Читать книгу Invierno bajo la estrella del norte - Santiago Osácar - Страница 9
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EL PISO DE ARRIBA
El aguanieve se convirtió en una lluvia fina y persistente; la nieve se iba deshaciendo en círculos alineados bajo los aleros de la casa, en los tejados del monasterio y en la pradera, que se convirtió en un barrizal. Toda la sierra estaba envuelta en brumas y desde mi casa apenas podían adivinarse los perfiles del monasterio nuevo. Los dos robles monumentales que se alzan solitarios en la gran explanada de San Indalecio, árboles que ya eran centenarios al concluirse la iglesia barroca, desdibujaban sus ramas desnudas en un velo de niebla, como si un pintor impaciente las hubiera trazado sobre el papel todavía húmedo de una aguada.
Después de comer en compañía del camping-gas, la llovizna se convirtió en furioso aguacero, así que no pude salir ni siquiera para saludar a mis amigos los viejos robles. Recordé que Melisa vendría al día siguiente; comeríamos juntos, le enseñaría mi pintura y hablaríamos de los herrerillos capuchinos… estaría bien afeitarse y lavarse un poco, aunque fuese con agua fría…Pero sobre todo habría que levantar el campamento ilegal que tenía allí montado.
Me preparé una taza de té mientras pensaba en todas estas cosas, sentado en el arranque de las escaleras, con la espalda apoyada en la puerta cerrada que subía a la segunda planta. “Si pudiera abrirla –me dije– pasaría todos mis cachivaches al otro lado, al rellano, y no tendría que hacer y deshacer la mochila cada vez que Melisa viene o se va... Y de paso echaría un vistazo al piso de arriba y al desván.” En efecto mi espíritu explorador, en aquella tarde de encierro, sentía la llamada de las regiones incógnitas bajo las que transcurría mi vida cotidiana.
Parecía lógico que en la casa se guardara copia de todas las llaves: también la del cuarto de calderas, de la capilla, de la verja…y en fin de todas las puertas. Y el sitio más apropiado era sin duda la mesa de recepción. En efecto, no tardé en dar con una cajita de hojalata que contenía un juego completo con sus correspondientes etiquetas escritas a mano: “Puerta lateral”, “Capilla”, “Puerta cristales” (ésa era la que yo tenía) “Reja”, “Escalera” y “Caldera”. Probé la penúltima llave, “Escalera”, que giró sin dificultad; traspuse aquel umbral cuya fría oscuridad olía a cerrado y ayudado por el tacto del pasamanos accedí a la planta superior: Un largo pasillo interior, sin luz eléctrica al que se abrían numerosas puertas. Pude ver en la penumbra que la primera correspondía a una sala muy amplia, con una gran chimenea de piedra y una mesa grande rodeada de seis u ocho sillas. En las paredes fotografías de fauna y flora pirenaicas y, enmarcado, un antiguo documento que examiné a la luz del mechero. Se trataba de un informe del distrito forestal de Huesca, fechado el 9 de julio de 1869… me quemaba el dedo y cambié de mano… desaconsejando sacar a pública subasta el monte (es decir los bosques) de San Juan de la Peña. Desde luego no estaba redactado con el frío lenguaje oficial de un informe técnico, y su conclusión, después de una sólida argumentación, tenía la pasión lírica de un enamorado:
“No se concibe el Santuario sin el monte –decía el ingeniero– ¡De tal modo se armonizan y se complementan las bellezas de la naturaleza y las producidas por el genio del artista! Quitad el monte al Santuario y habréis mutilado el monumento.”
Entendí que tras la desamortización, los dos monasterios y todo su patrimonio montañés habían pasado a ser propiedad del Estado, quien los vendería al mejor postor para su explotación maderera. Los días de aquel bosque de leyenda estaban contados.
Pero he aquí que un ingeniero de montes, cien años antes de que nacieran “verdes” y ecologistas, alegaba que por encima de los criterios económicos, la belleza de hayedos y abetales debía ser salvaguardada. Y fue escuchado…
La segunda puerta era un cuarto de baño… ¡con ducha! El plato estaba lleno polvo y bichos muertos, pero había agua; trataría de adecentarlo un poco para lavarme.
La siguiente se abría a una habitación espaciosa y muy oscura. A tientas y tropezando con los innumerables bultos que había por el suelo llegué hasta las ranuras de luz que delataban una ventana cuyas maderas hinchadas crujieron al abrirse. Soplaba una suave brisa y seguía lloviendo; la luz triste, fría y tamizada por nubes plomizas parecía la de un amanecer sin sol que ya se estaba convirtiendo en ocaso. Pero fue suficiente para ver sorprendido los tesoros que allí se guardaban. Ahí estaban, a mis pies, los mismísimos capiteles del monasterio viejo esparcidos por el suelo y las dovelas de sus arcos decoradas con impostas de ajedrezado jaqués… Todo ello esculpido con maestría de cantero en porespán o cartón piedra, pintado con una pátina de arenisca muy lograda. Recordé que hacía ya unos años se había expuesto en el Palacio de Sástago, en Zaragoza, una réplica del claustro viejo de san Juan de la Peña que, con una iluminación muy teatral, había llamado mucho la atención. Arrimados a la pared fui levantando varios carteles que hablaban del antiguo cenobio y su panteón real, de viejas crónicas, de santos y monarcas. En efecto, se trataba, al menos en parte, de aquella exposición tan celebrada… ahora allí arrumbada y echada a perder como las glorias milenarias de cetros y báculos depuestos por la desamortización… ¿Qué se hizo del viejo abad? Los infantes de Aragón, ¿qué se hicieron? ¿Qué fue de tanta oración? Los monjes y el scriptorium, caballeros y leyendas, ¿dónde fueron?...
A un cuarto trastero, a un desván de olvido. Mi pintura era la última fase del nuevo centro de interpretación que ya sustituía al antiguo montaje museístico allí arrinconado. Ahora se hablaba de geomorfología, pisos montanos, vegetación rupícola, ambientes forestales, ecosistemas… “Quitad el santuario al monte y habréis destruido el paisaje” me dije a mí mismo parafraseando a la inversa el discurso que acababa de leer. No es que se haya descuidado el monumento románico, todo lo contrario, su fábrica arquitectónica goza de mejor salud que nunca… pero ya no hay anacoretas en las cavernas, ni un asceta en las ermitas ni monjes los claustros. Se han olvidado las leyendas piadosas y las hazañas de los caballeros y las oraciones de los santos. Se ha callado la voz del bosque y el murmullo de los torrentes y el eco de los peñascos, se ha sofocado el espíritu del monte Pano.
¿Ha muerto su alma?
No, no está muerta, está dormida. Ha sido sometida a la frustración de verse reducida a objeto de estudio arqueológico y biogeográfico. Y la sierra entera, expectante, está aguardando su plena manifestación... Pero cuando una suave brisa recuerde el alma dormida y sople dulcemente a la entrada de la cueva como un hálito de vida, no habrá ya un profeta que se estremezca tapándose el rostro y conteste, en nombre de la creación a esa llamada.
“O quizá sí” –pensé– “quizá ese hombre soy yo” Pero este pensamiento me asustó como algo que no puede mirarse cara a cara y desechándolo, seguí curioseando entre aquellas ruinas de tramoya.
También anteriores a la última reforma se veían por allí dos antiguos proyectores de diapositivas y numerosos álbumes de filminas apilados en una estantería: “El románico en Aragón”, “Cuando un bosque se quema, algo tuyo se quema”, “Conservación del oso pardo en los Pirineos”…Con ellos había numerosas publicaciones: folletos del antiguo ICONA, guías turísticas de la comarca, mapas excursionistas, publicaciones científicas y una carpeta que llamó mi atención. Desaté sus lazos y eché un rápido vistazo a los papeles que contenía. Eran recortes de artículos, fragmentos de libros fotocopiados o páginas sueltas de revistas especializadas, todos ellos relacionados con el sitio de San Juan de la Peña.
Alguien los había ido recopilando durante mucho tiempo, a juzgar por las anotaciones manuscritas en los márgenes y la diversa procedencia de las publicaciones. Algunos autores me sonaban como “Agustín Ubieto” o “Antonio Durán Gudiol”; otros tenían menos renombre académico o me eran totalmente desconocidos. Pero entre todos aquellos folios llamó mi atención un grabado –con los negros muy subidos por la multicopista– que representaba a los mismísimos Voto y Félix.
“Los que cuentan del principio de esta casa –narraba la cuartilla mecanografiada con la que el dibujo había sido grapado– dicen que hubo en aquella peña una ermita, en la cual hacía santa vida un ermitaño de nombre Juan de Atarés (…). Muerto este santo ermitaño, que por tal se le tiene, estuvieron en aquella ermita dos hermanos naturales de Zaragoza, Voto y Félix.” –Muy interesante, dos hermanos almendrones, por eso en Zaragoza tienen a su nombre sendos callejones– “Voto dicen que andando a caza por el bosque que queda en lo alto de este monasterio, corriendo tras un venado, llegó a la punta de la peña donde el venado se despeñó, y el caballo quedó con las manos en el aire, e invocando Voto a san Juan Bautista para que le valiese, volvió el caballo en redondo y quedó a salvo del peligro. Por lo que dejando el mundo y las riquezas que tenía, se hizo ermitaño con su hermano Félix en aquella ermita”.
Juan Bautista Labaña
Itinerario del reino de Aragón, 1610–1611
¡El mirador de San Voto! Así pues, no era un balcón a donde el santo se asomaba, ¡sino el risco por el que casi se despeña! Inauguraba así una tradición muy arraigada entre los zaragozanos domingueros cuyo único propósito es importunar a los montañeses y a los operativos de rescate… aunque san Voto no los necesitó pues confiando en la Providencia más que en un GPS, salvó en el mismo día alma y cuerpo.
El santo no tenía en el grabado el aspecto que yo había imaginado. Él y su hermano Félix parecían chicos de ciudad, con espadín al cinto, gorras adornadas con plumas, jubones acuchillados y ropillas muy galanas. El dibujante los había identificado escribiendo su nombre a los pies de cada cual. San Voto, con la barba cuidadosamente recortada al gusto de la época (de la época del grabado), parecía llevar la iniciativa. Ambos habrían bajado en busca del venado que esperaban encontrar reventado contra las peñas. Y habiendo desmontado pero todavía con las lanzas de montero en la mano, se habían adentrado en la cueva que hoy cobija al monasterio. Voto, milagros aparte, quizá aún pensaba cobrar la pieza; no se daba cuenta en ese momento de que era el ciervo el que le había herido con una sola de sus miradas. El dibujo representa el momento en el que, sorprendidos, encuentran en la gruta el cadáver incorrupto de Juan de Atarés. Lo del cuerpo intacto no lo dice la leyenda, pero se deduce del saludable aspecto del difunto, que tendido en el suelo y vestido con ropas de fraile, sostiene entre sus manos un crucifijo.
De este modo se hizo el relevo y los dos hermanos sostuvieron la plegaria escondida en el roquedo y otros hombres después de ellos la perpetuarían en aquel lugar sagrado durante siglos y siglos.
Todavía estuve junto a la ventana mirando a su luz aquellos papeles: allí aparecían los nombres del abad Sancho y de Evancio, monje de a pie en el siglo XI; de San Indalecio y Juan de Atarés… la lectura de aquel legajo se anunciaba prometedora, pero me estaba quedando frío y ya era hora de volver al trabajo, así que ordené los folios y al reagruparlos apoyando la resma sobre una estantería se escurrió el recorte amarillento de un periódico local:
“La leyenda del santo Grial” rezaba el titular.
¡El Santo Grial! Yo lo había visto en la catedral de Valencia, pero siempre había oído que durante los siglos más oscuros, cuando los caballeros de la tabla redonda partieron de Camelot en su busca, había sido custodiado en la abadía pinatense.
Eché un vistazo al artículo, leyendo en diagonal palabras sueltas: Parsifal, Jerusalén y los cruzados, Amfortas o el “Rey pescador”, Arturo, los caballeros del Santo Sepulcro, Alfonso I el Batallador…
¿Qué más podía pedir? La exploración de la segunda planta había sido tan excitante como la de los bosques nevados días atrás. Cerré la ventana. Ya podían caer chuzos de punta o nevar o granizar, que la letra impresa, como lluvia sobre mi espíritu, me llevaría muy lejos. Ya podía oír arneses y armaduras entrechocando entre las apretadas líneas de la escritura, ya escuchaba caballos piafando impacientes ante los paréntesis y lanzas quebrándose en los puntos y aparte y ya se batían en retirada los sarracenos ante la compacta formación de los párrafos que seguían a las banderas de cada mayúscula.
***
Dejé la carpeta en mi dormitorio, atrapada la hueste que rebullía entre sus papeles con los lazos de sus tapas, y pasé la tarde pintando. Acabé de componer la escena equilibrándola con un viejo tocón astillado y carcomido. Tenía unos apuntes de abetos muertos tomados a lápiz en los bosques de la Alta Saboya, cuando todavía era un estudiante de Bellas Artes. Entre ellos destacaba un árbol desmochado: un buen dibujo que había utilizado en más de una ocasión aunque cada vez lo interpretaba de manera diferente. En el mural para la selva de Oza lo dibujé mucho más alto, con piñas entre el ramaje seco y descortezado sólo en la parte superior…
¡La selva de Oza… con aquel trabajo sí que había pasado frío! Lo ejecuté en Zaragoza sobre siete paneles de dos metros cuadrados que después se instalaron definitivamente en la villa de Hecho. En mi taller no cabía semejante superficie, así que la administración me permitió trabajar en uno de sus almacenes. Eran los bajos de un edificio sin calefacción, con muy mala luz y sin agua corriente. Cada mañana tenía que ir a la fuente de César Augusto, junto al Mercado Central, romper el hielo y llenar un par de cubos: uno para pintar y lavar los pinceles, el otro lo usaba como orinal. Era diciembre, durante una ola de frío, en esos días de nieblas densas que tejen puntillas de escarcha en los tristes árboles del asfalto ciudadano. No se vio el sol en una semana y mi pequeña estufa eléctrica no llegaba a calentar el inmenso local. Pero en la pintura la luz entra a raudales entre las vetustas hayas y los pinos centenarios del bosque cheso; el musgo espeso de sus cortezas se enciende con verdes luminosos y el sol alcanza las cimas lejanas de Castillo de Acher y Petrachema, creando una atmósfera limpia y cálida. En mi imaginación resonaban unos versos de Machado: “Entre las vetustas hayas / y los pinos centenarios / un rojo sol se filtraba”. Cómo a partir de esas pocas palabras pude recrear la serenidad radiante de los primeros días del otoño montañés en la sórdida y fría calle del casco viejo es algo que todavía no puedo explicarme.