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III

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Mireya, una funcionaria de la Casa de la Cultura de Manabí, es grande y despierta como ella sola. Blanca y sensual. Atiende una oficina diminuta de una extensión de un núcleo que no sirve para nada. Camina alrededor de su escritorio meneando la cabeza y el culo con estudiado ademán. Siempre está fumando, y un par de veces me la he encontrado con la mano en la entrepierna, dentro de su pantalón, mientras escribe con la otra. Me mira y no deja de hacerlo. Se sonríe y saca la mano suavemente. Parece que nada le sorprende. Toma el teléfono con los mismos dedos con los que ha acariciado su clítoris y contesta con gran seriedad. Ya se lo paso, dice. Me atiende. No sé qué decirle. Presiente mi nerviosismo. Qué quieres, papi, me pregunta. ¿Cuándo vienes a mi casa? Cuando quieras, respondo. Esta tarde, propone. De acuerdo. Qué querías. Nada, respondo. Solo verte. Conversar. Mejor anda a mi casa. Te hago unos bolones, papi.

Odio ese «papi» tan desenfadado, pero voy a su casa. Toco la puerta. Pasa, grita. Está sentada sobre el sillón y tiene a su hijo, al lado, desnudo. Le acaricia el pene y me observa con curiosidad. Mira cómo se le pone, dice. Muy duro. Lo toma del tórax, lo levanta y lo besa en la boca. Tienes hijos, pregunta. No lo sé, digo, y ella se ríe. Voy a dejar al bebe en su cuna. Sale y va hasta la habitación. El niño no llora. Es muy tranquilo, anota. Solo jode cuando tiene hambre. Es una casa de dos ambientes. En la cocina hay cuatro platos recién lavados, dos vasos de aluminio y una olla de presión boca abajo. Todo está limpio, demasiado limpio para ser verdad. Hago un barrido de la casa. Qué miras, pregunta. Nada, tu casa. Está todo muy ordenado. Es que soy maniática, responde. Para todo. Siéntate, ponte cómodo, tengo cerveza en la refri, sugiere. Abro la nevera. Solo hay seis cervezas, dos cebollas, una bolsa de leche y un frasco de mermelada. Saco una botella. Está muy fría. La destapo con los dientes y ella se ríe. Te vas a cagar las muelas, advierte. Ya las tengo hechas mierda, respondo.

Mireya se levanta, toma el vaso que le ofrezco. Mucha espuma, reclama. La espuma hace que la cerveza se conserve, explico. Se toma el vaso de un solo trago. Hace el ademán de tirar la espuma al piso pero se da cuenta de que recién ha barrido. Pareces albañil, le digo. Se ríe. La biela se toma así, papi, es para refrescar. Dame otro, que hace mucho calor. Se toma la blusa y la estira hacia adelante para mostrarme las tetas. Lleva un sostén oscuro que no hace juego con lo que tiene encima. Se recoge el cabello en una cola y lo sostiene con una liga de esas que se usan para ordenar billetes. Su cuello es largo y blanco. Tiene un lunar muy cerca de la división de sus senos. Presiente que la miro. ¿Te gustan? Más o menos, respondo. Imbécil, dice. Se me acerca y saca la lengua. Tiene un piercing negro de mercado artesanal. Sin duda es más sexi en su oficina. Ahora es un poco vulgar. Veo sus manos y no puedo olvidar la imagen de sus dedos sosteniendo el miembro de su hijo. Le abrazo. Me muevo como en un vals. Ella hace lo propio. Recuesta su cabeza sobre mi hombro y suspira. ¿No es un sueño hecho realidad? Me toma de la mano y me lleva hasta la cocina. Arrima su espalda contra el mesón y me ofrece su boca mientras cierra los ojos. Aquello es una cueva húmeda. El secreto está en no meter la lengua de golpe, como en la penetración. Boca, sexo y ano son entradas frágiles, pienso. Méteme la lengua, pide ella. Entonces sí.

A ella le gusta hablar y dominar. Me quita la camisa y me recorre los pezones con su lengua. ¿No debería ser al revés?, digo. Le quito la blusa, zafo el seguro de su corpiño, y sus tetas caen como de una rama. Ella posa su mano en mi bragueta, arriba, abajo, arriba, abajo. Está dura, exclama. Mete la mano hasta el fondo y juega con sus dedos. Con su otra mano desabrocha mi pantalón y baja el cierre. Sigue jugando. Hago lo mismo. Tiene el sexo completamente rasurado, los labios grandes y un clítoris duro como un micropene desafiante. Allí ha entrado y salido mucho, considerando que tiene un hijo. Le doy la vuelta. Miro su culo enorme. Es un contrabajo. Ella sigue acariciando mi verga que está a punto de explotar. Retiro su mano porque si sigue así esto va a terminar muy pronto. Bajo su pantalón hasta las rodillas. Métemela, dice. Entonces sí.

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