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Capítulo 4

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EL SÁBADO la consulta estaba tan abarrotada como siempre. Mejor, decidió Ally. De ese modo, no podía pensar en Sean Nicholson.

Desde que se mudó a su casa, no había podido concentrarse en nada. Aunque, además de escuchar el rugido de su moto por las mañanas, apenas se había percatado de que Sean vivía a unos metros de ella.

En ese momento, entró una paciente con un niño de la mano.

–Hola, Felicity. ¿Qué tal el embarazo?

La joven se dejó caer sobre una silla.

–No he tenido tiempo de pensarlo. Tom y el mayor me tienen demasiado ocupada.

–Ya estás acostumbrada, ¿no? –sonrió Ally.

–Desde luego –rio la mujer–. No es como la primera vez. Hugh me hacía la cena, me dejaba descansar en el sofá, me llevaba el desayuno a la cama…

–¿Ya no?

–Ya no. Pero no he venido a quejarme. Este enano tiene manchitas rojas y me temo que es varicela –contestó Felicity, colocándose al niño sobre las rodillas.

–Vamos a echar un vistazo. Tom, mira lo que tengo… –sonrió Ally, sacando un camión de la estantería.

El niño se puso a jugar, encantado, mientras ella lo examinaba.

–¿Cuándo empezaron a salirle las manchitas?

–Hace un par de días, pero solo eran unas cuantas así que no estaba segura.

–Es varicela –confirmó Ally, volviéndose hacia el ordenador–. Te daré un antipirético y un calmante para que no le pique demasiado.

–¿Puede jugar con su hermano o debo mantenerlos separados?

–En realidad, es casi seguro que ya se lo habrá contagiado, pero intenta mantenerlos separados durante unos días.

–¿Cuánto tiempo tardará en pasar?

–Cinco días –contestó Ally, mientras sacaba la receta de la impresora–. Pero tenemos que hablar de ti.

–¿De mí? ¿Por qué?

–¿De cuántos meses estás?

–Ocho y medio.

–¿Has pasado la varicela?

Felicity se quedó pensativa.

–No tengo ni idea. ¿Por qué?

–Porque habrá que hacerte análisis de sangre para comprobar si eres inmune.

–Sé que estas cosas son peligrosas al principio del embarazo, pero el niño ya está formado, ¿no?

–La varicela es un riesgo en cualquier fase del embarazo –contestó Ally, abriendo un cajón–. Habrá que hacerte un análisis.

–Vaya. Me alegro de haber venido. La verdad es que no se me había pasado por la cabeza que pudiera ser un problema para el bebé.

–No pasará nada. Dale este papel a la enfermera para que te prepare una cita. Pero si te pones de parto antes, dile a tu marido que me llame inmediatamente.

–De acuerdo –suspiró Felicity, levantándose–. ¿Por qué lo habré hecho? Ya tengo dos y me da pánico el parto.

–La última vez tuvieron que usar fórceps, ¿verdad?

–Y la primera, una ventosa. Dicen que cada vez es más fácil, pero yo no estoy tan convencida.

–Es muy raro tener que usar fórceps en dos ocasiones, así que no te preocupes.

–No lo haré. Pero Hugh va a tener que pasar por el quirófano en cuanto dé a luz. No quiero más niños –sonrió Felicity, despidiéndose.

Lucy entró diez minutos después.

–Acabo de sacarle sangre a Felicity Webster. ¿Crees que la varicela del niño habrá afectado al feto?

–Seguramente es inmune. La mayoría de la gente lo es –contestó Ally.

–¿Y si no?

–Habrá que ponerle un IGZ.

–¿Qué es eso? Suena como algo de otro planeta.

–La inmunoglobulina de Zoster –rio Ally–. Inmunidad inmediata.

–Ah, vaya. Cada día se aprende algo nuevo –dijo la enfermera–. Bueno, pero de lo que yo quería hablar es del nuevo médico…

En ese momento se abrió la puerta y Lucy se quedó boquiabierta al ver a Sean.

–Te presento a Sean Nicholson –dijo Ally–. Doctor Nicholson, le presento a su enfermera…

–Lucy Griffiths –la interrumpió él con una sonrisa.

–¡Sean! –exclamó Lucy, antes de echarse en sus brazos.

Él la abrazó, riendo.

–Has crecido mucho, Lucy.

–Sí –rio ella.

Por un momento, Ally sintió una punzada de celos. Pero no podían ser celos, era absurdo. Ella no estaba buscando pareja y si la buscara… no sería Sean Nicholson.

–Pensé que no volverías nunca.

–Me obligaron –sonrió Sean.

–¿Quién, Will?

–Will.

Ally los miró, sorprendida. Obviamente, se conocían muy bien… ¿Y a ella qué le importaba?

–¿Dónde te alojas? –preguntó Lucy entonces.

–En casa de Ally.

–Le he alquilado el establo –explicó ella.

–Menudo honor. Ally no suele alquilar su casa a ningún hombre.

–Eso tengo entendido. Digamos que a ella también la obligaron.

–¿Will?

–Will –contestó Ally.

–Debería abrir una agencia de contactos –rio la joven enfermera–. Es encantador.

–Irresistible –murmuró Sean, mirando su reloj–. Tengo que hablar contigo, Ally…

–Aún no he terminado la consulta.

–Es sobre una paciente.

–Ah, muy bien. ¿Cuál es el problema?

–Es esa mujer que mencionaste hace unos días… –empezó a decir Sean, apoyándose en la puerta–. La señora Thompson.

–¿Qué ocurre?

–Puede que haya descubierto qué le pasa –dijo él, dejando un periódico sobre su escritorio–. Lee la página cuatro. Puede que eso te dé una pista.

–Gracias –murmuró Ally. Cuando Sean salió de su consulta, tomó el periódico y buscó la página cuatro, de noticias locales. En ella había varios titulares: Escuela de primaria gana el premio al mejor cartel, Anciana asaltada en el mercado… Pero una en especial llamó su atención: Un hombre acusado de conducir bajo los efectos del alcohol.

–¿Qué pasa? –preguntó Lucy, leyendo por encima de su hombro–. Ah, vaya. Es un viajante y le han retirado el permiso de conducir. Pues habrá perdido su trabajo.

–Si necesita el coche para trabajar, supongo que sí –murmuró Ally. Estaba segura de que era esa la noticia a la que Sean se refería. ¿Geoff Thompson era un alcohólico?, se preguntó. Quizá ese era el problema que angustiaba a Mary. Fuera como fuera, tendría que sacar el tema con mucho tacto.

Cuando terminó de leer la noticia, llamó a Helen y le preguntó si Mary Thompson había pedido cita.

–Para el jueves a las cuatro –contestó la enfermera.

–Muy bien. Gracias.

–Debes ser la mujer más envidiada del pueblo viviendo con un hombre como Sean –dijo Lucy entonces.

–Solo es mi inquilino.

–No te enamores de él, Ally. Es guapísimo, pero no se compromete con nadie.

Como si ella necesitara esa advertencia.

–¿Hablas por experiencia?

–No. Solo íbamos juntos al colegio, aunque él era mayor que yo.

–¿Cómo era entonces? –preguntó Ally, sin poder evitarlo.

–El típico chico malo. Todas las chicas estaban locas por él.

–¿Tú también?

–Por supuesto. Pero siempre me ha puesto muy nerviosa. A mí me gustan los hombres un poco más… fáciles de tratar.

–Te entiendo. Es un machista imposible.

–Yo creo que exageras –rio Lucy.

–Pareces apreciarlo mucho.

–La verdad es que sí –dijo la enfermera, con la mano en el picaporte–. En el colegio no lo pasé bien y él me ayudó.

–¿Cómo? –preguntó Ally, con curiosidad.

–Había unos chicos que me molestaban y después de que Sean «hablase» con ellos, no volvieron a molestar a nadie.

En ese momento, sonó el intercomunicador. Era Helen, preguntándole si podía ver a un último paciente.

–Sí, claro –dijo Ally, mirando a Lucy–. Más trabajo.

La enfermera abrió la puerta.

–Ahora que lo pienso, olvida lo que he dicho. Puede que tú seas precisamente lo que Sean necesita.

¿Lo que Sean necesitaba? ¿Qué necesitaba Sean Nicholson? ¿Y qué necesitaba ella? La puerta se abrió en ese momento y entró Jack, el jefe del equipo de rescate.

–¡Jack! No te esperaba.

–Lo sé. Siento mucho venir un sábado…

–El sábado es como un día cualquiera. ¿Qué te ocurre?

–Me duele el estómago –contestó el hombre.

Ally empezó a hacerle preguntas sobre los dolores, anotando las respuestas en un cuaderno.

–¿Y los dolores desaparecen después de comer?

–Eso es. ¿Tú crees que puede ser una úlcera?

–Es posible. Pero tengo que examinarte para estar segura.

Unos minutos después, Ally se lavaba las manos.

–No encuentro nada raro. Pero por los síntomas, yo diría que es una úlcera.

Jack se vistió rápidamente.

–¿Y ahora qué?

–Tendrás que probar con antiácidos y si no funciona, ven a verme otra vez –dijo Ally–. Y debes hacer dieta. Nada de carne, nada de picante, nada de alcohol…

–¿Qué?

–El alcohol es un irritante, así que intenta beber menos cerveza. Si te sigue doliendo, es posible que tengamos que hacer una gastroscopia.

–¿Vas a mirarme el estómago por dentro?

–Eso es. Seguro que no es nada, pero hay que comprobarlo.

–Muy bien. Me pongo en tus manos. Por cierto, ¿vas a venir con Charlie a la fiesta del sábado que viene?

–Si no tengo que trabajar, supongo que sí. Y, por cierto, Jack, intenta restringir tus conversaciones delante de Charlie. Llevo toda la semana explicándole lo que es la hipotermia y por qué la gente se muere de frío.

–Ah, lo siento –sonrió el hombre–. No me di cuenta de que estaba escuchando. Por cierto, me han dicho que Sean vive en tu casa.

Las noticias volaban en Cumbria.

–Es mi inquilino.

–Ya. Bueno, si lo ves antes que yo, dile que venga a la fiesta, ¿vale?

–Si lo veo, se lo diré –sonrió Ally.

Pero no pensaba ir a buscarlo. Y tampoco pensaba ir a una fiesta con él.

Ally salió de la clínica y decidió ir a visitar a Pete.

El chico estaba inmovilizado en el hospital, con la cara enterrada en un libro.

–Hola, trasto –lo saludó.

–¡Doctora McGuire! –exclamó Pete.

–¿Cómo estás?

–Me duele todo –confesó el crío–. Ya sé que he sido un tonto. El doctor Morgan me leyó la cartilla.

–Has salido de esta de milagro, Pete.

–Lo sé. El doctor Morgan me dijo que si el doctor Nicholson y usted no hubieran estado allí, podría haber muerto.

–Pero estábamos allí –suspiró Ally–. ¿Qué tal van tus niveles de azúcar?

–No demasiado mal.

–¿Qué estabas intentando probar, Pete?

–No lo sé. Bueno, sí. Es que estoy harto, doctora McGuire. No me gusta ser diferente de los demás chicos.

–No eres diferente, Pete. Solo tienes diabetes.

–Pero eso me hace diferente. No puedo correr como los demás, no puedo comer lo mismo…

–¿Por qué no puedes correr? –lo interrumpió ella.

–Porque en el colegio se lo toman muy en serio y hacen competiciones. No se puede hacer un maratón si tienes que pararte de vez en cuando para comprobar cómo van los niveles de azúcar en la sangre…

–¿Y si no tuvieras que parar?

–Pero tengo que hacerlo.

–Cada día inventan monitores de glucosa más efectivos. Ahora hay uno que es casi igual de pequeño que un reloj.

–Pero tendría que parar de todas formas…

–No, podrías comprobar tu nivel de azúcar mientras estás corriendo.

–¿En serio?

–Sí. ¿Quieres que me informe de dónde podemos conseguirlo?

–¡Claro que sí! –exclamó Pete, con los ojos brillantes–. Eso sería estupendo, doctora McGuire.

–Muy bien. Ya te daré más noticias –sonrió Ally, mirando alrededor. En el suelo, descubrió un par de botas de montaña.

–Son bonitas, ¿verdad?

–¿Quién te las ha regalado?

–El doctor Nicholson –contestó Pete.

¿Sean había ido a verlo? ¿Por qué no se lo había dicho?

Ally tomó una bota. Era de la mejor calidad, fabricada en Cumbria.

–Vaya, vaya.

–Dice que si no me valen, iremos a cambiarlas, pero que no quiere volver a verme en la montaña sin el equipo adecuado –explicó el chico–. ¿Y sabe otra cosa? Me ha dicho que va a darme lecciones de escalada.

–¿Lecciones de escalada?

–Era instructor en el ejército. Es genial.

–Sí, genial –murmuró Ally. No era lo que hubiera esperado de Sean. Lo creía un hombre frío, egoísta. Y, sin embargo, iba a ver a Pete y se ofrecía a darle clases. ¿Lo habría juzgado mal?

–¿Cuántas veces ha venido a verte el doctor Nicholson?

–Dos. Y se quedó mucho rato. El primer día me dio la charla sobre lo inconsciente que había sido y eso. Pero luego ya fue más simpático.

Ally se mordió los labios. Sean había hecho un buen trabajo. Pete se estaba recuperando, ilusionado por la idea de aprender a escalar.

–Vaya, se está haciendo tarde. Tengo que irme, pero volveré a verte la semana que viene. ¿De acuerdo?

–Muchas gracias, doctora McGuire.

Ally estaba aparcando frente a su casa cuando se abrió la puerta del establo y salió Sean con el maletín en la mano. Debía ir a hacer alguna visita y, por su aspecto, parecía tener mucha prisa.

–¿Algún problema?

Sean miró su moto y después a ella. Pareció tomar una decisión y, sin decir nada, entró en el coche y tiró el maletín en el asiento de atrás.

–¿Dónde vamos? –preguntó Ally, pisando el acelerador.

–A casa de Kelly Watson.

–Oh, no. ¿Otro ataque de asma?

–Sí, y este parece grave –contestó él, mirando su reloj–. Han llamado a una ambulancia, pero parece que están ocupados con un accidente en la carretera. Su madre está completamente aterrorizada.

Conociendo a la madre de Kelly, no le extrañaba nada.

Cinco minutos después, Ally frenaba frente a un grupo de casitas.

–¡Gracias a Dios! –exclamó la madre de Kelly al verlos–. Está en su habitación y casi no puede respirar… –dijo la mujer, con los ojos llenos de lágrimas–. Por favor, no la dejen morir…

–No pasará nada, no se preocupe.

Kelly estaba en su cama, intentando respirar, con los labios amoratados.

–Necesita oxígeno –dijo Sean. Ally ya había sacado la mascarilla y el tubo antes de que él terminara la frase–. Voy a usar aminofilina.

–¿Cuánto pesa Kelly, señora Watson? –preguntó Ally.

–Treinta y cinco kilos –contestó la mujer, con expresión angustiada.

–Le daremos cinco miligramos por kilo.

La niña los miraba, demasiado exhausta para hablar.

–Será mejor que le demos hidrocortisona –sugirió Ally. Sean asintió.

–Tiene un bronco espasmo severo.

Después de aplicarla la medicación, Kelly respiraba un poco mejor.

–Gracias a Dios –murmuró su madre.

Ally miró por la ventana.

–Ha llegado la ambulancia.

–Estupendo. Está mejor, pero hay que llevarla al hospital –dijo Sean.

Unos minutos después, dos enfermeros entraban con una camilla.

–Hola, Kelly –sonrió uno de ellos, que ya conocía a la niña–. No quieres separarte de mí, ¿eh, pequeñaja?

Kelly consiguió sonreír cuando el hombre tomó su mano.

–Yo estoy de guardia, así que quizá tú quieras acompañarlos al hospital, Ally –dijo Sean.

–Muy bien. Pero Charlie…

–Si me das las llaves de tu casa, yo me quedaré con ella. Y si tengo que hacer alguna visita, la llevaré conmigo.

Unos minutos después, los enfermeros cerraban la puerta de la ambulancia.

–No pasará nada, señora Watson. No se preocupe.

–Hasta la próxima vez –suspiró la mujer.

–Sí. Lo que no entiendo es por qué no está mejor con la dosis de corticoides que le hemos prescrito –dijo Ally.

¿Era su imaginación o la señora Watson no quería mirarla? El instinto le decía que allí ocurría algo raro…

–¿Cuánto tiempo tendrá que quedarse en el hospital?

–Probablemente estará de vuelta mañana. ¿Tiene idea de qué puede haber provocado el ataque? ¿Ha estado en contacto con animales o algo fuera de lo normal?

–No lo sé –contestó la señora Watson.

–Ya. Bueno, pues habrá que pensarlo.

Ally recordó las palabras de Lucy sobre que a la señora Watson no le gustaban las medicinas. ¿Sería eso lo que estaba pasando? ¿No le daba las medicinas a su hija? Preocupada, se dijo a sí misma que investigaría en cuanto Kelly hubiera salido del hospital.

Ally escuchó las risas en cuanto abrió la puerta de su casa.

Charlie estaba tirada sobre la alfombra frente a la chimenea, intentando impedir que Sean echase unas bolitas blancas en la boca de un hipopótamo de plástico.

–¡Hola, mamá! Estamos jugando al hipopótamo y he ganado dos veces.

–Es muy violenta –sonrió Sean, dándole un golpecito en la mano–. ¡Esa bola es mía, ladrona!

Charlie soltó una carcajada y metió la bolita en la boca del juguete.

–¡He ganado otra vez! –exclamó la niña, con las mejillas coloradas.

Ally soltó el maletín y se sentó en el enorme sofá blanco, agotada.

–¿Qué tal la fiesta de Halloween, enana?

–¡Muy bien! Había unos trajes muy bonitos, pero el mío era el más bonito de todos. ¿A que la máscara daba mucho miedo, Sean?

–Mucho.

Ally hubiera esperado cualquier cosa, excepto aquella escena tan doméstica. Había esperado encontrar a Sean leyendo en el sofá mientras la niña jugaba en su cuarto, pero lo encontró tumbado en la alfombra, con aquellos vaqueros que se ajustaban a sus muslos como un pecado, la camisa un poco desabrochada, mostrando el vello oscuro que cubría su torso… Tan atractivo, tan masculino… tan en su casa.

–El doctor Nicholson tiene que irse, cariño.

–No tengo prisa –dijo él.

–¿No puede quedarse a cenar? –preguntó Charlie, saltando sobre el sofá–. Puedo ponerme el traje otra vez para daros un susto.

–No, gracias. No quiero tener pesadillas –sonrió Sean–. Ya tengo bastantes problemas para dormir.

Ally tuve que levantarse para disimular su agitación. Aquel hombre no se quedaría a cenar en su casa. ¡Ni muerta!

–Venga, Charlie, deja de dar saltos.

–¿Qué tal está Kelly? –preguntó Sean, colocándose a su lado. Tan alto, con esos brazos fuertes y ese aroma a hombre…

–Mucho mejor –contestó ella, intentando no mirarlo. ¿Por qué se sentía así, por qué se sentía tan rara a su lado?

–¿Puede quedarse Sean a cenar, mamá? –insistió su hija.

–¿No tienes nada que hacer esta noche, Sean? –preguntó Ally, para ver si entendía la indirecta.

–A menos que suene mi busca… no. Y me encantaría quedarme a cenar.

–¡Yupi! Voy a ponerme el traje –exclamó la niña, corriendo a su dormitorio.

Sean se dejó caer en el sofá.

–Has sido muy amable invitándome.

Ally respiró profundamente, buscando paciencia.

–Yo no quería invitarte y lo sabes.

–¿Por qué?

–Porque… ya te he dicho que no quiero que Charlie se acostumbre a verte por aquí.

–¿Charlie o tú? –preguntó él, estirando las piernas.

–Ninguna de las dos.

Sean se levantó bruscamente y la tomó por la muñeca cuando Ally intentó darse la vuelta.

–Tenemos que hablar de esto. ¿Sigues diciendo que no hay química entre nosotros?

–No estoy diciendo eso.

–Entonces, ¿por qué no dejas que las cosas sigan su curso?

–Porque no quiero que le hagas daño a Charlie… o a mí –contestó ella, con sinceridad.

Sean la miró, con un brillo indescifrable en los ojos. Y entonces, sin previo aviso, inclinó la cabeza y buscó su boca.

Ally intentó apartarse, pero él la retuvo tomándola por la cintura.

Era un beso diferente a cualquier otro beso que hubiera recibido, fiero, erótico, suave y exigente al mismo tiempo. Y pronto Ally olvidó que hubiera querido escapar. Quería más y se apretó contra su torso, sintiendo los fuertes muslos del hombre clavados en los suyos.

Sean sujetó su cabeza y le hizo el amor con la boca.

Sin pensar, Ally enredó los brazos alrededor del cuello del hombre, mientras él jugaba con su lengua, dominante, pero al mismo tiempo suave, intentando arrancarle una respuesta.

Con las piernas temblorosas, acarició su torso por encima de la camisa. No podía pensar en nada. Nadie la había hecho sentir de aquella forma…

Sean emitió un gemido ronco mientras buscaba su garganta para dejar un rastro de besos húmedos y apasionados.

–Ahora dime que no merece la pena, Ally –dijo con voz ronca.

Después, la soltó y se dio la vuelta, dejándola con las piernas temblorosas y el corazón acelerado.

Un amor arriesgado - El príncipe y la camarera

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