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IV

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Llego al billar a eso de las nueve de la noche. Un tipo en chanclas y bermuda me dice: Dame la quince, viejo Willy. Asiento. Pero no quiero apostar, digo. Vamos, bróder, interviene otro. Tú le ganas. De acuerdo, digo. Aunque no te he visto jugar. Yo sí, dice el retador, por eso pido la quince. Me animo. Vamos diez dólares por mesa y tres cervezas, propongo. Así me gusta, responde. Entonces empieza el juego. Le doy la apertura y finge que no sabe tirar. Me río. Le pega a la bola blanca muy arriba, se estrella contra la banda y cae en la tronera. Intenta de nuevo y entonces sí le pega de lleno en el centro y las bolas salen todas en distintas direcciones. No cae ninguna. Parece que no estoy de suerte, dice. Le toca la seis. En Ecuador se juega de la seis a la quince, en orden. Es la modalidad más divertida. Si un jugador no roza siquiera la que le toca, el otro se la lleva. Se llama «bola robada». Por ello a veces la mejor jugada es esconder la bola entre las otras o ponerla muy difícil para «robarla». Geometría y estrategia. Y un poco de buena suerte, como en todo.

El tipo se llama Fernando y es pescador. Aquí el que no pesca, al menos vende marisco o lo cocina para la venta. La vida gira en torno al marisco. En las noches muy oscuras se ven las luces de los pequeños botes como estrellas sobre el manto del mar. Yo he visto sirenas, dice Fernando. Son animales horribles. Todos se ríen. A mí me gusta jugar en silencio; a ellos, no. Parte de la estrategia es perturbar al otro, burlarse de él. Es difícil concentrarse así. Son bulliciosos como monos, y esta es su jungla. El tipo golpea la bola seis, que está casi en el centro de la mesa. Apenas la roza para que se desvíe hacia la diez, muy pegada a la tronera del medio. La diez cae lentamente como una lágrima feliz. El hombre salta y golpea el taco contra el piso. El resto de espectadores aplaude. Sigue con la seis, a la que le pega muy fuerte porque su emoción le impide planear la siguiente jugada. Hay gente que se conforma con poco. La seis queda muy arrinconada arriba. Me sudan las manos. Me acerco a la taquera, donde hay una bolsa de tela con harina para mantener las manos secas. La harina se siente como una crema. Vuelvo a la mesa. Debo tocar la seis con un juego a dos bandas. El tiro no es muy difícil, pero es posible que regale la bola seis dejándola muy cerca del hoyo. Toco la seis en el centro, se desliza por toda la banda y cae silenciosamente. Los aplausos no se hacen esperar. Veo cómo los labios de Fernando se vuelven hacia abajo en un gesto de desprecio. No le gusta perder. Hay gente a la que perder la enloquece. Él es esa clase de gente.

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