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Con la muerte: de lo bello a la bestia1 MUNDO MEZQUINO
ОглавлениеHablar aquí de «texto» es aludir a la organización planaria y lineal, bidimensional a final de cuentas, de los elementos concretos que permiten expresar la significación del discurso y crear así las condiciones para dar forma a un conjunto significante. Así, en doce viñetas ordenadas con el canon sintagmático [izquierda-derecha; arriba-abajo], Quino relata una breve historia, con mucho de alegoría existencial, sobre el transcurrir de la vida y la llegada de la muerte.
La primera, segunda, cuarta, sexta, sétima y octava viñeta, esto es, la mitad del total, presentan escenas relativas a las «edades (o etapas) de la vida», en conjunto, producen el efecto del «ciclo de vida». En la décima viñeta, aparece una carroza fúnebre, símbolo metonímico de la muerte, lo que primero (v. 11) asusta, angustia, al protagonista, el cual estalla contra los responsables de esa indeseada presencia (v. 12).
La tercera, quinta y novena viñeta, mientras tanto, dan cuenta de estados de ánimo colocados, los dos primeros, en los intersticios de las mencionadas etapas; y el último, entre la vejez y la muerte. No obstante, la tercera y la novena viñeta relatan la tensión de una espera incierta, mientras la quinta aparece como sanción-celebración somática.
Sabemos que la cohesión textual es un fenómeno de superficie, esto es, enteramente dependiente de la gramática del texto. Está avalada, entonces, por las anáforas y por las catáforas en cuya virtud, desde cualquier punto del texto, se puede hacer referencia a todos los demás puntos del mismo texto. Así, por ejemplo, gracias a la gramática de la historieta, no leemos en la tensa espera de la tercera y novena viñeta a un hombre bicéfalo o bifacial; leemos, más bien, el movimiento giratorio de una sola cabeza o rostro. Movimiento que es, a la vez, anafórico, mira hacia «atrás» o hacia «arriba»; y catafórico, mira hacia «adelante» o hacia «abajo». Por lo demás, la quinta viñeta es anafórica, el protagonista aplaude excitado y entusiasta lo acontecido en la cuarta viñeta. Y en la decimosegunda viñeta generamos coherencia atribuyendo el enunciado a la voz del actor.
En suma, de la primera a la última viñeta hay sucesivos encadenamientos, concordancias, conexiones argumentativas, diferentes formas de «progresión temática» y de repetición de las mismas (y otras) figuras que convergen en el logro de la cohesión textual.
Esa cohesión, acabamos de ver, establece una guía de lectura, apoya la memoria que toda producción de significación demanda. En consecuencia, no puede desligarse en modo alguno de la coherencia: la cohesión del texto ayuda a descubrir su coherencia. A todo esto, el discurso es el proceso de significación, o, más bien, el acto y el producto de una enunciación particular y concretamente realizada.
El enunciador, mediante un desembrague enuncivo, califica lo contado en la historieta como una ocurrencia más del Mundo MezQuino. En esa denominación, gracias a la diferencia cromática [negro vs. rojo], marca su nombre, en cuanto actor de la enunciación, y se dirige implícitamente al enunciatario, quien lo reconoce, pues el autor, por praxis enunciativa, ya está incorporado al universo hispanohablante del género de la historieta y porque el título cumple con un señalamiento deíctico a lo relatado en la misma («Yo le digo que esto que va a leer es una ocurrencia de un Mundo MezQuino»). Gracias a ese procedimiento, califica y clasifica metalingüísticamente a la historieta, diferenciándola de otras y dándole autonomía textual (última página de la revista) y semántica (relato independiente en el discurso de Caretas).
Tanto la perspectiva del texto como la del discurso están controladas por una misma enunciación, que las reúne en un mismo conjunto de actos de significación. Hemos visto que la cohesión organiza el texto de la historieta en secuencias llamadas, por convención, viñetas, y recurre a procedimientos que ponen cada segmento bajo la dependencia de otros segmentos, próximos o distantes.
Ahora bien, para dar cuenta de la coherencia, nos aproximaremos a la orientación intencional del discurso en un campo posicional. En ese sentido, el cuerpo sensible que toma posición es el substrato fenomenológico de la instancia de discurso. En el momento de una enunciación particular y concreta, ese cuerpo sensible es reconocido como cuerpo propio que pone en la mira un campo de presencias. Los planos de la semiosis, a grandes rasgos, aluden, exteroceptivamente, a comportamientos gestuales y somáticos de un conjunto de actantes; e, interoceptivamente, a los estados de ánimo de uno de ellos, protagonista puesto, por desembrague, en el centro de referencia del campo posicional del discurso.
Desde la primera a la penúltima viñeta, la enunciación opera en clave icónica, esto es, gracias al reconocimiento de los comportamientos de «cuerpos vivientes» que aparecen como figuras icónicas en acción. Esa enunciación icónica, somática, gestual, soporta, pues, casi todo el relato. Para eso, es suficiente con el desembrague a los cuerpos, envolturas en interacción, y con el correlativo embrague a sus respectivos observadores. Aunque hay que enfatizar que todo el relato se basa en el punto de vista del personaje central: sentado en una banca, desde la que percibe su entorno, concentra casi toda la atención, orienta el discurso. En consecuencia, dicho actante, repetido en todas las viñetas, concentra la mayor intensidad de contenido y, obvio, la menor extensidad, pues aparece como unidad constante, frente a la diversidad variable de los actantes que aparecen y desaparecen en los horizontes de campo. Estos últimos, focos de atención secundaria trabajados por valencias inversas a la del protagonista, van delimitando el dominio de presencia y proyectando el dominio de ausencia.
Así, recapitulando, en la primera viñeta, es desembragado en el centro del campo posicional, un «hombre-sentado-en-una-butaca». Este actor, en la mencionada postura, va a ser una constante reiterada desde la primera a la penúltima viñeta. Su repetición, viñeta a viñeta, asegura la memoria figurativa del discurso. Recién en la última viñeta, va a haber un significativo cambio de postura. El rol patémico-cognitivo de ese actor: un emocionado observador asistente a una suerte de «película» que despliega sus sucesivas escenas frente a él (de ahí que prefiera usar, en la descripción, el término butaca a los de banca, silla u otros). A este observador asistente, enuncivo, desembragado, puesto en discurso (al que llamaremos, «a secas», protagonista), se opone el observador espectador, enunciativo, presupuesto por el discurso y obtenido por embrague. Así, en cuanto enunciatarios espectadores, observamos su observación, miramos su mirada, lo vemos ver. Participamos, pues, con él, del mismo espectáculo.
El cuerpo propio posicionado en la instancia de discurso, sede fenomenológica de la enunciación semiótica, es el actante fuente de la orientación discursiva. El ícono corporal del protagonista es el actante blanco. Y el observador espectador, obtenido por embrague, lugar que tendrá que ocupar necesariamente cualquier enunciatario, es el actante de control. Este es un primer diagrama posicional.
Hacia dentro del enunciado se despliega un segundo diagrama posicional, manteniéndose al espectador como actante de control, el protagonista se constituye en fuente de la orientación discursiva; y, sucesivamente, la abeja revoloteando en torno a la flor (v. 1), el niño pateando una pelota (v. 2), los enamorados abrazados besándose (v. 4), las escenas anteriores (v. 5), los cónyuges en la lucha por controlar a sus excitados retoños (v. 6), el empleado que camina apurado observando su reloj (v. 7), el anciano que acaricia a un perro contento (v. 8) y la carroza fúnebre (v. 10) se constituyen en blancos. En las viñetas 3 y 9 los blancos quedan en blanco, al menos figurativamente, lo que contribuye a elevar la tensión de la espera, con su correlato de ansiedad. En la viñeta 12, súbitamente, se invierte el diagrama: el protagonista se ha levantado de su asiento, el que ha quedado tras su vientre. Afectado por una súbita deformación de su cuerpo-envoltura acentuada en su rostro, ha alzado los brazos y empuñado las manos, ha inclinado la cabeza hacia atrás mirando a lo alto, ha abierto la boca desmesuradamente dejando ver una negra cavidad bordeada de afilados dientes desde cuyo fondo vibra una «voz» agitada profiriendo un enunciado exclamativo de desagrado contra /ustedes/2. Se ha convertido, pues, en blanco de /ustedes/, fuente de una intensidad disfórica, a quienes culpa de revelar el final de la película (esta repentina inversión genera un tercer diagrama en el que la carroza fúnebre ocupa la posición de actante de control).
Desde las escenas de la «carroza fúnebre» (v. 10 y v. 11), aparecen, en retrospectiva, la escena del anciano, la del empleado apurado, la de la familia en apuros, la de los enamorados, la del niño y la de la abeja fecundando la flor (metáfora de la concepción de la vida), como horizontes temporales que han ido siendo abiertos (en prospectiva) por sucesivos desembragues y dan cuenta de la memoria del discurso. Finalmente, en el enunciado exclamativo del protagonista (v. 12), el embrague («contarme») establece una profundidad regresiva. La presencia de/ustedes/ es percibida como intencional, entonces, el actante centro del discurso pierde la iniciativa de la mira; él mismo es puesto en la mira por la intensidad que siente («desagrado frente a la aparición de la muerte»); una alteridad intencional toma forma en su propio campo. Se suscita una profundidad regresiva, emocional. A esa «regresividad» se opondrá, reactivamente, la agresividad.
La profundidad espacial, mientras tanto, no ofrece mayor complejidad. Se basa en el recorrido de observación que se dirige desde el protagonista (centro) hacia los otros actantes (horizontes). Los horizontes se despliegan, pues, ante el protagonista central, incluso se fijan cerca de él, salvo en el caso de la carroza, la cual aparece por detrás de la butaca dejando tras sí las huellas deícticas de su desplazamiento (v. 10) y alejándose progresivamente (v. 11) hasta quedar casi imperceptible en un horizonte de fondo, lo que debilita las mencionadas huellas reducidas a puntitos (v. 12). Ese desplazamiento produce, no obstante, un efecto de ampliación de la profundidad espacial, limitada solo a la representación del «escenario». Sin duda hay aquí un difícil nudo de sentidos. Por lo pronto, se establece un semisimbolismo:
escenas de la vida : delante :: escenas de la muerte : detrás
Cabe notar que, al hacerse presente la muerte por detrás, se le aparece al observador actor rompiendo el eje de su mirada. Este ve lo que hay detrás, pero ve también lo que hay más allá; y ya sabemos lo que hay en el más allá…la muerte.
Se va perfilando una confrontación de interpretaciones. Resulta que el espectáculo es lo que se pone delante de los ojos, no lo que se pone detrás. La muerte no formaba parte del espectáculo. Más bien, en su curioso afán de «capturar escenas», nuestro protagonista ha mirado hacia atrás (como Orfeo y como la mujer de Lot) y se ha encontrado con la imagen de la muerte. Otra reminiscencia: la muerte «sorprende por detrás»; no se la espera, pero se la encuentra. En consecuencia, nuestro protagonista, en su impulso por mirar, ha descubierto él mismo a la muerte. Nadie le ha contado el final, que no era parte del espectáculo, él se lo ha encontrado mirando hacia atrás. Él se ha contado a sí mismo el final. Su desagrado es tal que, en su explosión de cólera, crea (y cree en) la figura de un antidestinador («ustedes»).
He aquí, pues, una lectura, una interpretación que construye su propia coherencia. Otra interpretación, que entra en conflicto con la anterior, asumiría, por ejemplo, un escenario circular, en torno al centro, y mantendría la separación entre /yo/ (el protagonista) y /ustedes/ (los que «cuentan la historia»). Las dos interpretaciones serían válidas. Llevada a su límite, esta confrontación de interpretaciones puede incluso otorgar a las escenas contempladas el carácter de remembranzas. En efecto, la ambivalencia entra a tallar, al extremo de ser posible una lectura alegórica apoyada en un sincretismo reflexivo del observador con el informador («Él, a modo de remembranza, contempla lo que ha sido su propia vida»).
El temple de humor del protagonista va a dar un salto fórico de un polo a otro. En lo que respecta a las operaciones de mira y de captación, el observador asistente pone sucesivas presencias en la mira para reconocerlas como fuentes de diferentes grados de intensidad afectiva. De viñeta a viñeta hay transformaciones de las presencias –con dos viñetas de tensa y expectante espera– que desencadenan sucesivas emociones en él. Eso presupone su disposición frente a esos escenarios consecutivos de evolución de la vida: está, pues, despierto a la vida, ilusionado con ella. Ese despertar no está manifestado, sino supuesto, deducido. La presencia de la muerte, sin embargo, va a desencadenar, al final, una violenta transformación.
Decíamos que el protagonista, observador asistente, es la fuente de la mira; pero también el blanco de la intensidad afectiva. En ese sentido, es un no sujeto, simple centro pasivo de percepción que solo es capaz de explorar los dominios que se organizan en torno a su cuerpo. Desde la viñeta 1 hasta la 9, se complace, disfruta, de esas presencias: admiración ante el revoloteo de la abeja fecundadora (v. 1), sonrisa contemplativa ante el juego del niño (v. 2), búsqueda expectante de escenas (v. 3), de nuevo sorprendida admiración ante la escena de los jóvenes amantes (v. 4) que se prolonga en emocionado gesto entre atónito y libidinoso (v. 5), carcajada ante los apuros de los cónyuges con sus niños (v. 6), contemplación pasiva del empleado (v. 7), tierna admiración ante la amistosa relación del anciano con el perro (v. 8), hasta que… otra expectante búsqueda (v. 9), sorprendida mirada hacia atrás, a la carroza fúnebre, despertar a otra semiosis, esto es, a otro estado de cosas que va con otro estado de ánimo (v. 10), entre triste y asustada disposición (v. 11) y violenta transformación pasional del no sujeto en sujeto con estallido emocional moralizador (v. 12).
En la segunda y en la sétima viñeta, se da la presencia de un actante en el horizonte próximo (en cuanto actores, el niño y el llamado «empleado»); en la primera, cuarta y octava viñeta, se da la presencia de dos actantes (la abeja y la flor, la pareja, el anciano y el perro). En la sexta viñeta, se da la presencia de cuatro actantes, colectivamente identificados como «familia». Mientras tanto, la quinta viñeta, como vimos, parece referirse anafóricamente a la cuarta. Por último, la ausencia de actantes en horizonte en la tercera y novena viñeta, a la vez que reduce los horizontes figurativos a su mínima expresión, parece intensificar la mira puesta en horizontes inciertos, indeterminados. El actante se queda con los blancos en blanco, pero, por eso mismo, concentra más aún la intensidad afectiva. En la décima viñeta, de nuevo, la carroza vale como un solo actante. Pero en la decimoprimera viñeta ya no está en la mira, la cual está embargada y embragada por el desconcierto de una mirada perdida en el horizonte. En la última viñeta, deconstructivamente, la mira está puesta en «ustedes», autores de la historieta, en quienes el actante descarga su cólera.
Estamos ante lo que, en términos de interacción, se denomina ajuste, cuyo efecto es el contagio: las acciones, sentimientos y emociones de los actores informadores hacen actuar, sentir y emocionarse al protagonista observador. En ese ámbito de competencias estésicas, los actores que aparecen y desaparecen en horizonte son, también, no sujetos, realizados en acto como cuerpos. Cuando aparecen, concentran alta intensidad y baja extensidad. En suma, devienen fuentes de intensidad que generan impresiones fuertes en el protagonista. Como es obvio, al desaparecer, dejan la posta de la intensidad afectiva a los que vienen.
Como hemos visto, el signo fórico de la intensidad sufre un repentino cambio, en el que, sin duda, reside el efecto humorístico de la historieta. Por praxis enunciativa, sabemos de situaciones potenciales en las que se increpa y reprocha a quien osa contarnos una película que no hemos visto y queremos ver, ya que nos quita el sabor de la intriga. La desmesurada reacción del actante que culpa a un /ustedes/ de lo que ha sido su propio exceso de curiosidad resulta, pues, cómica desde la perspectiva del espectador: el humor ha hecho chispa al chocar las ilusorias previsiones de una historia no terminada, complacientemente imperfecta (que presenta a un sujeto casi pasivo, apacible, feliz), contra la brutal realidad, presentida ante la carroza fúnebre, de lo que termina y es perfecto, cierto, indubitable e inevitable, lo que transforma a ese personaje de ánimo manso en poco más o menos que una bestia. En el cambio estarían, pues, los resortes del humor, al menos en este caso.
Desde la primera a la octava viñeta, la difusa captación de una serie de escenas complacientes, con sus intersticios de búsqueda (v. 3) y celebración (v. 5), eleva la intensidad eufórica. La novena viñeta es un punto de paso, de transición. En la decimoprimera viñeta, la intensidad del susto, del desagrado, de la tristeza ha «secuestrado» al no sujeto: se eleva la intensidad de modo exponencial, pero esta vez disfórica, hasta llegar a la cúspide de intensidad en la última viñeta, en la que, de modo «catastrófico», el no sujeto se transforma en sujeto que evalúa y juzga, con desmedida violencia, lo ocurrido. En conjunto, el relato ofrece, pues, el perfil de un esquema ascendente.
El recorrido del actante central, básicamente somático y gestual, es, hasta la novena viñeta, el de un espectador complacido ante las escenas previsibles, programadas, de una agradable «película» en la que los actores cumplen con sus roles temáticos estereotipados, fijos, cerrados. Los actores, en la pertinencia estésica, aparecían como no sujetos. Ahora, en la pertinencia modal, que los inviste de roles estereotipados, que los programa, devienen autómatas unimodalizados con el poder. La cultura, como forma de vida, produce esos estereotipos: el juego y la inocencia en la etapa de la niñez, el enamoramiento en la adolescencia, la vida en familia y la paternidad en la etapa del matrimonio pleno, la responsabilidad y el estrés a la hora de trabajar, y la tranquila placidez de la vejez. Por último, la carroza negra con la cruz para aludir y representar, por metonimia, a la muerte. Precisamente cuando la carroza fúnebre aparece en el horizonte, el estado de ánimo del espectador de una película agradable se altera: la frustración, el desconcierto, la desesperanza, hacen su aparición concentradas en un elocuente gesto (v. 11); luego, la agresiva actitud de molestia, enojo y cólera (v. 12) culmina el recorrido de un actor que, en conjunto, ha tenido la libertad de construir su propia identidad a través de cambios de actitud de índole marcadamente emocional, pues se trata de un cuerpo sensible, voluble, fuertemente afectado por las escenas, en especial por la de la muerte. Si bien el rol es el de un espectador, por el acento puesto en sus cambios de actitud, resulta que su recorrido, al tender al cambio, se siente abierto. Después de todo, se trata del único personaje que tiene libertad para construir su identidad.
En la isotopía de la historia, que se desplegaba hasta la octava viñeta, el protagonista quiere que «la ilusión de la vida» se prolongue indefinidamente para disfrutar de la imperfección del no saber, para regodearse en el placer de una creciente intriga. Pero, frente a la isotopía –eufórica– de la historia, se impone la isotopía –disfórica– del acontecimiento. En efecto, el ciclo vital está cerrado y, en realidad, se sabe que ya no hay nada más que contar. El protagonista se entera, sin querer, del final del relato de la vida. Sobreviene la decepción, el desengaño ante la dura certeza de la muerte. La reacción de nuestro héroe al no poder evitar la imagen del final no es otra cosa que una «pataleta» ante lo inevitable. En el fondo, él ya sabía cuál era el final, pues lo reconoce como tal, pero no quería verlo.
Se trata, según Pániker (2001), de la muerte como tabú. Está prohibido mencionarla; es un tema obsceno, como la defecación. Se muere asépticamente en los hospitales. Nada debe enturbiar el diseño de banal felicidad basado en el consumo y en la permisividad (que alcanza al sexo, pero que, en contrapartida, reprime severamente a la muerte, la cual ha reemplazado al sexo como tabú fundamental) (Pániker, 2001, p. 80). Nuestro protagonista, con su actitud, condensa una forma de vida.
Retomando el esquema pasional, al que aludimos brevemente, podemos constatar que, desde el comienzo de la historia, estamos ante un observador que, en cuanto cuerpo sensible, está ya despierto afectivamente. En cada escena es sacudido por un nuevo estímulo que lo emociona. Hasta en aquellas en las que, supuestamente, no tiene nada al frente, lleva impreso el síndrome de ese despertar.
Queda, pues, implícita, en sus reacciones gestuales, la disposición al placer, a la complacencia, a la ilusión ante la vida; está fijado, entonces, el género de la pasión. Precisamente por eso, el pivote pasional se entiende a partir de una sorpresa (v. 10) y de una indisposición (v. 11) ante la presencia de una carroza fúnebre. Antes de la transformación pasional, queda, pues, explícita la mencionada indisposición.
La última viñeta concentra y condensa las tres últimas fases del esquema. Aunque, por los gestos del protagonista, ha sido evidente la ubicuidad de la emoción a lo largo del relato, la fuerza que adquiere en esta escena final llega al umbral del exceso: el paso de la postura sentada a la parada, la cabeza inclinada hacia arriba, la boca desmesuradamente abierta, los brazos extendidos, los puños cerrados, el paso del silencio a la voz alta y estridente… son signos observables de frustración, descontento y agresividad. Esperaba, en términos fiduciarios, que «ustedes» no le cuenten el final, esto es, que no lo conjunten con la indeseada información. Creía tener derecho a no saber. Pero los creadores de la historieta lo decepcionaron. Hicieron lo justo para que la fruición de lo bello dé paso a la bestia.
En el plano enuncivo, la moralización coloca a la certidumbre de la muerte en el polo axiológico negativo y a la ilusión de la vida en el positivo. No obstante, en el plano enunciativo, el enunciatario espectador, con irrisoria distancia, puede medir y evaluar no solo la ingenuidad del protagonista, sino también su abrupta metamorfosis de la mansedumbre a la bestialidad.