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Miedo y cybersexo

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Wenceslao Bruciaga

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México, 22 de abril— Por un buen amigo afincado en Silver Lake, vecindario famoso por albergar los clubes gays de condescendencia leather más apestosos de Los Ángeles —aunque ensombrecido en años recientes por la sobre diseñada gentrificación hipster— me entero de que los encuentros de sexo anónimo entre hombres se han reducido prácticamente a cero, conforme el confinamiento se extendía para mantener a salvo a los californianos de contraer el coronavirus. Igual que en la Ciudad de México. Mi amigo tiene 51 años. Por lo que, de algún modo, se siente parte de la población vulnerable frente al covid-19. Pero es gay. Así que, para darle sentido a tanto esperma, me manda videos porno usando los juguetes que pide por internet. Yo devuelvo videos míos también, en tono amateur, aunque menos sofisticados. Uno de los videos de mi amigo consiste en un vibrador para la próstata en forma de arco que se sujeta mediante un anillo para el pene, conocido como cockring, cubierto de goma quirúrgica que se adhiere a la piel de forma cómoda. En la punta opuesta pueden atornillarse unas balas de distintos tamaños que se introducen como supositorios y cuya velocidad anatómica puede manipularse por medio de un control de velocidad cuyo cable se conecta con el cockring. Los gritos que suelta mi amigo son de una inestabilidad francamente envidiable. Se retuerce como lombriz salpicada de sal.

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La clausura de la vida pública para contener el covid-19 incluye esa fracción social conocida como diversidad; bares gays, bares gays con cuarto oscuro, saunas, clubes de sexo. Cruising en parques. La calentura del joto es un virus que hierve y mata cualquier molécula de sensatez. Nada nuevo. Eso de no tocarse nos lo dijeron específicamente a nosotros, los putos, en los ochenta. Nuestra lucha frente al VIH se concentró en la búsqueda de una cura, que sigue sin llegar, como para el coronavirus que tiene paralizado al mundo entero en pleno 2020. En ese entonces también se peleaba por el respeto a nuestra dignidad, que envolvía la promiscuidad como declaración de principios frente a un mundo que quiere someternos a obligaciones hetero. En esa época los bugas se dieron vuelo humillándonos desde la seguridad que suponía estar de lado “correcto” de la biología. Y los que se sentían progresistas nos daban consejos sobre el condón o de plano la abstinencia, hablándonos de la ventaja de morir viejos, romantizando la artritis y el Alzheimer. La demencia alrededor del condón fastidiaba pero aún más castrante era cargar con la responsabilidad de todo el sexo seguro sobre nuestras espaldas y pelotas. Los heteros también estaban expuestos al VIH, pero de algún modo, fuimos los putos quienes adoptamos la paranoia y el miedo con el que se nos bombardeó hasta el autoflagelo. Un hábito para sanitizar la culpa que terminamos somatizando a costa de nuestra propia salud mental.

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La letra chiquita en la noción de igualdad dice que el miedo es parte de la inclusión. El mismo miedo que antes estigmatizaba a los homosexuales ahora se ha democratizado. Es como el prefacio de una distopía anunciada. El aislamiento como la forma más efectiva de mantener nuestro organismo a salvo de invasiones microscópicas. Hogares que se convirtieron en refugios de guerra de un día a otro. Bunkers de papel de baño acolchonado y disfunciones familiares. Un retraimiento que conlleva síntomas de desconfianza: Todos somos sospechosos de portar asintomáticamente el coronavirus. Cualquier interacción con el otro podría desencadenar un colapso mortal. La gratificación homosexual puede encontrarse en cualquier baño público. Lo que los heterosexuales no saben, es que, de algún modo, los putos estamos, o deberíamos estar, entrenados en esto de las pandemias. Lo vivimos en carne propia, cuando apenas se descubría el VIH, su comportamiento y evolución. La gente pensaba que el sólo hecho de rozar, con la uña, los nudillos de un hombre abiertamente homosexual, bastaba para contagiarse del mortal virus, en cuyo ADN se encontraba una fuerte carga de pecado mortal. Por esa época fuimos la encarnación de la peste envuelta en testosterona. En el libro El sida y sus metáforas de 1988, actualización de El cáncer y sus metáforas, escribe Susan Sontag:

Peste: esta es la metáfora principal con que se entiende la epidemia del sida. Además de ser el nombre de muchas enfermedades horribles, la peste se ha usado metafóricamente durante mucho tiempo como la peor de las calamidades colectivas, el mal, el flagelo…

Existen muchos gays orgullosamente casados que se la han pasado exigiendo que la gente permanezca en sus casas con una arrogancia regañona que recuerda la desinformada homofobia de los 80 y deja fuera cualquier variable, ya no digamos económica. Para los hombres cisgénero la estigmatización del VIH tenía que ver con la sexualidad de falos penetrando próstatas, un sexo anómalo y repugnante para los convencionalismos bugas. No obstante, en las épocas más culeras del sida, lo homosexuales siguieron jugándosela. Cogiendo en el subterráneo. Que al mismo tiempo fungía como una red bajo tierra de debate y solidaridad sin prejuicios. De caricias y abrazos ilegales, pero redituables para el espíritu. No es sorpresa que muchos paisajes cyberpunks ubiquen los drenajes como escenarios donde un grupo de personas fundan nuevos tipos de sociedades.

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Ahora los gays sucumbimos a las máquinas para sosegar la ansiedad sexual. Al menos en lo que pasan las fases necesarias de la cuarentena para estar a salvo del covid-19. Como si la invasión de cyborgs se hubiera adelantado a lo planeado. Uno de los últimos videos que me envió el compa de Silver Lake tiene que ver con una auténtica fuck machine: literalmente, máquina de coger. Un dispositivo que consiste en una estructura tubular similar a una andadera, en cuyo centro se sostiene una pequeña máquina que mediante engranes, empuja y retrae un mástil al cual pueden ajustarse dildos de cualquier tamaño, según el aguante del pasivo, cuyo movimiento mecánico emula la penetración. Se conecta a la corriente eléctrica y el diseño permite ajustarse a cualquier posición, acostado, parado, de perrito, etc. Mi amigo debió poner la lente del smartphone en el resquicio de la ventana de tal forma que pude ver la totalidad de la cama, con la vista de él hacia al techo. Sonaba una especie de Uk Bass percudido y altamente sexual, con coros de mujeres afroamericanas cantando en éxtasis. Mi amigo da clases de sociología y con el dinero que le cae por hacer de dj puede costearse esta clase de juguetes. Sin duda cachondea. Pero es, literalmente, verlo dejarse coger por un robot sin cabeza ni conciencia para soltar escandalosas frases de dominación. A salvo de cualquier contacto humano que pudiera transmitirle el coronavirus para el que no hay vacuna. Tampoco para el VIH. Simplemente hemos aprendido a vivir con él. A entenderlo sin culpas. Como los alfileres y seguros que los punks se atravesaban en las orejas sin anestesia. Mi amigo lo usa a una lentitud hipnótica, supongo que para no venirse en chinga. Pero no es un robot y termina eyaculando. Poco a poco se zafa del dildo color carne, se limpia con unos cuantos Kleenex, se acerca desguanzado a su smartphone y el video se interrumpe. Minutos después hablamos por Facetime. Sobre lo surrealista de esta primavera. Sobre la incertidumbre laboral. Y lo peor, sobre el final de la cuarentena, cada vez más imposible. Sobre el día en que las penetraciones vuelvan a palpitar directamente de la irrigación sanguínea de otro ser humano y no de unas piezas de metal que se mueven por leyes mecánicas sin alma. Embestidas acompañadas de los besos y salivazos patriarcales de las orgías gays.

Mi amigo se tuvo que secar un par de lágrimas mientras hablábamos de nuestras frustraciones pornográficas. Tocarse los ojos es una de las formas más seguras de contraer el coronavirus para quienes no se lavan las manos constantemente. Ni llorar sabroso se puede en estos días. No es lo mismo. A la fuck machine le faltan las aberrantes sandeces que decimos en las orgías. “¿Estaremos mal por pensar en un montón de vergas mientras el covid-19 deja sin aire muchos pulmones?”, me preguntó. Dio un suspiro largo. Me preguntó si me gustaría verlo con un dildo mucho más grande que el anterior enchufado en la punta de la fuck machine. “No se si vaya a aguantar mucho tiempo”, dijo. “Los jóvenes le están poniendo el dedo medio al coronavirus. Ellos están armando orgías privadas por debajo de la movilidad cero. He estado tentado a ir pero me da miedo al mismo tiempo. Es curioso, ¿no? Quizás los gays tengamos que volver a hacer del sexo algo temerario, como en los tiempos más duros y fatales del VIH”, concluyó mi amigo al tiempo que fue por un dildo color cajeta, del doble del grueso que mis dos brazos juntos.

Diario de la pandemia

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