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Humor e intersubjetividad

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Lo real, originario –anterior, concomitante y posterior a la significación–, vivido como primordial sentir ser e íntimo sentir mover, deviene «experiencia» significante y «existencia» en un mundo significado. Está, pues, «tapado» por la significación. Ante esa distancia, a la filosofía no le queda sino vestirse de semiótica general (Pániker, 2000, p. 290)1.

El humorista gráfico y sus lectores existimos en un mundo ya significado, en el que vivimos experiencias significantes que nos convierten una y otra vez en sujetos ensimismados, centrados o alterados. Somos, sabiéndolo o no, materia prima de las expresiones de algún atento artista gráfico que hace gracia con lo que nuestras vidas tienen de desagradable y de agradable. El corpus aquí trabajado, historietas de Quino, nos llama la atención porque priman en él ocurrencias que atan la risa a una actitud humorística más bien ácida, crítica y hasta pesimista respecto a la conducta y a los valores del ser humano en un mundo que «no es ni verdadero ni real, sino viviente». Y «vivir es valorar» (Deleuze, 2012, p. 257).

Nietzsche introduce los conceptos de sentido y de valor en la filosofía moderna. Ambos le permiten erigir una crítica total e intempestiva que coincide en gran medida con la de la semiótica. Toda valoración actual realizada en un discurso supone valores potenciales o virtualizados para apreciar los fenómenos de sentido. El problema crítico de cualquier perspectivismo es, entonces, el valor de los valores, la valoración de la que procede su valor, o sea, el problema de su creación. Nietzsche, pensador del tempo y de la tonicidad, tiene en cuenta el elemento diferencial del que deriva el valor de los propios valores, lo que hoy la semiótica tensiva llamaría valencias intensas y extensas. Aquí nos interesa el humor crítico. Dicho de otra manera, la crítica como expresión de un modo de existencia activo, en virtud del cual el humorista no solo hace reír, también ataca a algo que le afecta, agrede a alguien, goza de un halo de «maldad divina» (Deleuze, 2012, pp. 9-10).

En lo que respecta al sentido, la condición para encontrarlo pasa por saber cuál es la fuerza que se apodera de la historieta, que la explota, que se expresa en ella. «Un fenómeno no es una apariencia ni tampoco una aparición, sino un signo, un síntoma que encuentra su sentido en una fuerza actual. Toda la filosofía es una sintomatología y una semiología. Las ciencias son un sistema sintomatológico y semiológico» (Deleuze, 2012, p. 10)2.

Esa correlación de fenómeno y sentido define cualquier fuerza como apropiación, dominación, explotación de algo vivido como real. Pensar en la forma de vida como categoría semiótica englobante supone, pues, entenderla como fuerza de vida (que, en cuanto la afirma, da más fuerza a una forma de vida). La forma de vida vale, entonces, como forma de formas, de fuerzas, de energías, de materias. La percepción es, así, expresión de fuerzas que toman algo a su cargo. Por esa razón, un mismo objeto o un mismo fenómeno cambian de sentido de acuerdo con la fuerza que lo posee en su inmanencia. El sentido es, pues, complejo, plural. Conjunto de sucesiones y de simultaneidades que, luego del análisis, hace de la interpretación algo así como un arte filosófico. De ahí que, apelando a un neologismo, podría tildar de semiosófica la hermenéutica aquí presentada: una sabiduría danza en la incesante conversión del sentido en significación. En principio, hay que atender, entonces, en cada historieta, a esa misteriosa pluralidad silenciosa de los sentidos (Deleuze, 2012, p. 11). Ahora bien:

¿Es preciso demostrar que nada que proceda del hombre es frívolo a los ojos del filósofo? […] La risa y las lágrimas no pueden dejarse ver en el paraíso de las delicias […]. El Ser que quiso multiplicar su imagen no ha puesto en la boca del hombre los dientes del león, pero el hombre muerde con la risa [cursivas añadidas]; ni en sus ojos la astucia fascinadora de la serpiente, pero seduce con las lágrimas [cursivas añadidas]. (Baudelaire, 1988, pp. 16-21)3

Las historietas de este libro están sembradas de afilados mordiscos; algunos hasta hacen lagrimear sin ser necesariamente seductores.

Una de las historietas de Quino (2015) es paradigmática. En ella Quino dibuja a Quino (p. 125; véase la historieta en el anexo 1)4. Aparece sentado frente a su tablero haciendo el esfuerzo de concebir una historieta cuando es intervenido por un agente de la policía humorística, quien le pide documentos; los lee, se entera de que es dibujante de humor, le increpa por qué en ese momento no está dibujando y, exaltado, le llama la atención, pues no ve que «en esta página suceda nada gracioso». Lo pone, pues, en entredicho: «¿Ud. dibuja o no dibuja humor?». Quino le responde afirmativamente y le muestra páginas «publicadas aquí mismo». El agente, mientras las revisa, dice: «Veamos: la muerte, la vejez, la injusticia social, el autoritarismo… ¿Estos son temas humorísticos, según usted? ¿Es esto lo que usted ha hecho de humorístico en su vida?». Esa parcial gama temática es suficiente para caracterizar semánticamente el tipo de humor que abordamos en estas páginas: una alquimia que oscila entre lo cómico y lo trágico. No es lo esperado por la hegemónica ideología del agente policial, la cual toma posición del lado del humor «divertido», ligero, dulzón, inofensivo, del gag regido por una implicación «naturalizada»: «uno se ríe de lo risible, esto es, de lo que no causa problema». O bien, «uno se ríe para olvidar lo malo, lo monstruoso, lo triste». Por cierto, Quino a veces reivindica su derecho a relajarse y a ponerse light. Pero nosotros no apuntamos a la implicación de esas pocas historietas en las que «se alinea» (si risible entonces risa), sino a la concesión de las historietas «contestatarias», o sencillamente críticas (aunque no risible, risa).

¿Quién ríe, pues, con Quino? ¿Quién se convierte en su cómplice? ¿Quién sintoniza con él y se ve afectado por sus afectos? ¿Quizá alguien animado a reír de lo no risible, de lo que deprime, angustia y da miedo? «El humor, a diferencia de la ironía, se presenta como una actitud que expresa cierto tipo de simpatía, de complicidad, aunque sean fingidas, con la persona a quien se dirige; nos reímos con ella, no de ella» (Lipovetsky, 2000, p. 158)5. Aunque a veces Quino, al retratar situaciones tan universales de la condición humana, incluye en ellas al sujeto de la enunciación (él, su lector, o los dos) como si estuviese encarnado en alguno de sus actores. No es tan fácil, pues, trazar la frontera entre humor e ironía, parafraseando: «Siento que se ríe conmigo, pero también de mí, y hasta de nosotros». De algún modo, este humor hace del sí-mismo, otro de quien distanciarse o también con quien identificarse. A la vez que ríe de otro puesto a distancia, esa enunciación puede reír de sí misma. No se limita, pues, a la burla. Sin duda la ejerce. Pero puede también, englobando al -mismo en el otro, dar margen a la solidaridad.

No saborearíamos lo cómico si nos sintiésemos aislados, la risa demanda eco. Impulso de ampliación, de repercusión, cuyo radio, de todos modos, encuentra límites. En consecuencia, ese «quién» de la pregunta remite a un «nosotros» social, cerrado sobre sí mismo, con más o menos disposición a abrirse, frente al cual se erige un «él» o un «ellos» que, ora se asimila al «nosotros», ora es un «otro» impermeable, individual o social6. La dinámica de ese entorno se puede comprender colocando en los polos de una matriz tensiva, como supercontrarios que demarcan límites, la asimilación y la exclusión; y como subcontrarios que segmentan grados, la admisión y la segregación (con la salvedad de las cuasisinonimias: la asimilación ocupa el lugar de la inclusión, la admisión el de la congregación y la segregación el de la discriminación):


De ese modo, economizando expresión, hay dos vectores tensivos entre los mencionados polos: el que apunta a la exclusión del «otro» pasando por su segregación; y el que apunta a la asimilación del «otro» pasando por su admisión7. La risa puede, pues, admitir y asimilar al «otro»; pero también segregarlo y excluirlo, con toda la gama de tensiones intermedias. He ahí su juego político. Y el «nosotros» de Quino se afilia a quienes ríen de la muerte (para mencionar un término del universal semántico individual8), del mal, de la degradación. ¿Por qué esto es así? ¿Por qué admitimos a quienes se animan a encontrar motivo cómico en lo que causa problemas o en lo que aterroriza? ¿No será un modo de exorcizar todo aquello? ¿Una catarsis, una terapia? Dejo esas preguntas abiertas, aunque atisbo ahí la originaria ambivalencia que nos constituye. Constato, pues, que ese humor está regido por la concesión: «Aunque no divertido, risible». Estamos felizmente expuestos a que esa «policía humorística» nos detenga y nos lleve presos, esto es, a que nos segregue y excluya.

Esas breves historietas inscritas en la última página de la revista Caretas, objeto-soporte, forman parte de la sección que sus editores titulan Mundo MezQuino.Ese título califica y clasifica metalingüísticamente lo relatado y le da autonomía en relación con el resto de secciones. Agradezco de modo profundo a Caretas por su gentil colaboración9. Cabe inquirir: ¿quién dice que un mundo es mezquino? Alguien que ha tomado posición en un mundo, o menos mezquino, o incluso generoso, hasta magnánimo. In extremis, en un país de Jauja, mundo posible, ideal, deseado, que oficiaría de parámetro para el juego axiológico, para la crítica y para la química del humor10. Sea como fuere, la calificación mezquino, desde la utopía de una libre disponibilidad de bienes o de una providencia universal, da cuenta de un antidestinador cuyo poder imprime fuerza y forma a un poder delegado que regatea e incluso niega los bienes en una polis dominada por su intencionalidad cicatera, tacaña, egoísta. Pues bien, en este mundo vivido, real, con potente sabiduría humorística, vemos puestas en juego situaciones límite en torno a la experiencia de existir.

El humor, dice Vian, es la «urbanidad de la desesperación» (como se citó en Comte-Sponville, 1998, p. 253). Quizá sea esa atmósfera entre fútil y desesperanzada de la existencia moderna con sus juegos de poder, irónicos, sarcásticos, paródicos e hiperbólicos, la razón más contundente por la que el editor de la revista tilda a ese irrisorio mundo de MezQuino (aprovechando para destacar en rojo el apodo del historietista). Como actor de la enunciación, Quino es dirigido (y se dirige) a su enunciatario, quien, por praxis enunciativa, lo reconoce, pues figura potencialmente en su competencia semántica como uno de los historietistas más celebrados en la cultura hispanohablante.

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