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I

SUBIDA AL MONTE PANO

“Almendrones”, así es como llaman en todos estos pueblos del valle de Tena y del río Aragón a los turistas de Zaragoza. Supuse que aquellos hombres que me miraban desdeñosamente me habían identificado ya como uno más de esos almendrones insensatos que tanto trabajo les dan a ellos y a la guardia civil perdiéndose en la nieve con sus raquetas de alquiler o despeñándose por las cortaduras de los puertos.

Siguieron impasibles acodados en la barra, apurando sus carajilllos en aquella atmósfera cargada de tabaco y tedio invernal y tuve que volver a preguntar:

–¿Pueden decirme dónde se coge la senda para subir andando a San Juan de La Peña? —Era una pregunta sencilla, pero sólo cuando la máquina tragaperras hubo concluido sus melodías insinuantes el hombre que la manipulaba se dignó a volverse hacia mí:

–Hoy no se´n sube al monasterio; ¿no has visto la nevada que ha caído? Se ha tirado toda la noche sin parar hasta hace nada. Estamos incomunicados; más te caldría haberte quedado en casa –y siguió alimentando a la insaciable máquina.

Verdaderamente era una nevada de las que abren telediarios; hacía un buen rato que había dejado Jaca sumida en el caos; con el puerto de Monrepós cerrado a primera hora de la mañana y conduciendo detrás de la quitanieves, había llegado hasta el cruce de Santa Cruz de la Serós. A partir de ahí, rodando a menos de 20 Km/hora, había conseguido abrir huella por la nieve virgen de la carretera hasta la iglesita de san Caprasio que me pareció un buen sitio para dejar el coche durante unos días.

–No voy al monasterio, sino a la pradera, a la casa de los forestales, trabajo allí; soy autónomo y no puedo perder un día de trabajo. Además si no acabo antes de Navidad no me pagan.

Después de aparcar al abrigo de la ermita milenaria, mientras caían los últimos copos, había cargado la mochila con la compra del día anterior: Un bote grande de azul ultramar, otro pequeño de amarillo de cadmio de una marca muy cara pero que cunde más que el barato, dos brochas medianas, pinceles, una alargadera... y cinco kilos de frutas y verduras frescas. La semana anterior había podido subir con el coche para abastecer la casa de los forestales con víveres y todo lo necesario para pasar allí al menos tres semanas.

Al ver mi determinación uno de ellos, más joven, se limpió con el revés de la mano y tomó la palabra sin volverse.

–Pues tienes para rato si esperas a que la quitanieves llegue hasta ahí arriba...sí que podrás subir por la senda –dijo mirando al de la tragaperras–. Aquí abajo, donde el barranco dobla, verás una pista forestal; tiras cara arriba y enseguida, a mano izquierda, te sale una senda entre los pinos –Salió conmigo y me indicó desde el porche dónde quedaba la revuelta del torrente.

–Venga, suerte; y si pierdes el camino sigue a los perros.

No entendí aquello, pensé que era algún dicho de la comarca y me despedí dándole las gracias mientras bajaba hacia el río hundiéndome en la nieve.

En la otra orilla se abrían, en efecto dos caminos; un estrecho sendero que se internaba en el bosque y otro que moría en una borda de la que salieron ladrando tres perros: Cuando vieron que tomaba la empinada trocha del monte se tranquilizaron y comenzaron a olfatearme curiosos y a mover el rabo tan contentos de encontrar entretenimiento en aquel día en el que el valle entero estaba paralizado, aletargado bajo el hechizo blanco de la nieve.

El macizo de San Juan de La Peña ofrecía un aspecto imponente aquella mañana, elevando sobre las casitas de Santa Cruz sus fantásticos farallones rocosos a los que se aferraban los pinos con sus desnudas raíces y las ramas retorcidas por vientos y heladas cubiertas de blanco. De los cantiles más escarpados se descolgaban tremendas estalactitas de hielo como cascadas interrumpidas en su caída. “Un mundo de peñascos espirituales revestido de un bosque de leyenda” como había escrito Unamuno después de haber recorrido, seguramente, este mismo sendero... claro que él tenía un sueldo fijo y podía venir aquí y escribir cosas lindas y pensar en la vida y en la muerte... Pero yo subía a La Peña con un encargo muy preciso: pintar un mural en el centro de visitantes; y tenía que estar acabado antes de Navidad, pues en la administración había que justificar gastos y facturas antes de fin de año.

La fuerte subida me había hecho entrar en calor y tras alcanzar un claro del pinar, encaramado sobre las rocas, me detuve un instante para recobrar el aliento mientras contemplaba un panorama de espectacular belleza: Hacia el norte cerraban el horizonte las moles de Peña Blanca y Peña Telera, separadas por aquel collado donde, hacía casi 20 años, nos habíamos hecho una foto memorable con la tropa de scouts mientras buscábamos el paso de Acumuer hacia Piedrafita de Jaca. Ahora se alzaban cubiertas de nieve que brillaba blanquísima bajo un sol que asomaba tímido entre las nubes. A la izquierda Collarada, que había presidido durante tantos años nuestros campamentos de verano y nuestros desvelos con aquellos niños tan difíciles de la Fundación Ozanam, y el altivo pico de Aspe y las alturas de Candanchú, hacia el ibón de Estanés... Por allí había transcurrido mi última travesía con los chicos de secundaria, cuando todavía era profesor en las salesianas.

El crujido de la nieve bajo las botas y el tintineo de las hebillas de las polainas me recordaban otros tiempos y otras ascensiones bien distintas, con muchos amigos, risas y guitarras y anécdotas divertidas. Por aquel entonces había que dar grasa a las botas para impermeabilizar la piel... Pero esta vez eran la voz silenciosa del bosque y la soledad sonora del roquedo las que empezaban a calar en mi alma, aunque yo entonces no me daba cuenta... Pues los pensamientos se me iban hacia atrás, hacia aquellos años de aventuras o me empujaban hacia el futuro inmediato, hacia la urgencia de mi trabajo en las paredes de la casa de forestales.

Me había propuesto estar allí antes de mediodía y reanudé la marcha, precedido por los perros de la borda que, al parecer, habían decidido acompañarme monte arriba. Lo primero sería poner en funcionamiento la calefacción y desplegar ordenadamente todo el material para poder pasar la tarde trabajando... aunque ni siquiera tenía un boceto o una idea previa de lo que iba a pintar.

La propuesta de aquel encargo y el plazo de su ejecución me habían llegado antes del verano, cuando la pradera “de arriba” se cubre de narcisos y el monasterio “de abajo” recibe a todos esos turistas que lo convierten en el monumento más visitado de Aragón después de la basílica del Pilar. Pero había que esperar a que el documento de pedido fuese firmado por todos esos cargos de las empresas “públicas” que desangran las arcas del reino y entorpecen el funcionamiento de la ya poco ágil administración autonómica. Así comenzó aquel folio un azaroso periplo, pasando de un despacho a otro, reposando sobre mesas de diseño durante semanas hasta que algún imprescindible personaje volvía de sus vacaciones o se decidía a tramitar aquellos escritos cuyo contenido y significado desconocía. Cada vez que llamaba por teléfono a Olga, me pedía calma y paciencia... y me insistía en no comenzar el trabajo hasta que me llegaran los papeles debidamente cumplimentados. Olga es una de esas buenas personas que humanizan la administración y saben aliviar con solicitud afectuosa a quienes caen atrapados entre los engranajes de su burocracia monstruosa.

–No empieces a pintar, Santiago; espera un poco más que el pedido va en firme, que sí que yo creo que lo pintarás tú.

Yo no podía saber si el encargo se le había pasado a otro pintor amiguete de alguien o si la Diputación lo había rechazado o si había cambiado de opinión algún viceconsejero...Y se iban pasando los meses.

–Pues… ¿a qué hay que esperar?

–La hoja de pedido está en camino, en un despacho; esta semana he pasado por allí un par de veces y lo he visto.

–Que has visto ¿a quién?

–El papel, he visto el papel; la puerta tiene un cristal muy grande que da al pasillo y cuando paso por ahí lo veo encima de la mesa, el primero del montón… aunque últimamente nunca hay nadie en ese despacho.

–Y entonces…

–Oye, podemos ir mirando lo de tu alojamiento; lo mejor para ti sería una habitación en la hospedería del monasterio de arriba. Como trabajador de la D.G.A., te harían un precio especial, ¿te parece?

Y así se marchitaron los narcisos y maduraron las moras; cayeron las primeras lluvias, brotaron los rebollones y los arces se tiñeron de amarillo cadmio. Las rosadas del amanecer cubrieron de escarcha los escaramujos y el claustro del monasterio corrió su velo de brumas. En las noches de helada brillaron las pléyades tiritando de frío y de las umbrías rocosas comenzaron a descolgarse entre el musgo pequeños carámbanos.

Fue entonces, a finales de noviembre, cuando recibí simultáneamente la orden de comenzar mi obra y la de terminarla antes de las navidades. Por esas fechas los turistas se hacen tan escasos, incluso en los fines de semana, que la hospedería había cerrado sus puertas... Aún consulté por internet un par de albergues en Santa Cilia y una casa rural en La Serós, pero el macizo de La Peña, el milenario “Monte Pano” impuso sus condiciones. Pronto aprendí que cuando alargan las noches las previsiones y proyectos dependen más de los caprichos de la montaña que de las programaciones que puedan planearse desde Zaragoza.

Reemprendí la marcha avanzando penosamente, llegándome la nieve casi hasta las rodillas mientras me adentraba en el pinar… pero los perfiles de la senda no eran claros; es más, de pronto tuve la certeza de que no estaba en el camino. Descendí ladera abajo hasta ver las trazas de una trocha que se abría paso entre los bojes cubiertos de blanco y comencé a remontarla. Pero otra vez se perdía entre rocas y espesuras nevadas. Me detuve escuchando el silencio del bosque y mi propia respiración; debía ser prudente y no llenar de huellas aquel paraje para, por lo menos, volver sobre mis pisadas hasta Santa Cruz de la Serós.

No pude sino recordar aquella noche, años atrás, cuando en los oscuros bosques de abetos de los Alpes quise atajar cruzando el valle para regresar a la cartuja donde me alojaba. La nieve era tan profunda que apenas avanzaba y la tarde iba cayendo. De improviso me topé con un jabalí hundido como yo hasta los corvejones… al verme tan cerca comenzó a revolverse con gran agitación y a puro nervio logró salir entre sacudidas y terribles gruñidos antes de perderse en la oscuridad dejándome sobrecogido… Ya era noche cerrada cuando llegué exhausto y empapado a la iglesia donde estaba concluyendo el oficio de vísperas. Nunca me había parecido tan aromático el incienso ni tan melodiosa la salmodia gregoriana ni tan cálidas las llamas de los cirios arrancando destellos del oro de los iconos…

Pero en san Juan de la Peña ya no se cantan salmos ni se quema incienso; no me esperaba nadie, así que no podía mojarme los pies ni dejar que anocheciera…No debería estar lejos del punto donde había perdido el camino y seguí descendiendo; en efecto, retrocedí hasta reconocer aliviado el claro donde había estado contemplando el paisaje y siguiendo mi rastro me fijé súbitamente en el de los perros… ¡los perros! ¿dónde estarían? ¿en qué punto se habían separado nuestras huellas? Les llamé con un par de silbidos y enseguida aparecieron trotando alegremente a mis espaldas. Su presencia amistosa me reconfortó, pero enseguida se volvieron por donde habían bajado y otra vez corrieron contentos bosque arriba. Entonces lo entendí: “sigue a los perros” me habían dicho en el bar. Comprendí que tenían la costumbre de acompañar a los excursionistas y con sus idas y venidas me estaban marcando el sendero hacia el monasterio románico.

No tuve que seguir mucho tiempo a mis guías para llegar ante un enorme cartel que daba la bienvenida al “Paisaje Protegido de San Juan de la Peña y el Monte Oroel”. A partir de ahí fui encontrando a cada paso letreros que surgían de la nieve y daban prolija cuenta de las características geológicas del entorno o de la fauna y la vegetación que podría contemplar el visitante… o bien de todas aquellas actividades y comportamientos que se le prohibían. Muchos de ellos estaban ilustrados con mis acuarelas, dibujos cuyos derechos había cedido un poco ingenuamente a la administración y que ahora me indicaban el camino.

Así llegué hasta la bifurcación, perfectamente señalizada, para subir hasta el monasterio viejo, el románico, o hacia el nuevo, en la “Pradera de San Indalecio”, mi destino. ¿Quién fue San Indalecio? ¿Por qué un paraje tan apartado e inhóspito había atraído desde tan antiguo a ilustres personajes? ¿O acaso había sido este lugar el que los había hecho ilustres? Sumido en estas reflexiones afronté los últimos repechos mientras el cielo se iba despejando y el sol se filtraba entre las ramas de los árboles que ya goteaban o se descargaban de improviso de su blando peso.

Por fin el bosque se abrió y salí a la pradera; estaba deslumbrante, radiante de blancura, y me pareció aún más grande y más bella de cómo yo la recordaba. No muy lejos, cuatro o cinco corzos escarbaban con los hocicos en busca del pasto oculto; aunque me quedé absolutamente inmóvil para no asustarlos debió llegarles mi olor y entre ásperos gritos de alarma alzaron sus cabezas mirándome fijamente antes de emprender la carrera; el espesor de la nieve les obligó a dar grandes saltos en una hondonada y más adelante rompieron a su paso la costra de la charca entre salpicaduras y cristales de hielo, para correr a refugiarse en la discreta penumbra del pinar.

Sólo sus menudas pezuñas habían hollado la nieve recién caída y casi con respeto, como si mis pisadas comenzaran a escribir un nuevo capítulo de mi vida en aquella blanca página, me adentré yo también en la llanada.

El trazado de la carretera, totalmente oculta, apenas se dejaba adivinar por algunas señales de tráfico… por eso la pradera me había parecido tan grande. También la imponente fábrica barroca del monasterio nuevo alzaba con más solemnidad sus torres gemelas en aquella soledad sin turistas; “mi” casa, situada en el centro de aquella extensión inmaculada, se veía diminuta pese a sus dos plantas y al jardincillo delantero cerrado con una graciosa cancela.

Dentro el frío era helador; busqué los diferenciales de la calefacción, puse el termostato a 20 grados y cogiendo un cartón para sentarme encima, salí otra vez al zaguán de la casa, limpié de nieve el poyo y allí, al sol, tomé posesión de la plaza.

Sabía que no había nadie más que yo en toda la montaña; la nieve y el silencio me apartaban del mundo mucho más que la distancia que pudiera separarme de Jaca y su centro comercial, sus coches y sus semáforos. ¡Qué lejos quedaba Zaragoza y los despachos de la administración, los pisos de moqueta y sus plantas de interior! Los viceconsejeros, secretarios, consejeros y asesores estarían ahora en la cafetería con sus trajes, sus tabletas y sus corbatas, dándose palmadas en la espalda y regocijándose por los últimos vídeos que aquella mañana de duro trabajo habían circulado por la red. Pero todo aquello se iba difuminando en mi conciencia y ante mí adquiría una realidad mucho más consistente la llanura nevada, los pinos que cerraban sus horizontes, los rayos del sol que templaban mi cuerpo y la gran paz que iluminaba mi alma. Yo mismo, en aquel paraje donde la urgencia más inmediata era mantenerse seco y caliente, veía mi propia persona mucho más real que cuando me agitaban los afanes de mi oficio y las humillantes inquietudes con que me sometía aquella política de encargos azarosos.

Ni un ruido; una quietud absoluta y profunda, más profunda y más verdadera que las preocupaciones del mundo. Cerraba los ojos y casi podía escuchar los latidos de mi corazón… ¿O era el corazón de la Peña, aquel corazón que los anacoretas excavaron en la roca, escondidos en las subidas cavernas de la piedra del antiguo y mítico Monte Pano?

Invierno bajo la estrella del norte

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