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Sintagmática de rostros
ОглавлениеEn medio del desplazamiento de puntos, de la deformación de envolturas, de la agitación de cavidades y de la moción de carnes, la práctica central del humorista gráfico consiste en inscribir rostros concretos sobre una pantalla blanca y, a la vez, en desplazar, deformar, agitar y mover esos rostros en unos virtuales «agujeros negros de sentido» para narrar una historia. Las situaciones y disposiciones espacio-temporales, así como las transformaciones actanciales y anímicas de los personajes, se entraman con rasgos significantes y constituyen enunciados que se ajustan ante todo a los rostros concretos de los actores conectados entre sí. Pantallas privilegiadas en las que rebotan los relatos. Agamben (2010) llama «tragicomedia de la apariencia al hecho de que el rostro solo descubre en la medida en que oculta y oculta en la medida misma en que descubre» (p. 81). Basado en la raíz indoeuropea que significa «uno»21, puntualiza además lo siguiente:
El rostro no es simulacro, en el sentido de algo que disimula y encubre la verdad: es simultas, el estar-juntas las múltiples caras que lo constituyen, sin que ninguna de ellas sea más verdadera que las demás. Captar la verdad del rostro significa aprehender no la semejanza, sino la simultaneidad de las caras, la inquieta potencia que las mantiene juntas y las une. (p. 85)
Esa simultaneidad, en términos semióticos, configura «juegos de caras» en los rostros. Sintagmáticas en ellos y entre ellos.
No nos equivocamos si aseveramos que la historieta es un discurso determinado en gran medida por una compleja sintagmática de rostros. Las cabezas están incluidas en los cuerpos, pero el rostro, en cuanto mapa, no.
El rostro solo se produce cuando la cabeza deja de formar parte del cuerpo, cuando deja de estar codificada por el cuerpo, cuando deja de tener un código corporal polívoco multidimensional –cuando el cuerpo, incluida la cabeza, está decodificado y debe ser sobrecodificado por algo que llamaremos Rostro–. Dicho de otro modo, la cabeza, todos los elementos volumen-cavidad de la cabeza, deben ser rostrificados. Y lo serán por la pantalla agujereada, por la pared blanca-agujero negro, la máquina abstracta que va a producir rostro. Pero la operación no acaba ahí: la cabeza y sus elementos no serán rostrificados sin que la totalidad del cuerpo no pueda serlo, no se vea obligado a serlo, en un proceso inevitable. (Deleuze y Guattari, 2015, p. 176)
Estamos viendo que, para Deleuze y Guattari (2015), esos rostros no son algo ya construido, nacen más bien de una máquina abstracta de rostridad, «que va a producirlos al mismo tiempo que proporciona al significante su pared blanca y a la subjetividad su agujero negro» (p. 174). Previamente han postulado esos dos ejes: el de significancia y el de subjetivación. Aquel eje «es inseparable de una pared blanca sobre la que inscribe sus signos y sus redundancias». El otro eje «es inseparable de un agujero negro en el que sitúa su conciencia, su pasión y sus redundancias». Como entienden que solo hay semióticas mixtas, o que los estratos van por lo menos de dos en dos…
No debe extrañarnos que se monte un dispositivo muy especial en su intersección. Un rostro es algo muy singular: sistema pared blanca-agujero negro. […]. El rostro no es una envoltura exterior al que habla, piensa o percibe. En el lenguaje, forma del significante, sus propias unidades quedarían indeterminadas si el eventual oyente no guiase sus opciones por el rostro del que habla («vaya, parece enfadado…», «no ha podido decir eso…», «mírame a la cara cuando te hablo…», «mírame bien…»). Un niño, una mujer, una madre de familia, un hombre, un padre, un jefe, un profesor, un policía, no hablan una lengua en general, hablan una lengua cuyos rasgos significantes se ajustan a rasgos de rostridad específicos. Los rostros no son, en principio, individuales, defienden zonas de frecuencia o de probabilidad, delimitan un campo que neutraliza de antemano las expresiones y conexiones rebeldes a las significaciones dominantes. De igual modo, la forma de la subjetividad, conciencia o pasión, quedaría absolutamente vacía si los rostros no constituyesen espacios de resonancia que seleccionan lo real mental o percibido, adecuándolo previamente a una realidad dominante. El rostro es redundancia. Y hace redundancia de las redundancias de significancia o de frecuencia, pero también con las de resonancia o de subjetividad. El rostro construye la pared que necesita el significante para rebotar, constituye la pared del significante, el marco o la pantalla. El rostro labra el agujero que necesita la subjetivación para manifestarse; constituye el agujero negro de la subjetividad como conciencia o pasión, la cámara, el tercer ojo. (Deleuze y Guattari, 2015, p. 174)
Así pues, en el dibujo de cada rostro concreto reside mucho de la genialidad del dibujante para hacer decir hasta el más mínimo detalle. Merced a su estilo de inscripción en la pared blanca, vibran las redundancias y resonancias diegéticas de sentido que entretejen y atraviesan su obra dándole una personalidad enunciativa. Todo entre dos polos: el del reflejo luminoso «blanco» y el de la demarcación-graduación de oscuridad, hasta llegar al «negro». Derivan de ahí operaciones de disminución y de aumento de luz y de sombra, no solo en lo relativo al estilo estético del dibujo, sino también, y sobre todo, al «ajuste de cuentas» ético que entraña el juego de intersubjetivación en cada una de las historietas aquí presentadas.