica ateísta y disolvente. Como en los primeros días de la humanidad, la mujer resulta el blanco predilecto de la seducción demoníaca. La nueva serpiente roja está al acecho del pie de la mujer argentina, para inocular en ella su mortífero veneno. Busca arrebatarla de su ámbito natural, el hogar y la familia, para así apoderarse más rápidamente de los hijos, despojados de la protección materna.
Matilde apretó contra su nariz y sus sienes un pañuelo mojado en colonia. A pesar del frío de mayo, se sentía acalorada, mareada y descompuesta, casi al borde del desmayo.
Cuando por fin salieron, mientras cruzaban la plaza del hospital Rosita dijo que su hermano Félix, junto con Giuseppe, Luigino y otros trabajadores de la cantera iban a estar reunidos en la Biblioteca Alberdi, donde se iba a representar una pequeña obra de títeres.
—Podemos ir…es acá cerca.
—Yo no quiero– dijo Matilde–. Quedé en volver temprano a casa, para ayudar a la tía a hacer unos quehaceres.
—¡Yo sí quiero! –dijo Catita –¡No seas pajarona, Matilde, es domingo! ¡Trabajás toda la semana, vamos a hacer algo divertido!
Matilde fingió disgusto... pero no le costó mucho dejarse convencer.
La Biblioteca y Centro Cultural Alberdi quedaba a pocas cuadras del Hospital y de la capilla Santa Ana, así que llegaron enseguida. Entraron en una sala donde había muchos libros, y varios hombres sentados alrededor de una mesa con libros. Matilde conocía a casi todos, eran trabajadores de la cantera cercana a la Movediza. Estaba Félix, y también los italianos.
—Tomen asiento, compañeras– saludó el hombre que parecía estar dirigiendo la reunión–. Estamos en nuestro círculo de lectura. Ya terminamos. Pueden participar si quieren.
Estaban leyendo una novela rusa, llena de nombres extraños, cuya trama a Matilde le resultaba francamente aburrida, pero que muchos de los presentes comentaban con entusiasmo. Para evitar bostezar y parecer maleducada, Matilde se levantó y trató de alejarse lo más sigilosamente fingiendo que trataba de ubicar el baño. Abrió una puerta en la biblioteca, y salió a un patiecito interior.
—A mí también me aburren esos “romanzo” rusos, signorina. Los racconti de la mia terra son más divertidos.
La joven se volvió para ver quién había hablado, pero ya sabía que era Giuseppe.
—¿Por qué finge no hablar nuestro idioma?
—Para ascoltare más cosas… la gente dice cosas interesantes cuando creer que uno no los capisce.
—Eso es muy deshonesto de su parte.
—Ma…deshonesta es la gente que habla de uno a sus espaldas...o cuando cree que uno non capisce... “tano bruto”… “cocoliche”– bajó la voz– lo que le dijeron a su mamma anoche...
—Usted se burla de mí.
—De ninguna manera. Aquí no hacemos esos juicios sobre las mujeres que han decciso fachere su vida, al margen de los mandatos arcaicos que....
—Por favor, no siga. Yo soy católica. Estoy aquí por mis amigas.
—Benditas sea sus amigas, Matilde. A mí me piacce tanto que haya venido…me piace moltisimo la sua presenza.
Giuseppe dio un paso hacia la joven. La inquietante cercanía de su cuerpo y su perfume le hacía perder el hilo y obligaba a sus palabras a fluir en su lengua materna…la muchacha, por su parte, no oía ya nada, arrobada en la contemplación de los ojos zafiro del italiano y en el aroma a loción que exhalaba su rostro perfectamente afeitado. Entrecerró sus ojos para aspirarlo mejor, pero igual pudo adivinar que la boca del hombre se acercaba a la suya.
El beso no pudo concretarse porque el sonido de la puerta los interrumpió. Sobresaltada, Matilde volvió a toparse con la presencia menos esperada. Otra vez su madre.
—Sí, sí, ya sé, me vas a preguntar qué hago aquí. Pues para que te lo sepas, estoy invitada como todo el mundo. Vengan, que ya empieza el retablillo de los títeres…y después tenemos que conversar tú y yo.
En un retablo improvisado en la biblioteca, una vez corridas las mesas y guardados los libros, se improvisó la función de títeres. Trataba acerca de un malvado “patrón” personificado por una marioneta con traje, que atormentaba a los obreros, personificados por unas marionetas con mono azul, ayudado por una marioneta vestida con trapos púrpuras, que personificaba a un obispo. Todo terminaba con una huelga en la que los obreros terminaban echando al abusivo patrón, adueñándose de la fábrica y poniendo al pérfido obispo a trabajar junto con ellos. Los niños presentes en el auditorio se rieron mucho al ver al personaje de púrpura llorar y rezongar por tener que cargar una pesada viga. Cuando terminó la función, Irma y Rosita repartieron pastelitos de membrillo y tazas de chocolate entre la concurrencia.
—¿Quieres uno? – dijo Irma tendiéndole un pastelito a Matilde.
—No tengo hambre.
—Anda, niña…los he hecho yo misma…cuando eras pequeña te gustaban tanto mis pastelillos…
Matilde se encaró firmemente con su madre.
—Cuando era pequeña, lo que me gustaba es que estuviéramos los cuatro juntos…
Irma dejó la fuente de pastelitos arriba de una mesa, y se quitó el delantal que se había puesto.
—Hala…acompáñame a dar un paseo.
El atardecer ya empezaba a pintar de rosa el cielo, cuando las dos mujeres salieron a la calle. Dieron una vuelta por la plaza del Hospital y se sentaron bajo la pérgola.
—Matilde, hija… ya eres toda una mujer…no es posible que no me comprendas.
—Para usted es muy fácil, mamá, porque se fue y listo. Pero no sabe lo que hemos tenido que pasar mi papá, Catita y yo desde que usted tomó la decisión de marcharse.
—Hija, no fue nada fácil. Nada es fácil para una mujer en este mundo. Yo ya no amaba a tu padre…en realidad, no sé si lo amé alguna vez…pero era muy jovencita, éramos muy pobres, mis padres y los padres de Benigno se conocían desde cuando vivían en España…y ellos decidieron que nos teníamos que casar. En ese momento ni se me ocurrió negarme. Mi madre me dijo que era así, que las mujeres teníamos que aprender a conformarnos con el marido que nos tocara, que nada podía ser peor que quedarse soltera, que mientras tus padres viven, estás bien pero cuando llegás a vieja, te comen las moscas.
Matilde no supo qué replicar. Era lo mismo que le había dicho su tía Beatriz una y mil veces, y lo mismo que ella le trataba de hacer entender a Catita.
—Nos casamos con tu padre, y empezamos a trabajar en la casa de los Phers, él como chofer y yo como cocinera. Y creí que toda mi vida iba a ser así. La verdad que no me podría quejar de tu padre, es un hombre bueno. Pero entonces lo conocí a Hugo y… ¡Hostias, niña! Me di cuenta de que el amor es otra cosa…
—No creo conveniente escuchar detalles, madre– repuso Matilde con gran dignidad – recuerde que soy virgen.
—Yo también lo era cuando me casé tu padre– respondió Irma –. Y lamenté no serlo cuando apareció Hugo en mi vida. Debe ser hermoso entregarle la virginidad al hombre amado. Ese es el único consejo que te puede dar esta vieja. No cometas el mismo error que yo, hija, –enfatizó oprimiendo la mano de la muchacha– sé siempre fiel a tu corazón.
—¡Mamá! Qué dice...yo no pienso en esas cosas.
—Hummm…que yo no he nacido ayer ni antes de ayer, chavala. ¿Crees que no te vi cómo estabas en el patio con ese italiano?
Las mejillas de Matilde se cubrieron de rubor una vez más.
—No te abochornes, niña…me gusta ese muchacho. Es muy trabajador y culto…no creas lo que te dicen los curas, hija. Los socialistas no somos mala gente.
—¡Mamá! ¿Usted también se metió a socialista?
—En Buenos Aires, con Hugo, empecé a ir a las reuniones. Conocí a la Dra. Alicia Moreau de Justo. Si la oyeras, hija mía, qué mujer. Cuántas cosas sabe. Y cómo nos defiende. Ella dice que las mujeres tenemos que educarnos. Mira, yo me puse a estudiar de noche, y ya estoy por terminar sexto grado. No voy a llegar a ser doctora como ella, pero tampoco voy a morir siendo una bruta que trabaja como mula de la mañana a la noche. Al final, mi madre era maestra en España, yo te he contado. Si ella pudo, nosotras también podemos estudiar. No con curas, como mi madre, que por suerte aquí hay escuelas públicas y bibliotecas populares.
—Pero yo soy católica, y quiero seguir siéndolo.
—Nadie dice que no puedas. Sólo que no te confíes en todo lo que dicen los curas. Mira, ahora con el Partido Socialista, estamos luchando por el divorcio, para que las parejas como Hugo y yo no tengamos que vivir siempre a escondidas. El amor no puede ser un delito ni un pecado, y una tiene derecho a equivocarse y rehacer su vida. También estamos luchando porque todos los trabajadores podamos tener una jubilación. Así no tenemos que estar pensando en casarnos y tener hijos para que nos cuiden en nuestra vejez. Todos, no solamente los empleados de comercio y los maestros. Nosotras, las mucamas, también. No somos esclavas.
—Dicen que el coronel Perón está de acuerdo con eso– dijo Matilde, rememorando conversaciones entre su patrón y los doctores que solían participar de veladas en la casa-. Y que hasta va a dejar que las mujeres votemos.
—Sí, pero la Dra. Alicia dice que no debemos confiar en él. Dice que es un militar fascista, que era amigo de Mussolini.
—La chica que trabajaba en la película que vinos anoche, dicen que anda con él.
—¿Libertad Lamarque? ¡No puede ser! Si es anarquista…
—No, la otra. Eva Duarte.
—Ah, esa puede ser.
—¿Los anarquistas están con ustedes?
—En algunas cosas sí y en otras no. Pero yo no sé explicarte tanto, recién estoy aprendiendo. ¿Vamos volviendo? Nos deben estar echando de menos. Te aviso: le voy a pedir al italiano que venga a cenar con nosotros esta noche, en la casa de Beatriz. Así que vuelve temprano, y ponte guapa– concluyó Irma, guiñándole un ojo a su hija.
Beatriz del Carmen de Bravo vivía en una casa cercana a la Movediza. Su esposo, Lucas Bravo, también se desempeñaba en las canteras. Beatriz y Lucas no habían tenido hijos propios, así que habían acogido con gran alegría en su casa a sus dos sobrinas, cuando sus padres se conchabaron para trabajar “cama adentro” en la casa de los señores Phers. Cuando, pasado un tiempo, su hermana se presentó en la casa para reclamar a Matildita para llevarla como ayudanta a la casa de los patrones, Beatriz sufrió mucho, pero lo disimuló: sabía que era lo mejor para ella. La muchacha le había salido buena y diligente; aprendería rápidamente las labores de mucama, cocinera, lavandera, planchadora o cualquier oficio que le permitiese ganarse la vida hasta que encontrara un marido y formara su propia familia. Cuando Irma pateó el tablero fugándose con ese rojo, Beatriz se congratuló de esa decisión. Ahora sí sería muy difícil encontrar en el pueblo a un hombre que se atreviera a desposar a las muchachas. Ninguno querría repetir la historia de su pobre cuñado Benigno, quien no podía ir a la taberna a beber un trago sin que los borrachos lo mortificasen, iniciando en voz alta conversaciones jocosas acerca de bueyes y ciervos o haciendo la señal de los cuernos cuando entraba. Ya varias veces Lucas se había tenido que liar a golpes con varios deslenguados para defenderlo, ya que Benigno se pasaba de pusilánime.
—Tuvo que aprender a manejar y meterse a chofer porque no le daba la sangre para picar piedra en la cantera– solía decir Lucas –. No me extraña que le hayan birlado a la mujer.
Beatriz compartía esta opinión con respecto a la escasa prestancia viril de su cuñado, pero no podía dejar de pensar que su hermana había obrado de manera egoísta y desconsiderada, exponiendo a sus hijas y a toda la familia al escarnio social.
“¡Si nuestros pobres padres vivieran!” le dijo la única vez que se lo reprochó.
Sí, era una suerte que Matildita, por lo menos, tuviera un oficio con el que defenderse en la vida. Mientras estuviera sana y fuerte, no iba a pasar hambre. En cambio Catita le preocupaba mucho. Entre su carácter explosivo, y su nula capacidad para las labores femeninas, quién sabe lo que iba a ser de esa niña. Beatriz estaba decidida a plantear firmemente el tema en la cena dominical.
Irma pagó la hospitalidad de su hermana preparando un pollo a la portuguesa con papas. Era la receta de su madre, pero Beatriz nunca había logrado que le saliera como a ella, Irma siempre tuvo mejor mano para la cocina. Beatriz no se atrevió a negarle a su hermana la entrada a su casa, pero le pidió que por favor viniera sola. En la breve conversación telefónica que tuvieron, Irma le dijo que se quedara tranquila: Hugo tenía trabajo en Buenos Aires, de todas maneras no la podría acompañar.
A las nueve todo estaba dispuesto para la cena. Había que comer temprano, porque al otro día tocaba regresar al trabajo. Giuseppe se presentó trayendo una botella de vino, para compartir con don Lucas y un postre de crema para las damas.
La cena transcurrió alegremente. Los hombres hablaron de las canteras, de los compañeros y del patrón. Las mujeres, de las novedades del cine: Catita y Matilde se atropellaron para contarle a su madre y tía el argumento de “La Cabalgata”. Hablaron de la iglesia. Catita dijo que no le había gustado el sermón porque el nuevo cura gritaba mucho. Irma dijo que no podía creer que esa sabandija de Luis Asís, que cuando era chico se la pasaba tratando de atisbarles los tobillos a las muchachas, ahora fuera cura, y de los más ortodoxos.
—No haber estado yo en esa misa…le iba a recordar un par de cosillas.
—Hermana, creo que ya has hecho lo suficiente– repuso Beatriz cortante.
—Mamá, tiene razón– acotó Catita –. Ese cura la tiene con las mujeres.
—Bueno, que va, es su deber velar por la decencia. Para eso es el cura. Y hablando del tema: aprovechando que está tu madre, debemos hablar de tu futuro.
Catita sintió el desvío de su tía como una emboscada desleal y prefirió llamarse a silencio.
—Irma, sabes que a Lucas y a mí nos encanta tener a las niñas con nosotros. Son las hijas que no tuvimos. Pero nosotros no vamos a estar toda la vida. Y Benigno y tú, tampoco. Con Matilde no hay problema, ella está bien colocada en la casa de los Phers. La señora confía en ella, ya es prácticamente un ama de llaves. Pero Catita…
—¡Yo qué!– estalló la muchacha.
—¡Catalina, no interrumpas a tu tía!– la amonestó severamente Lucas.
—Pues que no tienes cabeza para nada…de las tres casas en las que estuvo, me la devolvieron diciéndome que es una insolente.
—Viejas de mierda…
—¡Catalina, cuida tu lengua en la mesa!– dijo Lucas golpeando colérico la tabla.
—Quise enseñarle a coser pero no hay caso…
—¡Es muy aburrido!
—A ver, niña, –dijo Irma – ¿qué es lo que te gustaría hacer?
—A mí me gustaría estar al sol…ir y venir…sentir el aire en la cara, la aventura… .¡Como ustedes en la cantera!
Los hombres rompieron a reír ruidosamente y las mujeres se le sumaron.
—Pero qué chavala de los cojones– dijo Lucas. La gracia de la ocurrencia de su sobrina le había dispersado el enojo –. Tú no tienes idea de cómo es el trabajo de las canteras. Mira como tengo yo las manos– dejó los cubiertos y mostró sus manos deformadas, hechas un muestrario de callos–. Y Pepe tiene lo suyo también. Tú no puedes trabajar en las canteras, niñata. Ninguna mujer puede.
—Vos no podrías ni sostener la martelina, pava– dijo Matilde; y Catita le sacó la lengua.
—¿Puedo opinar? –preguntó tímidamente Giuseppe secándose la boca con la servilleta.
—Como no, amigo. Usted es nuestro invitado, puede decir lo que quiera.
—Según pude observar– y diciendo esto, le hizo un guiño cómplice a las dos hermanas– la señorita Catalina tiene mucha fuerza, más que una donna cualquiera. No para la cantera, claro. Pero sí para algunos trabajos de estiba que se hacen en el ferrocarril. De hecho, en Europa hubo muchas mujeres haciendo ese lavoro, en estos últimos años, porque todos los hombres estaban en el frente de guerra. Puedo hablar con los compagni de la estación para que la tomen a prueba. Y mientras tanto, puede venir a la biblioteca a estudiar para terminar la scuola. Así más adelante, puede conseguir un trabajo de escritorio.
Catita empezó a aplaudir, alborozada como una criatura.
—¡Yo quiero eso! ¡Tía, tío, yo quiero eso!
—Creo que no habrá problema– dijo Lucas –. Siempre y cuando la cuiden.
—Pierda cuidado, signore.
Terminado el postre y el café, el “tano” anunció que se retiraría. Si bien trabajaba en la cantera, su casa quedaba lejos, en el Barrio de la Estación, y andaba en su bicicleta. Matilde salió a despedirlo a la puerta.
La noche de la Movediza era profunda y estrellada, y todavía no habían empezado los fríos de junio. Con una mañanita cubriendo sus hombros, Matilde se aventuró a acompañar a Giuseppe unos pasos hacia la ruta.
—No sé como agradecerle lo que está haciendo por mi familia.
—Yo creo que sí, lo sabe– le dijo el tano sonriendo.
Casi en estado de trance, Matilde se dejó abrazar por el hombre y permitió que los labios de él buscaran los suyos.
Una lechuza aleteando en lo alto de un eucalipto fue el único testigo del beso, primero tímido y después apasionado, que intercambiaron los jóvenes.