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II

MELISA Y LA CASA DE LOS FORESTALES

La llave que me habían dejado abría la que fue puerta principal de la casa de forestales antes de su reconversión en centro de visitantes. Se trataba de un hermoso edificio de ladrillo construido quizá a principios de siglo XX, seguramente para que vivieran allí los guardabosques con sus familias. Tenía incluso adosada una pequeña capilla con su espadaña y su campana, pues en aquellos tiempos el oficio religioso era todavía una necesidad básica.

El primer día que subí a san Juan de la Peña, el fin de semana antes de la gran nevada, entré sin embargo por el acceso de visitantes, pues Melisa estaba en la mesa de recepción y tenía muchas cosas que consultarle.

Melisa vivía en Sallent, era muy viva y de trato agradable; me enseñó a conectar la calefacción y me puso al corriente de la rutina del centro.

–Pues mira, mi horario –me dijo– es en invierno sólo de fines de semana, de 10.00 a 18.00 como pone en el cartel de la puerta... pero en días de mucho frío, hay un par de curvas a la altura del monasterio viejo, donde se forman placas de hielo en cuanto deja de dar el sol, así que yo me subo como pronto a las once de la mañana, y en cuanto dan las cinco de la tarde, me bajo a escape; total estos días no viene nadie por aquí... y si el coche se me va y me estampo contra un acebo ¿crees que la Diputación me va a pagar el chapista? Igual hasta me cae una multa por ser especie protegida; el acebo, quiero decir, no mi persona…. Espera, quita esos papeles y siéntate ahí.

–El otro día –siguió contando– se le cruzó el todoterreno a un almendrón en esa curva que te digo, con el morro encajado en el quitamiedos, que no había manera de sacarlo... ¿por qué has esperado al invierno para subirte aquí? En verano todo es más llevadero y yo estoy todos los días.

Se lo expliqué paseando con ella por las dos salas del pequeño museo, mirando la maqueta de la sierra, los mapas y las fotografías de pájaros hasta llegar ante la entrada principal.

–Esta puerta se abre por fuera con la llave que te han dejado, y por esta otra, que siempre está cerrada, se sube a las antiguas habitaciones de los guardas. Esa es la pared que tienes que decorar, ¿no? y en este cuarto, que usamos como almacén, puedes dejar tus cosas de pintor.

Mientras hablaba fui haciéndome a la idea de que era impensable (además de muy caro) subir y bajar cada día para dormir y cenar en algún pueblo, pues apenas podría sacar cinco horas limpias de trabajo por jornada... y eso sin contar con que el acceso no sería tan fácil cuando comenzaran las nevadas por debajo de los mil quinientos metros: la única solución posible sería dormir en el propio centro de visitantes, sobre el duro suelo, entre las cajas de libros del almacén… pero era mejor no decir nada, al menos de momento.

–Oye, son casi las dos; si vienes conmigo te dejarán el menú de la hospedería a mitad de precio: seis euros; y luego me invitas al café ¿vale?

Acepté encantado. La hospedería era un hotel de lujo con pretensiones autonómicas de parador nacional instalado en las dependencias del monasterio nuevo. Tenía un restaurante de postín que estaba totalmente vacío y otro comedor más modesto con autoservicio donde nos sentamos solos.

–Ya ves, hoy debemos ser los únicos; mañana es el último día que se abre la hospedería; para el puente de la Inmaculada abrirán cuatro días y esto se pondrá a tope, sobre todo si hace mal tiempo, ya verás, y luego otra vez cerrado hasta Febrero. Toma, ponte aceite… y pásame la sal.

Durante la comida hablamos de muchas cosas. La verdad es que me llenó de satisfacción constatar que Melisa sabía de mí y de mis dibujos de pájaros por las ilustraciones del Heraldo y las publicaciones de medioambiente. Yo le pregunté por su vida en la montaña y por su relación laboral con la DGA.

–Somos tres socios y llevamos este centro y el de Arguís; antes organizábamos campamentos de verano y ahora hacemos también el seguimiento del zapatito de dama en los puertos de Sallent.

–¡El zapatito de dama! Es una orquídea, ¿verdad? Una muy bonita, amarilla y morada; tuve que dibujarla para el periódico, pero nunca la he visto, copié una foto…. Y ¿qué hacéis, estar ahí, sentados al lado de la flor?

–Bueno, es una zona de hayedo y prados donde hay bastantes, no sólo una; y aún va pasando gente por ahí, no te creas; hay que informar a los montañeros y vienen muchos fotógrafos extranjeros con unos equipazos de impresión. Les pedimos los permisos, estamos con ellos mientras hacen las fotos… eso en mayo y junio, que es cuando florecen, pero hay que seguir subiendo todo el verano…… ¿quieres más patatas? yo no me las voy a terminar, trae tu plato, apara, que parece que te has quedado con hambre.

–El año pasado –siguió diciendo– estando allá arriba, hice una foto que me van a publicar en el anuario ornitológico: un bando de avocetas cruzando a Francia por el collado de San Martín, con el Balaitus todo nevado al fondo.

–¿Avocetas? ¿Y qué hacían ahí las avocetas? Yo pensaba que pasaban por la costa, a buscar las marismas de la Camarga o por la desembocadura del Bidasoa hacia las Landas.

–Sí, eso pensábamos todos… y las pillé en pleno día, que siempre se había dicho que emigraban de noche…

–Oye –dije volviendo al tema que me preocupaba– entonces aunque llevas ese uniforme, no eres funcionaria, sino que te vas buscando la vida por estos valles en diferentes cosas.

–Sí, eso es, somos una sociedad limitada, mira te doy una tarjeta: ya llevamos diez años y no nos va mal.

Comprendí que Melisa no era quién para autorizarme a dormir en el centro de interpretación pero tampoco podía prohibírmelo…

La lógica de la administración era terriblemente tortuosa: la casa de los forestales en cuanto edificio, se gestionaba desde una oficina distinta de la de Olga, que era la de “educación ambiental” dedicada a programar las actividades de los centros y Melisa era una trabajadora autónoma subcontratada por Olga para atender a los visitantes... así que en todos aquellos vericuetos administrativos podría esconderme por las noches y, sin dar explicaciones a nadie, vivir discretamente en el pequeño museo durante unas semanas...

–El café nos lo tomamos en la barra, ¿quieres? –y sonrió levantándose con pereza– No te dejes el cortavientos, el anorak, como le llamas tú –añadió sin mirarme mientras caminaba hacia la barra.

–Pues sí, el anorak, ¿qué pasa que cortavientos es en fabla, o qué?... Bueno –dije tras recuperarlo– ¿qué vas a querer?

–Un cortado.

–Sí, yo también. Oye, ¿por qué has dicho antes que vendría más gente para la Inmaculada si hacía mal tiempo? Hola, dos cortados, por favor.

–Si cierran las pistas –me explicó con paciencia– o hace mucha ventisca, muchos de los que habían subido a esquiar y se les chafa el plan, acaban viniendo por aquí, a visitar los monasterios, a comer… o al spa. Lo han abierto hace un par de años y tiene un éxito que no veas.

–Ah, claro, el spa –Yo no sabía qué era eso del spa, pero no quise quedar como un ignorante delante de Melisa y ella debió darse cuenta.

–Ahora a la salida nos pasamos por ahí para que lo veas.

También el spa estaba totalmente vacío. En efecto, en las bodegas del monasterio barroco, se habían habilitado una serie de pequeñas piscinas de diferentes formas y tamaños que podían verse desde las ventanas exteriores de la fachada lateral; y ahí nos estuvimos, con la nariz pegada a los cristales empañados, contemplando el suelo de tarima de maderas tropicales y las barandillas de refulgente diseño minimalista… y comentando lo caro que debía ser mantener todo aquel pretencioso complejo turístico de la hospedería.

–Son como bañeras gigantes ¿no?, quiero decir, que no se puede nadar, ni tirarse de bomba, ni hacer nada.

–Sí eso es, bañeras gigantes –dijo Melisa riéndose– aquella es de burbujas, esa otra de agua muy caliente…

–¿Y para qué sirven?

–No sé, para relajarse.

–Claro, para relajarse.

Y sin acabar de entender aquel mundo que veíamos como en una televisión, irreal y ajeno al otro lado del cristal, saltamos otra vez la pequeña tapia que delimitaba en la pradera el antiguo recinto monástico.

Después de la comida ya lo había planeado todo: me bajé a comprar provisiones al Mercadona de Jaca –donde me alojaba en casa de un amigo– y al día siguiente, utilizando mi llave, con mucha discreción, para ahorrarme explicaciones y evitar preguntas incómodas, las oculté en el almacén.

***

Habían pasado dos días desde mi comida con Melisa y allí estaba de nuevo, en la casa de los forestales; ya los perros se habrían bajado al pueblo y quizá los hombres siguieran en el bar hablando de si pasaba o no la quitanieves, o de lo mucho más que nevaba antes… o de aquel almendrón insensato que había tirado monte arriba aquella mañana.

Sentado al sol en el poyo de la vieja casa, mientras comía en soledad el bocadillo que llevaba en la mochila, no pude sino acordarme de Melisa. Me resultaba incómodo estar ocultándole mis planes de polizón, pero comunicárselos habría sido comprometerla; seguramente era mejor así.

La tarde empezaba a caer y las sombras se alargaban azules sobre la blanca llanura de San Indalecio cuando por fin me decidí a entrar en la casa. La temperatura era bastante aceptable como para poder quitarme los guantes y el anorak; “el cortavientos” pensé con una sonrisa. Al despojarme de las polainas me percaté con disgusto de que con mis primeras pisadas había dejado un rastro de nieve que ya se derretía sobre las baldosas. Inmediatamente me quité también las botas y entré en el almacén; todo estaba como lo había dejado el domingo anterior. Entre los botes de pintura, los de conservas, y disimuladas entre las cajas de libros que allí se guardaban, las provisiones que había comprado en Jaca el sábado por la tarde:

Dos paquetes de galletas, uno de macarrones, cinco cartones de leche, Colacao, dos fuets, una caja de cereales… El rellano de las escaleras, ante la puerta siempre cerrada, sería la cocina: allí, alineados en el peldaño más alto, coloqué el hornillo ya montado, la vajilla de aluminio, la cacerola ahumada por cientos de hogueras y la sartén; una botella de aceite, un tarro con sal y una cabeza de ajo. La comida, abajo, en dos cajas… mientras la ordenaba pensaba lo bien que me habría venido una nevera: El exterior era un congelador, desde luego… entonces tuve una idea: Entre los cristales y las contraventanas de madera, el grosor del muro era lo suficientemente amplio como para dejar en el alféizar las frutas y los tomates que llevaba en la mochila. La temperatura, al otro lado del vidrio, sería mucho más baja que en el interior, pero las tablas de la contraventana las protegerían de la helada. ¡Ya tenía frigorífico!

Mi dormitorio en el almacén, sin duda; no había ningún mueble, ni una silla en todo el centro salvo la de recepción… preferí dejarla en sus sitio y con fardos de libros, muchos de ellos ilustrados con mis dibujos, me acondicioné una encimera para dejar la ropa. Desenrollé la esterilla junto a una pared y extendiendo sobre ella el saco de dormir me consideré felizmente instalado.

Después eché un vistazo a la casa: en la mesa de recepción había un ordenador pero no conexión a internet; el teléfono sí daba línea… junto a él tenía Melisa una hojita con los números de interés de la comarca. Y un par de libros –debía de pasarse largos ratos ahí sentada, leyendo, en los días de lluvia o en los de temporada baja– una novela policiaca y otra de Susanna Tamaro. “Así que mi amiga también tiene sus inquietudes existenciales” pensé al ojear esta última. “Será de tantas horas contemplando las flores cara a cara”. Me levanté de su silla acabando de leer la solapa y continué la inspección.

Tres cuartos de baño pero ninguna ducha; tampoco había agua caliente, así que tendría que pasar sin lavarme demasiado. Dejé en el servicio de discapacitados mi neceser; fregaría los cacharros y los pinceles en el de mujeres. No me había traído estropajo pero encontré uno sin usar en un cuartito con escobas, fregonas y otro material de limpieza. Como detergente utilizaría el jabón de manos y como paño de cocina las toallas de papel del expendedor.

Supongo que inconscientemente estaba retrasando el momento de situarme ante la pared en blanco hasta que eché un vistazo al reloj. No faltaba mucho para que oscureciera… saqué un carboncillo y me quedé ahí, mirando aquel muro. Justo en el centro tenía una de esas hermosas ventanas con carpintería de pino. “¡Vaya idea! ¿no podrían haberme dado una pared lisa?”

“Tienes que pintar lo que se ve al abrir la ventana; o sea, lo que podría verse si no hubiera pared” eso dijo Olga. A mí no me convencía mucho aquello; cuando trabajé en La Alfranca también había una puerta, pero pinté por encima los álamos y los tamarices y la gran superficie del Ebro con la neblina del amanecer aún flotando sobre la corriente… había quedado bastante bien. Los niños de los colegios que visitaban el centro cada mañana y me miraban pintar preguntaban intrigados “¿a dónde se va por esa puerta?” Y yo les respondía “Por ahí, justo al dar las doce de la noche, se puede entrar al cuadro… y explorar el bosque y cruzar el río en una canoa que hay escondida entre los lirios y llegar a esas montañas azules que están muy lejos…”

Quizá un día pudiera pintar grandes lienzos, como Velázquez… pero mi momento era el presente; con sus contraventanas de madera. Las abrí y contemplé la pradera nevada. Retrocedí dos pasos y tracé una marca en la pared, a la altura donde comenzaba el bosque. Delante de mí, ante la casa, sólo había una pequeña cerca de troncos que rodeaba el edificio por detrás y algún arbusto raquítico de ramas yertas que esperaban a la primavera.

Se trataba de un gran espacio vacío. Tracé también unas pocas líneas por donde pasaría la valla de maderos al otro lado de la pared… ¿Qué gracia podría tener aquella pintura?... “¡Los corzos!” me dije de pronto. “Los corzos que saltando por los collados han salido del bosque y se acercan a la casa para asomarse a la ventana y atisbar por la celosía.”

A grandes rasgos esbocé una hembra en el centro, mordisqueando la hierba, a su derecha un macho erguido, ramoneando un espino y otro a la izquierda. Me alejé con el carbón en la mano… “demasiado simétrico, resulta aburrido” emborroné el venado de la izquierda… “mejor aquí un pino, casi de tamaño natural; el tronco, que se pierda al llegar al techo, y las primeras ramas tendidas hacia la derecha, enmarcando toda la escena…”

Seguí trabajando, encajando la composición y borrando con una bayeta húmeda del cuarto de limpieza. Me gustan los carboncillos, sobre todo esos sin tallar en los que se aprecia todavía lo que son: ramitas de sauce quemadas con mucha habilidad y en unas determinadas condiciones… sin embargo manchan los colores más delicados así que cuando tuve dibujada la escena, repasé los trazos principales con un rotulador grueso y a continuación limpié todo resto de hollín.

Ya podía ponerme a pintar, comenzando como siempre por el cielo, el plano más lejano y de matices más pálidos, para ir superponiendo los sucesivos horizontes aumentando la intensidad de los colores. Es así como trabajaría un acuarelista y aunque utilizando los acrílicos no está sometido el artista a la transparencia de la pintura, los años de oficio me habían hecho a esta disciplina que ya me resultaba familiar.

El firmamento sería de color amarillo Nápoles, con la palidez de un amanecer, aclarándose y ganado en luminosidad hacia abajo, para dar mayor sensación de profundidad y que no pareciera un telón de fondo. Primero aplicaba la pintura a rodillo y después con la brocha la iba estirando y matizando con blanco. De lejos el efecto no era malo del todo pero hubiera quedado mucho mejor pintando a pistola… si hubiese tenido más tiempo, si hubiera podido pintar en verano o a principios de otoño me habría traído el compresor y habría creado una atmósfera etérea y luminosa como sólo puede lograrla el aerógrafo.

Qué ajenos a todo esto eran mis pagadores: para ellos la realidad es la rutina burocrática de los papeles. Seguramente jamás verían mi obra que en la hoja de pedido figuraba como “2ª fase ejecución contenidos; mural pared San Juan de la Peña. 1 ud.”. Es cierto que cobraría igual, tanto si pintaba de una forma como de otra, con tal de que acabara para la fecha indicada. Ya había entregado la factura, para que pudiese estar tramitada antes de fin de año y a los tres meses (o un poco antes si cedía a los bancos parte de mi dinero) me harían el ingreso…

Pero cuando se pinta una obra de gran tamaño para un lugar público ya no se trata sólo de eso.

Cuando vemos las obras maestras de los antiguos su belleza nos fascina porque prevalece radiante, ajena a las circunstancias más o menos mezquinas del momento que las vio nacer. Una belleza misteriosa, salida de las manos de un hombre que ya murió, y que permanece como vibrando aún por encima del tiempo porque apunta más allá, a un infinito por el que sí vale la pena dar lo mejor de uno mismo… ¡Si hubiera tenido una semana más!

Invierno bajo la estrella del norte

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