Читать книгу Amores, miradas y cuentos de la traza - Santiago Sánchez Suárez - Страница 9
ОглавлениеDE FIESTA CON LA AMADA
Felipe es tímido y, en un barrio pobre como el suyo, no es buena noticia ni buen panorama. Es uno de los seis hermanos, cuatro chicas y dos chicos, él incluido, que llena los cincuenta metros cuadrados de un humilde hogar que, además, es piso bajo con vistas al cagadero canino que separa dos bloques de tres pisos, ambos igual de horrorosos, pero aplicables para que la clase obrera pudiera vivir sin lujos y sin demasiadas quejas, para loor y gloria del franquista Instituto Nacional de la vivienda.
Es que, en la década de los setenta, ya empieza el proletariado a tener mascotas, pero sin poseer la conciencia ni la educación de recoger los residuos que dejan. Por tanto, Felipe puede ver desde la ventana de su casa cómo los dueños de los perros hacen aspavientos a causa del asco que les da la caca que dejan sus canes en el suelo, pero que, instantes después, las dejan allí para que los muchachos las pisoteen después al pasar, queriendo o sin querer.
Sin embargo, el tímido Felipe no se queja. Mirando absorto por la ventana de su casa, podría haber llamado la atención a los vecinos incívicos, pero no quiere conflictos. A sus diecisiete años, aprecia lo bueno que tienen los barrios pobres: si no das guerra, todos son amigos tuyos. Con esa base, el joven Felipe disfruta en el barrio de buenas amistades con fuertes lazos de unión. Él necesita de esos lazos para sobrevivir, teniendo en cuenta su carácter introvertido, en el que la imaginación supera con mucho las circunstancias de la realidad, lo que hace que esta sea más digerible y aquella más desbocada.
Es la imaginación, sin duda, la que le permite gestionar sus cortedades, la que le consiente tener ciertos sueños donde ternuras y cariños son los protagonistas, ansiosos viajeros en busca de ilusiones a las que adherirse. Felipe, por tanto, a su edad ya es un fabulador. Tímido, corto y todo lo que se quiera, pero ya tiene sus mundos en los que él participa y se siente parte de ellos y, no solo parte, también protagonista.
Lo bueno de los barrios pobres es que la juventud hace amistades fuertes. Para ellos, la amistad es el sentimiento del que menos carencia tienen. Chicos y chicas se juntan para reír, charlar y flirtear de forma económica en lugares elegidos al azar, pero que una vez elegidos, siempre serán los mismos durante el tiempo que el sol caliente, la amistad dure o si otra cuadrilla de jóvenes no se los ocupa, cosa que puede ocurrir y que da lugar, casi siempre, a peleas multitudinarias.
En invierno los amigos y amigas se juntan en casa de alguno de ellos o ellas, ponen en marcha un tocadiscos con las canciones del momento y bailan. O intentan ligar, arrimándose mucho en cada pieza para ir despertando las hormonas juveniles. En la casa de Felipe no se juntan porque no caben y porque las hermanas se oponen. Cosas de familia. Ellas mandan. Y eso es a causa de que se aprovechan de un Felipe apocado que no discute.
También en los barrios pobres hay un centro comercial que hace competencia a las tiendas de toda la vida. Estas compiten en desventaja, pero exhiben orgullosamente modestas su mercancía en estrechos escaparates que dan al exterior de la calle. Cuando pasan, las jovencitas que caminan de vuelta a casa se paran y pueden soñar vestidos, o maquillajes, o bisutería que cautiven a los jóvenes, los cuales, a su vez, sueñan con vaqueros o cazadoras que impresionen a las muchachas de edad pareja.
Cuando Felipe camina desde su casa hasta el lugar de reunión con los amigos y amigas, cruza la calle para ir a la acera donde está la tienda de confección de doña Aurelia, la amiga de su madre. Para él, bajar la cuesta desde su casa y detenerse un rato en el escaparate de la tienda es una de las tareas más gozosas del mundo. Le encanta ver a la dueña hablar con las clientas, o a Claudia, la dependienta, vestir a la única maniquí que tienen con la ropa de temporada. Cuando Claudia cambia de vestimenta, todo el mundo sabe que la maniquí va a cambiar también de ropa. Y Felipe no se pierde ninguna ocasión para estar presente. Es una liturgia sagrada para él, porque lo que ve le enamora: Claudia vistiendo a la maniquí, que se deja hacer sin inmutarse. A Felipe le ha parecido a veces que hay comunicación entre la dependienta y la belleza que se deja vestir, porque ha notado que las dos le miran de reojo. Es entonces que Felipe, el fabulador, sueña y sueña cosas de amores extraños donde dependientas y maniquíes le sonríen y le susurran ternezas amorosas.
En esa tarde en que el verano se despereza de una siesta insatisfecha, Felipe, el tímido Felipe, va deprisa al encuentro de los amiguetes. Ha escrito un poema de amor y desea hacerles ver que, a veces, la imaginación también suple al desparpajo en la valoración de las personas. Quiere llegar pronto, el primero si puede ser, para leérselo a cualquiera de los amigos que llegue después y que él sea quien le avale ante los demás; pero no, no llega el primero. Allí están ya Adela y Carmen, sentadas en el banco de reunión, con la compañía de Fernando y Rodrigo en pie, haciendo corro con ellas.
Felipe ve que llegan también Margarita y Esteban. Juntos, como desde hace poco siempre hacen.
Si además de Felipe hubiera algún otro joven observando al grupo, tendría ocasión de ver cómo los chicos y las chicas pasan el rato entre risas, chicoleos y ensayos de seducción que ellas practican para demostrar a los otros que son más mujeres que adolescentes. Pero solo Felipe va allá, contando los presentes. Se da cuenta de que falta Teresa, o sea, que él va a estar de non en la tertulia, cosa que no le agrada en absoluto, porque le hace sentir una soledad desagradable precisamente hoy, que tiene un poema de amor que leer.
Al llegar, hace los saludos de rigor uno por uno. A ellos, sonrisa y choque de palmadas. A ellas, una por una, dos besos sin que se levanten del banco. Una vez bienvenido el recién llegado, continúa el juego de chanzas y bromas, pero ahora teniendo en cuenta quién es el recién aceptado en el juego de risas de la cuadrilla.
—Pipe, hoy hemos visto a tu amor con ropa nueva. —Guiño de ojos y sonrisas cómplices de las muchachas ante el comentario de Margarita.
—Tiene poquito pecho, y el vestido que lleva puesto no favorece la figura, que lo sepas —es Adela quien habla, mientras sonríe a las otras muchachas.
—Teresa dice que estás loco si te sigue gustando —comenta Carmen, secundada por los signos afirmativos de las otras dos.
—Tío, no hagas caso a estas. Son unas envidiosas, porque no pueden llevar la ropa que luce tu chica con tanto garbo y estilo, ¿verdad? —Fernando siempre habla con un tono algo guasón.
Las chicas se ríen a coro y Felipe se sonroja. Es cierto que los amigos comentan con ironía cómplice los sentimientos amorosos suyos, esa pasión juvenil, ardorosa y sentida desde muy adentro, por esa chica tan elegante, tan arregladita, tan sugerente que pasa el día en el establecimiento de doña Aurelia. A las amigas que ahora le miran burlonas nunca les gustó ese «enamoramiento canalla», como dicen ellas, y a Teresa aún menos.
—Y menos mal que no está Teresa aquí, Pipe, ¡que si llega a estar!
—Es que, si está, te mata con la mirada.
—Sí, pero eso después de suspirar y mirarle con ojitos.
—¡Ja, ja, ja! —La risa es común y compartida.
—Mira, Pipe —es Margarita la que se dirige a él de manera confidencial pero que todos oyen atentos—. Teresa sí que es una mujer hecha y derecha. Además, sé de buena tinta que está por ti, así que…
—¡Tronco, aprovecha la oportunidad y llévatela al huerto! —como casi siempre, es Fernando quien apostilla, el muy salido.
—¡Dejadnos en paz a Teresa y a mí!
—Clatro, tú y tu amor canalla. Vamos a tener que hablar con doña Aurelia, ¿eh, chicos? —El tono burlón de Esteban hace daño a Felipe. Enrojece. No se atreverá a enseñar su poema de amor, porque en el contenido se va a deducir que el destinatario es ese «amor canalla» que todos conocen y no quiere más burlas al respecto.
«Hay que cambiar de tema», piensa, y con tono solícito pregunta:
—Margarita, hoy es viernes —dice con voz neutra.
—Sí, claro, ¿y?
—Pues me pregunto si se mantiene el guateque en tu casa esta noche.
—Anda, naturalmente que sí. —Y sonriendo dice—: ¿Contamos contigo? —Luego, dirigiéndose a todos—: ¿Verdad que tiene que venir Pipe a la reunión?
Todo el grupo empieza a hablar al mismo tiempo mientras se dirigen al pobre Felipe.
Las chicas por un lado le atosigan diciendo:
—¿Vendrás? —Las chavalas. Y remachan—: ¿Vendrás con ella?
—No tienes huevos. —Los chavales—. Eres un malqueda si no vienes, y un maricón si lo haces sin la presencia de tu «amor canalla».
El pobre acosado, el tímido Felipe, responde:
—Claro que iré, lo prometo. No me perdería la fiesta por nada del mundo. ¡A ver, si no, quién va a hacer de pinchadiscos para que os metáis mano mientras bailáis como bobos! ¿No?
Esteban, el admirador de Margarita, le pregunta:
—Si vienes con ella… ¿me dejarás que bailemos juntos, Pipe?
—No se atreverá. Es un ansioso egoísta, el tío, to pa él, ¿a que sí, chicas? —el salido Fernando se dirige a ellas acercándose mucho a Felipe.
—¡Eh, tío! —dice este—. Para ya, que esto va pasando de castaño oscuro.
Felipe quiere huir, quiere salir de ese bucle burlón, pero se mantiene inmóvil, indefenso. Mira alrededor pidiendo una ayuda etérea de algo o alguien. Ve a Teresa que se acerca, que está llegando al grupo, e intenta dirigirse a ella, pero está rodeado de una cortina de voces y risas. Las chicas se han levantado y le rodean. Una de ellas, Carmen, le toma de las manos y gira con él mientras grita:
—¡Esta noche tenemos fiesta y Pipe viene con su amor! Te esperamos, Pipe, te esperamos. Os esperamos a los dos, Pipe.
Felipe gira con ella desganado, rojo como un tomate mientras el corro les rodea jaleando los gritos de ella. La recién llegada, Teresa, no interviene y mira muy seria a los dos que giran. Luego se mete en el corro y los separa.
—¡Deja en paz al muchacho! —dice mientras le toma de la mano y le lleva al banco—. ¿No os dais cuenta de que sufre?
—Es que es muy cortado y hay que espabilarle.
—Sí, pero un cortado encantador, y yo le quiero, ¿vale? —corta Teresa—. ¿O no es así, Felipe?
El pobre aludido, rojo como un tomate, calla, pero le bailan en la cabeza antiguas bromas de Teresa sobre los comentarios de lo que le haría en la cama si pudiera, y enrojece más aún, aunque sabe que, en cualquier caso, son simplemente pullas para que la cuadrilla se ria. La costumbre es que cuando hay temas picarones los miembros del grupo se pongan también en plan querencioso y aprovechen la coyuntura para que los chicos saquen las manos y las miradas a sitios peligrosos en las cercanías de las chavalas. El clásico chicoleo juvenil, ya se sabe.
—Gracias, Teresa —le dice bajito.
—Vas a ir al guateque con compañía que no me gusta, ¿eh? —Teresa le mira muy fijamente—. ¡No quieres nada conmigo! ¿No te das cuenta de tu locura? Vas a tener difícil que doña Aurelia dé el consentimiento para dejar la tienda tan desvalida. Además, el asunto va a disgustar mucho a Claudia, ya sabes, la dependienta de doña Aurelia.
Cuando Felipe oye esto, baja la cabeza y guarda silencio. Teresa deja pasar unos segundos, se levanta lentamente sin apartarle la mirada y echa a andar dejando el grupo.
Habrá fiesta en casa de Margarita porque es viernes, fin de semana, y sus viejos lo pasarán en el balneario de Cestona, que a la madre le sienta de maravilla. Al padre le da igual, pero ha sacrificado parte de los ahorros para llevarla y, de paso, presumir de tener posibles con los que satisfacer el capricho.
En el grupo tienen la certeza de que van a estar a sus anchas todo el tiempo, y en las miradas se intuye que todo será muy divertido, muy de amigos y muy … bueno, muy de lo que salga, si lo que sale es pasarlo bien.
La tarde se va agotando y es hora de concretar afinidades e inclinaciones.
Fernando mira a Adela con intensidad, mientras que Esteban y Margarita hablan despacito y se ríen por lo bajini. Ellos se llevan, sin dudarlo.
Rodrigo y Carmen se mantienen un poco al margen porque no se sabe si se llevan o no se llevan. Harán lo posible por llevarse. Rodrigo piensa beber un poquito y Carmen piensa en cómo manejar a Rodrigo sin que se propase.
En cuanto a Felipe, después de las palabras y abandono de Teresa, se muestra preocupado. Ha asumido el compromiso de ir a la fiesta y lo va a cumplir, pero… ¡ir acompañado! No sabe ni está seguro de que ella…
Saca del bolsillo del pantalón el poema y lo lee en silencio. Los demás le ignoran porque se ocupan de planes para dentro de unas horas y a Felipe, con la lectura, le empieza a saltar el corazón. En los versos describe su pensar en ella, su mirada dulcemente fija, su cutis terso, ese aire ausente que le impacta hasta producirle escalofríos. Hasta llega a definir lo que es un «amor canalla» refiriéndose a ella. Y la nombra mujer de sus sueños, de los más profundos e inquietantes, dueña de su locura, de su imaginación y de su vida. Felipe, en el poema, pone a sus pies el corazón totalmente rendido.
Y es a ella a quien Felipe ha de llevar a la fiesta en casa de Margarita la noche de este viernes caluroso. Después de la lectura, y por imposible que pareciera, le entra un gran deseo de llevarla, que sus amigos la vean de cerca o que, incluso, bailen con ella como él se ha figurado siempre que sería un baile con un «amor canalla»: tierno, amoroso y cumplidor exacto de sueños y fantasías.
Está decidido. La llevará y que sea lo que Dios quiera.
—Os tengo que dejar, chicos —y la voz le sale estentórea.
El grupo calla y las chicas le miran. No están acostumbradas a que Felipe se despida así, tan a lo duro. Él no es de esa manera.
—Vale —Carmen toma la palabra en nombre de todos—. Vale, pero jura que vienes al sarao en casa de Margarita.
—Y que traes a tu amor con ropa nueva y elegante para la fiesta —remacha Adela.
—¡Que venga, Pipe, que venga! ¡Queremos que la traigas! —De nuevo el deseo colectivo.
«Sin retintines», piensa él.
—Tengo palabra. Iré. Iré acompañado, os lo juro. —Dando media vuelta en dirección a la cuesta arriba que es su calle. Antes de tomarla, se vuelve.
—Adiós a todos. Margarita, a las diez estoy en tu casa.
La subida de la calle no es tan agradable en estos momentos para Felipe. Es larga, comercial y con bastante público andorreando, entrando y saliendo de los diversos establecimientos. A mitad de camino, se detiene. Sí, la ha visto. Pasando a la otra acera estarán frente a frente. No lo duda. Cruza y se dirige a ella.
Se para mirándola. Ella se mantiene quieta.
Los dos quietos. Felipe observa cómo el carmín de los labios hace de su boca un pequeño misterio. La mira a los ojos.
—Me habían dicho que hoy te has vestido distinta y es verdad. Estás muy guapa. ¡No sabes cuánto me gustas! Te quiero, ¿sabes?
Ella tiene un mohín lejano, extraño. No habla.
—Hoy tenemos fiesta en casa de Margarita y me he comprometido a ir contigo. ¿Te das cuenta?
Las miradas se cruzan.
—Vas a entrar en la pandilla con todos los honores, a pesar de Teresa y de quien se ponga por delante. —Una pausa—. No, no es preciso que digas nada, simplemente vengo a decírtelo.
Sigue ella en silencio.
—Pensándolo mejor, creo que has de venirte ya conmigo. He de arreglarme para la ocasión de acuerdo con tu elegancia. Ea, vamos.
Felipe está quieto mirándola de frente. Ella tiene los brazos abandonados por el cuerpo en ademán relajado. Postura elegante y algo sofisticada.
—¡Vamos, vámonos ya! —Ella sin responder.
Felipe se impacienta. Se da la vuelta y se aleja de ella unos pasos.
—¡Vamos ya! —grita volviéndose.
Sigue retrocediendo hasta que tropieza con unos adoquines desprendidos del bordillo de la acera.
—Vámonos ya, por favor, ven conmigo —solloza Felipe desde su posición.
Ella no se niega, pero no se mueve.
Felipe coge dos adoquines y se dirige con paso resuelto hacia donde está su corazón amado.
—Dije que te vienes y te vienes, amor canalla.
Las pedradas han dado en todo el frente del escaparate de Modas Aurelia. Se rompe al completo. Felipe salta por el hueco y se lleva a su amada a la fiesta de Margarita mientras Claudia, la dependienta, avisa al 091 de que un loco ha roto una cristalera y se ha llevado el maniquí que luce la moda de verano-otoño.
Subiendo la cuesta que lleva a su casa, Felipe corre abrazado al maniquí, a su amada, mientras grita con frenesí que la quiere a morir.
Al llegar al portal, Felipe descansa y mira a su amor canalla. Observa que al maniquí se le escurren dos lagrimones, pero eso solo lo ve él. Abrazándolo, le besa y los dos lloran de felicidad mientras la vecina del primero los observa con extrañeza. Felipe mira a la vecina y musita:
—Nos queremos, ¿verdad que sí, cielo mío? —Y los dos siguen llorando.
A lo lejos se oyen las sirenas de un coche de policía que se acerca.